domingo, 6 de marzo de 2022
El Santo.
La casa
de Dionisio Berro era la última de una calle angosta y sinuosa, que nacía en
las vías y moría mansamente junto al río.
En las
tardes de sol los lagartos subían hasta el jardín y se echaban frente a las
ventanas y el portal, y pasaban largas horas inmóviles como si fueran de yeso,
sin mayor aspiración que tomarse todo y cada rayo de sol, incluso en el enero
más tórrido.
Dionisio
vivía solo desde que enviudó, hacía seis años.
Si bien
no era un hombre huraño sus amistades lo visitaban poco o nada y al no tener
hijos ni hermanos, pasaba la mayor parte del tiempo haciendo crucigramas o
leyendo historietas del Far West que apilaba en el galpón junto a las
herramientas, restos de bicicletas, latas de queroseno y un sinfín de cosas
inútiles que nunca quiso tirar y se apiñaban desde la puerta de entrada hasta
la pared del fondo.
Las
tardes eran eternas, entre la sombra del parral y los boleros que se oían desde
una casa lindante. Las mañanas, en cambio, se llenaban de pequeñas rutinas y
diligencias, que se había obligado a hacer, aún cuando la gota lo aquejaba con
firmeza.
A eso
de las siete oía el despertador repiquetear desde la mesa de noche, y encendía
la radio para escuchar las noticias de la guerra. La guerra estaba lejos de su
vida lenta y plácida, pero a él le gustaba oír las noticias, quizá para
confirmar que las cosas no le iban tan mal después de todo, que su casa era una
especie de refugio, o tal vez simplemente por ese pequeño morbo que todos
tenemos y que Dionisio ejercitaba con cierta bondad o beatitud mal entendida.
Cada
domingo, luego de su baño de inmersión y de haberse afeitado con la navaja de
mango de nácar, se planchaba minuciosamente la camisa blanca, que lucía
inmaculada, y cepillaba su traje azul cruzado con chaleco, para vestirse con
breve y marcada ceremonia a fin de asistir al oficio religioso en la capilla de
Nuestra Señora de los Socorros.
No
había faltado un sólo domingo a misa desde que tomó su primera comunión con el
padre Carmelo.
Dionisio
se había jubilado -con una magra pensión- de Oficial de Aduanas, cargo que
mantuvo durante casi treinta años. Se casó siendo aprendiz de zapatero con la
hija del Jefe de Policía, y éste le consiguió un cargo de auxiliar en el
puerto, para que pudiera sobrellevar los gastos mínimos de la casa e hiciera
una carrera en esa dependencia del Estado.
En la
revolución del cuatro se mantuvo indiferente y cruzó a la Argentina, en un bote
de alquiler, en más de una ocasión, para escapar de la leva ya que esa no era
su guerra, se decía, guerra es la del bien y el mal.
Amelia,
su esposa, lo acompañaba siempre a todos lados y Dionisio se jactaba, con
frecuencia, que nunca tuvo que levantarle la voz, siquiera cuando por cabalgar
perdió su único embarazo. Su foto, sacada frente a la casa florida de azares,
colgaba, desde el día en que murió, de la pared principal de la sala.
Dionisio
tenía varias manías que se fueron acentuando con los años. Comía
compulsivamente caramelos de miel, que compraba en grandes bolsas y guardaba en
un tarro de metal con el dibujo de un castillo en la montaña.
Decía
que esto le daría vitalidad cuando fuese ya un anciano, y cada año que pasaba,
cuanto más cerca veía su vejez, más caramelos comía. Los masticaba
deshaciéndolos en pequeñas laminitas, que mantenía entre el paladar y la lengua
hasta que se disolvían por completo. Llegó a devorarse una docena y media de
caramelos en el correr de la tarde.
Si
había algo que le molestaba de su cuerpo ya maduro y cansado, era el no poder
remar por el río, como solía hacerlo antaño, e internarse en los islotes para
cazar, pescar, y admirar los atardeceres suaves del verano en la arboleda.
Pasaba,
en cambio, encerrado en su casa, solo, esperando que el tiempo pasara
fatídicamente.
Fue así
que una tarde, mientras oía el reporte de los sucesos en su vieja radio
americana de bóveda de cedro, apareció en su dormitorio un santo.
