martes, 17 de julio de 2007
El regulador (Duilio Luraschi)
El regulador.
Lo tenía frente a mí.
Estaba sobre el escritorio y yo lo observaba de arriba abajo.
Era de dimensiones corrientes, sin mayores peculiaridades, sobrio en su color y diseño clásico. En mi oficina tenía cientos de cajas de cartón con ejemplares iguales.
Me tomé los anteojos con dos dedos, acerqué mi cara un poco más, lo inspeccioné bien, lo olfateé, y luego me pasé, con fruición, la mano abierta por toda la frente.
El Gerente me había llamado temprano en la mañana, apenas llegó, como solía hacerlo, con el diario bajo el brazo, pero, por fatalidad o descuido, llegué cuatro minutos tarde a la oficina, por lo que el recado me lo dio su secretaria.
Me puse algo nervioso. Me sonrojé, inmediatamente –cosa que quise ocultar de alguna forma– y mis manos se humedecieron a grado tal que se me escapaban los objetos que aferraba mientras recorría el pasillo. Entonces me pasé el pañuelo, completamente limpio y planchado, primero por las palmas, el dorso, y dedo por dedo hasta el borde de las uñas, que siempre tuve cortas y prolijas. Dejé el sombrero y el saco en el perchero y me eché sobre la silla.
Por mi cabeza pasaban cientos de motivos por los cuales el jefe querría hablar conmigo.
No creía que se hubiese enterado lo del expediente de González; tampoco de la breve salida del jueves que hice para pagar una cuenta, ni tampoco lo de Elcira… en fin: tendría que presentarme ante él así, indefenso, cuando fuese a verlo; también pensé que más valía la pena que fuese pronto y rápido, para no seguir dando vueltas con más planes o razones, cosa que me podría llevar toda la jornada de trabajo. El reloj, indiferente a mí o a la situación, marcaba los segundos, golpe a golpe, en la pared de enfrente.
Tomé el saco del perchero, y fui hasta su oficina.
Golpeé la puerta, sin mayor brusquedad ni decoro. Era de madera oscura y opaca y tenía un vidrio esmerilado con un cartelito que anunciaba: "DEPARTAMENTO DE EDIFICIOS. GERENCIA".
– Adelante –se oyó su voz, profunda y seca.
Entré.
Él se encontraba consultando unos papeles, mientras mantenía su cigarro de hoja negra en la boca, apagado.
Me hizo una seña para que me sentara.
La luz entraba de lleno por una de las hojas de la ventana, y solamente unas finas líneas lechosas, que daban a la mesita auxiliar, por la que tenía la celosía cerrada.
Me pasé el pañuelo por mis manos y luego por toda la frente.
Al fin dejó sus papeles y me dijo:
– Etcheverry… tengo un trabajo para usted.
– Por supuesto –le dije, apresurándome.
– Es algo un tanto especial.
Quedé bastante intrigado, pero no dije palabra, para no interrumpirlo. Él hizo una pausa, que me resultó eterna, mientras leía mi legajo.
– Usted es soltero ¿verdad? Lo digo porque tendría que viajar al interior por unos días.
– No tendría inconveniente, señor.
– Los gastos, por supuesto, corren por cuenta de la empresa. El tiempo que le lleve realizar la tarea dependerá de la dedicación que usted le brinde… si necesita algo de dinero por cualquier eventualidad sólo tiene que llamarnos – dijo todo esto y calló, tal vez por tener ya reseca la boca y la garganta.
Se paró, de golpe, y fue hasta el armario más alejado y trajo una cajita de cartón, que dejó sobre el escritorio.
Tomó un cortapapeles y la abrió por completo. Fue la primera vez que vi el nuevo regulador.
Me comentó que tendría que ir a todas nuestras Sucursales en el interior del país e instalar el nuevo producto.
Cuando le pregunté qué función cumpliría el regulador, me dijo que ya lo sabría cuando todos estuviesen instalados y en funcionamiento. Lo único que tendría que hacer, ahora, era adherirlo al mostrador principal, cerca del cajero y el Jefe de ventas, y accionar el botón que tenía en uno de sus lados. Una vez instalado y encendido terminaría mi trabajo en dicha Sucursal.
– ¿Va conectado a la corriente eléctrica? –pregunté.
– No es necesario.
– Yo no tengo automóvil ¿cómo llevaría tanto cargamento?
– Llevará sólo lo indispensable en una maleta. Luego, a medida que lo necesite, nosotros le enviaremos encomiendas a los distintos lugares en donde usted estará alojado. Eso sí, disponga las cajas con los nuevos equipos en su oficina. En este momento están en el depósito. Recójalas hoy mismo. Debe contarlas y firmarle el comprobante al Jefe de stock, y quédese con una copia para usted y otra para Contaduría.
Dicho esto se paró, y me di cuenta que había culminado la conversación que quería mantener conmigo.
Y ahí estaba yo, en mi oficina. Lo tenía frente a mí, sobre mi escritorio, y lo observaba de arriba abajo.
Me habían dado algún dinero y la lista de Sucursales. Yo me encargaría de organizar el itinerario.
Llegué a casa temprano. En la puerta estaban Teresa y Alfredito, sentados en dos sillas de cardo, disfrutando el aire que corría.
Saludé, tomándome el ala del sombrero con tres dedos, y saqué el manojo de llaves del bolsillo derecho de mi pantalón, algo raído y arrugado.
Me había llevado a casa seis cajitas, un tarro pequeño de cola y un pincel.
Ordené la ropa que llevaría y la dejé sobre la mesa de la sala. No iba a cenar esa noche. Tenía el estómago completamente cerrado. Sólo tomé un vaso de leche tibia y me fui a la cama.
Permanecía inmóvil boca arriba, con mis brazos sobre el vientre y los ojos abiertos, mientras oía el tic–tac del reloj sobre la cómoda. Había colocado el despertador para levantarme a las seis, pero estaba seguro de que me despertaría antes de que las campanas estallaran.
Desayuné liviano, pero me hice dos generosos trozos de pan con rebanadas de queso y dulce de por lo menos un dedo de ancho.
Siete y cinco estaba en la estación Artigas.
Fui hasta la taquilla y solicité un boleto para la ciudad de Rocha.
– ¿Primera o segunda? –consultó el cajero.
– Segunda. ¿A qué hora sale el tren?
– Siete y veinticinco.
– Gracias.
Fui hasta el borde mismo de las vías y observé todo. Luego vi los trenes: el mío estaba en decentes condiciones a simple vista.
Me senté en un banco –uno cualquiera– y me puse a leer el itinerario que me había marcado, tachando, enmendando, aprobando, con una pluma a fuente, regalo de Isidro.
En medio de mis cavilaciones oí el primer llamado para el coche con destino "ciudad de Rocha". Me paré, sobresaltado, ordené todos los papeles, los coloqué en mi portafolios, como pude, y tomé mi maleta con la mano que mantenía libre.
Me acerqué al andén y busqué un vagón que no estuviese muy al fondo en el convoy, y que, desde las ventanillas, lo viese pulcro y con sus asientos en buen estado.
Elegí uno y entré.
Calculé dónde daría el sol en la mayor parte del trayecto y me alojé en la fila de la sombra, contra una de las ventanillas más limpias que tenía.
El viaje fue largo y tedioso.
Una señora rezongaba, para sí, mientras taconeaba y leía las noticias en un diario popular de la mañana.
Llegué a Rocha y me dispuse a buscar la calle en donde se encontraba la Sucursal.
De las capitales departamentales Rocha siempre me resultó la más antigua, no por su edificación, sino por su gente.
El ritmo es siempre lento, muchas de sus calles todavía conservaban adoquines por donde pasaba, sondeando, todo el pueblo en sus bicicletas.
Pensé que en un rato culminaría con mi labor y entonces sí, tomaría otro tren, cuan rápido pudiese, hacia mi siguiente destino. Eso pensaba, mientras caminaba, lentamente, con mi maleta y mi valijita, por esas calles angostas y soleadas que parecían apretujadas por las casas de un piso, panaderías y demás comercios.
La Sucursal quedaba en el centro de la ciudad.
Entré.
– Soy Juan José Etcheverry.
– Yo soy el gerente de esta Sucursal, me avisaron que pronto usted llegaría… pase, no se quedé allí parado… ¿Quiere un café?
– Un vaso de agua estaría bien.
Dejé mi maleta en el suelo, junto a un gatito gris de porcelana, y mi valija de piel resquebrajada, donde llevaba las herramientas necesarias para la instalación y unos seis reguladores, sobre una de las sillas.
– No me comentaron la razón de su visita.
– Voy a colocar un nuevo producto… es un regulador.
– Entiendo.
Me dirigí al lugar indicado para la instalación, y solicité una franela húmeda para quitar parte del polvo que invadía todo, como un arenal inmenso.
Pronto todos los dependientes de la Sucursal formaron medio círculo y se quedaron, como tontos, observando mi trabajo.
– Seguramente es un nuevo plan de la capital para controlarnos –dijo el cajero, mientras golpeteaba con la punta de su lápiz en la ventanilla.
– Por algo será –dijo un dependiente, mientras codeaba a su par.
Ambos rieron vivamente.
– ¡Insolentes!
Pasé un par de pinceladas de cola por la parte inferior del artefacto y, con sumo cuidado, lo coloqué en el mostrador.
Se hizo un profundísimo silencio, que por un momento llegó a parecer un vacío.
– ¿Está listo? –preguntó el gerente.
Negué con la cabeza.
– Ramón ¡cuidado con esos dedos ligeros!
– ¡Insolentes! –repitió el cajero.
Observé una vez más el regulador y presioné el botón de encendido. Ya estaba listo, al menos en lo que a mi trabajo respecta.
– ¿Pueden oírnos desde ese aparato? –preguntó el gerente.
– Yo sé tanto como ustedes.
– Los dedos ligeros –dijo, nuevamente, el dependiente.
Nadie estaba muy convencido ni con mis palabras ni con el extraño aparatito. Lo observaban primero de cerca y luego con cierta perspectiva.
– ¿Por qué motivo comenzó por esta Sucursal? –dijo el cajero.
– Casualidad.
Tomé mi valija de trabajo y coloqué, uno a uno todos los elementos que había utilizado. Terminé de tomar mi vaso de agua y saludé alzando algo el sombrero.
Dejé la ciudad de Rocha a la mañana siguiente y antes de que el sol cayera ya me encontraba en mi segundo destino, pronto para la tarea, que, evidentemente, comenzaría en la mañana.
Primero consulté dónde quedaba la Sucursal de la Compañía, luego dónde pasar la noche y cenar en forma abundante pero económica.
La primera opción que me dieron era un hotel popular, en la calle el Banco, de techo de chapa que resume agua y dicen que en invierno escarcha las frazadas.
Luego me indicaron un hotel con una fonda familiar y decorosa a media cuadra.
Elegí ése, con la mano en el bolsillo donde llevaba el dinero.
La habitación era extremadamente pequeña. No creo que hubiese podido perderme en ella aunque sólo tuviese dos años.
Las paredes tenían poca humedad, lo admito, pero supuse que era porque nos encontrábamos en pleno verano. Los muebles, antiguos pero en condiciones, eran desproporcionadamente grandes para la pieza, y pertenecían a diferentes juegos.
Me di una buena ducha con agua fresca y abundante y cené opíparamente, ya que los gastos estaban pagos.
En la mañana fui hasta la Sucursal.
Al traspasar la puerta de la entrada oí un grito apagado:
– Ya viene… es el Inspector.
– ¡Shhh!
– ¿Señor..? –se dirigió a mí un dependiente.
– Quisiera hablar con el señor Gerente, por favor, vengo de la Casa Matriz.
El joven me hizo una seña para que lo acompañase por un corredor bordeado de lambrices color caoba, luego hizo otra, quizá muy marcada, para que esperara a unos dos pasos de la puerta, que tenía un gran vidrio craquelado color caramelo.
Salió, enseguida, un hombre de pronunciada calvicie, enjuto y desgarbado, anudándose el último botón de la camisa.
– Estamos a su disposición –dijo, y me extendió la mano.
– Solamente vengo a colocar este nuevo regulador que ha comprado la Compañía.
– Usted…
– Sé tanto como ustedes –me adelanté a sus palabras.
Se acercaron, entonces, dos o tres empleados y mascullaban distintas especulaciones acerca de la innovación de la empresa.
– Esto nos quitará el trabajo –dijo el más viejo de ellos.
– No sea tonto, seguramente requerirá tomar otro dependiente.
– Mi primo Raúl cumplió los dieciocho. Voy a comentárselo al Gerente.
– Sigo pensando que este aparatito nos dejará sin trabajo.
– ¿Supongo que tendrán en cuenta a quienes tenemos varios hijos en la familia? –preguntó Ferreiro.
– Todos necesitamos el trabajo –dijo una de las vendedoras.
– Usted…
Levanté la mano en señal para que no siguiera hablando.
Cuando saqué el regulador de la valijita se produjo un gran silencio.
Tomé las medidas necesarias para la instalación. Coloqué el artefacto y presioné el botón de encendido.
Se oyó, de repente, un rumor mezcla de asombro y desconcierto, esa especie de murmullo como cuando uno va pisando las hojas secas de los plátanos en otoño.
– ¿Usted podría enviar esta carta con mis datos a la capital, Señor?
Hice un marcado gesto para que ya no me fastidiara.
Saqué del maletín la agenda de visitas y taché esa Sucursal, y quedé observando el itinerario.
– ¿A qué hora parte el próximo ómnibus a Melo?
– En seis minutos –dijo el Gerente, observando su reloj de cadena.
– Lo perderé –dije.
– No se preocupe, arreglo todo con un llamado al jefe de las patrullas de caminos, es correligionario y compadre de mi señora.
Éste detuvo el ómnibus a dos kilómetros de la ciudad con pretextos vanos. El chofer también lo conocía bien, por lo que se imaginó que era por alguna razón importante.
Realmente dudé de que pudiese hacerlo, pero en media hora estaba tomando el ómnibus, con la ayuda del Gerente y de Ferreiro.
– Pelegrinetti.
– ¿Qué cosa?
–Pelegrinetti, de Treinta y Tres. Ése es mi nombre –dijo el Gerente, mientras el vehículo avanzaba, levantando una gran nube de polvo y humo.
Hice un gesto impreciso que él tomo como de asentimiento.
El paisaje, durante gran parte del trayecto, se tornó monótono y agrisado. Fue oscureciendo poco a poco. Dormité algo y luego me dispuse a leer un libro que había llevado para tales casos. En todos mis viajes era el mismo, ya que nunca alcancé a culminarlo.
Llegué a Melo cansado, demasiado cansado para ir a la Sucursal pero no tanto como para echarme en la cama del primer hotel que encontrara.
Fui al telégrafo, que aún permanecía abierto, y envié un telegrama a la capital solicitando más dinero para la compra de pegamento y un cepillo de carpintero, instrumento que me sería de gran ayuda para el trabajo.
Llevaba bien las cuentas de los gastos y no tendría mayores problemas con el viático, al menos hasta llegar a Durazno.
Pregunté por la comida.
– Mire señor –dijo uno de los hombres que jugaban a los naipes– cerca de aquí hay un bar donde se toma caña blanca. Si pide "de la buena" le dan un vaso de la Belho Barreiro, si pide "de la otra" le va a salir la mitad.
– No, muchas gracias –le dije– solamente quiero algo de comer.
Entonces me indicaron una pizzería donde comí dos exquisitas porciones de faina con azúcar.
Luego de un buen estómago feliz, me dispuse a dar un paseo.
Por delante de mí pasó un afilador de cuchillos y tijeras.
Detuvo su bicicleta y me solicitó lumbre.
Me di cuenta que eso sólo era un pretexto.
– Usted es el Inspector ¿verdad?
– ¿Perdón?
– Viene de la capital.
Le di fuego y lo dejé pensando.
Dejé todo en el hotel, me di un buen baño de inmersión y me puse el traje de los domingos.
Con pocos datos llegué al Club social, donde daban una película de Gary Cooper.
Al finalizar la función me fui hasta el arroyo Conventos, y me senté a tomar el fresco en el patio español y frente a la fuente de los sapos.
A la mañana llegué a la Sucursal temprano.
Había pocos funcionarios ordenando el local y sus pertenencias para comenzar un nuevo día.
Me recibieron el Jefe, la cajera y una mujer de complexión gruesa.
La mujer llevaba, entre sus manitos pequeñas en aquel enorme cuerpo, un vasito diminuto.
El Jefe tenía unas gafas de gran aumento, que se colocaba, insistentemente, sobre el caballete de una nariz respingada que poco servía de ayuda para tales fines.
La cajera se llamaba Sara.
Una vez colocado el regulador sobre el mostrador, todos quedaron observando primero a mí, luego a artefacto, a mi mano y a mí, nuevamente.
– ¿Está listo?
– Listo.
– ¿Y ahora?
Entonces, con gran aspaviento, como hacen los presidentes de mesa en los escrutinios, levanté el brazo y lo dejé a unos dos centímetros a la derecha del regulador, y de golpe, oprimí el botón de encendido.
– ¡Quién lo iba a decir!
Unos y otros se preguntaban esto y aquello, y pocos se atrevieron a dirigirme unas pocas palabras.
– ¿Nos puede ver el Director General, desde Montevideo? –preguntó el portero.
– No sea tonto –le dijo la mujer gruesa –es para controlar las ventas.
– Nuestro tiempo libre.
– Cómo venimos vestidos.
– ¿Entregó el último balance? –preguntó el Gerente al tenedor de libros.
Este se sonrojó y no dijo palabra.
– ¿Debo firmar algún recibo? –dijo ahora, con la voz entrecortada.
– Ninguno. Ya terminé aquí mi trabajo –dije, y tomé mis cosas del suelo.
Observé mi libretita con el itinerario: una vez más otro viaje.
Otra vez un hotel viejo.
Dejé la Sucursal y caminé hasta el bar principal y pedí una limonada. Descansé sólo unos minutos. Tomé mis pertenencias y me dirigí a la habitación donde tenía todas mis pertenencias, y me puse a revisar los artefactos que aún me quedaban, el dinero, los puestos que había instalado, los que faltaban, los días que llevaba en esta tarea. Observé una y otra vez el almanaque que acostumbraba a colgar frente a la cama, en una de las hojas del ropero.
Día y medio de viaje y estuve en otro pueblo, en medio de la nada, rodeado de tierra, rocas, y más tierra. Ya no recuerdo en cuál de todos los departamentos me encontraba.
No recuerdo el nombre de la calle de la Sucursal.
Detrás del mostrador la señora no paraba de inquietarse.
– ¡Fernandito! ¡Quédese un poco quieto, muchacho!
Levanté, solamente un poco, la vista de mi artefacto.
– ¡Fernandito! ¡Qué le digo siempre!
El niño se introdujo un dedo en la nariz y luego jugueteó un rato con sus secreciones.
Quiso estirar la mano para tomar el artefacto pero rápidamente lo impedí con un golpe seco con mi lápiz en la punta de los cuatro dedos que se asomaban al mostrador.
– ¡Qué mocoso!
– No se preocupe, señora –dijo el asistente.
– El Jefe se acercó a mí y me dijo al oído:
– Es una de nuestros mejores clientes.
– ¡Qué mocoso! –volvió a decir la mujer, y levantó por lo menos un centímetro del suelo al niño, tirándole de una oreja.
– Es la Notaria del lugar –prosiguió el Jefe.
Probé, una vez más, y el botón de encendido dio la señal de que el regulador ya estaba trabajando.
– Robertito ¿te gusta?
– Luis Fernando.
– ¿Te gusta el aparatito, niño?... ¡No lo vayas a tocar! ¿Verdad? –le dije.
