jueves, 2 de noviembre de 2023
Sobre.
Me
hizo pasar, lo seguí. Me llevó por la escalera interminable de un edificio casi
en ruinas que a simple vista parecía deshabitado; hacía calor y había llovido
bastante. Lo seguí en silencio hasta el último piso –el corredor estaba lleno
de herramientas y de andamios– y por fin entramos a la pieza, pasé por una
cortina de tela de voile, que tenía
olor a pie o a queso rancio. Estaba todo muy oscuro, por lo menos bastante
oscuro, la luz llegaba –escasa– en un simple haz muy tenue desde donde tenían un
televisor encendido.
Carlos vivía desde hacía un tiempo con una muchacha de
Durazno, joven, de piel morena, bonita, que llevaba seis meses y medio de
embarazo; sobre el cuerpo tenía solamente una camiseta de Stockolmo, que le quedaba algo grande. Se llamaba Franca era a
grandes rasgos delgada y parecía no ser muy alta, eso tan solo podía imaginarlo
ya que permaneció todo el tiempo tirada en la cama. No tenía ni esbozo de
preocupación por nada de lo que pasaba en el cuarto y como hacía mucho calor, no
se había tapado ni siquiera con una sábana.
El
dormitorio era chico, deslucido y cuadrado, los techos habían sido pintados de
un color oscuro para que diese la sensación de que no eran tan altos. Tenían
una mesa de luz, un ropero, el televisor sobre un mueble chico y la cama; también
había una mesita y dos sillas de cármica verde. Me senté en una y Carlos se
sentó sobre el borde de la cama. Hablamos de libros y de discos y él fumó por
lo menos diez cigarrillos, luego se levantó y me preguntó si quería café, dijo
que era lo que tenía para ofrecerme. Franca solo mantenía su atención en la
televisión, que era diminuta y se veía muy mal o estaba mal sintonizada. Carlos
me dijo que pronto tendrían que dejar esa casa y que no tenían dónde ir, y
recordó, de golpe, el motivo por el que había ido hasta su casa, tomó algo de
un cajón y me hizo una seña con la mano, y salimos al corredor.
Era
un pasillo con baranda, como si fuese un gran balcón, desde donde se veía casi
todo el edificio. Me dijo que el niño no era suyo pero que se llevaría a Franca,
de todos modos, con él a algún otro sitio. Armamos un cigarrillo; Carlos lo
armó con facilidad, me lo pasó y le di un par de pitadas. Me dijo que le estaba
costando bastante conseguir un empleo, que él sabía hacer cosas de albañilería
y se defendía con la parte de sanitaria, pero que siempre le había gustado
trabajar en la cocina del restaurante de un hotel como jefe de cocineros. Hablamos
de Franca, me dijo: nos echan. Y con un niño. A veces uno hace lo que no debe.
Pitó luego dos veces el cigarro, y por fin me dio el encargo: era un sobre
blanco cerrado con un trozo de cinta adhesiva. Entramos a la pieza y terminamos
el café, entonces sacó, no sé de dónde, unas galletas: eran unas galletas
dulces cuadradas. Comimos y tomamos café y pasamos un buen rato en silencio.
Cuando
ya no quedaron ni las migas nos despedimos con un abrazo, pero de todos modos
me acompañó hasta la planta baja; el lugar parecía estar desierto y había olor
a humedad y a orines de gato. En la puerta de calle nos despedimos de nuevo, me
abrazó con mucha fuerza.
–Cuidá
el sobre con tu vida y por favor, no lo abras.
–No
te preocupes por eso.
–Sabés
bien que tenés que cuidarte.
–¡Vamos!
Hasta luego.
Caminé
por una calle de veredas angostas y llegué a la rambla y sentí entonces un gran
desasosiego, busqué en el bolsillo del pantalón otro cigarro y me quedé con la
vista en alto: el agua se veía de color gris y barro oscuro y parecía un techo
de zinc deteriorado. Miré el reloj y caminé hasta la esquina más cercana, saqué
unas monedas de diez y tomé el primer ómnibus que me dejaba cerca de casa.