No lo
precedió ni un coro de ángeles ni una gran nube; y en nada se parecía a un
santo de esos que podemos ver en los vitrales o las imágenes de las basílicas;
tampoco a esa vaga idea que Dionisio tenía de los ermitaños o frailes de
clausura. Parecía más el genio de una lámpara que un santo canonizado por la
Iglesia. Pero había algo en él que convenció a Dionisio de que estaba frente a
un verdadero milagro, algo que crepitaba en su pecho sólo con verlo (no
necesitó una prueba tangible, como pidió Santo Tomás al poner su dedo en las
llagas de Cristo). En fin, el santo estaba ahí, en la sala de su casa y él no
sabía qué hacer en tales circunstancias.
- ¿Bajó
desde el cielo, verdad? -preguntó, como para romper el hielo.
-
Efectivamente -dijo el santo, mientras se alisaba el vestido.
- ¿Y
vino a mi casa por algún motivo especial? -preguntó otra vez.
- No;
sólo he querido visitar a los hombres de buena fe y dar dones a quienes lo
necesiten. Soy un santo muy benefactor.
Entonces
se hizo un gran silencio. Dionisio había quedado desencajado, con la mano
levantada, como quien pide un taxi o la cuenta a un camarero. El santo se
mantuvo de pie, erguido, esperando que Dionisio tomara la iniciativa, pero éste
sólo alcanzaba a observarlo desde su silla, junto a la radio, que casualmente
había hecho un silencio prolongado, que a los dos pareció eterno y que se
quebró con un aviso de colchones de resortes italianos.
-
¿Tendría una taza de té, por favor? -solicitó el santo.
- Como
no -dijo Dionisio.
Entonces
fue a la cocina y preparó la infusión, que acompañaron con tostadas untadas con
dulce.
Luego
de charlar por un buen rato el visitante pidió una cama ya que estaba muy
cansado, y se ubicó en el cuarto chico que daba al parral, que estaba repleto
de abejas y colibríes.
Dionisio
fue hasta el jardín y se quedó sentado sobre un tronco hueco, haciendo la lista
mental de todas las cosas que pediría.
Seguramente,
ya que fue su casa y no otra en la que descendió, el santo no tendría
inconveniente en concederle dos y hasta tres deseos. No debería precipitarse en
el pedido ya que una vez efectuado no podría volver atrás y entonces no le
alcanzaría la vida para arrepentirse. Las solicitudes deberían ser el resultado
de un razonamiento desmenuzado, digerido e inteligente.
El
santo se levantó de buen humor y pidió a Dionisio que lo acompañase a recorrer
el pueblo.
Como su
traje no era muy apropiado para tal circunstancia, pidió que le facilitara algo
cómodo y discreto.
Buscaron
en el ropero un largo rato, y por fin se decidieron por un traje color café,
una camisa con finas rayas naranja y una corbata azul, que no iba con el traje
pero que era realmente hermosa.
Así, a
la tardecita, decidieron caminar por la calle principal, la ribera del río y
llegar a la plaza, donde se reunía gran cantidad de gente a charlar de vidas
ajenas y jugar al dominó sobre seis bancos de listones lustrados, único lugar
de sombra bajo las palmeras de butiá y los pinos marítimos.
El
santo no estaba acostumbrado a largas caminatas, por lo que hicieron varias
paradas en el camino, ocasiones en las que Dionisio aprovechaba para invitarlo
con algunos caramelos y halagarlo largamente.
Una vez
en la plaza lo presentó como un primo que había llegado de Buenos Aires.
Al
santo no le daban los ojos para ver tanta romería y flirteo entre los
pueblerinos, frases galantes a las señoritas, caída de ojos a los caballeros,
en un juego de seducción que todos conocían y que ejercitaban sin coto ni
remordimientos. Hasta el juez de paz se había vestido con sus mejores galas y
miraba de soslayo a las jovencitas que pasaban del brazo de sus madres.
-
¿Siempre es así? -preguntó el santo.
- ¿Me
decía?
- La
plaza.
- Sólo
en verano -respondió Dionisio.
En eso
se acercó al grupo un muchacho flaco, desgarbado, anunciando que los alemanes
habían bombardeado Londres. Todos se consternaron, y por un momento dejaron los
galanteos.
En el
pueblo no había alemanes. En algunas ciudades cercanas sí, pero no en ese
pueblo. Eran todos descendientes de españoles e italianos.
A veces
se organizaban grandes contiendas entre ellos, donde se jugaban más que el
mérito de una competición, el honor de prevalecer sobre sus rivales.
Se llegaban
a hacer verdaderas olimpíadas, donde no faltaban las regatas, partidos de
fútbol, campeonatos de dominó, canto, y subida al palo enjabonado. A los
ganadores se los paseaba en un carro cubierto de flores por la calle principal
hasta la puerta de la iglesia, donde se entregaban los trofeos.
Era una
pena que el santo no hubiese llegado en tales circunstancias.