– Disculpe su insolencia, señor, usted que viene de la capital dirá ¡cómo crían a estos niños en las ciudades pequeñas!…
Alcé lentamente la mano, para no ser descortés y dije:
– Robertito no lo va a tocar. Estoy seguro.
– Luis Fernando –dijo el asistente.
Una vez conforme con mi labor comencé a colocar todas las herramientas en la valijita de piel y solicité permiso para pasar al baño a fin de higienizarme.
Observaba mi rostro en el espejo: tenía enormes ojeras y necesitaba una buena afeitada.
– ¿Dónde se puede comer bien en esta ciudad?
– En lo de Pietro.
– ¿Pasta?
– Pasta.
Levanté la valijita del suelo y me pasé una y otra vez la mano por la corbata, y salí seguro de cargar con la mirada de todos los dependientes sobre mis espaladas.
Entonces fui caminando hasta la plaza, que era el único lugar que se encontraba fresco en todo el pueblo.
Estaba muy cansado. Cansado del viaje, de los malos hoteles, de todas las personas, de mis sudores.
Observé, por un buen tiempo, casi desinteresadamente la naturaleza. Unas pocas flores en canteros redondos, dos ciruelos, por lo menos seis ceibos y un jacarandá bastante frondoso.
Estiré lo más posible mis brazos, hasta tocar, con los nudillos, el banco que daba a una de las calles.
Me incorporé, lentamente, y crucé mis manos sobre el pecho.
La brisa se deslizaba solamente sobre el follaje, debajo el calor era intenso.
Se sentó a mi lado una mujer joven.
Era bella pero no hermosa. Como decía mi padre: "una belleza extraña".
– Es de la ciudad ¿verdad?
– ¿De Montevideo?
– Me di cuenta apenas lo vi.
– No creo que vengan muchos extraños al pueblo.
– Pero usted lleva el mar en los ojos.
– ¿El mar?
– El de Montevideo.
Sacó, de una pequeña cartera beige una postal.
– ¿Es tan grande como parece en la foto?
Asentí con la cabeza.
La joven se incorporó y me extendió la mano. Me incorporé y la saludé con una breve reverencia.
Una belleza extraña.
Observé una vez más la libretita de visitas. Todavía me quedaban seis ciudades.
Crucé la plaza y quedé frente al gran portal de la iglesia.
Entré.
Recorrí el vía crucis, de madera tallada, y dejé una moneda de peso bajo la imagen de San José Obrero.
El silencio era total y podía olerse el humo de las velas que recién se habían apagado.
Me pasé el pañuelo por la frente y el cuello. Cerré los ojos tan solo por el placer de mantenerlos cerrados.
Al salir, me encontré con dos indigentes que discutían animadamente, pero no a voces, quién era más milagroso, si San Cayetano o San Pancracio.
Fui hasta la estación y consulté por el tren que partía al litoral.
– ¿Cuál?
– ¿Cuál parte primero?
– Paysandú, en dos horas y media, con suerte.
Compré un boleto.
Dormí sólo parte del trayecto.
– Son frescas las sandías.
Observé al hombre obeso.
– Sí…–le dije.
– Las uvas también son frescas…
Lo observé levemente y continué observando por la ventanilla.
– Creo que sí –dije, al fin, no sé bien por qué motivo.
– Lástima que sólo se venden en verano.
– Ajá.
Quise abrir el vidrio de mi ventana, ya que dentro el calor era insoportable. Estaba totalmente atascada.
El hombre gordo fue y vino. Trajo un destornillador de pala ancha y me ayudó a quitar el pasador mal colocado, con más fuerza que ingenio y menos pericia que buena voluntad.
Lo observé bien. Un centenar de pequeñísimas gotas de sudor comenzaron a brotar de su frente, su papada, y luego toda la cara.
Pronto su camisa estaba completamente empapada y el pelo, algo rizado, se pegaba, caprichosamente, en las ranuras que dejaba su incipiente calvicie.
– Realmente son frescas ¿verdad?
– Sí, por supuesto.
Al fin pudimos abrir por completo la ventanilla.
Lo observé con cierto desconsuelo.
– Gracias –le dije.
– Fue un placer. Y a usted… ¿Le gustan las frutas?
– Sí… claro, me gustan… son verdaderamente frescas, además no son nada caras.
El hombre gordo sonrió y me dio unas palmadas sobre el hombro.
Llegué a Paysandú y cumplí la misma rutina.
Di unas pocas vueltas por una de sus plazas, en donde encontré un monumento de Artigas flaco, desgarbado, con su pelo ondeando al viento, cosa que no correspondía con el paso que llevaba el caballo, y vi la campana de la iglesia del pueblo, una campana rota que por ese entonces no sonaba, ni nunca sonó en ningún momento.
Me tomé, entonces, un buen tiempo antes de comenzar el trabajo.
Vi, desde lejos, el cartel de la empresa, y pasé mis zapatos por el pantalón, bajo las pantorrillas.
Al llegar a la Sucursal no sólo los dependientes me esperaban sino también un grupo de curiosos.
– ¿Es verdad que podremos comunicarnos con las otras dependencias?
– ¿No tienen teléfono aquí?
– Por intermedio de ese aparato, digo.
– Sánchez ¡no sea tonto! Usted preocúpese de sus ventas. Han bajado bastante en los últimos días.
– Señor, es que yo...
– No venga con excusas... el regulador que trae el señor Inspector de Montevideo no va a admitir ninguna falla. ¡Y si mi Sucursal es mal evaluada este año ya saben quiénes pagaran por eso!
– Es para marcar las salidas del personal –dijo la encargada de la administración. Seguramente registre a qué hora llegamos y cuándo nos retiramos.
– El martes tuve médico, todos lo saben –dijo un dependiente.
Encendí el regulador.
– ¡Sr. Etcheverry!
– Soy yo.
– Un llamado desde Montevideo.
Me pasé el pañuelo por ambas manos y tomé el teléfono.
– Sí, señor. Veintinueve… ¿Cómo?
No podía creerlo.
– Señor Gerente, solamente me quedan cinco… bien... por supuesto.
Colgué el tubo y quedé unos minutos meditando, mientras pasaba el dedo índice sobre el vidrio de la mesita alargada, haciendo círculos concéntricos.
– ¿Vuelve a Montevideo?
Afirmé con la cabeza.
– El artefacto que acaba de instalar en el mostrador principal, ya está funcionando ¿verdad? –consultó el Jefe de ventas.
– Todavía no. Todos los reguladores los van a activar, a la vez, desde Montevideo.
Pedí un café sin azúcar y una aspirina.
– ¿Agua?
– Sí, por favor. También un vaso de agua.
Averigüé por el tren de regreso a la capital: saldría en la mañana.
Apronté todo para el viaje, colocando con sumo cuidado las camisas junto a los zoquetes y las corbatas, y la ropa de mayores dimensiones del otro lado, ajustadas por la cinta de cuero verdoso.
El viaje se hizo lento y pesado.
Llegué a casa a media noche y tiré la maleta sobre el sillón de la sala. Debería estar en la oficina del Gerente a las ocho en punto, por eso comí algo ligero y me fui a la cama, echándome sobre ella.
Al otro día estaba en la puerta de su despacho antes de la hora estipulada.
– Buenos días, Etcheverry –dijo al verme, y estiró su mano enorme.
– Buenos días, señor –dije.
– ¿Cómo le ha ido? ¿Qué tal le resultó el viaje?
– Bien. Muy bien. Solamente estoy un poco cansado, nada grave.
Entonces me hizo una seña para que pasara y entramos.
Me senté en la silla frente a su escritorio y mantuve silencio.
Él abrió las dos persianas, con cierta dificultad, y de pronto todo se iluminó en la sala. Vi apiladas, en dos filas irregulares, que no se elevaban más de unos cuarenta centímetros, algunas cajas de colores vivos.
– Hoy puede tomarse el día libre –dijo– ya que mañana parte nuevamente a nuestras Sucursales.
– ¿A todas?
– A todas.
– ¿Hubo algún problema con los reguladores?
– Ninguno. La empresa compró un nuevo modelo y tenemos que reemplazar los que ya instalamos por estos más modernos –dijo, y me mostró uno, que mantuvo sobre su mano unos segundos.
– ¿Reemplazarlos?
– Sí.
Entonces se sentó en su sillón, y comenzó a buscar algunos documentos en los canastillos de metal que se encontraban sobre el escritorio y en los cajones del archivero.
Sin levantar la vista agregó:
– Etcheverry: mañana en la mañana sale al interior.
Me quedé observándolo sólo unos instantes. Tomé mi sombrero con ambas manos y salí.
– Buen viaje.
Lo tenía frente a mí.
Estaba sobre el escritorio y yo lo observaba de arriba abajo.
Era de dimensiones corrientes, sin mayores peculiaridades, sobrio en su color y diseño clásico. En mi oficina tenía cientos de cajas de cartón con ejemplares iguales.
Me tomé los anteojos con dos dedos, acerqué mi cara un poco más, lo inspeccioné bien, lo olfateé, y luego me pasé, con fruición, la mano abierta por toda la frente.
El Gerente me había llamado temprano en la mañana, apenas llegó, como solía hacerlo, con el diario bajo el brazo, pero, por fatalidad o descuido, llegué cuatro minutos tarde a la oficina, por lo que el recado me lo dio su secretaria.
Me puse algo nervioso. Me sonrojé, inmediatamente –cosa que quise ocultar de alguna forma– y mis manos se humedecieron a grado tal que se me escapaban los objetos que aferraba mientras recorría el pasillo. Entonces me pasé el pañuelo, completamente limpio y planchado, primero por las palmas, el dorso, y dedo por dedo hasta el borde de las uñas, que siempre tuve cortas y prolijas. Dejé el sombrero y el saco en el perchero y me eché sobre la silla.
Por mi cabeza pasaban cientos de motivos por los cuales el jefe querría hablar conmigo.
No creía que se hubiese enterado lo del expediente de González; tampoco de la breve salida del jueves que hice para pagar una cuenta, ni tampoco lo de Elcira… en fin: tendría que presentarme ante él así, indefenso, cuando fuese a verlo; también pensé que más valía la pena que fuese pronto y rápido, para no seguir dando vueltas con más planes o razones, cosa que me podría llevar toda la jornada de trabajo. El reloj, indiferente a mí o a la situación, marcaba los segundos, golpe a golpe, en la pared de enfrente.
Tomé el saco del perchero, y fui hasta su oficina.
Golpeé la puerta, sin mayor brusquedad ni decoro. Era de madera oscura y opaca y tenía un vidrio esmerilado con un cartelito que anunciaba: "DEPARTAMENTO DE EDIFICIOS. GERENCIA".
– Adelante –se oyó su voz, profunda y seca.
Entré.
Él se encontraba consultando unos papeles, mientras mantenía su cigarro de hoja negra en la boca, apagado.
Me hizo una seña para que me sentara.
La luz entraba de lleno por una de las hojas de la ventana, y solamente unas finas líneas lechosas, que daban a la mesita auxiliar, por la que tenía la celosía cerrada.
Me pasé el pañuelo por mis manos y luego por toda la frente.
Al fin dejó sus papeles y me dijo:
– Etcheverry… tengo un trabajo para usted.
– Por supuesto –le dije, apresurándome.
– Es algo un tanto especial.
Quedé bastante intrigado, pero no dije palabra, para no interrumpirlo. Él hizo una pausa, que me resultó eterna, mientras leía mi legajo.
– Usted es soltero ¿verdad? Lo digo porque tendría que viajar al interior por unos días.
– No tendría inconveniente, señor.
– Los gastos, por supuesto, corren por cuenta de la empresa. El tiempo que le lleve realizar la tarea dependerá de la dedicación que usted le brinde… si necesita algo de dinero por cualquier eventualidad sólo tiene que llamarnos – dijo todo esto y calló, tal vez por tener ya reseca la boca y la garganta.
Se paró, de golpe, y fue hasta el armario más alejado y trajo una cajita de cartón, que dejó sobre el escritorio.
Tomó un cortapapeles y la abrió por completo. Fue la primera vez que vi el nuevo regulador.
Me comentó que tendría que ir a todas nuestras Sucursales en el interior del país e instalar el nuevo producto.
Cuando le pregunté qué función cumpliría el regulador, me dijo que ya lo sabría cuando todos estuviesen instalados y en funcionamiento. Lo único que tendría que hacer, ahora, era adherirlo al mostrador principal, cerca del cajero y el Jefe de ventas, y accionar el botón que tenía en uno de sus lados. Una vez instalado y encendido terminaría mi trabajo en dicha Sucursal.
– ¿Va conectado a la corriente eléctrica? –pregunté.
– No es necesario.
– Yo no tengo automóvil ¿cómo llevaría tanto cargamento?
– Llevará sólo lo indispensable en una maleta. Luego, a medida que lo necesite, nosotros le enviaremos encomiendas a los distintos lugares en donde usted estará alojado. Eso sí, disponga las cajas con los nuevos equipos en su oficina. En este momento están en el depósito. Recójalas hoy mismo. Debe contarlas y firmarle el comprobante al Jefe de stock, y quédese con una copia para usted y otra para Contaduría.
Dicho esto se paró, y me di cuenta que había culminado la conversación que quería mantener conmigo.
Y ahí estaba yo, en mi oficina. Lo tenía frente a mí, sobre mi escritorio, y lo observaba de arriba abajo.
Me habían dado algún dinero y la lista de Sucursales. Yo me encargaría de organizar el itinerario.
Llegué a casa temprano. En la puerta estaban Teresa y Alfredito, sentados en dos sillas de cardo, disfrutando el aire que corría.
Saludé, tomándome el ala del sombrero con tres dedos, y saqué el manojo de llaves del bolsillo derecho de mi pantalón, algo raído y arrugado.
Me había llevado a casa seis cajitas, un tarro pequeño de cola y un pincel.
Ordené la ropa que llevaría y la dejé sobre la mesa de la sala. No iba a cenar esa noche. Tenía el estómago completamente cerrado. Sólo tomé un vaso de leche tibia y me fui a la cama.
Permanecía inmóvil boca arriba, con mis brazos sobre el vientre y los ojos abiertos, mientras oía el tic–tac del reloj sobre la cómoda. Había colocado el despertador para levantarme a las seis, pero estaba seguro de que me despertaría antes de que las campanas estallaran.
Desayuné liviano, pero me hice dos generosos trozos de pan con rebanadas de queso y dulce de por lo menos un dedo de ancho.
Siete y cinco estaba en la estación Artigas.
Fui hasta la taquilla y solicité un boleto para la ciudad de Rocha.
– ¿Primera o segunda? –consultó el cajero.
– Segunda. ¿A qué hora sale el tren?
– Siete y veinticinco.
– Gracias.
Fui hasta el borde mismo de las vías y observé todo. Luego vi los trenes: el mío estaba en decentes condiciones a simple vista.
Me senté en un banco –uno cualquiera– y me puse a leer el itinerario que me había marcado, tachando, enmendando, aprobando, con una pluma a fuente, regalo de Isidro.
En medio de mis cavilaciones oí el primer llamado para el coche con destino "ciudad de Rocha". Me paré, sobresaltado, ordené todos los papeles, los coloqué en mi portafolios, como pude, y tomé mi maleta con la mano que mantenía libre.
Me acerqué al andén y busqué un vagón que no estuviese muy al fondo en el convoy, y que, desde las ventanillas, lo viese pulcro y con sus asientos en buen estado.
Elegí uno y entré.
Calculé dónde daría el sol en la mayor parte del trayecto y me alojé en la fila de la sombra, contra una de las ventanillas más limpias que tenía.
El viaje fue largo y tedioso.
Una señora rezongaba, para sí, mientras taconeaba y leía las noticias en un diario popular de la mañana.
Llegué a Rocha y me dispuse a buscar la calle en donde se encontraba la Sucursal.
De las capitales departamentales Rocha siempre me resultó la más antigua, no por su edificación, sino por su gente.
El ritmo es siempre lento, muchas de sus calles todavía conservaban adoquines por donde pasaba, sondeando, todo el pueblo en sus bicicletas.
Pensé que en un rato culminaría con mi labor y entonces sí, tomaría otro tren, cuan rápido pudiese, hacia mi siguiente destino. Eso pensaba, mientras caminaba, lentamente, con mi maleta y mi valijita, por esas calles angostas y soleadas que parecían apretujadas por las casas de un piso, panaderías y demás comercios.
La Sucursal quedaba en el centro de la ciudad.
Entré.
– Soy Juan José Etcheverry.
– Yo soy el gerente de esta Sucursal, me avisaron que pronto usted llegaría… pase, no se quedé allí parado… ¿Quiere un café?
– Un vaso de agua estaría bien.
Dejé mi maleta en el suelo, junto a un gatito gris de porcelana, y mi valija de piel resquebrajada, donde llevaba las herramientas necesarias para la instalación y unos seis reguladores, sobre una de las sillas.
– No me comentaron la razón de su visita.
– Voy a colocar un nuevo producto… es un regulador.
– Entiendo.
Me dirigí al lugar indicado para la instalación, y solicité una franela húmeda para quitar parte del polvo que invadía todo, como un arenal inmenso.
Pronto todos los dependientes de la Sucursal formaron medio círculo y se quedaron, como tontos, observando mi trabajo.
– Seguramente es un nuevo plan de la capital para controlarnos –dijo el cajero, mientras golpeteaba con la punta de su lápiz en la ventanilla.
– Por algo será –dijo un dependiente, mientras codeaba a su par.
Ambos rieron vivamente.
– ¡Insolentes!
Pasé un par de pinceladas de cola por la parte inferior del artefacto y, con sumo cuidado, lo coloqué en el mostrador.
Se hizo un profundísimo silencio, que por un momento llegó a parecer un vacío.
– ¿Está listo? –preguntó el gerente.
Negué con la cabeza.
– Ramón ¡cuidado con esos dedos ligeros!
– ¡Insolentes! –repitió el cajero.
Observé una vez más el regulador y presioné el botón de encendido. Ya estaba listo, al menos en lo que a mi trabajo respecta.
– ¿Pueden oírnos desde ese aparato? –preguntó el gerente.
– Yo sé tanto como ustedes.
– Los dedos ligeros –dijo, nuevamente, el dependiente.
Nadie estaba muy convencido ni con mis palabras ni con el extraño aparatito. Lo observaban primero de cerca y luego con cierta perspectiva.
– ¿Por qué motivo comenzó por esta Sucursal? –dijo el cajero.
– Casualidad.
Tomé mi valija de trabajo y coloqué, uno a uno todos los elementos que había utilizado. Terminé de tomar mi vaso de agua y saludé alzando algo el sombrero.
Dejé la ciudad de Rocha a la mañana siguiente y antes de que el sol cayera ya me encontraba en mi segundo destino, pronto para la tarea, que, evidentemente, comenzaría en la mañana.
Primero consulté dónde quedaba la Sucursal de la Compañía, luego dónde pasar la noche y cenar en forma abundante pero económica.
La primera opción que me dieron era un hotel popular, en la calle el Banco, de techo de chapa que resume agua y dicen que en invierno escarcha las frazadas.
Luego me indicaron un hotel con una fonda familiar y decorosa a media cuadra.
Elegí ése, con la mano en el bolsillo donde llevaba el dinero.
La habitación era extremadamente pequeña. No creo que hubiese podido perderme en ella aunque sólo tuviese dos años.
Las paredes tenían poca humedad, lo admito, pero supuse que era porque nos encontrábamos en pleno verano. Los muebles, antiguos pero en condiciones, eran desproporcionadamente grandes para la pieza, y pertenecían a diferentes juegos.
Me di una buena ducha con agua fresca y abundante y cené opíparamente, ya que los gastos estaban pagos.
