jueves, 2 de noviembre de 2023
Sobre.
Me
hizo pasar, lo seguí. Me llevó por la escalera interminable de un edificio casi
en ruinas que a simple vista parecía deshabitado; hacía calor y había llovido
bastante. Lo seguí en silencio hasta el último piso –el corredor estaba lleno
de herramientas y de andamios– y por fin entramos a la pieza, pasé por una
cortina de tela de voile, que tenía
olor a pie o a queso rancio. Estaba todo muy oscuro, por lo menos bastante
oscuro, la luz llegaba –escasa– en un simple haz muy tenue desde donde tenían un
televisor encendido.
Carlos vivía desde hacía un tiempo con una muchacha de
Durazno, joven, de piel morena, bonita, que llevaba seis meses y medio de
embarazo; sobre el cuerpo tenía solamente una camiseta de Stockolmo, que le quedaba algo grande. Se llamaba Franca era a
grandes rasgos delgada y parecía no ser muy alta, eso tan solo podía imaginarlo
ya que permaneció todo el tiempo tirada en la cama. No tenía ni esbozo de
preocupación por nada de lo que pasaba en el cuarto y como hacía mucho calor, no
se había tapado ni siquiera con una sábana.
El
dormitorio era chico, deslucido y cuadrado, los techos habían sido pintados de
un color oscuro para que diese la sensación de que no eran tan altos. Tenían
una mesa de luz, un ropero, el televisor sobre un mueble chico y la cama; también
había una mesita y dos sillas de cármica verde. Me senté en una y Carlos se
sentó sobre el borde de la cama. Hablamos de libros y de discos y él fumó por
lo menos diez cigarrillos, luego se levantó y me preguntó si quería café, dijo
que era lo que tenía para ofrecerme. Franca solo mantenía su atención en la
televisión, que era diminuta y se veía muy mal o estaba mal sintonizada. Carlos
me dijo que pronto tendrían que dejar esa casa y que no tenían dónde ir, y
recordó, de golpe, el motivo por el que había ido hasta su casa, tomó algo de
un cajón y me hizo una seña con la mano, y salimos al corredor.
Era
un pasillo con baranda, como si fuese un gran balcón, desde donde se veía casi
todo el edificio. Me dijo que el niño no era suyo pero que se llevaría a Franca,
de todos modos, con él a algún otro sitio. Armamos un cigarrillo; Carlos lo
armó con facilidad, me lo pasó y le di un par de pitadas. Me dijo que le estaba
costando bastante conseguir un empleo, que él sabía hacer cosas de albañilería
y se defendía con la parte de sanitaria, pero que siempre le había gustado
trabajar en la cocina del restaurante de un hotel como jefe de cocineros. Hablamos
de Franca, me dijo: nos echan. Y con un niño. A veces uno hace lo que no debe.
Pitó luego dos veces el cigarro, y por fin me dio el encargo: era un sobre
blanco cerrado con un trozo de cinta adhesiva. Entramos a la pieza y terminamos
el café, entonces sacó, no sé de dónde, unas galletas: eran unas galletas
dulces cuadradas. Comimos y tomamos café y pasamos un buen rato en silencio.
Cuando
ya no quedaron ni las migas nos despedimos con un abrazo, pero de todos modos
me acompañó hasta la planta baja; el lugar parecía estar desierto y había olor
a humedad y a orines de gato. En la puerta de calle nos despedimos de nuevo, me
abrazó con mucha fuerza.
–Cuidá
el sobre con tu vida y por favor, no lo abras.
–No
te preocupes por eso.
–Sabés
bien que tenés que cuidarte.
–¡Vamos!
Hasta luego.
Caminé
por una calle de veredas angostas y llegué a la rambla y sentí entonces un gran
desasosiego, busqué en el bolsillo del pantalón otro cigarro y me quedé con la
vista en alto: el agua se veía de color gris y barro oscuro y parecía un techo
de zinc deteriorado. Miré el reloj y caminé hasta la esquina más cercana, saqué
unas monedas de diez y tomé el primer ómnibus que me dejaba cerca de casa.