A
medio camino me bajé, había cambiado de idea: tracé un plan, fue cosa de un
momento, iría primero a ver una jugada de dados. Sabía de un lugar en donde se
jugaba al Sevelé por plata, fui hasta
ahí, estaba muy cerca. La sala de juegos se encontraba detrás de un bar: CAFÉ Y
BAR FERRANDO. FIAMBRERÍA. Había que pasar por un corredor abierto entre dos
muros de ladrillos. Muchas veces desde los lados arrojaban pilas o piedras para
que uno se amedrentara; solo una vez nos tiraron naranjas. Al final del
corredor había un patio de suelo de tierra y pedregullo con un taller de
mecánicos que parecía vacío; la puerta estaba cerrada pero cedía solo con un
empujón suave con el hombro. Adentro había mucha gente, la mayoría tomaba cerveza,
fumaban tabaco y formaba grupos pequeños. A un lado habían colgado un pizarrón y
un viejo con cara de niño anotaba y borraba todo con un trapo de estopa.
Cuando
entré no deparé en nada hasta que sentí el peso de una mirada en mis ojos,
entonces lo vi: era un hombre grueso, de bigotes en punta, estaba junto a otro
más alto, enorme, con manos de obrero o de alguien que ha trabajado en el campo;
el hombre me miraba fijamente mientras se alisaba una parte del bigote, y se
quedó así, solo observándome con dureza un buen tiempo. Yo clavé mis ojos en
los suyos y mantuve la mirada fija, desafiante, pero el hombre parecía
imperturbable y, sin quitar sus ojos de los míos se alisó el otro lado del
bigote y le echó una mirada fatídica al sobre que llevaba en mis manos.
Entonces bajé la vista y me fui a otro sitio, di una vuelta y llegué a la zona
de apuestas.
–¿Jugás?
–No,
apuesto.
–Mínimo
doscientos.
Le
pagué, eran todos billetes pequeños.
–¿Qué
juego?
–El
siguiente. Doscientos a Prisco.
Me
acerqué a la rueda de gente donde se jugaba, en el centro había un hombre que
parecía muy molesto, vestía casi todo de verde. El hombre tiró: cinco. Hubo un
murmullo generalizado. Tiró de nuevo: cinco. Se paró –se encontraba agachado– y
caminó hasta borde del círculo, le tocaba el turno a Prisco, ese era el
favorito. Tomó los dados y miró a través del público, como si buscara una
especie de mensaje. Tiró: once. Muchos protestaron, chillaban, estaban de humor
de perros. Se escucharon varios insultos y gritos, hubo golpes de pies y manos,
y vi que muy pronto todo eso se iba a convertir en una pelea generalizada. Me
acerqué al apostador, un hombre iracundo, me miró: vi en él algo de desprecio.
Estiré la mano.
–Doscientos
treinta –me dijo.
–¿Doscientos
treinta?
–Tomá
y andate.
Salí
con mis treinta pesos de ganancia soplando insultos, adentro la discusión
seguía, ahora con más golpes y algún cuchillo. Apreté el paso, me fui antes de
que llegara la policía. Cuando pasé por el corredor empezaron a caer las pilas,
una me dio en medio de la frente y otra en una oreja y quedé aturdido, me
tambaleaba a cada paso. Cerré los ojos y salí lo más rápido que pude, sujeté mi
dinero dentro del bolsillo, tanteé y vi que también llevaba el sobre conmigo, apuré
el paso, casi corrí, ya se escuchaban las sirenas, las patrullas estarían a no
más de dos cuadras de distancia.
Seguí
camino hacia La Aguada. Entre dos esquinas tranquilas lo vi venir, era un
hombre de esos que viven en la calle. Caminaba con los pies separados y hacia
adentro, llevaba los zapatos con una gruesa capa de cal, pantalón marrón –que
en algún tiempo fue de una persona mucho más grande– una camisa gris y una
chaqueta espigada. A pesar del calor estaba muy abrigado, despedía un olor casi
metálico. Venía caminando no con el balanceo de quien tomó un poco de más, sino
como un hombre que está cansado de su vida, al cruzarse conmigo se paró.
–Señor,
¿podría ayudarme?
Lo
miré mejor: tenía la barba crecida de varios días, el pelo rapado y la nariz de
boniato que tiene alguna gente con los años. Expedía un aliento pastoso mezcla
de tabaco y de saliva y tenía el borde de las uñas y las líneas de las falanges
de un color negro azulado.
–Si
estuviese a su alcance, por favor… –continuó la frase, y bajó la cabeza.
–No
tengo nada –le dije.
–El
sobre –dijo, y señaló con la cabeza.