En la mañana fui hasta la Sucursal.
Al traspasar la puerta de la entrada oí un grito apagado:
– Ya viene… es el Inspector.
– ¡Shhh!
– ¿Señor..? –se dirigió a mí un dependiente.
– Quisiera hablar con el señor Gerente, por favor, vengo de la Casa Matriz.
El joven me hizo una seña para que lo acompañase por un corredor bordeado de lambrices color caoba, luego hizo otra, quizá muy marcada, para que esperara a unos dos pasos de la puerta, que tenía un gran vidrio craquelado color caramelo.
Salió, enseguida, un hombre de pronunciada calvicie, enjuto y desgarbado, anudándose el último botón de la camisa.
– Estamos a su disposición –dijo, y me extendió la mano.
– Solamente vengo a colocar este nuevo regulador que ha comprado la Compañía.
– Usted…
– Sé tanto como ustedes –me adelanté a sus palabras.
Se acercaron, entonces, dos o tres empleados y mascullaban distintas especulaciones acerca de la innovación de la empresa.
– Esto nos quitará el trabajo –dijo el más viejo de ellos.
– No sea tonto, seguramente requerirá tomar otro dependiente.
– Mi primo Raúl cumplió los dieciocho. Voy a comentárselo al Gerente.
– Sigo pensando que este aparatito nos dejará sin trabajo.
– ¿Supongo que tendrán en cuenta a quienes tenemos varios hijos en la familia? –preguntó Ferreiro.
– Todos necesitamos el trabajo –dijo una de las vendedoras.
– Usted…
Levanté la mano en señal para que no siguiera hablando.
Cuando saqué el regulador de la valijita se produjo un gran silencio.
Tomé las medidas necesarias para la instalación. Coloqué el artefacto y presioné el botón de encendido.
Se oyó, de repente, un rumor mezcla de asombro y desconcierto, esa especie de murmullo como cuando uno va pisando las hojas secas de los plátanos en otoño.
– ¿Usted podría enviar esta carta con mis datos a la capital, Señor?
Hice un marcado gesto para que ya no me fastidiara.
Saqué del maletín la agenda de visitas y taché esa Sucursal, y quedé observando el itinerario.
– ¿A qué hora parte el próximo ómnibus a Melo?
– En seis minutos –dijo el Gerente, observando su reloj de cadena.
– Lo perderé –dije.
– No se preocupe, arreglo todo con un llamado al jefe de las patrullas de caminos, es correligionario y compadre de mi señora.
Éste detuvo el ómnibus a dos kilómetros de la ciudad con pretextos vanos. El chofer también lo conocía bien, por lo que se imaginó que era por alguna razón importante.
Realmente dudé de que pudiese hacerlo, pero en media hora estaba tomando el ómnibus, con la ayuda del Gerente y de Ferreiro.
– Pelegrinetti.
– ¿Qué cosa?
–Pelegrinetti, de Treinta y Tres. Ése es mi nombre –dijo el Gerente, mientras el vehículo avanzaba, levantando una gran nube de polvo y humo.
Hice un gesto impreciso que él tomo como de asentimiento.
El paisaje, durante gran parte del trayecto, se tornó monótono y agrisado. Fue oscureciendo poco a poco. Dormité algo y luego me dispuse a leer un libro que había llevado para tales casos. En todos mis viajes era el mismo, ya que nunca alcancé a culminarlo.
Llegué a Melo cansado, demasiado cansado para ir a la Sucursal pero no tanto como para echarme en la cama del primer hotel que encontrara.
Fui al telégrafo, que aún permanecía abierto, y envié un telegrama a la capital solicitando más dinero para la compra de pegamento y un cepillo de carpintero, instrumento que me sería de gran ayuda para el trabajo.
Llevaba bien las cuentas de los gastos y no tendría mayores problemas con el viático, al menos hasta llegar a Durazno.
Pregunté por la comida.
– Mire señor –dijo uno de los hombres que jugaban a los naipes– cerca de aquí hay un bar donde se toma caña blanca. Si pide "de la buena" le dan un vaso de la Belho Barreiro, si pide "de la otra" le va a salir la mitad.
– No, muchas gracias –le dije– solamente quiero algo de comer.
Entonces me indicaron una pizzería donde comí dos exquisitas porciones de faina con azúcar.
Luego de un buen estómago feliz, me dispuse a dar un paseo.
Por delante de mí pasó un afilador de cuchillos y tijeras.
Detuvo su bicicleta y me solicitó lumbre.
Me di cuenta que eso sólo era un pretexto.
– Usted es el Inspector ¿verdad?
– ¿Perdón?
– Viene de la capital.
Le di fuego y lo dejé pensando.
Dejé todo en el hotel, me di un buen baño de inmersión y me puse el traje de los domingos.
Con pocos datos llegué al Club social, donde daban una película de Gary Cooper.
Al finalizar la función me fui hasta el arroyo Conventos, y me senté a tomar el fresco en el patio español y frente a la fuente de los sapos.
A la mañana llegué a la Sucursal temprano.
Había pocos funcionarios ordenando el local y sus pertenencias para comenzar un nuevo día.
Me recibieron el Jefe, la cajera y una mujer de complexión gruesa.
La mujer llevaba, entre sus manitos pequeñas en aquel enorme cuerpo, un vasito diminuto.
El Jefe tenía unas gafas de gran aumento, que se colocaba, insistentemente, sobre el caballete de una nariz respingada que poco servía de ayuda para tales fines.
La cajera se llamaba Sara.
Una vez colocado el regulador sobre el mostrador, todos quedaron observando primero a mí, luego a artefacto, a mi mano y a mí, nuevamente.
– ¿Está listo?
– Listo.
– ¿Y ahora?
Entonces, con gran aspaviento, como hacen los presidentes de mesa en los escrutinios, levanté el brazo y lo dejé a unos dos centímetros a la derecha del regulador, y de golpe, oprimí el botón de encendido.
– ¡Quién lo iba a decir!
Unos y otros se preguntaban esto y aquello, y pocos se atrevieron a dirigirme unas pocas palabras.
– ¿Nos puede ver el Director General, desde Montevideo? –preguntó el portero.
– No sea tonto –le dijo la mujer gruesa –es para controlar las ventas.
– Nuestro tiempo libre.
– Cómo venimos vestidos.
– ¿Entregó el último balance? –preguntó el Gerente al tenedor de libros.
Este se sonrojó y no dijo palabra.
– ¿Debo firmar algún recibo? –dijo ahora, con la voz entrecortada.
– Ninguno. Ya terminé aquí mi trabajo –dije, y tomé mis cosas del suelo.
Observé mi libretita con el itinerario: una vez más otro viaje.
Otra vez un hotel viejo.
Dejé la Sucursal y caminé hasta el bar principal y pedí una limonada. Descansé sólo unos minutos. Tomé mis pertenencias y me dirigí a la habitación donde tenía todas mis pertenencias, y me puse a revisar los artefactos que aún me quedaban, el dinero, los puestos que había instalado, los que faltaban, los días que llevaba en esta tarea. Observé una y otra vez el almanaque que acostumbraba a colgar frente a la cama, en una de las hojas del ropero.
Día y medio de viaje y estuve en otro pueblo, en medio de la nada, rodeado de tierra, rocas, y más tierra. Ya no recuerdo en cuál de todos los departamentos me encontraba.
No recuerdo el nombre de la calle de la Sucursal.
Detrás del mostrador la señora no paraba de inquietarse.
– ¡Fernandito! ¡Quédese un poco quieto, muchacho!
Levanté, solamente un poco, la vista de mi artefacto.
– ¡Fernandito! ¡Qué le digo siempre!
El niño se introdujo un dedo en la nariz y luego jugueteó un rato con sus secreciones.
Quiso estirar la mano para tomar el artefacto pero rápidamente lo impedí con un golpe seco con mi lápiz en la punta de los cuatro dedos que se asomaban al mostrador.
– ¡Qué mocoso!
– No se preocupe, señora –dijo el asistente.
– El Jefe se acercó a mí y me dijo al oído:
– Es una de nuestros mejores clientes.
– ¡Qué mocoso! –volvió a decir la mujer, y levantó por lo menos un centímetro del suelo al niño, tirándole de una oreja.
– Es la Notaria del lugar –prosiguió el Jefe.
Probé, una vez más, y el botón de encendido dio la señal de que el regulador ya estaba trabajando.
– Robertito ¿te gusta?
– Luis Fernando.
– ¿Te gusta el aparatito, niño?... ¡No lo vayas a tocar! ¿Verdad? –le dije.
– Disculpe su insolencia, señor, usted que viene de la capital dirá ¡cómo crían a estos niños en las ciudades pequeñas!…
Alcé lentamente la mano, para no ser descortés y dije:
– Robertito no lo va a tocar. Estoy seguro.
– Luis Fernando –dijo el asistente.
Una vez conforme con mi labor comencé a colocar todas las herramientas en la valijita de piel y solicité permiso para pasar al baño a fin de higienizarme.
Observaba mi rostro en el espejo: tenía enormes ojeras y necesitaba una buena afeitada.
– ¿Dónde se puede comer bien en esta ciudad?
– En lo de Pietro.
– ¿Pasta?
– Pasta.
Levanté la valijita del suelo y me pasé una y otra vez la mano por la corbata, y salí seguro de cargar con la mirada de todos los dependientes sobre mis espaladas.
Entonces fui caminando hasta la plaza, que era el único lugar que se encontraba fresco en todo el pueblo.
Estaba muy cansado. Cansado del viaje, de los malos hoteles, de todas las personas, de mis sudores.
Observé, por un buen tiempo, casi desinteresadamente la naturaleza. Unas pocas flores en canteros redondos, dos ciruelos, por lo menos seis ceibos y un jacarandá bastante frondoso.
Estiré lo más posible mis brazos, hasta tocar, con los nudillos, el banco que daba a una de las calles.
Me incorporé, lentamente, y crucé mis manos sobre el pecho.
La brisa se deslizaba solamente sobre el follaje, debajo el calor era intenso.
Se sentó a mi lado una mujer joven.
Era bella pero no hermosa. Como decía mi padre: "una belleza extraña".
– Es de la ciudad ¿verdad?
– ¿De Montevideo?
– Me di cuenta apenas lo vi.
– No creo que vengan muchos extraños al pueblo.
– Pero usted lleva el mar en los ojos.
– ¿El mar?
– El de Montevideo.
Sacó, de una pequeña cartera beige una postal.
– ¿Es tan grande como parece en la foto?
Asentí con la cabeza.
La joven se incorporó y me extendió la mano. Me incorporé y la saludé con una breve reverencia.
Una belleza extraña.
Observé una vez más la libretita de visitas. Todavía me quedaban seis ciudades.
Crucé la plaza y quedé frente al gran portal de la iglesia.
Entré.
Recorrí el vía crucis, de madera tallada, y dejé una moneda de peso bajo la imagen de San José Obrero.
El silencio era total y podía olerse el humo de las velas que recién se habían apagado.
Me pasé el pañuelo por la frente y el cuello. Cerré los ojos tan solo por el placer de mantenerlos cerrados.
Al salir, me encontré con dos indigentes que discutían animadamente, pero no a voces, quién era más milagroso, si San Cayetano o San Pancracio.
Fui hasta la estación y consulté por el tren que partía al litoral.
– ¿Cuál?
– ¿Cuál parte primero?
– Paysandú, en dos horas y media, con suerte.
Compré un boleto.
Dormí sólo parte del trayecto.
– Son frescas las sandías.
Observé al hombre obeso.
– Sí…–le dije.
– Las uvas también son frescas…
Lo observé levemente y continué observando por la ventanilla.
– Creo que sí –dije, al fin, no sé bien por qué motivo.
– Lástima que sólo se venden en verano.
– Ajá.
Quise abrir el vidrio de mi ventana, ya que dentro el calor era insoportable. Estaba totalmente atascada.
El hombre gordo fue y vino. Trajo un destornillador de pala ancha y me ayudó a quitar el pasador mal colocado, con más fuerza que ingenio y menos pericia que buena voluntad.
Lo observé bien. Un centenar de pequeñísimas gotas de sudor comenzaron a brotar de su frente, su papada, y luego toda la cara.
Pronto su camisa estaba completamente empapada y el pelo, algo rizado, se pegaba, caprichosamente, en las ranuras que dejaba su incipiente calvicie.
– Realmente son frescas ¿verdad?
– Sí, por supuesto.
Al fin pudimos abrir por completo la ventanilla.
Lo observé con cierto desconsuelo.
– Gracias –le dije.
– Fue un placer. Y a usted… ¿Le gustan las frutas?
– Sí… claro, me gustan… son verdaderamente frescas, además no son nada caras.
El hombre gordo sonrió y me dio unas palmadas sobre el hombro.
Llegué a Paysandú y cumplí la misma rutina.
Di unas pocas vueltas por una de sus plazas, en donde encontré un monumento de Artigas flaco, desgarbado, con su pelo ondeando al viento, cosa que no correspondía con el paso que llevaba el caballo, y vi la campana de la iglesia del pueblo, una campana rota que por ese entonces no sonaba, ni nunca sonó en ningún momento.
Me tomé, entonces, un buen tiempo antes de comenzar el trabajo.
Vi, desde lejos, el cartel de la empresa, y pasé mis zapatos por el pantalón, bajo las pantorrillas.
Al llegar a la Sucursal no sólo los dependientes me esperaban sino también un grupo de curiosos.
– ¿Es verdad que podremos comunicarnos con las otras dependencias?
– ¿No tienen teléfono aquí?
– Por intermedio de ese aparato, digo.
– Sánchez ¡no sea tonto! Usted preocúpese de sus ventas. Han bajado bastante en los últimos días.
– Señor, es que yo...
– No venga con excusas... el regulador que trae el señor Inspector de Montevideo no va a admitir ninguna falla. ¡Y si mi Sucursal es mal evaluada este año ya saben quiénes pagaran por eso!
– Es para marcar las salidas del personal –dijo la encargada de la administración. Seguramente registre a qué hora llegamos y cuándo nos retiramos.
– El martes tuve médico, todos lo saben –dijo un dependiente.
Encendí el regulador.
– ¡Sr. Etcheverry!
– Soy yo.
– Un llamado desde Montevideo.
Me pasé el pañuelo por ambas manos y tomé el teléfono.
– Sí, señor. Veintinueve… ¿Cómo?
No podía creerlo.
– Señor Gerente, solamente me quedan cinco… bien... por supuesto.
Colgué el tubo y quedé unos minutos meditando, mientras pasaba el dedo índice sobre el vidrio de la mesita alargada, haciendo círculos concéntricos.
– ¿Vuelve a Montevideo?
Afirmé con la cabeza.
– El artefacto que acaba de instalar en el mostrador principal, ya está funcionando ¿verdad? –consultó el Jefe de ventas.
– Todavía no. Todos los reguladores los van a activar, a la vez, desde Montevideo.
Pedí un café sin azúcar y una aspirina.
– ¿Agua?
– Sí, por favor. También un vaso de agua.
Averigüé por el tren de regreso a la capital: saldría en la mañana.
Apronté todo para el viaje, colocando con sumo cuidado las camisas junto a los zoquetes y las corbatas, y la ropa de mayores dimensiones del otro lado, ajustadas por la cinta de cuero verdoso.
El viaje se hizo lento y pesado.
Llegué a casa a media noche y tiré la maleta sobre el sillón de la sala. Debería estar en la oficina del Gerente a las ocho en punto, por eso comí algo ligero y me fui a la cama, echándome sobre ella.
Al otro día estaba en la puerta de su despacho antes de la hora estipulada.
– Buenos días, Etcheverry –dijo al verme, y estiró su mano enorme.
– Buenos días, señor –dije.
– ¿Cómo le ha ido? ¿Qué tal le resultó el viaje?
– Bien. Muy bien. Solamente estoy un poco cansado, nada grave.
Entonces me hizo una seña para que pasara y entramos.
Me senté en la silla frente a su escritorio y mantuve silencio.
Él abrió las dos persianas, con cierta dificultad, y de pronto todo se iluminó en la sala. Vi apiladas, en dos filas irregulares, que no se elevaban más de unos cuarenta centímetros, algunas cajas de colores vivos.
– Hoy puede tomarse el día libre –dijo– ya que mañana parte nuevamente a nuestras Sucursales.
– ¿A todas?
– A todas.
– ¿Hubo algún problema con los reguladores?
– Ninguno. La empresa compró un nuevo modelo y tenemos que reemplazar los que ya instalamos por estos más modernos –dijo, y me mostró uno, que mantuvo sobre su mano unos segundos.
– ¿Reemplazarlos?
– Sí.
Entonces se sentó en su sillón, y comenzó a buscar algunos documentos en los canastillos de metal que se encontraban sobre el escritorio y en los cajones del archivero.
Sin levantar la vista agregó:
– Etcheverry: mañana en la mañana sale al interior.
Me quedé observándolo sólo unos instantes. Tomé mi sombrero con ambas manos y salí.
– Buen viaje.
La cara del asesino (Duilio Luraschi)
La cara del asesino.
Hoy vi la cara del asesino.
En un primer momento me detuve en su boca, chiquitita, apretada, que se movía, levemente.
Decía palabras. Un montón de palabras vacías. Días de tristeza. Queja de un papel rasgado. Noticias de otro lugar donde algo grave sucedía.
Las pocas cuadras que me separaban de la villa eran incalculables. A veces me siento junto al templo y veo el mausoleo olvidado detrás de flores baratas y viejas de las pocas manos que recorren el círculo de luz del oro de las catedrales.
Él seguía murmurando sus palabras sin sentido: el asesino.
El triángulo que formaba el mentón con los ángulos de la cara era, básicamente, leve y curvo, y mantenía una espejada armonía del afuera que no era él sino éramos todos nosotros.
Pero él sabe que no lleva consigo cosecha en abril cuando fue seca en marzo.
Por eso detrás de las flores baratas estaba el polvo del mausoleo. Aros en cruz como una cinta que une los extremos, un ocho de ciertos treinta y tantos.
Cada oportunidad que tuvo el trueno.
Si sigo la línea punteada de la lista hay un par de nombres oscuros que fueron rasgados del papel y echados al fuego del hogar en un nicho de terracota. Las láminas de colores se venden por diez en el mercado agrícola de los artesanos. Allí se sacrifican los toros y las tórtolas. Tiendas en círculos. Res tendida.
Un haz de campanas o simples cristales golpeándose ligeramente con el viento. El oído del grito de otro sitio.
No huyan de la novicia que anda con sus hábitos como una novia, ella es una mujer joven con un manto de luz sobre la blancura de sus manos. Sólo sabe cuánto va a pasar sobre el agua y los puentes. Haz de luz azogado en los espejos: marchan dentro de las vastas alabanzas un hilo de luz azul, el oro de las catedrales y nazareos. Pocas tablas de regla de carpintero: himno de alabanzas.
Él seguía como comiéndose las palabras y estaba frente a mí: el asesino.
Cada cala hace ya realce ornamental: los muertos están en sus tumbas.
Detrás de las mustias rojas los granitos y el marfil: el mármol de los mausoleos. Grandes columnas de gentes que no van. Las olas de un mar infinito, golpea las cornisas y las lozas ese mar: el desfiladero. La torre que no puede divisar momentos y sombras. Unos sí, cuando puedan llegar: llevan atavíos y cargas de cosas: son los supervivientes.
Él sigue casi mudo frente a mí: es el asesino.
Llueve y está bien. No es tiempo de cosecha.
Cantos, himnos, loas de la ciudad: en las afueras un páramo.
Aplasta el pasto seco en su pasar el casco del caballo. Las adivas hacen que no ven y los muertos pasan. Marchan sobre pastos y villas: debajo de cada templo hay otro templo.