A
medio camino me bajé, había cambiado de idea: tracé un plan, fue cosa de un
momento, iría primero a ver una jugada de dados. Sabía de un lugar en donde se
jugaba al Sevelé por plata, fui hasta
ahí, estaba muy cerca. La sala de juegos se encontraba detrás de un bar: CAFÉ Y
BAR FERRANDO. FIAMBRERÍA. Había que pasar por un corredor abierto entre dos
muros de ladrillos. Muchas veces desde los lados arrojaban pilas o piedras para
que uno se amedrentara; solo una vez nos tiraron naranjas. Al final del
corredor había un patio de suelo de tierra y pedregullo con un taller de
mecánicos que parecía vacío; la puerta estaba cerrada pero cedía solo con un
empujón suave con el hombro. Adentro había mucha gente, la mayoría tomaba cerveza,
fumaban tabaco y formaba grupos pequeños. A un lado habían colgado un pizarrón y
un viejo con cara de niño anotaba y borraba todo con un trapo de estopa.
Cuando
entré no deparé en nada hasta que sentí el peso de una mirada en mis ojos,
entonces lo vi: era un hombre grueso, de bigotes en punta, estaba junto a otro
más alto, enorme, con manos de obrero o de alguien que ha trabajado en el campo;
el hombre me miraba fijamente mientras se alisaba una parte del bigote, y se
quedó así, solo observándome con dureza un buen tiempo. Yo clavé mis ojos en
los suyos y mantuve la mirada fija, desafiante, pero el hombre parecía
imperturbable y, sin quitar sus ojos de los míos se alisó el otro lado del
bigote y le echó una mirada fatídica al sobre que llevaba en mis manos.
Entonces bajé la vista y me fui a otro sitio, di una vuelta y llegué a la zona
de apuestas.
–¿Jugás?
–No,
apuesto.
–Mínimo
doscientos.
Le
pagué, eran todos billetes pequeños.
–¿Qué
juego?
–El
siguiente. Doscientos a Prisco.
Me
acerqué a la rueda de gente donde se jugaba, en el centro había un hombre que
parecía muy molesto, vestía casi todo de verde. El hombre tiró: cinco. Hubo un
murmullo generalizado. Tiró de nuevo: cinco. Se paró –se encontraba agachado– y
caminó hasta borde del círculo, le tocaba el turno a Prisco, ese era el
favorito. Tomó los dados y miró a través del público, como si buscara una
especie de mensaje. Tiró: once. Muchos protestaron, chillaban, estaban de humor
de perros. Se escucharon varios insultos y gritos, hubo golpes de pies y manos,
y vi que muy pronto todo eso se iba a convertir en una pelea generalizada. Me
acerqué al apostador, un hombre iracundo, me miró: vi en él algo de desprecio.
Estiré la mano.
–Doscientos
treinta –me dijo.
–¿Doscientos
treinta?
–Tomá
y andate.
Salí
con mis treinta pesos de ganancia soplando insultos, adentro la discusión
seguía, ahora con más golpes y algún cuchillo. Apreté el paso, me fui antes de
que llegara la policía. Cuando pasé por el corredor empezaron a caer las pilas,
una me dio en medio de la frente y otra en una oreja y quedé aturdido, me
tambaleaba a cada paso. Cerré los ojos y salí lo más rápido que pude, sujeté mi
dinero dentro del bolsillo, tanteé y vi que también llevaba el sobre conmigo, apuré
el paso, casi corrí, ya se escuchaban las sirenas, las patrullas estarían a no
más de dos cuadras de distancia.
Seguí
camino hacia La Aguada. Entre dos esquinas tranquilas lo vi venir, era un
hombre de esos que viven en la calle. Caminaba con los pies separados y hacia
adentro, llevaba los zapatos con una gruesa capa de cal, pantalón marrón –que
en algún tiempo fue de una persona mucho más grande– una camisa gris y una
chaqueta espigada. A pesar del calor estaba muy abrigado, despedía un olor casi
metálico. Venía caminando no con el balanceo de quien tomó un poco de más, sino
como un hombre que está cansado de su vida, al cruzarse conmigo se paró.
–Señor,
¿podría ayudarme?
Lo
miré mejor: tenía la barba crecida de varios días, el pelo rapado y la nariz de
boniato que tiene alguna gente con los años. Expedía un aliento pastoso mezcla
de tabaco y de saliva y tenía el borde de las uñas y las líneas de las falanges
de un color negro azulado.
–Si
estuviese a su alcance, por favor… –continuó la frase, y bajó la cabeza.