- Me
gusta.
- ¿Lo
qué? -preguntó Dionisio.
- El
pueblo me agrada. Voy a quedarme aquí unos días o una semana.
- Si
quiere le dejo mi cuarto y yo me mudo a la piecita.
- No es
necesario. Estoy muy a gusto en la habitación.
- ¿Otro
caramelo?
-
Gracias.
Se hizo
la noche y cada quien fue retomando el camino hasta su casa. Los niños, en
cambio, jugaban todavía en la vereda y en las calles, ya que hacía un muy buen
tiempo y al otro día no tendrían que ir a la escuela.
Dionisio
recordó su niñez, humilde y tan llena de ilusiones; los juegos que nunca tuvo y
que siempre deseó, los regios ponys blancos de sus vecinos, que entonces
recordaba con sus ojos humedecidos por un fino dejo de envidia. Estaba seguro
que el santo había llegado para compensar todo eso. De una vez por todas tenía
al alcance de la mano su revancha, y no la dejaría pasar, así tuviera que
llenar de oro a ese santo.
Al
pasar por el café entraron a tomar una leche tibia con vainilla, que dicen que
es el mejor somnífero.
- Tan
tarde por aquí -dijo el camarero.
- Tengo
visitas -dijo, y señaló al santo -es mi primo Aníbal. Vino hoy de tarde y
quiero enseñarle la ciudad, ya que va estar aquí unos pocos días.
- ¿Y
qué le pareció, señor? -preguntó el camarero.
- Muy
interesante.
-
¿Puedo ofrecerle algún licor?
- Me
agradaría un jerez, en una copita, por favor.
- ¿Y
usted?
Dionisio
levantó el brazo e hizo una seña que todos interpretaron que no era de su
agrado nada de eso, que estaba bien con la leche avainillada.
A eso
de las nueve se levantaron y se fueron caminando sin premura. Al pasar por casa
de doña Asunción se detuvieron para admirar los mosaicos moros que lucía la
cancel y el fino labrado de la puerta, traída desde España en el Santa Lucía,
buque que encalló, tiempo después, en las costas de Rocha. Esta sí es una gran
casa -se decía, y no le daban a vasto los ojos para admirarla y envidiarla-
digna para un Califa.
Luego
del alto siguieron su camino, invadidos por la fragancia de los jazmines y las
damas de la noche. Las calles estaban casi vacías y podía oírse el repiquetear
de sus pasos sobre la calzada. Alguien se acercó y pidió una moneda y Dionisio
se cercioró de que el santo hubiese visto que le había dado buen dinero.
En la
puerta hicieron un alto y aspiraron, una vez más, el aire fresco y dulce de la
noche. Una vez dentro el santo se disculpó y se retiró a su cuarto ya que tenía
por costumbre recostarse muy temprano.
Dionisio
fue hasta la salita, encendió la radio, luego de pasarle lentamente una franela
amarilla, y sintonizó una audición de música típica. Retiró una caja de cartón
que había sobre el bargueño y se puso a armar un rompecabezas con la imagen de
un puerto oceánico.
Mientras
unía las piezas iba hilvanando mentalmente las peticiones que haría pronto al
santo, pero que aún no había preparado.
Lo
primero es la salud, se dijo, no, para pedir, tendría que pedir algo más
preciso, algo así como volver a los veinte años o revivir a su finada esposa.
Luego pensó que si alguien la veía viva desconfiaría. Dirían que él la estuvo
escondiendo durante todos estos años en la casa. Que el sepelio habría sido un
fraude y que todo era un engaño quién sabe con qué fines lúgubres. No, estaba
decidido que no iba revivir a su amada. Tampoco podría pedir ser un joven de
veinte. Tendría que irse del pueblo y comenzar una nueva vida. Si bien estaría
en edad de trabajar perdería todo lo logrado hasta el momento: la casa, el mobiliario,
las amistades, su pensión de aduanero. Debería, en cambio, pedir algo así como
sacar la lotería, conseguir una nueva mujer, o alguna otra cosa factible.
Para
eso no necesitaba un santo, se dijo, con un poco de suerte bastaba. Debería
pensar muy bien cuáles iban a ser sus peticiones. Como sonseando le preguntaría
cuántos deseos podía concederle. Esperaba que el santo no tomara a mal tanto
descaro, pero era necesario saber a ciencia cierta con cuánto podía contar.
Luego habría tiempo para hacer una lista minuciosa. El santo era un ser
simpático y seguramente no le daría vueltas para concederle lo que él le
pidiera.
Terminó
de armar el rompecabezas y se fue a la cama.