Son las mismas olas que caen firmes en la piedra o el marfil, horadando las ciudades. Envión de mar sobre el marfil: atravesar el desfiladero.
Como si estuviesen llenas de océano cada vez: las olas golpean la roca de las orillas. El vigía de la torre aún no ve: los muertos van en armaduras.
El asesino sabe que es así: está frente a mí. No lo dice.
Una carta favorable a su bien. La trae el rey de palos. Cae el dado y cae otra vez. Echarse a suerte la atalaya.
El que aún no haya arrojado su embarcación al mar lo tomará por sorpresa la demora. El desfiladero como aguja de coser está aquí y no en las cornisas. El que no tuvo nave para ir por la ciudad atisbe un leve aro luminoso. Faro del peñón y si fuese de luz azul: purísimo como un halo. Cae de lleno sobre el círculo gris y lo hace el oro de las catedrales.
Profanación del ovillo oscuro frente a mí: detrás del vidrio está el asesino.
Apuntar la idea del aquí. Es preciso situar la nave.
No es un hecho que no esté aquí, es solo un pensamiento. A partir de un grano de sal se inunda el océano.
El asesino está frente a mí: vi su cara esta mañana.
En la calma de la noche vi un perro azul, azulejo de negritud en las sombras de un baldío. No puede ladrar como un león. Deja que crean que ladra como un guerrero. Nadie nunca lo oyó gritar: permanece como una sombra sin heridas. Las pocas veces que oí de él eran sólo representaciones de lo que ya se creía. Pueden dibujarlo y pensar en él. Sólo es, para ellos, una idea.
Si bien hay un perro azul, nadie vio su negritud sino a su sombra.
Buscan así un perro negro por ahí, y no está en la noche ni en los cementerios. Sólo buscan lo que quieren encontrar. Las palabras sobran caprichosas como la imagen que representan. Obstáculos en las sombras. La noche no es noche aquí: no encienden los fuegos que puedan divisar la costa los caballeros sobre los caballos, el vigía y la atalaya.
El asesino está ahí: enfrente de mi cara.
Lo vi actuar detrás de láminas de cal: en la construcción de un mausoleo. Rocas columnas para alzar. Sólo caliza sobre hielo. Hierro de construcción: los pagos y los techos.
Un mar de océano está por llegar. Las naves cruzan el desfiladero.
La torre es alta como un colmenar. La atalaya está cegada por la luz de faro. Como un vigía el tuerto va a morir. Se presenta la batalla.
Un mar de océano golpea tras de mí: enfrente tengo al asesino.
Hoy lo vi en su bienestar llego a su casa que es casa de hastío. Su boca torcida dice al pasar: pocas palabras que no tienen sentido.
Él está detrás de un cristal: un niño recién nacido.
Hoy vi la cara del asesino.
En un primer momento me detuve en su boca, chiquitita, apretada, que se movía, levemente.
Decía palabras. Un montón de palabras vacías. Días de tristeza. Queja de un papel rasgado. Noticias de otro lugar donde algo grave sucedía.
Las pocas cuadras que me separaban de la villa eran incalculables. A veces me siento junto al templo y veo el mausoleo olvidado detrás de flores baratas y viejas de las pocas manos que recorren el círculo de luz del oro de las catedrales.
Él seguía murmurando sus palabras sin sentido: el asesino.
El triángulo que formaba el mentón con los ángulos de la cara era, básicamente, leve y curvo, y mantenía una espejada armonía del afuera que no era él sino éramos todos nosotros.
Pero él sabe que no lleva consigo cosecha en abril cuando fue seca en marzo.
Por eso detrás de las flores baratas estaba el polvo del mausoleo. Aros en cruz como una cinta que une los extremos, un ocho de ciertos treinta y tantos.
Cada oportunidad que tuvo el trueno.
Si sigo la línea punteada de la lista hay un par de nombres oscuros que fueron rasgados del papel y echados al fuego del hogar en un nicho de terracota. Las láminas de colores se venden por diez en el mercado agrícola de los artesanos. Allí se sacrifican los toros y las tórtolas. Tiendas en círculos. Res tendida.
Un haz de campanas o simples cristales golpeándose ligeramente con el viento. El oído del grito de otro sitio.
No huyan de la novicia que anda con sus hábitos como una novia, ella es una mujer joven con un manto de luz sobre la blancura de sus manos. Sólo sabe cuánto va a pasar sobre el agua y los puentes. Haz de luz azogado en los espejos: marchan dentro de las vastas alabanzas un hilo de luz azul, el oro de las catedrales y nazareos. Pocas tablas de regla de carpintero: himno de alabanzas.
Él seguía como comiéndose las palabras y estaba frente a mí: el asesino.
Cada cala hace ya realce ornamental: los muertos están en sus tumbas.
Detrás de las mustias rojas los granitos y el marfil: el mármol de los mausoleos. Grandes columnas de gentes que no van. Las olas de un mar infinito, golpea las cornisas y las lozas ese mar: el desfiladero. La torre que no puede divisar momentos y sombras. Unos sí, cuando puedan llegar: llevan atavíos y cargas de cosas: son los supervivientes.
Él sigue casi mudo frente a mí: es el asesino.
Llueve y está bien. No es tiempo de cosecha.
Cantos, himnos, loas de la ciudad: en las afueras un páramo.
Aplasta el pasto seco en su pasar el casco del caballo. Las adivas hacen que no ven y los muertos pasan. Marchan sobre pastos y villas: debajo de cada templo hay otro templo.
Son las mismas olas que caen firmes en la piedra o el marfil, horadando las ciudades. Envión de mar sobre el marfil: atravesar el desfiladero.
Como si estuviesen llenas de océano cada vez: las olas golpean la roca de las orillas. El vigía de la torre aún no ve: los muertos van en armaduras.
El asesino sabe que es así: está frente a mí. No lo dice.
Una carta favorable a su bien. La trae el rey de palos. Cae el dado y cae otra vez. Echarse a suerte la atalaya.
El que aún no haya arrojado su embarcación al mar lo tomará por sorpresa la demora. El desfiladero como aguja de coser está aquí y no en las cornisas. El que no tuvo nave para ir por la ciudad atisbe un leve aro luminoso. Faro del peñón y si fuese de luz azul: purísimo como un halo. Cae de lleno sobre el círculo gris y lo hace el oro de las catedrales.
Profanación del ovillo oscuro frente a mí: detrás del vidrio está el asesino.
Apuntar la idea del aquí. Es preciso situar la nave.
No es un hecho que no esté aquí, es solo un pensamiento. A partir de un grano de sal se inunda el océano.
El asesino está frente a mí: vi su cara esta mañana.
En la calma de la noche vi un perro azul, azulejo de negritud en las sombras de un baldío. No puede ladrar como un león. Deja que crean que ladra como un guerrero. Nadie nunca lo oyó gritar: permanece como una sombra sin heridas. Las pocas veces que oí de él eran sólo representaciones de lo que ya se creía. Pueden dibujarlo y pensar en él. Sólo es, para ellos, una idea.
Si bien hay un perro azul, nadie vio su negritud sino a su sombra.
Buscan así un perro negro por ahí, y no está en la noche ni en los cementerios. Sólo buscan lo que quieren encontrar. Las palabras sobran caprichosas como la imagen que representan. Obstáculos en las sombras. La noche no es noche aquí: no encienden los fuegos que puedan divisar la costa los caballeros sobre los caballos, el vigía y la atalaya.
El asesino está ahí: enfrente de mi cara.
Lo vi actuar detrás de láminas de cal: en la construcción de un mausoleo. Rocas columnas para alzar. Sólo caliza sobre hielo. Hierro de construcción: los pagos y los techos.
Un mar de océano está por llegar. Las naves cruzan el desfiladero.
La torre es alta como un colmenar. La atalaya está cegada por la luz de faro. Como un vigía el tuerto va a morir. Se presenta la batalla.
Un mar de océano golpea tras de mí: enfrente tengo al asesino.
Hoy lo vi en su bienestar llego a su casa que es casa de hastío. Su boca torcida dice al pasar: pocas palabras que no tienen sentido.
Él está detrás de un cristal: un niño recién nacido.
Vecinos (Duilio Luraschi)
Vecinos.
El rojo Irrazábal estaba sentado a la mesa de un bar en el Centro de Montevideo.
No había podido dormir en toda la noche. Esto, además de angustiarlo, lo ponía de mal humor.
Había pedido un café en vaso y un cenicero. Tenía el diario extendido sobre la mesa en la página de remates pero ni siquiera lo había mirado. Abrió el paquete de azúcar y lo derramó lentamente a modo de lluvia. Encendió un cigarrillo y lo dejó en el cenicero donde se consumía indiferente a la mano y los dedos.
Irrazábal pensaba en su vecino y miraba al vacío con su ojo sano, mientras mordía un palillo que había metido inconscientemente en su boca.
Estaba seguro que cuando él se ausentaba de su casa, cuando iba a la peluquería o al bar para hablar de cine y política, su vecino, que siempre tuvo intenciones con su esposa, llegaría con cualquier pretexto y pasaría así la mañana charlando o quién sabe qué.
Irrazábal golpeó la mesa y el café hizo, de pronto, una ola tibia y espesa que manchó el platillo, que tenía un color grisáceo y dos leones enfrentados como un escudo de armas. Entonces sacó tres servilletas de papel y limpió la mesa y el plato.
Afuera la gente pasaba apurada, envuelta en bufandas, con trincheras de color azul o habano. Había sido una noche muy fría y el día, aunque el sol intentaba salir detrás de los edificios, sería, sin dudas, también frío y ventoso.
Irrazábal quería olvidar el tema, pero una y otra vez aparecía en su mente primero la cara, luego la figura de su vecino de cuerpo entero. A veces, incluso, veía a su esposa sirviéndole té o bailando con él en el Club de Residentes de Rocha.
Irrazábal alzó la cabeza rizada de pequeños remolinitos color remolacha, hizo un gesto con el brazo y llamó al mozo, que estaba recostado sobre un mostrador de mármol negro. Pagó, se pasó el pañuelo insistentemente por la nariz y la barbilla, y salió a los tumbos.
Había tratado en más de una ocasión recordar la casa de la calle Pernas.
Una multitud de gatos bajaban del muro y la azotea, entraban por la banderola del baño o el vidrio del altillo y comían, a hurtadillas, de los platos servidos en la mesa, que nunca llegaban a estar llenos, no por humildad, sino porque Carmen odiaba a la gente que engulle a brazadas demostrando ansiedad o indecoro.
Los gatos no eran suyos, pero preferían su casa a la de los vecinos.
A veces el olor era tan intenso que tapaba al de los baldes con lavandina y limón que Carmen tiraba por la mañana.
Un día, el dueño de la casa vino con un escribano de bigote fino y lentes gruesos. Querían hacer un nuevo contrato. El sueldo de la fábrica de tacos no era mucho y lo que les pedían era excesivo, por lo que el domingo siguiente, con el diario doblado a la mitad, salieron a buscar casa.
Vieron una en la calle Florencia, pequeña, tal vez más chica que la anterior, pero con un fondo con ciruelos y naranjos.
Desde el jardín de al lado su nuevo vecino los saludó con una sonrisa exagerada y ojos vivaces de halcón, que se detenían en la cintura y el cuello de Carmen. Esto –Irrazábal se había dado cuenta de todo– lo hizo dudar por dos o tres días, pero la casa, y sobre todo el gran fondo inclinado hasta el galpón y el parrillero, lo decidieron y firmaron un contrato por dos años.
Para llegar a la fábrica iba hasta Camino Maldonado donde tenía dos opciones: el 4, un trolley que se desenganchaba cada mañana en la curva de Maroñas, o el 103, que iba siempre lleno pero tenía asientos un poco más cómodos. De la parada donde bajaba hasta su trabajo recorría tres cuadras bajo plátanos viejos y grandes, que en primavera llenaban de polvillo las calles y los zaguanes.
En los últimos dos meses los viajes habían sido crueles y lentos, con la imagen de su vecino en cada chofer, en cada guarda, cada vendedor de revistas o caramelos.
A veces se bajaba del ómnibus, aunque faltara mucho por llegar, y continuaba a pie lo que quedaba del camino.
Como no dormía por las noches, podía distinguir cada ruido de su cuadra: los perros, los carros tirados por caballos, los relojes despertadores, los gallos, los insectos paseando por los tirantes y los zócalos.
Fue así que comenzó a oír en la casa de su vecino, unos extraños golpes sordos y quedos, que se repetían en tandas de dos, que duraban quince o veinte minutos.
Por más que la curiosidad lo consumía, Irrazábal no salía más allá de la ventana, alguna vez llegaba a la puerta que daba al fondo y pocas veces la abría.
Una noche su vecino salió con una carretilla llena de tierra y la vació en la esquina. Quedó empantanado en una cuneta y estuvo más de veinte minutos para sacar la rueda de la zanja sin que se volcara más que la última capa que rebosaba los lados.
Irrazábal se preguntaba y volvía a preguntarse qué era lo que hacía por las noches su vecino.
La curiosidad lo iba llevando, ya de día, de la puerta al ciruelo y de ahí al galpón, donde estiraba el cuello lo más que podía para ver de dónde había salido tanta tierra.
El sábado siguiente el vecino fue al Estadio. Esto le daba un buen tiempo para registrar su casa.
Debería enviar a su mujer a lo de su hermana o a la peluquería.
A Carmen le brillaron como piedritas de pecera los ojos al ver el billete que Irrazábal le dio para que se cortara el pelo y se hiciese una tinta del color que ella quisiera.
Una vez que quedó solo, chupó la bombilla con fuerza, haciendo mucho ruido, verificando que el mate quedaba seco y al mismo tiempo apreciando el silencio que invadía toda la casa.
Saltó el alambrado que separaba los dos terrenos y caminó lentamente por el pasto largo y húmedo.
A unos diez metros de la veleta con forma de barco vio un toldo de camión tirado en el suelo. Lo sujetaban por los bordes seis piedras rojizas y enormes, cuatro en los vértices y dos a los lados.
El toldo estaba completamente extendido, junto a una higuera añeja y retorcida en innumerables nudos pequeños. Arriba, en lo más alto de las ramas, había un pájaro negro azulado.
Irrazábal quedó un instante haciéndose sombra con ambas manos observando al pájaro que permanecía inmóvil y mudo como si estuviese embalsamado.
Se acercó e intentó destapar la lona. Quiso tirar a un lado las piedras, pero al agacharse vio que el pájaro extendía lentamente las alas en tono amenazante. Entonces lo observó bien y se dio cuenta que era un enorme cuervo.
Retrocedió un par de pasos de golpe, y luego se marchó sin volver la cabeza hasta llegar al alambrado.
Llegó a su casa y se puso a jugar al solitario.
Las cartas caían en desorden, como con rabia, y formaban distintos grupos al azar donde Irrazábal comenzó a ver cosas tales como: "En la puertas de tu casa: la muerte" "Hombre castaño trae desdicha".
Cuando Carmen llegó de la peluquería Irrazábal estaba tirado en la cama, vestido pero tapado, fumando y bebiendo caña brasilera.
– ¿Qué pensás de nuestro vecino? –preguntó.
– Parece un hombre amable –dijo la mujer, y se detuvo frente al espejo.
– ¿No te parece un poco extraño?
– No. Parece un buen vecino –dijo ella, sin dejar de pasarse la mano por el pelo.
Tampoco durmió esa noche. Apenas oyó a los gallos en la madrugada, se levantó, se desperezó, fingiendo un buen sueño, y fue hasta el baño a lavarse la cara. Enjabonó gran parte de su mejilla izquierda y comenzó a pasarse, lentamente, la navaja que chistaba en cada brazada, que iba de la mitad de la cara al cuello.
– ¿Vas a salir? –preguntó Carmen.
– Voy al club a leer los diarios.
Se vistió con ropa de abrigo y salió caminando con la flojedad que da el no haber descansado.
A las dos cuadras quiso volver por su encendedor, pero la idea de encontrarse con su mujer junto al vecino lo llenó de temor y rabia, y siguió caminando, mientras balbuceaba insultos.
Pasó toda la mañana en el club de bochas y regresó con el pan para el almuerzo.
– Voy a salir hoy de tarde –dijo su esposa– voy a casa de mi hermana.
Él contestó con una caída de ojos.
Se sentó a la mesa y esperó que Carmen trajera los platos y cubiertos. Se sirvió vino y echó un par de trozos de miga dentro del vaso. Resopló con fuerza, haciendo bailar los labios, golpeándolos entre sí y con la punta de la nariz, grande y regordeta.
Cuando Carmen salió, él se tiró de nuevo en la cama.
Pensaba que si bien no era joven, la pensión que le quedaría a su esposa no sería suficiente. Claro que si él se fuera o le reclamara el divorcio, ella quedaría sin un solo peso, porque nunca había trabajado fuera de la casa.
Estaba en medio de todas estas conjeturas cuando oyó golpear la puerta del fondo.
En un primer momento pensó fingir que estaba durmiendo o que no había nadie en la casa, pero como los golpes eran cada vez más fuertes y a intervalos más cortos, saltó de la cama y fue, rengueando, hasta la puerta.
Al acercarse oyó a su vecino silbar una y otra vez la última estrofa de la misma canción.
– Buenas tardes –dijo– ¿Estaba durmiendo? Lo molesto para pedirle una llave inglesa.
– ¿Qué tamaño? –dijo Irrazábal.
– La más grande que tenga –dijo el vecino, y sonrió.
Fueron al galpón en silencio, y entre latas de pintura y cubiertas de tractor, Irrazábal sacó una caja de madera con dos asas pesadas, de bronce.
– Quiero mostrarle algo –dijo el vecino.
– ¿Ahora? –dijo Irrazábal, con la llave en la mano.
– Sí, si usted puede.
Entonces los dos cruzaron los alambres y caminaron por el fondo del terreno hasta la higuera. En la rama más alta seguía inmóvil el cuervo.
El vecino tiró las piedras a un lado y corrió el toldo. Irrazábal vio entonces el pozo de donde había salido tanta tierra.
Tenía unos dos metros de largo por uno de ancho, los bordes cuidadosamente cavados en una línea recta y continua, rematada en ángulos perfectos.
– ¿Es profundo? –dijo el rojo.
– Bastante.
– ¿Qué tiene dentro? –preguntó, mientras levantaba la vista por detrás de un montoncito de tierra.
– Mire usted mismo –dijo el vecino.
– Después de usted –dijo, y señaló con el índice completamente extendido.
El vecino dudó, pero se acercó a la fosa.
Irrazábal observó el tejido, el cuervo, la higuera, el toldo de camión, las piedras, la nuca desprotegida.
Tomó, entonces, la llave con ambas manos, y la descargó en la cabeza del vecino, con violencia. Luego tapó el pozo como pudo, primero con ambas manos, luego a puñados, y salió corriendo entre fuertes calambres.
Fue hasta la casa y quedó un instante en la puerta. Luego entró directamente al cuarto y sacó del ropero dos maletas de viaje.
Seleccionó sólo lo imprescindible y lo guardó, sin mayor prolijidad, lo más rápido que pudo.
Caminó, lentamente, de un lado al otro. Fue al baño y metió las manos bajo el grifo, luego abrió todas las carteras de su esposa, vaciándolas sobre la cama. En una, quizás la que menos usaba, encontró la foto descolorida de un hombre alto, erguido sobre el cabo que amarraba a una barcaza. Pudo distinguir, con dificultad, al fondo, el puerto de Colonia. Quiso reconocer a su vecino en el rostro, en esa amplia sonrisa o el mechón que caía sobre la frente, pero la foto tenía mucho tiempo y las formas se esfumaban, levemente, en un color único, amarillento. La arrugó, metiéndosela toda en la mano, luego la extendió sobre la mesa de noche y la guardó, junto a las demás cosas, dentro de la cartera.