–No
tengo nada –le dije.
–El
sobre –dijo, y señaló con la cabeza.
Sin
esperar otra cosa y sin nada que decir le di un buen golpe en la cara y otro en
medio del estómago y cayó, lo pateé varias veces en el piso, entonces lo miré y
corrí en sentido contrario. A las cuadras me contuve, caminé bajo los árboles buscando
aire fresco hasta que llegué a la casa de la madre de Luis. Era una mujer flaca
y consumida que tosía y hablaba a la vez, su nombre era Perla. Me hizo pasar y
me dijo que esperara en la sala hasta que Luis bajara, me dijo que tomara
asiento. Invadía todo el olor a jazmines mustios que venía de un cacharro de
cerámica que estaba desbordado de agua. Tenía una perra muy gorda que alguna
vez fue blanca; se me echó a un lado. La mujer vino del fondo y me trajo un
vaso con agua, le agradecí y me la quedé mirando, tenía puesto una blusa marrón
y una pollera de jean gastada muy
corta para su edad; eso fue lo que pensé en un primer momento. Llevaba el pelo
teñido de rojo, lacio y formando un cerquillo sobre la nariz, era un color muy
artificial y tenue. Me dio el vaso y se quedó sentada en un sillón de dos
cuerpos, enfrente; cruzó las piernas sin un poco de decoro y permaneció en
silencio todo el tiempo en el que estuvo conmigo, escrutándome, mientras tanto
se hacía viento con la tapa de una revista de moda. Por fin apareció Luis, rengueaba
de forma notoria, me preguntó:
–¿Alguna
dificultad?
–Ninguna.
–¿Seguro?
–Seguro.
Dio
vuelta una silla y se sentó en ella.
–A
propósito, ¿sabés por qué te elegimos a vos?, porque sabemos hasta lo que
comiste esta mañana. Carlos nos debe algunos favores y entonces apreció tu
nombre. Es por eso.
Yo
no insinué una palabra.
–¿Trajiste el sobre?
–Acá
está –dije, y se lo di.
–¿Lo
abriste?
Lo
miré.
–No.
–¿Cómo
sabemos que no lo abriste?
–No
lo abrí.
–Podrías
arrepentirte, ¿sabés?
–No
lo abrí.
Entonces
se dirigió a su madre:
–Dale
cien pesos.
Ella
buscó en un bolsillo de su pollerita y me los dio.
–Gracias
–dije, y caminé hacia la puerta.
Cuando
la abría, en el momento que giraba el pestillo para abrir la puerta, pude
escuchar vagamente el ruido que hizo el sobre cuando Luis lo tiró al cesto de
basura. No lo había abierto, siquiera.
–¿Todo
bien? –preguntó la madre.
Él
dijo:
–Todo
en orden.
Abrí
y cerré la puerta, tal vez le di un golpe excesivo, respiré y por fin salí a la
calle oscura, muda y vacía.
Ilusiones.
Habíamos ido allí con alguien –no me acuerdo bien con
quién– éramos tres o cuatro, no más de eso; fuimos a la casa de una mujer que
sabía dónde estaba mi gato. No nos dio muchas pistas ni nos dijo quién podría saber
algo, salimos de su habitación –una pieza de pensión para inquilinos– y dimos a
un patio grande, de claraboya y toldo color azul, hecho ya girones. Quisimos
orientarnos para salir pero nos resultó realmente imposible. Anduvimos sin
dirección unos tramos y encontramos un segundo patio donde una niña dibujaba
con crayones sobre un papel, en el piso. Nos acercamos un poco más y le
preguntamos cómo podíamos salir, pero nos ignoró y siguió pintando la hoja de
colores. Entonces llegó su madre y se enojó mucho conmigo, y nos despachó sin
que pudiéramos consultarle nada de la salida ni del gato.
En un corredor lateral vimos a un hombre que subía y
bajaba por una escalera de madera, y hacía marquitas en cruz con un lápiz; nos
paramos por debajo e intentamos hablar con él, pero o era sordo o tenía cierto
retardo. Llevaba un pantalón de pijama color amarillo y una camiseta sin
mangas, que sobresalía de su cintura a los lados. Caminamos unos pasos más y
dimos a un tercer patio –éste era abierto y más grande– y nos sentamos en unas
sillas de jardín de hierro pintadas de blanco. Uno de nosotros, no sé quién,
dijo que la mejor forma de salir era dirigirnos hacia algún lugar, uno
cualquiera, e ir doblando siempre hacia la izquierda cuando no pudiéramos
avanzar en forma directa; me pareció una idea sensata y enseguida pusimos manos
en la obra.