Sin
esperar otra cosa y sin nada que decir le di un buen golpe en la cara y otro en
medio del estómago y cayó, lo pateé varias veces en el piso, entonces lo miré y
corrí en sentido contrario. A las cuadras me contuve, caminé bajo los árboles buscando
aire fresco hasta que llegué a la casa de la madre de Luis. Era una mujer flaca
y consumida que tosía y hablaba a la vez, su nombre era Perla. Me hizo pasar y
me dijo que esperara en la sala hasta que Luis bajara, me dijo que tomara
asiento. Invadía todo el olor a jazmines mustios que venía de un cacharro de
cerámica que estaba desbordado de agua. Tenía una perra muy gorda que alguna
vez fue blanca; se me echó a un lado. La mujer vino del fondo y me trajo un
vaso con agua, le agradecí y me la quedé mirando, tenía puesto una blusa marrón
y una pollera de jean gastada muy
corta para su edad; eso fue lo que pensé en un primer momento. Llevaba el pelo
teñido de rojo, lacio y formando un cerquillo sobre la nariz, era un color muy
artificial y tenue. Me dio el vaso y se quedó sentada en un sillón de dos
cuerpos, enfrente; cruzó las piernas sin un poco de decoro y permaneció en
silencio todo el tiempo en el que estuvo conmigo, escrutándome, mientras tanto
se hacía viento con la tapa de una revista de moda. Por fin apareció Luis, rengueaba
de forma notoria, me preguntó:
–¿Alguna
dificultad?
–Ninguna.
–¿Seguro?
–Seguro.
Dio
vuelta una silla y se sentó en ella.
–A
propósito, ¿sabés por qué te elegimos a vos?, porque sabemos hasta lo que
comiste esta mañana. Carlos nos debe algunos favores y entonces apreció tu
nombre. Es por eso.
Yo
no insinué una palabra.
–¿Trajiste el sobre?
–Acá
está –dije, y se lo di.
–¿Lo
abriste?
Lo
miré.
–No.
–¿Cómo
sabemos que no lo abriste?
–No
lo abrí.
–Podrías
arrepentirte, ¿sabés?
–No
lo abrí.
Entonces
se dirigió a su madre:
–Dale
cien pesos.
Ella
buscó en un bolsillo de su pollerita y me los dio.
–Gracias
–dije, y caminé hacia la puerta.
Cuando
la abría, en el momento que giraba el pestillo para abrir la puerta, pude
escuchar vagamente el ruido que hizo el sobre cuando Luis lo tiró al cesto de
basura. No lo había abierto, siquiera.
–¿Todo
bien? –preguntó la madre.
Él
dijo:
–Todo
en orden.
Abrí
y cerré la puerta, tal vez le di un golpe excesivo, respiré y por fin salí a la
calle oscura, muda y vacía.
Ilusiones.
Habíamos ido allí con alguien –no me acuerdo bien con
quién– éramos tres o cuatro, no más de eso; fuimos a la casa de una mujer que
sabía dónde estaba mi gato. No nos dio muchas pistas ni nos dijo quién podría saber
algo, salimos de su habitación –una pieza de pensión para inquilinos– y dimos a
un patio grande, de claraboya y toldo color azul, hecho ya girones. Quisimos
orientarnos para salir pero nos resultó realmente imposible. Anduvimos sin
dirección unos tramos y encontramos un segundo patio donde una niña dibujaba
con crayones sobre un papel, en el piso. Nos acercamos un poco más y le
preguntamos cómo podíamos salir, pero nos ignoró y siguió pintando la hoja de
colores. Entonces llegó su madre y se enojó mucho conmigo, y nos despachó sin
que pudiéramos consultarle nada de la salida ni del gato.
En un corredor lateral vimos a un hombre que subía y
bajaba por una escalera de madera, y hacía marquitas en cruz con un lápiz; nos
paramos por debajo e intentamos hablar con él, pero o era sordo o tenía cierto
retardo. Llevaba un pantalón de pijama color amarillo y una camiseta sin
mangas, que sobresalía de su cintura a los lados. Caminamos unos pasos más y
dimos a un tercer patio –éste era abierto y más grande– y nos sentamos en unas
sillas de jardín de hierro pintadas de blanco. Uno de nosotros, no sé quién,
dijo que la mejor forma de salir era dirigirnos hacia algún lugar, uno
cualquiera, e ir doblando siempre hacia la izquierda cuando no pudiéramos
avanzar en forma directa; me pareció una idea sensata y enseguida pusimos manos
en la obra.