Carmen llegó un poco más tarde. Traía un gatito pequeño en los brazos. Él, que estaba en la puerta junto al muro de ladrillos, la miró con gran ternura.
– ¿Qué hacés con esas valijas? –preguntó, mientras abría el portón de hierro.
– Nos vamos –dijo Irrazábal.
– ¿Por qué? ¿Qué sucede? –preguntó ella.
– Acabo de matar a tu amante.
El rojo Irrazábal estaba sentado a la mesa de un bar en el Centro de Montevideo.
No había podido dormir en toda la noche. Esto, además de angustiarlo, lo ponía de mal humor.
Había pedido un café en vaso y un cenicero. Tenía el diario extendido sobre la mesa en la página de remates pero ni siquiera lo había mirado. Abrió el paquete de azúcar y lo derramó lentamente a modo de lluvia. Encendió un cigarrillo y lo dejó en el cenicero donde se consumía indiferente a la mano y los dedos.
Irrazábal pensaba en su vecino y miraba al vacío con su ojo sano, mientras mordía un palillo que había metido inconscientemente en su boca.
Estaba seguro que cuando él se ausentaba de su casa, cuando iba a la peluquería o al bar para hablar de cine y política, su vecino, que siempre tuvo intenciones con su esposa, llegaría con cualquier pretexto y pasaría así la mañana charlando o quién sabe qué.
Irrazábal golpeó la mesa y el café hizo, de pronto, una ola tibia y espesa que manchó el platillo, que tenía un color grisáceo y dos leones enfrentados como un escudo de armas. Entonces sacó tres servilletas de papel y limpió la mesa y el plato.
Afuera la gente pasaba apurada, envuelta en bufandas, con trincheras de color azul o habano. Había sido una noche muy fría y el día, aunque el sol intentaba salir detrás de los edificios, sería, sin dudas, también frío y ventoso.
Irrazábal quería olvidar el tema, pero una y otra vez aparecía en su mente primero la cara, luego la figura de su vecino de cuerpo entero. A veces, incluso, veía a su esposa sirviéndole té o bailando con él en el Club de Residentes de Rocha.
Irrazábal alzó la cabeza rizada de pequeños remolinitos color remolacha, hizo un gesto con el brazo y llamó al mozo, que estaba recostado sobre un mostrador de mármol negro. Pagó, se pasó el pañuelo insistentemente por la nariz y la barbilla, y salió a los tumbos.
Había tratado en más de una ocasión recordar la casa de la calle Pernas.
Una multitud de gatos bajaban del muro y la azotea, entraban por la banderola del baño o el vidrio del altillo y comían, a hurtadillas, de los platos servidos en la mesa, que nunca llegaban a estar llenos, no por humildad, sino porque Carmen odiaba a la gente que engulle a brazadas demostrando ansiedad o indecoro.
Los gatos no eran suyos, pero preferían su casa a la de los vecinos.
A veces el olor era tan intenso que tapaba al de los baldes con lavandina y limón que Carmen tiraba por la mañana.
Un día, el dueño de la casa vino con un escribano de bigote fino y lentes gruesos. Querían hacer un nuevo contrato. El sueldo de la fábrica de tacos no era mucho y lo que les pedían era excesivo, por lo que el domingo siguiente, con el diario doblado a la mitad, salieron a buscar casa.
Vieron una en la calle Florencia, pequeña, tal vez más chica que la anterior, pero con un fondo con ciruelos y naranjos.
Desde el jardín de al lado su nuevo vecino los saludó con una sonrisa exagerada y ojos vivaces de halcón, que se detenían en la cintura y el cuello de Carmen. Esto –Irrazábal se había dado cuenta de todo– lo hizo dudar por dos o tres días, pero la casa, y sobre todo el gran fondo inclinado hasta el galpón y el parrillero, lo decidieron y firmaron un contrato por dos años.
Para llegar a la fábrica iba hasta Camino Maldonado donde tenía dos opciones: el 4, un trolley que se desenganchaba cada mañana en la curva de Maroñas, o el 103, que iba siempre lleno pero tenía asientos un poco más cómodos. De la parada donde bajaba hasta su trabajo recorría tres cuadras bajo plátanos viejos y grandes, que en primavera llenaban de polvillo las calles y los zaguanes.
En los últimos dos meses los viajes habían sido crueles y lentos, con la imagen de su vecino en cada chofer, en cada guarda, cada vendedor de revistas o caramelos.
A veces se bajaba del ómnibus, aunque faltara mucho por llegar, y continuaba a pie lo que quedaba del camino.
Como no dormía por las noches, podía distinguir cada ruido de su cuadra: los perros, los carros tirados por caballos, los relojes despertadores, los gallos, los insectos paseando por los tirantes y los zócalos.
Fue así que comenzó a oír en la casa de su vecino, unos extraños golpes sordos y quedos, que se repetían en tandas de dos, que duraban quince o veinte minutos.
Por más que la curiosidad lo consumía, Irrazábal no salía más allá de la ventana, alguna vez llegaba a la puerta que daba al fondo y pocas veces la abría.
Una noche su vecino salió con una carretilla llena de tierra y la vació en la esquina. Quedó empantanado en una cuneta y estuvo más de veinte minutos para sacar la rueda de la zanja sin que se volcara más que la última capa que rebosaba los lados.
Irrazábal se preguntaba y volvía a preguntarse qué era lo que hacía por las noches su vecino.
La curiosidad lo iba llevando, ya de día, de la puerta al ciruelo y de ahí al galpón, donde estiraba el cuello lo más que podía para ver de dónde había salido tanta tierra.
El sábado siguiente el vecino fue al Estadio. Esto le daba un buen tiempo para registrar su casa.
Debería enviar a su mujer a lo de su hermana o a la peluquería.
A Carmen le brillaron como piedritas de pecera los ojos al ver el billete que Irrazábal le dio para que se cortara el pelo y se hiciese una tinta del color que ella quisiera.
Una vez que quedó solo, chupó la bombilla con fuerza, haciendo mucho ruido, verificando que el mate quedaba seco y al mismo tiempo apreciando el silencio que invadía toda la casa.
Saltó el alambrado que separaba los dos terrenos y caminó lentamente por el pasto largo y húmedo.
A unos diez metros de la veleta con forma de barco vio un toldo de camión tirado en el suelo. Lo sujetaban por los bordes seis piedras rojizas y enormes, cuatro en los vértices y dos a los lados.
El toldo estaba completamente extendido, junto a una higuera añeja y retorcida en innumerables nudos pequeños. Arriba, en lo más alto de las ramas, había un pájaro negro azulado.
Irrazábal quedó un instante haciéndose sombra con ambas manos observando al pájaro que permanecía inmóvil y mudo como si estuviese embalsamado.
Se acercó e intentó destapar la lona. Quiso tirar a un lado las piedras, pero al agacharse vio que el pájaro extendía lentamente las alas en tono amenazante. Entonces lo observó bien y se dio cuenta que era un enorme cuervo.
Retrocedió un par de pasos de golpe, y luego se marchó sin volver la cabeza hasta llegar al alambrado.
Llegó a su casa y se puso a jugar al solitario.
Las cartas caían en desorden, como con rabia, y formaban distintos grupos al azar donde Irrazábal comenzó a ver cosas tales como: "En la puertas de tu casa: la muerte" "Hombre castaño trae desdicha".
Cuando Carmen llegó de la peluquería Irrazábal estaba tirado en la cama, vestido pero tapado, fumando y bebiendo caña brasilera.
– ¿Qué pensás de nuestro vecino? –preguntó.
– Parece un hombre amable –dijo la mujer, y se detuvo frente al espejo.
– ¿No te parece un poco extraño?
– No. Parece un buen vecino –dijo ella, sin dejar de pasarse la mano por el pelo.
Tampoco durmió esa noche. Apenas oyó a los gallos en la madrugada, se levantó, se desperezó, fingiendo un buen sueño, y fue hasta el baño a lavarse la cara. Enjabonó gran parte de su mejilla izquierda y comenzó a pasarse, lentamente, la navaja que chistaba en cada brazada, que iba de la mitad de la cara al cuello.
– ¿Vas a salir? –preguntó Carmen.
– Voy al club a leer los diarios.
Se vistió con ropa de abrigo y salió caminando con la flojedad que da el no haber descansado.
A las dos cuadras quiso volver por su encendedor, pero la idea de encontrarse con su mujer junto al vecino lo llenó de temor y rabia, y siguió caminando, mientras balbuceaba insultos.
Pasó toda la mañana en el club de bochas y regresó con el pan para el almuerzo.
– Voy a salir hoy de tarde –dijo su esposa– voy a casa de mi hermana.
Él contestó con una caída de ojos.
Se sentó a la mesa y esperó que Carmen trajera los platos y cubiertos. Se sirvió vino y echó un par de trozos de miga dentro del vaso. Resopló con fuerza, haciendo bailar los labios, golpeándolos entre sí y con la punta de la nariz, grande y regordeta.
Cuando Carmen salió, él se tiró de nuevo en la cama.
Pensaba que si bien no era joven, la pensión que le quedaría a su esposa no sería suficiente. Claro que si él se fuera o le reclamara el divorcio, ella quedaría sin un solo peso, porque nunca había trabajado fuera de la casa.
Estaba en medio de todas estas conjeturas cuando oyó golpear la puerta del fondo.
En un primer momento pensó fingir que estaba durmiendo o que no había nadie en la casa, pero como los golpes eran cada vez más fuertes y a intervalos más cortos, saltó de la cama y fue, rengueando, hasta la puerta.
Al acercarse oyó a su vecino silbar una y otra vez la última estrofa de la misma canción.
– Buenas tardes –dijo– ¿Estaba durmiendo? Lo molesto para pedirle una llave inglesa.
– ¿Qué tamaño? –dijo Irrazábal.
– La más grande que tenga –dijo el vecino, y sonrió.
Fueron al galpón en silencio, y entre latas de pintura y cubiertas de tractor, Irrazábal sacó una caja de madera con dos asas pesadas, de bronce.
– Quiero mostrarle algo –dijo el vecino.
– ¿Ahora? –dijo Irrazábal, con la llave en la mano.
– Sí, si usted puede.
Entonces los dos cruzaron los alambres y caminaron por el fondo del terreno hasta la higuera. En la rama más alta seguía inmóvil el cuervo.
El vecino tiró las piedras a un lado y corrió el toldo. Irrazábal vio entonces el pozo de donde había salido tanta tierra.
Tenía unos dos metros de largo por uno de ancho, los bordes cuidadosamente cavados en una línea recta y continua, rematada en ángulos perfectos.
– ¿Es profundo? –dijo el rojo.
– Bastante.
– ¿Qué tiene dentro? –preguntó, mientras levantaba la vista por detrás de un montoncito de tierra.
– Mire usted mismo –dijo el vecino.
– Después de usted –dijo, y señaló con el índice completamente extendido.
El vecino dudó, pero se acercó a la fosa.
Irrazábal observó el tejido, el cuervo, la higuera, el toldo de camión, las piedras, la nuca desprotegida.
Tomó, entonces, la llave con ambas manos, y la descargó en la cabeza del vecino, con violencia. Luego tapó el pozo como pudo, primero con ambas manos, luego a puñados, y salió corriendo entre fuertes calambres.
Fue hasta la casa y quedó un instante en la puerta. Luego entró directamente al cuarto y sacó del ropero dos maletas de viaje.
Seleccionó sólo lo imprescindible y lo guardó, sin mayor prolijidad, lo más rápido que pudo.
Caminó, lentamente, de un lado al otro. Fue al baño y metió las manos bajo el grifo, luego abrió todas las carteras de su esposa, vaciándolas sobre la cama. En una, quizás la que menos usaba, encontró la foto descolorida de un hombre alto, erguido sobre el cabo que amarraba a una barcaza. Pudo distinguir, con dificultad, al fondo, el puerto de Colonia. Quiso reconocer a su vecino en el rostro, en esa amplia sonrisa o el mechón que caía sobre la frente, pero la foto tenía mucho tiempo y las formas se esfumaban, levemente, en un color único, amarillento. La arrugó, metiéndosela toda en la mano, luego la extendió sobre la mesa de noche y la guardó, junto a las demás cosas, dentro de la cartera.
Carmen llegó un poco más tarde. Traía un gatito pequeño en los brazos. Él, que estaba en la puerta junto al muro de ladrillos, la miró con gran ternura.
– ¿Qué hacés con esas valijas? –preguntó, mientras abría el portón de hierro.
– Nos vamos –dijo Irrazábal.
– ¿Por qué? ¿Qué sucede? –preguntó ella.
– Acabo de matar a tu amante.
La última cara (Duilio Luraschi)
La última cara.
No puedo escribir desde la razón.
No esta historia, que me lleva a los doce años, un pueblo pequeño, un entierro a media tarde.
Los rezos ascendían hasta la cúpula inmensa y quedaban suspendidos en el aire, en las gotas de rocío que habían entrado a la iglesia por puertas y ventanas.
Era pleno julio. En Quiroga el invierno es muy duro.
Sebastián, el sacristán de San Marcos, ventiló la capilla, trajo flores rojas y lilas, formando ramilletes que colocó con sumo cuidado en las imágenes y en los bancos, encendió todas las luces de la nave y extendió la alfombra punzó desde el altar a la escalera.
No había llovido en dos o tres semanas, pero las mañanas eran tan frías que el campo quedaba completamente blanco hasta las nueve o nueve y media.
Se adormecían mis dedos aferrados al banco, pesado y añoso, y tomaban un color violáceo, que sólo calmaba al pasar una mano sobre la otra, único movimiento permitido en medio de la misa.
Estábamos en primera fila mi madre, mi hermano Carlos y yo.
Desde allí el féretro parecía inmenso.
Carlos era bastante mayor, (me llevaba cinco años) y muy pronto ingresaría en la escuela militar. Habíamos ahorrado todo un año para costear el uniforme.
Cada vez que ahorraba un real, cuando lo ponía en el bollón de vidrio que mi madre había colocado sobre la mesa de la cocina, me sentía más grande y más bueno. Me gustaba esa sensación que invadía todo mi cuerpo al ser bueno.
Clarisa me observaba desde el banco de enfrente. Ella también era una gran niña. En ese entonces estaba convencido que cuando fuese un hombre me casaría con ella. No en Quiroga, sino en Montevideo.
Dicen que es una ciudad enorme. Algunos dicen que parece un barco.
Carlos había prometido girar el dinero de tres pasajes cuando recibiera su primer sueldo de alférez.
El trayecto en tren era largo, pero bien valía la pena. ¡En Quiroga estábamos tan lejos del mar!
Vivíamos en una casa enorme, junto al arroyo, a la entrada del pueblo. Era la casa de mis abuelos.
De niños, jugábamos con los sapos pequeños y gorditos que invadían las piedras y los remansos. Los criábamos desde renacuajos. Zigzagueaban apurados, de un lado al otro, en la tina que mis padres habían desechado en el fondo de la finca, junto a la cerca de madera.
Los veíamos crecer y tomar colores más oscuros, manchas en el lomo con figuras caprichosas.
Muchas veces eran presa de culebras y lagartos. Por eso cubríamos la tina con una capa militar que habíamos encontrado en una de las tantas habitaciones vacías, cuando jugábamos con Carlos y Francisco a que éramos piratas.
En época de lluvias se llenaba nuestra tina de renacuajos, pero en Quiroga llueve poco.
Todos los niños cuando terminaban las clases, nos reuníamos bajo el puente viejo hasta tarde en la noche y contábamos historias de desaparecidos.
En toda familia había un tío que montó su caballo en medio de una tormenta y nunca regresó. En todas las salas, junto a la chimenea, se encuentra una foto que verifica su existencia.
En casa se había prohibido esos cuentos a la hora de la cena. Mi padre no toleraba esas historias. Mi padre siempre fue un hombre muy enfermo.
No tenía muletas o vendajes, nada que revelara su gravedad, pero pasaba muchos días en cama. Leía el diario por las mañanas y aún tarde en la noche su farol seguía encendido. Creo que no dormía. Nunca dormía. Eso lo llevó a la muerte.
Mi madre quiso que yo fuera sacerdote. Me enviaba a catequesis y luego a llevar las ofrendas en la misa.
A mí me aterraban los frailes. Me aterraba la iglesia en la noche con sus pasillos infinitos donde el mínimo ruido se multiplicaba con eco pesado e interminable. Las sórdidas representaciones del Cristo en la cruz, esos cuadros quebrados en terrones de lienzo con imponentes negros y azules, el inexplicable placer que su sufrimiento, que algunos escultores habían logrado en los pómulos, en la frente ensangrentada.
En Quiroga había un sólo párroco, pero con frecuencia llegaban novicios de otras ciudades. La iglesia, enorme para el poblado, era usada como Casa de Retiro. A un lado se sucedían seis habitaciones pequeñas y umbrosas, una cocina, dos baños de madera, al otro, una gran biblioteca con decenas de escritorios y un patio, donde los jóvenes frailes jugaban al Polo montados en sillas de caña.
A mí, en cambio, me gustaban los arrabales. Ahí la gente siempre sonríe.
Por las noches, los hombres del pueblo se vestían con sus trajes de fiesta, y a hurtadillas, con algún tonto pretexto, iban hasta la casa Arbiza.
Golpeaban una o dos veces y esperaban junto a los rosales.
Nosotros nos colgábamos de la higuera o del parral y veíamos todo en silencio.
Era una gran sala llena de mujeres con vestidos de colores y collares que le daban vuelta el cuello varias veces. Había una gran radio a galena, donde siempre se oía entre valses vieneses el programa de Sancho Trujillo. Las cortinas eran pesadas, de un color mostaza oscuro y los espejos reflejaban una y otra vez la habitación, volviéndola inmensa, infinita. Los muebles parecían comprados en un remate por tandas, dos o tres iguales, luego cuatro, un sofá con cabezas de león en sus patas y posa brazos y un gran jarrón chino sobre la mesa de caña y vidrio.
A eso de las diez llegaba un pianista de Tacuarembó y se bailaba el tango hasta muy tarde.
Todos fumaban y bebían. Incluso las mujeres.
Una –la más vieja– ordenaba todo desde su sillón de pana y sonreía a un lado y otro. Las más jóvenes no sabían bailar bien pero eran las primeras en dejar la sala principal y atravesar el patio de malvones y azulejos, para perderse con sus hombres al final del pasillo.
A veces se iban todos temprano. Dos, dos, dos, se iban por el patio y el pasillo, y desaparecían. Entonces nosotros tirábamos piedras a los techos, o higos maduros que se deshacían en los marcos de las puertas ensuciando todo el piso con leche blancuzca y pegajosa.
En seguida un par de hombres enormes y serios nos corrían casi cien metros sin alcanzarnos nunca.
Desde el camino los insultábamos a viva voz y nos bajábamos los pantalones mostrándoles nuestros culos blancos.
Al llegar a casa siempre nos esperaba un reproche.
Yo sabía que por cada viernes en la casa Arbiza me tocaban cinco o seis días en la capilla.
En ocasiones crecía en mí el temor a que me internaran pupilo en el colegio, pero mi madre a último momento se arrepentía y sólo me prometía la escuela militar.
Mi padre callaba. Permanecía con sus ojos muy claros en los pies de la cama y sólo movía el cuello y la cabeza, lentamente, aceptando la decisión que ya se había tomado.
Muchas veces me acercaba hasta su almohada mientras dormía y quedaba observándolo en silencio mientras recorría con el dedo los bordes de la cama. Estaba tan blanco y huesudo detrás de la barba espesa y transpirada que parecía recién bajado de la cruz.