Al final del camino nos dimos con una puerta cerrada,
similar a todas las de esa casa, me acerqué y golpeé; la voz de una mujer de
edad se escuchó sin mayor dificultad, nos indicaba que pasáramos. Era una
adivina que vivía en ese lugar, leía las manos y veía a los muertos en sueños;
por supuesto no tuvimos que decirle por qué estábamos ahí, ella nos dijo que el
gato había encontrado otro dueño y que la puerta de salida se hallaba en el
patio menor, junto a una planta de azucenas. Le pregunté cuánto le debíamos por
su facilidad y dijo que nada pero que uno de nosotros debía quedarse con ella.
No lo tiramos a suerte, yo elegí quién, debía de ser el menos importante del
grupo.
Una vez fuera de la casa vimos pasar el tren; era un
tren moderno de chapa plateada y brillante con una línea azul en el centro, fuimos
hasta la parada –allí no había estación alguna– y lo tomamos en la dirección
por donde venía. Subimos al coche sin mayor impedimento y no miramos para atrás;
cerramos la puertita de ventana oblonga y caminamos hacia el vagón que
estuviese más lejos de la locomotora. Vi que las personas que iban en el tren
estaban todas despeinadas y pensé que alguien había dejado las ventanillas en
alto con alguna intención y que eso había causado tal desastre, entonces por el
pasillo, con cierto dejo de formalidad, apareció un hombrecito delgado de saco gris
vendiendo espejitos y peines de bolsillo.
Nos sentamos en el último vagón de clase económica, en
un asiento para dos. Metí la mano en un bolsillo de la chaqueta y saqué unos
pocos maníes tostados con su cáscara y las fui deshaciendo entre los dedos
formando un mínimo alboroto. El tren se detuvo con moderación, dando levísimos
sacudones a los lados. Cuando salimos nos encontramos en una estación casi desierta;
frente a mis ojos un letrero clavado contra el muro afirmaba: PROHIBIDO FUMAR.
ESTACIÓN LAS FLORES. Kilómetro 233, LÍNEA NORTE. Y al lado: BOLETERÍA. Y más
chico, en color rojo: Salí a almorzar. Vuelvo enseguida.
No llegamos a caminar más de cien metros cuando nos
metimos en un parque de diversiones; era uno de esos parques ambulantes que
recorren pueblos, villas y ciudades con juegos mecánicos y atracciones
especiales. Sus números más destacados eran el mono sabio, y La flor azteca. Sería
media tarde y el parque estaba aún cerrado, algunos trabajadores iban y venían,
en silencio, inmersos en sus asuntos. Nos quedamos dando vueltas haciendo nada
o muy poco con la esperanza de encontrar al gato cuando por fin abrieran; es
conocido el número del gato que escoge la carta correcta de una baraja
esparcida sobre un fieltro verde. Cualquiera hubiese podido robar el mío para
venderlo al parque, sabía que abundaba en la zona grupos de gitanos y también
personas sin empleo. Pensaba en esto y en otras cosas y caminaba por las sendas
marcadas por los carros cuando empezó a hacerse la noche, fuimos de los
primeros en pasar por la taquilla y compramos los boletos; sobre el ticket verde
claro habían impreso: Cisco Park. DONACION. $ 15.
Empezamos a caminar sin dirección ni apuro, probamos
suerte con los aros y con el tiro al blanco, quedé frente a la carpa que
anunciaba un espectáculo nunca visto: La flor azteca. La entrada estaba
incluida en el costo de la entrada así que entramos.
La audiencia no era mucha, a lo sumo seis personas, algunos
con el folleto de promoción en sus manos; estábamos todos de pie en la parte anterior
del salón de actos. Una vez que el organizador supuso que no entraría nadie más,
cerraron las puertas y empezó a escucharse una música suave pero punzante, que
provenía de la parte posterior de la sala. Un fino haz de luz recorrió primero las
paredes y el techo y luego se detuvo en una tarima de madera barnizada; sobre ésta
se encontraba una caja de vidrio cubierta por una gruesa tela verde, que la
envolvía casi por completo. Enseguida apareció quien, sin duda alguna, era el
presentador del espectáculo y comenzó a hablar con una voz profunda y clara, introduciéndonos
en la historia de ese prodigio que escapó de las manos de Cortés y de sus
hombres y vagó oculto de región en región, de poblado en poblado, a través de
los siglos, para llegar intacto hasta donde nos encontrábamos.