El
despertador llamó a las seis y media.
- ¿Cómo
durmió?
-
Plácidamente.
- ¿Tiene
pensado hacer algo en especial hoy?
- Me
gustaría ir de pesca.
- ¿A
pescar almas?
- No,
bagres. ¿Hay en la zona?
-
Muchos.
-
Supongo que tendrá cañas y todos los enseres necesarios.
- Por
supuesto -dijo Dionisio, y le indicó con la cabeza el galpón en el fondo.
Cruzaron
el patio y el parral y llegaron al galponcito donde se apilaban cañas y
mediomundos, boyas, calderines, y todo lo necesario para una buena pesca.
Se
colocaron dos sombreros de alas amplias y marcharon al río, conversando
animosamente.
Dionisio
en más de una ocasión derivaba la charla a cuánto le gustaría esto o aquello,
pero no se animaba a pedir nada en forma directa, ni a preguntar cuán milagroso
podía ser su visitante.
Seguramente
éste era el premio de una buena vida, ordenada, irreprochable, y por sobre todo
beata. Sólo en sus sueños aparecían, compulsivamente, esos incontenibles deseos
de robarle las mujeres a sus vecinos más ricos, y su vida, entonces, se volvía
infinitamente pecaminosa; pero eso no lo sabía nadie, ni el santo siquiera; era
un pequeño secreto entre él y Dios.
Asistía
a misa todos los domingos, daba buenas limosnas, era, en cierta forma, amigo
del prelado, no frecuentó mujer alguna luego de la muerte de su esposa y, como
si esto fuera poco, fundó el periódico “Anunciamiento” junto al ya fallecido
Dr. Erramuspe y Don Segundo Verta, dueño de la hilandería. Estaba convencido,
por ello, que el santo le concedería todo lo que él pidiera. Todo, sin mayores
miramientos.
Luego
de una buena pesca tomaron el camino que lleva al cementerio, bordeando las
quintas y montes de frutas, conversando animosamente, sin entrar en cosas
profundas, más bien intercambiando impresiones del tiempo y del poblado.
Al
mediodía comieron en un parador que se encontraba a las afueras, un lugar
bonito y pequeño, atendido por un matrimonio mayor y dos de sus hijos varones.
El santo no se privó de nada, Dionisio sólo probó la ensalada de escarola.
- Me
dijo que no fumaba ¿no?
- No
fumo. Supongo que usted tampoco. No estará permitido en el cielo.
- Sólo
un poco. Fumamos después de comer o antes de acostarnos. Usted sabe, vicios
menores, nada que no pueda realizar un santo. ¿Podríamos pedir una cajilla?
Dionisio
encargó una caja y la dejó sobre la mesa. Mientras lo hacía se le escapó un
profundo resoplido.
Luego
del almuerzo pasearon por el pueblo.
En la
tienda de ramos generales compraron té, carbón, y algunas velas. Al pasar por
la iglesia Dionisio lo invitó a entrar, pero el santo se disculpó y dijo que no
podía ingresar a la capilla en el estado en que se encontraba, ya que debió
introducirse en un cuerpo cualquiera para poder bajar a la Tierra. Dionisio lo
entendió y siguieron caminando.
Por delante
pasó el señor Larralde con su automóvil flamante y entonces pensó que un
vehículo sí podría pedirle al santo, ya que en él podría visitar a esos primos
que tenía en Colonia Suiza, y hacer las diligencias matinales sin ese molesto
dolor que le producía la gota. Pensó incluso en el color que debería tener el
automóvil: debería ser un verde inglés o azul Francia. Los vecinos del barrio
lo verían pasar con su hermoso coche nuevo y comentarían qué bien le van las
cosas a Dionisio, qué afortunado es ese hombre; sin lugar a dudas eso sería lo
que todos dirían para sus adentros.
Ya lo
había decidido, su primer deseo sería ese. Le quedaban, según sus cuentas dos o
tres más, que podían ser tan importantes como el auto.
En el
pueblo todos oían la radionovela de la tarde. Dionisio se había perdido el
capítulo de ese día, a causa de la pesca y los paseos, así que en la tardecita
fueron nuevamente a la plaza, donde podría reconstruir cada escena en el relato
de sus amigos. Quien mejor contaba los sucesos era Albarracino, incluso lo
hacía con grandes ademanes y cambios de voces, que resultaban más grotescos que
acertados, pero que Dionisio festejaba dándose fuertes palmadas en los muslos,
en franco signo de aprobación.
El
atardecer se presentó realmente agradable y todos se habían reunido para
disfrutar del mismo en los mismos bancos que la noche anterior, frente a la
fuente con sapos de bronce.