Comencé mis clases de piano un seis de abril.
Mis padres seguro soñaban con un Schumann o un Lizst, yo en cambio quería tocar tangos en la casa Arbiza.
Llegué a la primera clase con mi camisa de tablitas blancas y el pantalón de gabardina hasta las rodillas, peinado hacia atrás, con los zapatos negros que había heredado de mi primo Alcides, que no vivía en Quiroga sino en Varela.
Me había bañado con jabón de coco, pero igual mi madre me untó la cabeza con colonia de lavanda.
Era un perfume que sólo usaba en los cumpleaños y bautismos, por lo que el alcohol estaba tan concentrado que, sin lugar a dudas, se podría hacer licor de menta con lo que quedaba en el frasco.
El salón de clases era una habitación lujosa y amplia. Las arañas de luz caían sin medida en toda la pieza. Estaban repletas de pequeñísimos vidrios espejados, cientos de vidrios que brillaban vigorosos cuando el sol caía de lleno por la ventana que daba a la calle principal.
La profesora era una mujer muy grande y muy gorda, casi tan vieja como el piano de cola. Llevaba siempre una flor fucsia en el vestido a la altura del cuello, sobre el hombro izquierdo. Su nombre era Greta.
Las clases de solfeo eran eternas, pero cuando llegaba a ejecutar una mínima pieza al piano me sentía un poco más cerca de la casa Arbiza.
La Srta. Greta tenía una sobrina que la ayudaba con las partituras y los anteojos. Se llamaba Clarisa.
Conseguía salir más temprano de casa con el pretexto de ensayos de fin de curso y la veía antes de cada clase en la callecita del sauce y los seis jazmines.
Ella me advertía "hoy mi tía está de muy mal genio" o "cuidado con el segundo movimiento de la lección que elegimos". Bebíamos jugo de ciruelas y charlábamos entusiasmados hasta que comenzaba a llenarse la calle de perros, que olfateaban nuestra merienda o el vapor de alguna ventana donde, temprano, se aprontaba el tuco o un escabeche para la cena.
Una tarde, cuando había llegado a mitad del pentagrama sin mayores dificultades, entró mi hermano con la noticia.
Quise salir corriendo al hospital pero me lo impidieron.
Clarisa trajo té de cedrón y me sentaron a la mesa, que estaba a un lado, y quedé así, girando inútilmente la cucharita en la taza profunda.
Vi como unos y otros entraban y salían de la sala con diversas solemnidades y protocolos. Mujeres y hombres con gestos afectados, que casi habían perdido el habla.
Los que se sentían más comprometidos decían frases tontas, engoladas, como si acentuando las palabras éstas por sí fuesen a tomar un cariz importante.
Yo, en la silla, sólo trataba de recordar a mi padre feliz.
Era difícil imaginar su cara blanca, nacarada, con una barba espesa y negra que le caía triste sobre el pecho, sus ojos grises y vacíos, su nariz aguileña; era difícil asociar esa cara a una sonrisa o un sueño plácido.
Por esa razón quería verlo. Pensaba que su última cara, el último suspiro, sabedor que se hallaba al final de tantos padecimientos, esbozaría una sonrisa amplia y hermosa.
Quería verlo despedirse, como se despidió luego Carlos cuando viajó a Montevideo, lleno de esperanzas y de planes. Quería verlo reír.
No me permitieron salir de la silla, de la sala, de la casa de Greta.
Desde la internación al sepelio transcurrieron dos días interminables. Infinidad de sueños y pesadillas.
Me veía de sotana, con hábitos negros y cabeza rasurada, en una habitación con cien espejos que me reflejaban, una y otra vez, jugando al Polo sobre una silla, padeciendo en la cruz, en un cuadro, con uniforme de capitán de caballería, con frac y chalina en casa de Greta, arrojando higos que se deshacían en los marcos de las puertas, corriendo a los niños, fumando y bebiendo, besando a Clarisa en otra ciudad, en un barco, tomando licor de perfume, viajando en tren a Montevideo.
En el último espejo me veía, con cara blanca, nacarada, la barba espesa que llovía en mi pecho, cansina, ojos claros bajo las ojeras y una sonrisa pequeña que se escapaba tímidamente bajo el bigote renegrido.
Se celebró la misa en San Marcos. Velaron a mi padre a cajón cerrado.
Siempre sueño que me mira y sonríe. Sueño que apoya su mano pesada en mi cabeza, con ternura, y vuelve a sonreír.
Eché un puñado de tierra sobre el féretro. No pude ver su última cara.
No puedo escribir desde la razón.
No esta historia, que me lleva a los doce años, un pueblo pequeño, un entierro a media tarde.
Los rezos ascendían hasta la cúpula inmensa y quedaban suspendidos en el aire, en las gotas de rocío que habían entrado a la iglesia por puertas y ventanas.
Era pleno julio. En Quiroga el invierno es muy duro.
Sebastián, el sacristán de San Marcos, ventiló la capilla, trajo flores rojas y lilas, formando ramilletes que colocó con sumo cuidado en las imágenes y en los bancos, encendió todas las luces de la nave y extendió la alfombra punzó desde el altar a la escalera.
No había llovido en dos o tres semanas, pero las mañanas eran tan frías que el campo quedaba completamente blanco hasta las nueve o nueve y media.
Se adormecían mis dedos aferrados al banco, pesado y añoso, y tomaban un color violáceo, que sólo calmaba al pasar una mano sobre la otra, único movimiento permitido en medio de la misa.
Estábamos en primera fila mi madre, mi hermano Carlos y yo.
Desde allí el féretro parecía inmenso.
Carlos era bastante mayor, (me llevaba cinco años) y muy pronto ingresaría en la escuela militar. Habíamos ahorrado todo un año para costear el uniforme.
Cada vez que ahorraba un real, cuando lo ponía en el bollón de vidrio que mi madre había colocado sobre la mesa de la cocina, me sentía más grande y más bueno. Me gustaba esa sensación que invadía todo mi cuerpo al ser bueno.
Clarisa me observaba desde el banco de enfrente. Ella también era una gran niña. En ese entonces estaba convencido que cuando fuese un hombre me casaría con ella. No en Quiroga, sino en Montevideo.
Dicen que es una ciudad enorme. Algunos dicen que parece un barco.
Carlos había prometido girar el dinero de tres pasajes cuando recibiera su primer sueldo de alférez.
El trayecto en tren era largo, pero bien valía la pena. ¡En Quiroga estábamos tan lejos del mar!
Vivíamos en una casa enorme, junto al arroyo, a la entrada del pueblo. Era la casa de mis abuelos.
De niños, jugábamos con los sapos pequeños y gorditos que invadían las piedras y los remansos. Los criábamos desde renacuajos. Zigzagueaban apurados, de un lado al otro, en la tina que mis padres habían desechado en el fondo de la finca, junto a la cerca de madera.
Los veíamos crecer y tomar colores más oscuros, manchas en el lomo con figuras caprichosas.
Muchas veces eran presa de culebras y lagartos. Por eso cubríamos la tina con una capa militar que habíamos encontrado en una de las tantas habitaciones vacías, cuando jugábamos con Carlos y Francisco a que éramos piratas.
En época de lluvias se llenaba nuestra tina de renacuajos, pero en Quiroga llueve poco.
Todos los niños cuando terminaban las clases, nos reuníamos bajo el puente viejo hasta tarde en la noche y contábamos historias de desaparecidos.
En toda familia había un tío que montó su caballo en medio de una tormenta y nunca regresó. En todas las salas, junto a la chimenea, se encuentra una foto que verifica su existencia.
En casa se había prohibido esos cuentos a la hora de la cena. Mi padre no toleraba esas historias. Mi padre siempre fue un hombre muy enfermo.
No tenía muletas o vendajes, nada que revelara su gravedad, pero pasaba muchos días en cama. Leía el diario por las mañanas y aún tarde en la noche su farol seguía encendido. Creo que no dormía. Nunca dormía. Eso lo llevó a la muerte.
Mi madre quiso que yo fuera sacerdote. Me enviaba a catequesis y luego a llevar las ofrendas en la misa.
A mí me aterraban los frailes. Me aterraba la iglesia en la noche con sus pasillos infinitos donde el mínimo ruido se multiplicaba con eco pesado e interminable. Las sórdidas representaciones del Cristo en la cruz, esos cuadros quebrados en terrones de lienzo con imponentes negros y azules, el inexplicable placer que su sufrimiento, que algunos escultores habían logrado en los pómulos, en la frente ensangrentada.
En Quiroga había un sólo párroco, pero con frecuencia llegaban novicios de otras ciudades. La iglesia, enorme para el poblado, era usada como Casa de Retiro. A un lado se sucedían seis habitaciones pequeñas y umbrosas, una cocina, dos baños de madera, al otro, una gran biblioteca con decenas de escritorios y un patio, donde los jóvenes frailes jugaban al Polo montados en sillas de caña.
A mí, en cambio, me gustaban los arrabales. Ahí la gente siempre sonríe.
Por las noches, los hombres del pueblo se vestían con sus trajes de fiesta, y a hurtadillas, con algún tonto pretexto, iban hasta la casa Arbiza.
Golpeaban una o dos veces y esperaban junto a los rosales.
Nosotros nos colgábamos de la higuera o del parral y veíamos todo en silencio.
Era una gran sala llena de mujeres con vestidos de colores y collares que le daban vuelta el cuello varias veces. Había una gran radio a galena, donde siempre se oía entre valses vieneses el programa de Sancho Trujillo. Las cortinas eran pesadas, de un color mostaza oscuro y los espejos reflejaban una y otra vez la habitación, volviéndola inmensa, infinita. Los muebles parecían comprados en un remate por tandas, dos o tres iguales, luego cuatro, un sofá con cabezas de león en sus patas y posa brazos y un gran jarrón chino sobre la mesa de caña y vidrio.
A eso de las diez llegaba un pianista de Tacuarembó y se bailaba el tango hasta muy tarde.
Todos fumaban y bebían. Incluso las mujeres.
Una –la más vieja– ordenaba todo desde su sillón de pana y sonreía a un lado y otro. Las más jóvenes no sabían bailar bien pero eran las primeras en dejar la sala principal y atravesar el patio de malvones y azulejos, para perderse con sus hombres al final del pasillo.
A veces se iban todos temprano. Dos, dos, dos, se iban por el patio y el pasillo, y desaparecían. Entonces nosotros tirábamos piedras a los techos, o higos maduros que se deshacían en los marcos de las puertas ensuciando todo el piso con leche blancuzca y pegajosa.
En seguida un par de hombres enormes y serios nos corrían casi cien metros sin alcanzarnos nunca.
Desde el camino los insultábamos a viva voz y nos bajábamos los pantalones mostrándoles nuestros culos blancos.
Al llegar a casa siempre nos esperaba un reproche.
Yo sabía que por cada viernes en la casa Arbiza me tocaban cinco o seis días en la capilla.
En ocasiones crecía en mí el temor a que me internaran pupilo en el colegio, pero mi madre a último momento se arrepentía y sólo me prometía la escuela militar.
Mi padre callaba. Permanecía con sus ojos muy claros en los pies de la cama y sólo movía el cuello y la cabeza, lentamente, aceptando la decisión que ya se había tomado.
Muchas veces me acercaba hasta su almohada mientras dormía y quedaba observándolo en silencio mientras recorría con el dedo los bordes de la cama. Estaba tan blanco y huesudo detrás de la barba espesa y transpirada que parecía recién bajado de la cruz.
Comencé mis clases de piano un seis de abril.
Mis padres seguro soñaban con un Schumann o un Lizst, yo en cambio quería tocar tangos en la casa Arbiza.
Llegué a la primera clase con mi camisa de tablitas blancas y el pantalón de gabardina hasta las rodillas, peinado hacia atrás, con los zapatos negros que había heredado de mi primo Alcides, que no vivía en Quiroga sino en Varela.
Me había bañado con jabón de coco, pero igual mi madre me untó la cabeza con colonia de lavanda.
Era un perfume que sólo usaba en los cumpleaños y bautismos, por lo que el alcohol estaba tan concentrado que, sin lugar a dudas, se podría hacer licor de menta con lo que quedaba en el frasco.
El salón de clases era una habitación lujosa y amplia. Las arañas de luz caían sin medida en toda la pieza. Estaban repletas de pequeñísimos vidrios espejados, cientos de vidrios que brillaban vigorosos cuando el sol caía de lleno por la ventana que daba a la calle principal.
La profesora era una mujer muy grande y muy gorda, casi tan vieja como el piano de cola. Llevaba siempre una flor fucsia en el vestido a la altura del cuello, sobre el hombro izquierdo. Su nombre era Greta.
Las clases de solfeo eran eternas, pero cuando llegaba a ejecutar una mínima pieza al piano me sentía un poco más cerca de la casa Arbiza.
La Srta. Greta tenía una sobrina que la ayudaba con las partituras y los anteojos. Se llamaba Clarisa.
Conseguía salir más temprano de casa con el pretexto de ensayos de fin de curso y la veía antes de cada clase en la callecita del sauce y los seis jazmines.
Ella me advertía "hoy mi tía está de muy mal genio" o "cuidado con el segundo movimiento de la lección que elegimos". Bebíamos jugo de ciruelas y charlábamos entusiasmados hasta que comenzaba a llenarse la calle de perros, que olfateaban nuestra merienda o el vapor de alguna ventana donde, temprano, se aprontaba el tuco o un escabeche para la cena.
Una tarde, cuando había llegado a mitad del pentagrama sin mayores dificultades, entró mi hermano con la noticia.
Quise salir corriendo al hospital pero me lo impidieron.
Clarisa trajo té de cedrón y me sentaron a la mesa, que estaba a un lado, y quedé así, girando inútilmente la cucharita en la taza profunda.
Vi como unos y otros entraban y salían de la sala con diversas solemnidades y protocolos. Mujeres y hombres con gestos afectados, que casi habían perdido el habla.
Los que se sentían más comprometidos decían frases tontas, engoladas, como si acentuando las palabras éstas por sí fuesen a tomar un cariz importante.
Yo, en la silla, sólo trataba de recordar a mi padre feliz.
Era difícil imaginar su cara blanca, nacarada, con una barba espesa y negra que le caía triste sobre el pecho, sus ojos grises y vacíos, su nariz aguileña; era difícil asociar esa cara a una sonrisa o un sueño plácido.
Por esa razón quería verlo. Pensaba que su última cara, el último suspiro, sabedor que se hallaba al final de tantos padecimientos, esbozaría una sonrisa amplia y hermosa.
Quería verlo despedirse, como se despidió luego Carlos cuando viajó a Montevideo, lleno de esperanzas y de planes. Quería verlo reír.
No me permitieron salir de la silla, de la sala, de la casa de Greta.
Desde la internación al sepelio transcurrieron dos días interminables. Infinidad de sueños y pesadillas.
Me veía de sotana, con hábitos negros y cabeza rasurada, en una habitación con cien espejos que me reflejaban, una y otra vez, jugando al Polo sobre una silla, padeciendo en la cruz, en un cuadro, con uniforme de capitán de caballería, con frac y chalina en casa de Greta, arrojando higos que se deshacían en los marcos de las puertas, corriendo a los niños, fumando y bebiendo, besando a Clarisa en otra ciudad, en un barco, tomando licor de perfume, viajando en tren a Montevideo.
En el último espejo me veía, con cara blanca, nacarada, la barba espesa que llovía en mi pecho, cansina, ojos claros bajo las ojeras y una sonrisa pequeña que se escapaba tímidamente bajo el bigote renegrido.
Se celebró la misa en San Marcos. Velaron a mi padre a cajón cerrado.
Siempre sueño que me mira y sonríe. Sueño que apoya su mano pesada en mi cabeza, con ternura, y vuelve a sonreír.
Eché un puñado de tierra sobre el féretro. No pude ver su última cara.
Pollo al horno (Duilio Luraschi)
Pollo al horno.
La mesa estaba servida. Detrás, una lámpara de pie daba poca luz sobre un sillón vacío que tenía un diario doblado en cuatro partes sobre uno de sus posa brazos y un par de lentes abiertos por completo en el otro.
La habitación era pequeña, y desde la cocina llegaba un suave olor a pollo horneado. Todo hacía pensar que de un momento a otro llegaría el Sr. Branner. Saracho lo esperaba desde hacía una hora. En la radio se oía, suavemente, un disco de Benny Goodman y sus dedos acompasaban el saxo sobre la tapa del bargueño. Hacía mucho frío, y para contrarrestarlo, se había servido ya tres whiskys.
La señora que se encargaba de la limpieza y la comida ya había regresado a su casa. "No deje que el pollo se queme", le había dicho a Saracho cuando cerraba la puerta, con un golpe exagerado. Saracho vigilaba el pollo entre vaso y vaso, pero no sabía si sacarlo y recalentarlo luego, o dárselo a Branner en el estado en que éste lo encontrara. La informalidad era algo que lo agobiaba y la cena estaba programada para las nueve.
Saracho era un hombre más bien pacífico, pero por las noches se entregaba a extraños sueños.
Soñaba con catedrales antiguas. Eran inmensas, repletas de oro y plata. Catedrales antiquísimas en países desconocidos, llenas de bancos, bordeadas de una infinidad de confesionarios. Pero había uno en particular que acaparaba su atención. Estaba bastante apartado. Siempre soñaba que iba hasta él y corría, de golpe, el cortinado, y entonces se encontraba con la cara de Branner, que reía, y él lo mataba de diez o doce puñaladas en el pecho y en los brazos. Cada noche ocurría lo mismo, incluso luego de soñar el mismo sueño decenas de veces. Todo culminaba de la misma forma, y despertaba, sobresaltado, sentado en la cama, con la vista fija en el rosario de piedras negras.
Como no confiaba mucho en su ingenio, y no quería improvisar nada, planeó la conversación con Branner desde el "Buenos días", que le diría cuando llegara, al "Café o cognac", luego de la cena.
Tenía por costumbre desmenuzar la conversación hasta lo más mínimo, con el fin de que nada se escapara a su control. Añoraba el mundo de la niñez. Añoraba los tiempos en que el mundo vivió su Edad Media, donde todo era perfecto y terrible.
La noche anterior no había dormido casi nada. Todo fue un oscuro sobresalto. Temía que al dejarse llevar por el cansancio, soñaría el mismo sueño de siempre, justo antes de la visita de Branner. Se le notaría en la cara. Sus ojos lo delatarían. Sus conversaciones, involuntarias, lo llevarían casi fatídicamente a las catedrales. De ahí a confesarlo todo era sólo un paso. Por eso de noche dio vueltas y más vueltas en la cama. Prefería que Branner lo encontrara con ojeras, incluso con humor de perros, antes que sus propios ojos lo denunciaran. Bebía, un vaso de whisky tras otro, con desenfreno, mientras no llegaba su invitado.
El pollo comenzaba a oler a quemado, pero Saracho no se movió un centímetro, y dejó que se fuese chamuscando.
Dejó la botella en el suelo, y comenzó a leer el diario.
Al hojearlo se encontró con la noticia de que Branner había muerto.
Cerró el diario con un ruido espantoso, y observó, una y otra vez, la fecha, que estaba en la primera línea. Era el diario de la tarde.
Fue inútil buscar en la radio algún noticiero. Sólo había programas con música. El dial quedó, por fin, después de su serpenteo, en un vallenato colombiano.
El pollo crepitaba horriblemente en el horno, y Saracho lo sacó, y lo dejó sobre una bandeja. Olía mal, y su aspecto era indecente.
Se sirvió un vaso más de alcohol, mientras resoplaba. De repente comenzó a comer un muslo, quitándole la piel, que ya estaba carbonizada por completo. Se sació, y regresó al sillón de la sala.