De pronto el hombre alzó la tela verde, todo se hizo penumbras,
se fue iluminando el contenido de la caja de vidrio, como en fases, y por fin
se vio una maceta de barro cocido pintada y dentro una planta con tallo, hojas
y una enorme flor. La flor lentamente fue transformándose hasta que se
convirtió en la cabeza perfecta de una joven de ojos cerrados. Era una imagen viva,
casi podía tocarse con la mano, su cara era hermosa, el pelo negro, atado, y su
boca apenas se encontraba coloreada y húmeda. La cabeza parecía flotar en medio
de la caja.
Yo, como todos los asistentes, movía mi cabeza y
miraba a uno y otro lado buscando el ángulo más preciso que permitiera descubrir
el truco que escondía, pero cada vez y un poco más me convencía de que la
cabeza se encontraba suspendida en medio de la caja. De golpe la muchacha abrió
los ojos y todos nos dimos un gran susto. La joven giró sus ojos y quedó
mirándome. Las luces se fueron atenuando y nuevamente la flor volvió a ser flor,
el presentador colocó la tela sobre la caja y todos aprobaron la actuación con
un aplauso. Salimos. Nos dirigimos al puesto de venta de churros pero solo pedí
una bebida que tomé mientras la gente pasaba con los premios que habrían ganado
en el stand de tiro al blanco. Dimos unas cuantas vueltas sin que nada llamara
mi atención hasta que por fin me decidí y volvimos para ver la función de las
nueve. El hombre que formaba la fila de asistentes me reconoció o pensé que me
había reconocido y quise salir, pero me fui metiendo más adentro.
El espectáculo fue similar al que habíamos presenciado
unas horas antes y la chica también me dirigió la mirada, pero algo trastocó lo
que sucedería en mi vida. El animador pidió que una persona del público diese
un paso al frente para comprobar la autenticidad de sus palabras, me señaló y
pidió que lo siguiera; dudé pero todos insistieron que lo ayudara. Entramos a
una especie de pasillo que había detrás, me paró frente a un trozo de cortina, la
abrió e introdujo mi cabeza no sé adónde, apoyando mi mentón sobre una base
fría y dura. Frente a mí todo era oscuridad. Sentí algo en la nuca, como si la
cortinita se cerrara y de pronto una luz deslumbró mis ojos.
Al abrirlos vi la rústica platea, al público y a la persona que había ido
conmigo; el presentador hablaba y no dejaba de
contar alguna circunstancia cuando sentí que alguien me empujaba una y luego la
otra oreja hacia delante, encorvándolas. La gente se maravillaba y se reía sin
medida; yo estaba en medio de una exposición que me resultaba muy molesta. La
luz se apagó y dos manos retiraron mi cabeza de ese sitio y me vi otra vez en
el pasillo; me crucé con la muchacha –la misma cabeza que se convertía en flor
pero de cuerpo entero– y me dio una gran
desilusión y lástima.
Al salir del pasillo vi la sala todavía repleta de
gente que me miraba y preguntaba cómo había movido las orejas, el presentador
del espectáculo me saludó dándome un sacudón de manos; yo solo quería irme a
otro sitio.
Cuando pasamos frente al juego que llamaban gira–gira
apareció un niño vestido de forma ruinosa que llevaba una bolsa de arpillera,
no muy grande pero que sobresalía de su espalda, nos dijo que el circo le pagaba
diez pesos por cada gato que llevara; supe de inmediato que era para alimentar
a las fieras. También nos aseguró que por solo por tres pesos podíamos echar
una ojeada y ver si entre todos los que llevaba se encontraba el mío. Me dijo
que tenía gatos negros, barcinos y blancos, le dije que el que había perdido se
llamaba Copo de nieve y me explicó que podría tener uno con ese nombre; la
persona que quedaba del grupo inicial me dijo que podría darme el dinero necesario
para que mirara dentro de la bolsa pero le dije que no, que estaba seguro que Copo
de nieve había encontrado otro dueño en algún sitio. Y él me preguntó:
–Entonces, ¿volvemos a casa?