- Es un
lugar hermoso -dijo el santo- estoy disfrutando realmente esta estadía.
-
¿Tiene pensado hacer algo esta noche? -preguntó Dionisio.
- Nada.
Que me aconseja.
- Yo
estoy invitado a la lectura de unos sonetos en casa del prelado.
-
¿Usted entiende de eso?
- En
absoluto, pero es un compromiso.
- Lo
acompañaría -dijo el santo, y levantó la cabeza al cielo- pero la noche está
realmente hermosa y preferiría seguir caminando.
- Dejo
la puerta sin pasador.
- Le
agradezco.
La
lectura fue breve, pero Dionisio no dejó de bostezar desde su llegada hasta que
la señora de Erramuspe pidió un gran aplauso para el lector y todos pasaron al
jardín a beber limonada.
La
tertulia, los sonetos, y por sobre todo las caderas de la señora de Erramuspe
pudieron quitarle de la cabeza, aunque sea por unas horas, al santo y la lista
de peticiones que le haría.
Llegó a
la casa muy tarde, pero su inquilino aún no había regresado. Aprontó algo para
cenar y se dispuso a armar nuevamente el mismo rompecabezas con la figura del
puerto. En la pared del fondo Amelia lo observaba con gesto de reproche. Él se
hacía el desentendido y miraba, como al descuido, para otro lado, mientras
comparaba los trocitos de cielo o el gris plomo de la bahía.
A veces
sentía la mirada de Dios en los ojos duros que lo observaban desde aquella
foto. Él era un buen hombre, estaba convencido de ello, pero a veces la soledad
y el desconcierto lo llevaban a pensamientos impropios de su persona, pero eran
sólo eso: pensamientos; y bajo ningún concepto le pediría al santo que los
volviera reales (se lo había jurado). Entonces dejaba que su mente volara al
lecho de la viuda de Erramuspe, tibio y perfumado, para luego volver a su
rompecabezas y a la foto de su esposa.
A eso
de las tres o tres y media se levantó de su silla y fue hasta la cocina, corrió
las cortinas, ordenó los trastos, comprobó que la puerta del fondo estuviese
cerrada con dos vueltas de llave y se fue a la cama dejando un par de luces
encendidas.
Entre
una cosa y la otra transcurrieron varios días y Dionisio no tenía todavía
preparada la lista con las peticiones. Por las noches escribía unas cuántas en
el borde de una hoja de papel de diario, pero por las mañanas las tachaba y
pensaba que mejor serían otras, volviendo, así, una vez más su lista a cero.
Entonces,
una mañana, cuando ya había preparado el desayuno y había tendido la mesa,
colado la leche y untado las tostadas calentitas, apareció el santo vestido con
un traje negro que parecía de alpaca.
-
¿Dónde obtuvo ese traje?, parece nuevo -dijo Dionisio.
-
Efectivamente, es nuevo. Lo compré ayer de tarde.
- Yo
creía que no había traído dinero -dijo ahora, desconfiado.
- No lo
traje. Vendí una vieja radio que incomodaba en la salita.
- ¿La
radio de cedro?
- Esa
misma. Nosotros salimos tanto que ni tiempo tenemos de escucharla. Además me
hacía falta ropa nueva.
Dionisio
antes de pronunciar palabra siquiera ya había montado en cólera; olvidó por un
instante las peticiones, los buenos modos, y que estaba frente a una deidad; se
paró de su silla, que cayó estrepitosamente, tomó al santo de las solapas y lo
tiró al suelo, insultándolo con vehemencia; luego levantó tan alto pudo su
brazo en tono amenazante y lo obligó a retirarse de su casa, diciéndole que
nunca más regresara.
El
santo no esbozó palabra alguna, y se fue con la cabeza gacha, como un perro que
fue apaleado, por el mismo lugar por donde había aparecido unos días atrás,
como de la nada.
En la
habitación pronto quedó una rara sensación de tristeza y vacío.
Cuando
el santo se marchó Dionisio pensó en todo el tiempo que había soportado a ese
ser irritante, que lo había invadido poco a poco, que se le había instalado, y
que ni siquiera lo había complacido con el mínimo deseo. Sintió un gran rencor
y una profunda vergüenza.
Se dejó
caer sobre el sillón, con los brazos extendidos y flácidos, y levantó una vez
más los ojos perdidos al cielo, esperando algún signo de reproche.
Dicen
que desde ese día falta la imagen de uno de los santos en Nuestra Señora de los
Socorros.
(Cuento
de “Providencias”, Vintén Editor, 1999. Vintén Editor 2004).