Por el profundo cansancio, no llegaba a coordinar, siquiera, un pensamiento acabado. Sus ideas parecían frases escolares, que le surgían de golpe, sin razón, para quedar truncas o sin ningún sentido. Comenzó, entonces, a invadirlo un fuerte sueño.
A la mañana siguiente se despertó en su cama. Vestía ropa interior y un robe de chambre que no era suyo.
– Por suerte usted no fuma.
– ¿Qué?
– Dejó el gas abierto. Volví por mis llaves y lo encontré tirado en el sillón. El batón es de su vecino del cuarto piso. Él fue quien lo desvistió. Se lo digo por si usted pensó que...
– ¿Qué hora es?
– Las once.
Saracho se incorporó. La habitación le daba vueltas.
– Llamé a su oficina. Dije que estaba enfermo.
Él asintió con los ojos cerrados.
Al mediodía comió los restos del calcinado pollo, y salió a la calle. Tenía prisa. Fue directo al velatorio. Estaba preocupado porque su traje era beige y no azul oscuro o negro, pero era el único traje que tenía limpio y sano. Lo más probable era que se recostara en un rincón evitando las miradas y los comentarios.
Al llegar a la sala se enteró que a Branner ya lo habían llevado al cementerio, a eso de las once. Dejó las pocas flores que traía en el velatorio contiguo.
Una vez en la calle levantó la vista al cielo: estaba muy nublado y posiblemente llovería.
Entró en un bar y pidió un café sin azúcar.
No sabía qué hacer. Primero se dirigió al teléfono y llamó a casa de Branner. En seguida colgó el tubo y resopló. Intentaba tararear una canción con sus soplidos. Se entretuvo un buen rato en eso mientras pensaba qué hacer.
Fue a su departamento y se echó en la cama. Estaba tan cansado que quedó dormido inmediatamente. No había terminado de cerrar sus ojos cuando apareció su sueño de catedrales. Eran de un color rojo intenso, con fachadas de platería. Bordeaban completamente una plaza inmensa y vacía, con innumerable cantidad de monumentos de bronce. El sueño le dio placer. Entró, entonces, a una de las iglesias. Llegó al confesionario, pero no abrió la cortina.
– Yo quería que él muriera.
– ¿A quién deseabas todo ese mal? ¿Tu lo mataste?
– Creo que fui yo.
Dijo esto, se levantó, y comenzó a caminar hacia la puerta. No había caminado más de seis pasos cuando regresó. Abrió, de un golpe, el cortinado y lo vio: como en todos los sueños, adentro estaba Branner riendo con desenfreno. Una vez más sacó de entre sus ropas un puñal pequeño, y lo asesinó, en forma salvaje. Pero no despertó entonces. Fue hasta su casa. Lo esperaba, como siempre, la señora de las tareas.
– Llega tarde señor, el pollo está en el horno. Hay puré, y ensalada en la heladera. No deje que el pollo se queme.
Saracho hizo un ademán, que intentó ser un saludo y al mismo tiempo un gesto de que no lo molestase.
Branner una vez más llegaría tarde, y entonces se puso a tomar whisky con hielo. Tamborileaba suavemente la canción que oía en la radio, "Somebody stole my gal". Saracho seguía muy bien el ritmo y la melodía.
Cansado de esperar, se estiró en el sillón, cuan largo era, y se puso a leer el diario. Luego quitó el pollo del horno, y olvidó cerrar la llave del gas. Volvió al sillón, echándose en él, y esperó en silencio.
– Señor, ya es tarde. Si sigue durmiendo no va a poder pegar un ojo en la noche.
– ¿Qué hora es?
– Las cinco.
– ¿Hay algo de comer?
– Hay pollo.
Saracho se levantó, y se dio un buen baño.
Llegó a la oficina al día siguiente muy temprano. Todos comentaban sobre la muerte del auditor. Se había formado una gran rueda alrededor de Susana, que relataba con detalles cómo fue la muerte de Branner y quiénes estaban en el velatorio. Saracho trataba de llevar la conversación a quién sería el sustituto, pero todos preferían los cuentos de Susana. Branner había sido asesinado a la salida de un bar, en el barrio de Maroñas.
Entró el jefe, y llamó a Torres y a Saracho.
– Mañana elegiré al nuevo auditor. Ustedes dos son los empleados que reúnen todas las condiciones. Por la mañana tendré alguna noticia.
La cara de Torres se encendía de felicidad y la de Saracho rumiaba un pasto amargo: podría quedar nuevamente afuera.
Una vez solo con su compañero, Saracho lo invitó a cenar esa noche a su casa. "Tengo algo muy importante que decirte". Pero a Torres no le animaba la idea. Saracho insistía, mientras le pasaba dos dedos por la solapa de su saco. Todos habían corrido por su tranvía, y el portero, de pie, esperaba que la oficina quedase totalmente vacía para cerrarla con llave. Torres por fin aceptó, y fijaron la reunión a las nueve.
– Va a haber pollo asado –dijo Saracho.
A la salida, junto a un negocio de billetes de lotería, compró un diario cualquiera, y se sumergió en las páginas de adivinos y cartomantes. Debería tener la certeza que ese puesto sería suyo.
Por fin encontró la dirección de una vidente que le diría todo cuanto él quería.
La casa quedaba en una zona muy alejada, y tuvo que caminar varias cuadras oscuras y empinadas por un camino con plátanos inmensos. Los árboles parecían vivos. Él creía que todos en el barrio sabían a dónde se dirigía, incluso los árboles.
Los naipes cayeron, una y otra vez, sobre la mesa sucia de cenizas, y la adivina comenzó a hablar en forma caótica y susurrante.
El ahorcado, la Papisa, dos a la vez: as de bastos y el carrusel de la fortuna. La mujer quitó, rápidamente, una de la mesa. Barajó y tiró, nuevamente.
Pudo sacar muy poco de lo que la anciana dijo. Retuvo sólo lo mínimo, sólo lo que él necesitaba. Habría cambios inesperados en su trabajo. Alguien lograba lo que no merecía. Una vez más aparecía la muerte.
Salió del templo profundamente angustiado, y comenzó a recorrer iglesias, una tras otra, con un frenesí inusitado. Estaba intranquilo.
Fue hasta un altar menor, y rezó con devoción bajo la imagen de San José Obrero. Había un osario de bronce de tamaño considerable, cubierto de sebo y moneditas de poca cuantía. Se aferró a él y quedó así por un buen rato. No podía olvidar su sueño de las catedrales.
Se levantó, persignándose al tiempo que se enderezaba, y partió en silencio, dejando una buena limosna bajo la imagen del santo. Caminó, lentamente, hasta su departamento, aunque se hallaba a una distancia considerable.
La señora de la limpieza comenzaba a impacientarse.
– Estoy calentando su pollo. Llegó una carta de su trabajo. Si no necesita nada más me voy a casa.
Saracho hizo una seña de aprobación, y se sentó en el sillón a leer el diario. Se sirvió un vaso de alcohol casi hasta el borde, y despidió desde allí a la señora.
En la radio se oía el clarinete de la vieja versión de "Get happy", una vez más por la banda de Benny Goodman. En el horno el pollo crepitaba con furia.
Llenó su vaso, una y otra vez, hasta vaciar la botella. La banda acompasaba la escena, y en el horno el pollo ya estaba carbonizado por completo.
Saracho se estiró cuanto pudo en el sillón, y quedó profundamente dormido, con sus lentes sobre el pecho y el diario caído a su lado.
La mesa estaba servida. Detrás, una lámpara de pie daba poca luz sobre un sillón vacío que tenía un diario doblado en cuatro partes sobre uno de sus posa brazos y un par de lentes abiertos por completo en el otro.
La habitación era pequeña, y desde la cocina llegaba un suave olor a pollo horneado. Todo hacía pensar que de un momento a otro llegaría el Sr. Branner. Saracho lo esperaba desde hacía una hora. En la radio se oía, suavemente, un disco de Benny Goodman y sus dedos acompasaban el saxo sobre la tapa del bargueño. Hacía mucho frío, y para contrarrestarlo, se había servido ya tres whiskys.
La señora que se encargaba de la limpieza y la comida ya había regresado a su casa. "No deje que el pollo se queme", le había dicho a Saracho cuando cerraba la puerta, con un golpe exagerado. Saracho vigilaba el pollo entre vaso y vaso, pero no sabía si sacarlo y recalentarlo luego, o dárselo a Branner en el estado en que éste lo encontrara. La informalidad era algo que lo agobiaba y la cena estaba programada para las nueve.
Saracho era un hombre más bien pacífico, pero por las noches se entregaba a extraños sueños.
Soñaba con catedrales antiguas. Eran inmensas, repletas de oro y plata. Catedrales antiquísimas en países desconocidos, llenas de bancos, bordeadas de una infinidad de confesionarios. Pero había uno en particular que acaparaba su atención. Estaba bastante apartado. Siempre soñaba que iba hasta él y corría, de golpe, el cortinado, y entonces se encontraba con la cara de Branner, que reía, y él lo mataba de diez o doce puñaladas en el pecho y en los brazos. Cada noche ocurría lo mismo, incluso luego de soñar el mismo sueño decenas de veces. Todo culminaba de la misma forma, y despertaba, sobresaltado, sentado en la cama, con la vista fija en el rosario de piedras negras.
Como no confiaba mucho en su ingenio, y no quería improvisar nada, planeó la conversación con Branner desde el "Buenos días", que le diría cuando llegara, al "Café o cognac", luego de la cena.
Tenía por costumbre desmenuzar la conversación hasta lo más mínimo, con el fin de que nada se escapara a su control. Añoraba el mundo de la niñez. Añoraba los tiempos en que el mundo vivió su Edad Media, donde todo era perfecto y terrible.
La noche anterior no había dormido casi nada. Todo fue un oscuro sobresalto. Temía que al dejarse llevar por el cansancio, soñaría el mismo sueño de siempre, justo antes de la visita de Branner. Se le notaría en la cara. Sus ojos lo delatarían. Sus conversaciones, involuntarias, lo llevarían casi fatídicamente a las catedrales. De ahí a confesarlo todo era sólo un paso. Por eso de noche dio vueltas y más vueltas en la cama. Prefería que Branner lo encontrara con ojeras, incluso con humor de perros, antes que sus propios ojos lo denunciaran. Bebía, un vaso de whisky tras otro, con desenfreno, mientras no llegaba su invitado.
El pollo comenzaba a oler a quemado, pero Saracho no se movió un centímetro, y dejó que se fuese chamuscando.
Dejó la botella en el suelo, y comenzó a leer el diario.
Al hojearlo se encontró con la noticia de que Branner había muerto.
Cerró el diario con un ruido espantoso, y observó, una y otra vez, la fecha, que estaba en la primera línea. Era el diario de la tarde.
Fue inútil buscar en la radio algún noticiero. Sólo había programas con música. El dial quedó, por fin, después de su serpenteo, en un vallenato colombiano.
El pollo crepitaba horriblemente en el horno, y Saracho lo sacó, y lo dejó sobre una bandeja. Olía mal, y su aspecto era indecente.
Se sirvió un vaso más de alcohol, mientras resoplaba. De repente comenzó a comer un muslo, quitándole la piel, que ya estaba carbonizada por completo. Se sació, y regresó al sillón de la sala.
Por el profundo cansancio, no llegaba a coordinar, siquiera, un pensamiento acabado. Sus ideas parecían frases escolares, que le surgían de golpe, sin razón, para quedar truncas o sin ningún sentido. Comenzó, entonces, a invadirlo un fuerte sueño.
A la mañana siguiente se despertó en su cama. Vestía ropa interior y un robe de chambre que no era suyo.
– Por suerte usted no fuma.
– ¿Qué?
– Dejó el gas abierto. Volví por mis llaves y lo encontré tirado en el sillón. El batón es de su vecino del cuarto piso. Él fue quien lo desvistió. Se lo digo por si usted pensó que...
– ¿Qué hora es?
– Las once.
Saracho se incorporó. La habitación le daba vueltas.
– Llamé a su oficina. Dije que estaba enfermo.
Él asintió con los ojos cerrados.
Al mediodía comió los restos del calcinado pollo, y salió a la calle. Tenía prisa. Fue directo al velatorio. Estaba preocupado porque su traje era beige y no azul oscuro o negro, pero era el único traje que tenía limpio y sano. Lo más probable era que se recostara en un rincón evitando las miradas y los comentarios.
Al llegar a la sala se enteró que a Branner ya lo habían llevado al cementerio, a eso de las once. Dejó las pocas flores que traía en el velatorio contiguo.
Una vez en la calle levantó la vista al cielo: estaba muy nublado y posiblemente llovería.
Entró en un bar y pidió un café sin azúcar.
No sabía qué hacer. Primero se dirigió al teléfono y llamó a casa de Branner. En seguida colgó el tubo y resopló. Intentaba tararear una canción con sus soplidos. Se entretuvo un buen rato en eso mientras pensaba qué hacer.
Fue a su departamento y se echó en la cama. Estaba tan cansado que quedó dormido inmediatamente. No había terminado de cerrar sus ojos cuando apareció su sueño de catedrales. Eran de un color rojo intenso, con fachadas de platería. Bordeaban completamente una plaza inmensa y vacía, con innumerable cantidad de monumentos de bronce. El sueño le dio placer. Entró, entonces, a una de las iglesias. Llegó al confesionario, pero no abrió la cortina.
– Yo quería que él muriera.
– ¿A quién deseabas todo ese mal? ¿Tu lo mataste?
– Creo que fui yo.
Dijo esto, se levantó, y comenzó a caminar hacia la puerta. No había caminado más de seis pasos cuando regresó. Abrió, de un golpe, el cortinado y lo vio: como en todos los sueños, adentro estaba Branner riendo con desenfreno. Una vez más sacó de entre sus ropas un puñal pequeño, y lo asesinó, en forma salvaje. Pero no despertó entonces. Fue hasta su casa. Lo esperaba, como siempre, la señora de las tareas.
– Llega tarde señor, el pollo está en el horno. Hay puré, y ensalada en la heladera. No deje que el pollo se queme.
Saracho hizo un ademán, que intentó ser un saludo y al mismo tiempo un gesto de que no lo molestase.
Branner una vez más llegaría tarde, y entonces se puso a tomar whisky con hielo. Tamborileaba suavemente la canción que oía en la radio, "Somebody stole my gal". Saracho seguía muy bien el ritmo y la melodía.
Cansado de esperar, se estiró en el sillón, cuan largo era, y se puso a leer el diario. Luego quitó el pollo del horno, y olvidó cerrar la llave del gas. Volvió al sillón, echándose en él, y esperó en silencio.
– Señor, ya es tarde. Si sigue durmiendo no va a poder pegar un ojo en la noche.
– ¿Qué hora es?
– Las cinco.
– ¿Hay algo de comer?
– Hay pollo.
Saracho se levantó, y se dio un buen baño.
Llegó a la oficina al día siguiente muy temprano. Todos comentaban sobre la muerte del auditor. Se había formado una gran rueda alrededor de Susana, que relataba con detalles cómo fue la muerte de Branner y quiénes estaban en el velatorio. Saracho trataba de llevar la conversación a quién sería el sustituto, pero todos preferían los cuentos de Susana. Branner había sido asesinado a la salida de un bar, en el barrio de Maroñas.
Entró el jefe, y llamó a Torres y a Saracho.
– Mañana elegiré al nuevo auditor. Ustedes dos son los empleados que reúnen todas las condiciones. Por la mañana tendré alguna noticia.
La cara de Torres se encendía de felicidad y la de Saracho rumiaba un pasto amargo: podría quedar nuevamente afuera.
Una vez solo con su compañero, Saracho lo invitó a cenar esa noche a su casa. "Tengo algo muy importante que decirte". Pero a Torres no le animaba la idea. Saracho insistía, mientras le pasaba dos dedos por la solapa de su saco. Todos habían corrido por su tranvía, y el portero, de pie, esperaba que la oficina quedase totalmente vacía para cerrarla con llave. Torres por fin aceptó, y fijaron la reunión a las nueve.
– Va a haber pollo asado –dijo Saracho.
A la salida, junto a un negocio de billetes de lotería, compró un diario cualquiera, y se sumergió en las páginas de adivinos y cartomantes. Debería tener la certeza que ese puesto sería suyo.
Por fin encontró la dirección de una vidente que le diría todo cuanto él quería.
La casa quedaba en una zona muy alejada, y tuvo que caminar varias cuadras oscuras y empinadas por un camino con plátanos inmensos. Los árboles parecían vivos. Él creía que todos en el barrio sabían a dónde se dirigía, incluso los árboles.
Los naipes cayeron, una y otra vez, sobre la mesa sucia de cenizas, y la adivina comenzó a hablar en forma caótica y susurrante.
El ahorcado, la Papisa, dos a la vez: as de bastos y el carrusel de la fortuna. La mujer quitó, rápidamente, una de la mesa. Barajó y tiró, nuevamente.
Pudo sacar muy poco de lo que la anciana dijo. Retuvo sólo lo mínimo, sólo lo que él necesitaba. Habría cambios inesperados en su trabajo. Alguien lograba lo que no merecía. Una vez más aparecía la muerte.
Salió del templo profundamente angustiado, y comenzó a recorrer iglesias, una tras otra, con un frenesí inusitado. Estaba intranquilo.
Fue hasta un altar menor, y rezó con devoción bajo la imagen de San José Obrero. Había un osario de bronce de tamaño considerable, cubierto de sebo y moneditas de poca cuantía. Se aferró a él y quedó así por un buen rato. No podía olvidar su sueño de las catedrales.
Se levantó, persignándose al tiempo que se enderezaba, y partió en silencio, dejando una buena limosna bajo la imagen del santo. Caminó, lentamente, hasta su departamento, aunque se hallaba a una distancia considerable.
La señora de la limpieza comenzaba a impacientarse.
– Estoy calentando su pollo. Llegó una carta de su trabajo. Si no necesita nada más me voy a casa.
Saracho hizo una seña de aprobación, y se sentó en el sillón a leer el diario. Se sirvió un vaso de alcohol casi hasta el borde, y despidió desde allí a la señora.
En la radio se oía el clarinete de la vieja versión de "Get happy", una vez más por la banda de Benny Goodman. En el horno el pollo crepitaba con furia.
Llenó su vaso, una y otra vez, hasta vaciar la botella. La banda acompasaba la escena, y en el horno el pollo ya estaba carbonizado por completo.
Saracho se estiró cuanto pudo en el sillón, y quedó profundamente dormido, con sus lentes sobre el pecho y el diario caído a su lado.
La avícola (Duilio Luraschi)
La avícola.
Me levanté una mañana y salí.
Era la calle en donde yo vivía.
Todavía puedo, vagamente, recordarla.
La calle del asilo casi no tenía veredas. Era fría o soleada, y muchas veces resultaba un pretexto para ir a casa de Francisco Más, donde cambiaba mis revistas de historietas.
Era una calle tan silenciosa que nadie decía Salud si oía algún estornudo, por miedo a que fuese un ajeno, el vecino de enfrente o el de la otra cuadra.
Caminé hacia la plaza. Me gustaba ir por ese camino. Podía, incluso, caminar tres o cuatro cuadras de más para comprar sólo cien de queso con tal de no pasar frente a la casa de Miguel Ángel, que era un muchacho desagradable.
Dos por tres, decía, Dos por tres, y nunca terminaba la historia.
A veces las personas son raras.
Cuando llegué a la esquina del café de los dos hermanos no dudé y fui directo a la avícola, que quedaba enfrente. Ahí me estaban esperando.
Los ojos de las gallinas y gallos miran de perfil, pero la gente hace como que no los mira y señalan con sus dedos Éste o Ese, y se llevan un animal joven de tres kilos y medio.