Al final del camino nos dimos con una puerta cerrada,
similar a todas las de esa casa, me acerqué y golpeé; la voz de una mujer de
edad se escuchó sin mayor dificultad, nos indicaba que pasáramos. Era una
adivina que vivía en ese lugar, leía las manos y veía a los muertos en sueños;
por supuesto no tuvimos que decirle por qué estábamos ahí, ella nos dijo que el
gato había encontrado otro dueño y que la puerta de salida se hallaba en el
patio menor, junto a una planta de azucenas. Le pregunté cuánto le debíamos por
su facilidad y dijo que nada pero que uno de nosotros debía quedarse con ella.
No lo tiramos a suerte, yo elegí quién, debía de ser el menos importante del
grupo.
Una vez fuera de la casa vimos pasar el tren; era un
tren moderno de chapa plateada y brillante con una línea azul en el centro, fuimos
hasta la parada –allí no había estación alguna– y lo tomamos en la dirección
por donde venía. Subimos al coche sin mayor impedimento y no miramos para atrás;
cerramos la puertita de ventana oblonga y caminamos hacia el vagón que
estuviese más lejos de la locomotora. Vi que las personas que iban en el tren
estaban todas despeinadas y pensé que alguien había dejado las ventanillas en
alto con alguna intención y que eso había causado tal desastre, entonces por el
pasillo, con cierto dejo de formalidad, apareció un hombrecito delgado de saco gris
vendiendo espejitos y peines de bolsillo.
Nos sentamos en el último vagón de clase económica, en
un asiento para dos. Metí la mano en un bolsillo de la chaqueta y saqué unos
pocos maníes tostados con su cáscara y las fui deshaciendo entre los dedos
formando un mínimo alboroto. El tren se detuvo con moderación, dando levísimos
sacudones a los lados. Cuando salimos nos encontramos en una estación casi desierta;
frente a mis ojos un letrero clavado contra el muro afirmaba: PROHIBIDO FUMAR.
ESTACIÓN LAS FLORES. Kilómetro 233, LÍNEA NORTE. Y al lado: BOLETERÍA. Y más
chico, en color rojo: Salí a almorzar. Vuelvo enseguida.
No llegamos a caminar más de cien metros cuando nos
metimos en un parque de diversiones; era uno de esos parques ambulantes que
recorren pueblos, villas y ciudades con juegos mecánicos y atracciones
especiales. Sus números más destacados eran el mono sabio, y La flor azteca. Sería
media tarde y el parque estaba aún cerrado, algunos trabajadores iban y venían,
en silencio, inmersos en sus asuntos. Nos quedamos dando vueltas haciendo nada
o muy poco con la esperanza de encontrar al gato cuando por fin abrieran; es
conocido el número del gato que escoge la carta correcta de una baraja
esparcida sobre un fieltro verde. Cualquiera hubiese podido robar el mío para
venderlo al parque, sabía que abundaba en la zona grupos de gitanos y también
personas sin empleo. Pensaba en esto y en otras cosas y caminaba por las sendas
marcadas por los carros cuando empezó a hacerse la noche, fuimos de los
primeros en pasar por la taquilla y compramos los boletos; sobre el ticket verde
claro habían impreso: Cisco Park. DONACION. $ 15.
Empezamos a caminar sin dirección ni apuro, probamos
suerte con los aros y con el tiro al blanco, quedé frente a la carpa que
anunciaba un espectáculo nunca visto: La flor azteca. La entrada estaba
incluida en el costo de la entrada así que entramos.
La audiencia no era mucha, a lo sumo seis personas, algunos
con el folleto de promoción en sus manos; estábamos todos de pie en la parte anterior
del salón de actos. Una vez que el organizador supuso que no entraría nadie más,
cerraron las puertas y empezó a escucharse una música suave pero punzante, que
provenía de la parte posterior de la sala. Un fino haz de luz recorrió primero las
paredes y el techo y luego se detuvo en una tarima de madera barnizada; sobre ésta
se encontraba una caja de vidrio cubierta por una gruesa tela verde, que la
envolvía casi por completo. Enseguida apareció quien, sin duda alguna, era el
presentador del espectáculo y comenzó a hablar con una voz profunda y clara, introduciéndonos
en la historia de ese prodigio que escapó de las manos de Cortés y de sus
hombres y vagó oculto de región en región, de poblado en poblado, a través de
los siglos, para llegar intacto hasta donde nos encontrábamos.