Señalé y dije:
–No. Tenemos que seguir ese camino.
sábado, 19 de marzo de 2022
Mikado.
Por
ese entonces trabajaba en una oficina céntrica, en Montevideo. La empresa
ocupaba tres de los once pisos del edificio. Yo hacía el horario de doce a ocho,
y en algunas ocasiones me iba pasadas las nueve. Había ingresado como digitador
y en dos años había llegado a jefe de la sección Presupuestos.
Por
lo general el horario de atención al público era de nueve a cinco, por lo que a
las seis había muy poca gente trabajando.
La
limpieza de la empresa estaba a cargo de tres mujeres. Dos de mediana edad pero
con visibles rasgos de desgaste físico y una joven de unos treinta y pocos
años, de estatura media, generosa de caderas y con un profundo escote
insinuante. Se llamaba Lucía. Mi relación con ella era cordial pero sin mucha
confianza. Hacía bien su trabajo y no entreveraba los papeles que todos solíamos
dejar sobre los escritorios.
Una
tarde se acercó a mi oficina y me saludó como siempre; llevaba una falda corta.
Me paré para dejar que hiciese su trabajo sin dificultades mientras la miraba desde
la puerta. Ella se afirmó sobre sus talones y me dijo:
–No,
siéntese. Esto va a demorar solo un minuto.
Me
la quedé observando. De rasgos regulares, tez trigueña y brillante, llevaba el
pelo lacio y negro, atado detrás de la nuca, y un cerquillo que le tapaba parte
de sus ojos grandes.
–Había
pensado… –dijo.
–¿Sí?
–pregunté.
–Había
pensado si le gustaría ir a hacer un viaje.
Yo,
que me había sentado una vez más frente a mi escritorio, eché la silla hacia atrás,
y empecé a jugar inconscientemente con el mouse. Le dije:
–Me
gustan los viajes. Es algo que me realmente gusta.
–Sí,
a Livramento. Son unas cuantas horas de viaje pero allí podríamos estar solos.
–¿Solos?
–Sí,
solos, claro. Un viaje usted y yo. Pienso que deberíamos conocernos un poco.
Me
la quedé mirando, hice un gesto un poco impreciso y me incorporé sobre la silla,
que había dado media vuelta sobre sí misma.
–¿Qué
son esas ideas? –le dije.
Ella
sonrió. No llegó a ruborizarse. Luego dijo:
–Un
fin de semana. Dos días y dos noches. Solos los dos.
La
miré. Ella parecía estar feliz, o al menos estaba alegre.
–Y
¿usted tiene permiso? –le dije, en un principio.
–No
trabajo este fin de semana.
–Digo,
¿no es casada?, ¿no tiene marido?
–Soy
casada pero mi marido no tiene por qué enterarse. ¿Usted necesita algún tipo de
permiso?
Me
incliné en la silla, un poco más. No dejaba de jugar con el mouse, de forma
inconsciente.
–No.
No necesito –le dije.
La
joven hablaba y pasaba la franela sobre los muebles del escritorio. Trabajaba y
me hablaba, casi en silencio. La miré bien: era muy bonita.
–¿Entonces?
–Me
toma por sorpresa –le dije.
–¿No
le gusta la idea? –preguntó.
–Es
un poco…
–¿Atrevida?
–No,
extraña.
Ella
dejó de pasar la franela por el mueble. Me quedó mirando. Pasó las manos por sus
caderas, casi de forma inconsciente, sonrió, y me dijo:
–El
pasaje no es caro y además aprovecho para traer cosas de Brasil para mi casa.
Dicen que Brasil está barato en estos momentos.
–Eso
dicen.
–¿Entonces?
–Déjeme
pensarlo.
–Mañana
es viernes. La idea es irnos mañana de noche y volver el domingo de tardecita.
Traiga un bolso. No necesitamos mucha cosa, algo de ropa y eso. Lo que
cualquiera lleva en un viaje.
–Lucía…
–¿Sí?
Me
enderecé en el asiento.
–Voy
a pensarlo.