Las aves nacen, comen y después mueren.
En el fondo y en el centro, un hombre marcaba las pautas, y otro más bajo exigía disciplina. Había, además, cinco dependientes, entre los que se encontraba Salomé, la chica de la limpieza.
Era la hija de Abdías. Se llamaba Salomé pero se hacía llamar Sabina.
Una vez le pregunté Por qué, y me dijo que en su familia todas las mujeres se llamaban Salomé. Mi tía, mi madre, mi abuela, la baba, mis dos hermanas se llaman Salomé, me dijo, Por eso quiero que me digan Sabina.
Le había preguntado cómo sabían, entonces, a quien se referían en su familia si hablaban de su tía o de su abuela o cualquier otra mujer. Las llaman Ésa o Ésta o solamente la señalan, me había dicho. Le pregunté si hablaban de alguna que no estaba en ese lugar en ese momento y me dijo Ellas siempre están juntas. Nunca salían de la casa.
De repente el encargado gritó ¡Sabina! , y ella fue hasta el patio trasero y volvió con una gallina del cuello.
En el lugar estaban, entre otros, Estela, Sara, Carmen, Soledad, todas primas, pero ninguna hermana de otra, don Frutos, Escudero el más chico y el señor Otorgués, que tenía una relación, por lo que la gente decía.
Él no había ido por compras: formaba fila para hablar por teléfono. Tenía en su mano izquierda seis monedas de veinte y jugaba con ellas mientras esperaba su turno.
Detrás de él estaba Tomás, que era el tonto del barrio. Comía maníes tostados, que sacaba de una bolsa de papel de estraza. Los partía con sus dientes y escupía las cáscaras para cualquier parte.
A mi derecha se paró una mujer que tenía en sus brazos una bebé muy fea.
Era muy desagradable y me miraba.
La madre buscaba un ave no muy gorda ni muy flaca, y miraba, sin apuro, todas las jaulas. La bebé fea me miraba. Por fin la madre eligió un pollo. Estaba segura que era de buena carne y podía paladearlo mientras lo veía, aún vivo. Las aves son lo que se alimentan.
El señor Otorgués miraba a la mujer y Salomé todavía no me miraba.
En la calle no había un solo árbol plantado. Moría en un callejón sucio frente al asilo de mendigos y ancianos.
En esos tiempos había un ladrón al que llamaban El Nene. Robaba los picaportes y las bombitas de luz de los zaguanes.
Mi amigo Marcos se reía cuando alguien contaba esa historia.
Él vivía en una casa de altos con balcón. Salía todas las tarde para mirar el paisaje, y se imaginaba que de golpe se vendría una gran inundación que taparía de agua las calles y baldíos, y a todas las cuadras de esa manzana, y que a él el agua le llegaría sólo hasta los tobillos.
Los que no sueñan por las tardes sólo pueden repetir los sueños de otros, me decía.
Él tenía un primo mayor que ya estaba calvo y la gente lo llamaba Jeremías. Si no le hubiesen llamado así, o por otro nombre, hoy nadie lo recordaría. Ni siquiera por su calva. Todos saben que Marcos tenía un primo.
De repente mis pensamientos cayeron, de nuevo, en el lugar, que era una avícola y vi a Salomé. Echó un balde de agua al piso y se pasó las palmas de sus manos por las caderas y los muslos.
Salomé pasaba la escoba y el trapo y mis ojos se inclinaban y se levantaban con ella.
Las gallinas estaban muertas de miedo, y un gallo viejo, muy duro para comer y cansado para la riña, esperaba morirse de una vez por todas.
También vi entre la multitud a mi vecino Juan Gómez.
Él tenía un gato que se llamaba Rodríguez. Cuando llegaba de su trabajo le traía caramelos de café y leche. El gato se tiraba sobre los dulces y los comía con papel y todo. Cuando los caramelos se volvían un pegote amorfo, se le metía entre los miles de dientitos torcidos y se desesperaba. Se revolcaba, daba vueltas, se golpeaba y lloraba. Era una insoportable molestia tan rica como son todas las trampas.
Juan Gómez, ese día, formaba fila por el teléfono público.
Salomé echó un baldazo de agua sucia a través de la ventana.
Pasó de repente un hombre breve. Llevaba consigo una perrería.
La gente del barrio no es de hablar a gritos o decir necedades, pero tampoco hablaban bien de nadie.
La madre de Juan Gómez se llamaba Estrellita.
Mi amigo Marcos recorría, a diario, toda la manzana de su casa caminando sobre las azoteas. Pasaba también sobre el taller de ropa de confección, que tenía techo de chapas viejas.
Decía que había que caminar sobre la línea de los clavos, que debajo estaban los tirantes, pero yo vi caerse de ahí a más de uno.
Al lado del taller vivía un hombre bajo.
Volví otra vez al lugar, donde había miles de personas. Era imposible conocer a todos por su nombre.
Un ave me observaba.
El ojo me veía: ¿Adónde vas? ¿Por qué no vas mañana?
Los ojos del ave sólo miran lo que lo rodea.
De repente sentí mucho miedo, muchísimo; como si se estuviese abriendo el suelo donde yo estaba parado.
Me vino a la cabeza todo que había hecho hasta ese día. No sólo las cosas más importantes o que más me importaban. Me golpearon todas las imágenes y los olores, y también todos los lutos. El álbum familiar. La rama seca de higuera, las uvas dulces de las siestas, el perro lobo de la oscuridad del patio chico. Los pasos que retumbaban en el pasillo. Mis manos agarradas al banco de mármol.
El encargado me llamó y me dijo que era mi turno.
Miré dentro de todas las jaulas, y vi, de un solo golpe, detrás de todos los ojos muertos, a Marcos, Jeremías, Miguel Ángel, Francisco Más, Otorgués, y a Juan Gómez.
En ese momento, por una puerta entreabierta, apareció Salomé, y le indicó al encargado cuál, con su dedo índice.
Era un pollo feo de plumas pero fuerte y muy bicho. Se resistió un buen rato al gancho que lo jalaba, pero al final lo desparramó en la jaula y lo arrastró como si fuese un plumero.
Una vez que estuvo afuera se resistió poco.
El hombre lo aferró con fuerza de sus patas sin púas, y lo tiró cabeza abajo. Lo dejó un momento suspendido y lo metió, con cuidado, en una especie de cono truncado con la punta hacia abajo que remataba una boca por donde apareció la cabeza del ave. Entonces separó, con dos dedos, las plumitas quebradas que se abrían en el cuello. Midió el punto de corte y ejecutó.
El ave, como un dios que inventa el Destino y queda atrapado en él, abrió enorme el ojo y enseguida toda su cabeza cayó, y quedó un pensamiento: abrir una puerta y dejarla abierta.
La sangre fue cayendo en un balde de latón.
Una vez que cayó toda al cubo, y no le quedó ni una gota, el hombre sacó el cuerpo y lo metió en un agua que estaba hirviendo.
Siempre lo sostenía con firmeza, aferrado de unas pobres patas que ya no daban resistencia.
Pasado un buen rato lo sacó, y se lo quedó mirando. Después caminó unos cuántos pasos hasta el fondo del salón y encendió una máquina que hacía un ruido espantoso. Giraba toda, con una velocidad alucinatoria. Tenía, como en el lomo, cien púas de goma romas girando y engranajes desengrasados.
El encargado zambulló el cuerpo en el circo. Las plumas saltaban por sobre su cabeza, pero no impresionantemente, porque estaban húmedas y quebradas.
Cuando estuvo satisfecho lo sacó, y lo miró, sin apuro. Luego lo puso sobre una mesada de azulejos blanco tiza y le cortó las patas, y las tiró donde había caído antes la cabeza. Me preguntó si también iba a llevar los menudos. Le hice señas que no.
Tres niños, en la puerta, echaban Cara o Cruz.
Entonces lo vació y echó las vísceras a un costado. Camino unos pasos más, como balanceándose, y trajo un papel inmenso, color azafrán. Con ese papel lo envolvió y me lo entregó, extendiendo sus manos.
Lo apresé y lo sostuve como pude, con toda la fuerza que me salió en el momento. Tenía un fuerte olor a plumas quemadas, y todavía estaba tibio.
Ya no había nadie en ese lugar, donde antes había miles.
Salí. Estaba solo.
Miré a un lado y otro, y para otro lugar, pero no vi nada.
Entonces doblé en la esquina y caminé, una vez más hacia cualquier parte, como hacía siempre, desde que yo tengo recuerdos.
Me levanté una mañana y salí.
Era la calle en donde yo vivía.
Todavía puedo, vagamente, recordarla.
La calle del asilo casi no tenía veredas. Era fría o soleada, y muchas veces resultaba un pretexto para ir a casa de Francisco Más, donde cambiaba mis revistas de historietas.
Era una calle tan silenciosa que nadie decía Salud si oía algún estornudo, por miedo a que fuese un ajeno, el vecino de enfrente o el de la otra cuadra.
Caminé hacia la plaza. Me gustaba ir por ese camino. Podía, incluso, caminar tres o cuatro cuadras de más para comprar sólo cien de queso con tal de no pasar frente a la casa de Miguel Ángel, que era un muchacho desagradable.
Dos por tres, decía, Dos por tres, y nunca terminaba la historia.
A veces las personas son raras.
Cuando llegué a la esquina del café de los dos hermanos no dudé y fui directo a la avícola, que quedaba enfrente. Ahí me estaban esperando.
Los ojos de las gallinas y gallos miran de perfil, pero la gente hace como que no los mira y señalan con sus dedos Éste o Ese, y se llevan un animal joven de tres kilos y medio.
Las aves nacen, comen y después mueren.
En el fondo y en el centro, un hombre marcaba las pautas, y otro más bajo exigía disciplina. Había, además, cinco dependientes, entre los que se encontraba Salomé, la chica de la limpieza.
Era la hija de Abdías. Se llamaba Salomé pero se hacía llamar Sabina.
Una vez le pregunté Por qué, y me dijo que en su familia todas las mujeres se llamaban Salomé. Mi tía, mi madre, mi abuela, la baba, mis dos hermanas se llaman Salomé, me dijo, Por eso quiero que me digan Sabina.
Le había preguntado cómo sabían, entonces, a quien se referían en su familia si hablaban de su tía o de su abuela o cualquier otra mujer. Las llaman Ésa o Ésta o solamente la señalan, me había dicho. Le pregunté si hablaban de alguna que no estaba en ese lugar en ese momento y me dijo Ellas siempre están juntas. Nunca salían de la casa.
De repente el encargado gritó ¡Sabina! , y ella fue hasta el patio trasero y volvió con una gallina del cuello.
En el lugar estaban, entre otros, Estela, Sara, Carmen, Soledad, todas primas, pero ninguna hermana de otra, don Frutos, Escudero el más chico y el señor Otorgués, que tenía una relación, por lo que la gente decía.
Él no había ido por compras: formaba fila para hablar por teléfono. Tenía en su mano izquierda seis monedas de veinte y jugaba con ellas mientras esperaba su turno.
Detrás de él estaba Tomás, que era el tonto del barrio. Comía maníes tostados, que sacaba de una bolsa de papel de estraza. Los partía con sus dientes y escupía las cáscaras para cualquier parte.
A mi derecha se paró una mujer que tenía en sus brazos una bebé muy fea.
Era muy desagradable y me miraba.
La madre buscaba un ave no muy gorda ni muy flaca, y miraba, sin apuro, todas las jaulas. La bebé fea me miraba. Por fin la madre eligió un pollo. Estaba segura que era de buena carne y podía paladearlo mientras lo veía, aún vivo. Las aves son lo que se alimentan.
El señor Otorgués miraba a la mujer y Salomé todavía no me miraba.
En la calle no había un solo árbol plantado. Moría en un callejón sucio frente al asilo de mendigos y ancianos.
En esos tiempos había un ladrón al que llamaban El Nene. Robaba los picaportes y las bombitas de luz de los zaguanes.
Mi amigo Marcos se reía cuando alguien contaba esa historia.
Él vivía en una casa de altos con balcón. Salía todas las tarde para mirar el paisaje, y se imaginaba que de golpe se vendría una gran inundación que taparía de agua las calles y baldíos, y a todas las cuadras de esa manzana, y que a él el agua le llegaría sólo hasta los tobillos.
Los que no sueñan por las tardes sólo pueden repetir los sueños de otros, me decía.
Él tenía un primo mayor que ya estaba calvo y la gente lo llamaba Jeremías. Si no le hubiesen llamado así, o por otro nombre, hoy nadie lo recordaría. Ni siquiera por su calva. Todos saben que Marcos tenía un primo.
De repente mis pensamientos cayeron, de nuevo, en el lugar, que era una avícola y vi a Salomé. Echó un balde de agua al piso y se pasó las palmas de sus manos por las caderas y los muslos.
Salomé pasaba la escoba y el trapo y mis ojos se inclinaban y se levantaban con ella.
Las gallinas estaban muertas de miedo, y un gallo viejo, muy duro para comer y cansado para la riña, esperaba morirse de una vez por todas.
También vi entre la multitud a mi vecino Juan Gómez.
Él tenía un gato que se llamaba Rodríguez. Cuando llegaba de su trabajo le traía caramelos de café y leche. El gato se tiraba sobre los dulces y los comía con papel y todo. Cuando los caramelos se volvían un pegote amorfo, se le metía entre los miles de dientitos torcidos y se desesperaba. Se revolcaba, daba vueltas, se golpeaba y lloraba. Era una insoportable molestia tan rica como son todas las trampas.
Juan Gómez, ese día, formaba fila por el teléfono público.
Salomé echó un baldazo de agua sucia a través de la ventana.
Pasó de repente un hombre breve. Llevaba consigo una perrería.
La gente del barrio no es de hablar a gritos o decir necedades, pero tampoco hablaban bien de nadie.
La madre de Juan Gómez se llamaba Estrellita.
Mi amigo Marcos recorría, a diario, toda la manzana de su casa caminando sobre las azoteas. Pasaba también sobre el taller de ropa de confección, que tenía techo de chapas viejas.
Decía que había que caminar sobre la línea de los clavos, que debajo estaban los tirantes, pero yo vi caerse de ahí a más de uno.
Al lado del taller vivía un hombre bajo.
Volví otra vez al lugar, donde había miles de personas. Era imposible conocer a todos por su nombre.
Un ave me observaba.
El ojo me veía: ¿Adónde vas? ¿Por qué no vas mañana?
Los ojos del ave sólo miran lo que lo rodea.
De repente sentí mucho miedo, muchísimo; como si se estuviese abriendo el suelo donde yo estaba parado.
Me vino a la cabeza todo que había hecho hasta ese día. No sólo las cosas más importantes o que más me importaban. Me golpearon todas las imágenes y los olores, y también todos los lutos. El álbum familiar. La rama seca de higuera, las uvas dulces de las siestas, el perro lobo de la oscuridad del patio chico. Los pasos que retumbaban en el pasillo. Mis manos agarradas al banco de mármol.
El encargado me llamó y me dijo que era mi turno.
Miré dentro de todas las jaulas, y vi, de un solo golpe, detrás de todos los ojos muertos, a Marcos, Jeremías, Miguel Ángel, Francisco Más, Otorgués, y a Juan Gómez.
En ese momento, por una puerta entreabierta, apareció Salomé, y le indicó al encargado cuál, con su dedo índice.
Era un pollo feo de plumas pero fuerte y muy bicho. Se resistió un buen rato al gancho que lo jalaba, pero al final lo desparramó en la jaula y lo arrastró como si fuese un plumero.
Una vez que estuvo afuera se resistió poco.
El hombre lo aferró con fuerza de sus patas sin púas, y lo tiró cabeza abajo. Lo dejó un momento suspendido y lo metió, con cuidado, en una especie de cono truncado con la punta hacia abajo que remataba una boca por donde apareció la cabeza del ave. Entonces separó, con dos dedos, las plumitas quebradas que se abrían en el cuello. Midió el punto de corte y ejecutó.
El ave, como un dios que inventa el Destino y queda atrapado en él, abrió enorme el ojo y enseguida toda su cabeza cayó, y quedó un pensamiento: abrir una puerta y dejarla abierta.
La sangre fue cayendo en un balde de latón.
Una vez que cayó toda al cubo, y no le quedó ni una gota, el hombre sacó el cuerpo y lo metió en un agua que estaba hirviendo.
Siempre lo sostenía con firmeza, aferrado de unas pobres patas que ya no daban resistencia.
Pasado un buen rato lo sacó, y se lo quedó mirando. Después caminó unos cuántos pasos hasta el fondo del salón y encendió una máquina que hacía un ruido espantoso. Giraba toda, con una velocidad alucinatoria. Tenía, como en el lomo, cien púas de goma romas girando y engranajes desengrasados.
El encargado zambulló el cuerpo en el circo. Las plumas saltaban por sobre su cabeza, pero no impresionantemente, porque estaban húmedas y quebradas.
Cuando estuvo satisfecho lo sacó, y lo miró, sin apuro. Luego lo puso sobre una mesada de azulejos blanco tiza y le cortó las patas, y las tiró donde había caído antes la cabeza. Me preguntó si también iba a llevar los menudos. Le hice señas que no.
Tres niños, en la puerta, echaban Cara o Cruz.
Entonces lo vació y echó las vísceras a un costado. Camino unos pasos más, como balanceándose, y trajo un papel inmenso, color azafrán. Con ese papel lo envolvió y me lo entregó, extendiendo sus manos.
Lo apresé y lo sostuve como pude, con toda la fuerza que me salió en el momento. Tenía un fuerte olor a plumas quemadas, y todavía estaba tibio.
Ya no había nadie en ese lugar, donde antes había miles.
Salí. Estaba solo.
Miré a un lado y otro, y para otro lugar, pero no vi nada.
Entonces doblé en la esquina y caminé, una vez más hacia cualquier parte, como hacía siempre, desde que yo tengo recuerdos.
Duilio Luraschi
Duilio Luraschi.
Nació en Montevideo, Uruguay, en 1963.
Bibliografía:
Vértigo (Vintén Editor, 1995).
El duelo (Vintén Editor, 1996).
El huésped (Editorial Aymara, 1999).
Providencias (Vintén Editor, 2000 y 2004).
Las fieras (Grupo Editor Caracol al galope, 2002).
Montenegro (Artefato Editores, 2004).
Estación Pereira (recopilación, AEBU, 2005).
Las leyes (Artefato Editores, 2006).
Publicación colectiva:
La mirada escrita. (Biblioteca Nacional, Montevideo, 2006).
Diccionarios –Antologías:
La cara oculta de la luna: Narradores jóvenes del Uruguay. Diccionario y Antología.
(Álvaro Risso. Ediciones Linardi y Risso, Montevideo, 1996).
Nuevo Diccionario de Literatura Uruguaya.
(Ediciones Banda Oriental, Montevideo, 2001).
Nació en Montevideo, Uruguay, en 1963.
Bibliografía:
Vértigo (Vintén Editor, 1995).
El duelo (Vintén Editor, 1996).
El huésped (Editorial Aymara, 1999).
Providencias (Vintén Editor, 2000 y 2004).
Las fieras (Grupo Editor Caracol al galope, 2002).
Montenegro (Artefato Editores, 2004).
Estación Pereira (recopilación, AEBU, 2005).
Las leyes (Artefato Editores, 2006).
Publicación colectiva:
La mirada escrita. (Biblioteca Nacional, Montevideo, 2006).
Diccionarios –Antologías:
La cara oculta de la luna: Narradores jóvenes del Uruguay. Diccionario y Antología.
(Álvaro Risso. Ediciones Linardi y Risso, Montevideo, 1996).
Nuevo Diccionario de Literatura Uruguaya.
(Ediciones Banda Oriental, Montevideo, 2001).
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