De pronto el hombre alzó la tela verde, todo se hizo penumbras,
se fue iluminando el contenido de la caja de vidrio, como en fases, y por fin
se vio una maceta de barro cocido pintada y dentro una planta con tallo, hojas
y una enorme flor. La flor lentamente fue transformándose hasta que se
convirtió en la cabeza perfecta de una joven de ojos cerrados. Era una imagen viva,
casi podía tocarse con la mano, su cara era hermosa, el pelo negro, atado, y su
boca apenas se encontraba coloreada y húmeda. La cabeza parecía flotar en medio
de la caja.
Yo, como todos los asistentes, movía mi cabeza y
miraba a uno y otro lado buscando el ángulo más preciso que permitiera descubrir
el truco que escondía, pero cada vez y un poco más me convencía de que la
cabeza se encontraba suspendida en medio de la caja. De golpe la muchacha abrió
los ojos y todos nos dimos un gran susto. La joven giró sus ojos y quedó
mirándome. Las luces se fueron atenuando y nuevamente la flor volvió a ser flor,
el presentador colocó la tela sobre la caja y todos aprobaron la actuación con
un aplauso. Salimos. Nos dirigimos al puesto de venta de churros pero solo pedí
una bebida que tomé mientras la gente pasaba con los premios que habrían ganado
en el stand de tiro al blanco. Dimos unas cuantas vueltas sin que nada llamara
mi atención hasta que por fin me decidí y volvimos para ver la función de las
nueve. El hombre que formaba la fila de asistentes me reconoció o pensé que me
había reconocido y quise salir, pero me fui metiendo más adentro.
El espectáculo fue similar al que habíamos presenciado
unas horas antes y la chica también me dirigió la mirada, pero algo trastocó lo
que sucedería en mi vida. El animador pidió que una persona del público diese
un paso al frente para comprobar la autenticidad de sus palabras, me señaló y
pidió que lo siguiera; dudé pero todos insistieron que lo ayudara. Entramos a
una especie de pasillo que había detrás, me paró frente a un trozo de cortina, la
abrió e introdujo mi cabeza no sé adónde, apoyando mi mentón sobre una base
fría y dura. Frente a mí todo era oscuridad. Sentí algo en la nuca, como si la
cortinita se cerrara y de pronto una luz deslumbró mis ojos.
Al abrirlos vi la rústica platea, al público y a la persona que había ido
conmigo; el presentador hablaba y no dejaba de
contar alguna circunstancia cuando sentí que alguien me empujaba una y luego la
otra oreja hacia delante, encorvándolas. La gente se maravillaba y se reía sin
medida; yo estaba en medio de una exposición que me resultaba muy molesta. La
luz se apagó y dos manos retiraron mi cabeza de ese sitio y me vi otra vez en
el pasillo; me crucé con la muchacha –la misma cabeza que se convertía en flor
pero de cuerpo entero– y me dio una gran
desilusión y lástima.
Al salir del pasillo vi la sala todavía repleta de
gente que me miraba y preguntaba cómo había movido las orejas, el presentador
del espectáculo me saludó dándome un sacudón de manos; yo solo quería irme a
otro sitio.
Cuando pasamos frente al juego que llamaban gira–gira
apareció un niño vestido de forma ruinosa que llevaba una bolsa de arpillera,
no muy grande pero que sobresalía de su espalda, nos dijo que el circo le pagaba
diez pesos por cada gato que llevara; supe de inmediato que era para alimentar
a las fieras. También nos aseguró que por solo por tres pesos podíamos echar
una ojeada y ver si entre todos los que llevaba se encontraba el mío. Me dijo
que tenía gatos negros, barcinos y blancos, le dije que el que había perdido se
llamaba Copo de nieve y me explicó que podría tener uno con ese nombre; la
persona que quedaba del grupo inicial me dijo que podría darme el dinero necesario
para que mirara dentro de la bolsa pero le dije que no, que estaba seguro que Copo
de nieve había encontrado otro dueño en algún sitio. Y él me preguntó:
–Entonces, ¿volvemos a casa?
Señalé y dije:
–No. Tenemos que seguir ese camino.