Levanté
algo el brazo en un gesto impreciso que ella tomó por un sí o una indicación
para que se fuera, y agarró todas sus cosas y entró en la oficina contigua. La
observaba a través del vidrio esmerilado. Se hicieron las ocho y caminé hasta
la parada y fui a mi casa. Esa noche me quedé pensando, en la cama, mientras
esperaba que llegara, de pronto, el sueño.
Al
otro día ella pasó la tarde indiferente. Casi no limpió mi oficina y no
cruzamos más palabras que el saludo y conversaciones de ascensor, cómo estaba y
cómo estaría esa noche el tiempo. A la salida caminé en dirección a la parada
del ómnibus. Entonces la vi. Estaba parada al lado de un tronco grisáceo de un
árbol torcido. Llevaba su bolso de mano. Al verme sonrió. Parecía un poco
agitada.
–Jorge
–me llamó por mi nombre.
Me
acerqué y le di un beso en la cara.
–Estuve
pensado…
–No
trae bolso para el viaje. ¿Va a dejar que vaya sola?
Entonces
me paré sobre mis siete tantos. Carraspeé y le dije, casi en tono de reproche:
–No,
voy a acompañarla a la terminal de ómnibus, acá abajo.
–El
ómnibus no sale de Río Branco, de ahí salen los que van nomás acá cerca.
–La
voy a acompañar para que tome el coche a Toledo –yo sabía que vivía por esa
zona.
Ella
me miró un poco desconsolada. Había un dejo de tristeza en sus ojos pardos.
Frunció la cara, se mordió con fuerza el labrio inferior. Me puso la palma de
la mano sobre el pecho.
–¿No
me quiere?
–No.
No sé. Nunca me puse pensarlo. No es eso.
–¿No
le gusto un poquito?
–Sí,
es muy linda –le dije.
–¿Entonces?
–Todo
esto del viaje y el bolso…
Ella
comenzó a lagrimear pero no soltó el llanto. Caminamos por la calle oscura que
nos llevaba a la terminal de Río Branco. Íbamos en completo silencio. Las
cuadras parecían más largas y tensas. Por fin llegamos. Había poca gente
esperando sus coches.
–Livramento.
Livramento. Yo quiero ir a la frontera. Ahí todo es distinto. Podría dejar esa
corbata y el saco ese horrible. Podemos comer ticholos hasta quedarnos
asqueados. Dicen que es un lugar muy lindo…
Luego
caminamos en silencio dentro de la terminal. Fuimos cerca de la fila donde
salía el ómnibus para Toledo. Nos sentamos en un duro asiento a la espera del coche
que la dejaría en su casa. Estaba resuelto a llevarla hasta la misma puerta del
vehículo.
–¿Vio
la forma en que me miraron?
–¿Quiénes?
–Esas
mujeres que pasaron. Me miraron como si yo fuese una puta.
–Quédese
tranquila.
–Pero
ellas me miraron así. ¡Putas son ellas!
Dijo
esto y se quedó mirando hacia los puestos de revistas y cigarros. Yo no vi
mujer alguna que la mirara o que cuchicheara con otra algo que pudiera ser una
reprobación o un insulto.
–¿Usted
es de Livramento? –le pregunté, para cambiar de tema.
–No,
soy de San Carlos.
Luego
se produjo un silencio. Fue un silencio largo e incómodo. El ruido de la
terminal quedaba todo en un segundo plano. La gente formaba fila delante de los
carteles con los números de los coches.
–No
voy.
–¿Qué?
–No
voy a ir a mi casa. Vamos a un hotel. Hay unos cuántos hoteles baratos en la
zona. Yo no me voy a ir para mi casa. Si no quiere venir me voy sola, pero no
voy a ir hasta mi casa, no voy hasta el domingo.
Entonces
me la quedé mirando. Se había pintado, apenas, los labios.
–No
tengo mucha plata arriba –dije.
–Tengo
lo que iba a gastar en Livramento –dijo ella.
La
miré otra vez. Mi mirada quedó fija en sus ojos.
–Sí.
–¿Qué?
–Que
entonces sí.
–¿Sí?
–Vamos
–le dije.
Ella
sonrió. Se la llenó la cara de alegría. Me tomó del brazo. Caminamos no mucha
cuadras y nos metimos en el primer hotel que encontramos en el camino. No
recuerdo ahora el nombre, no sé si alguna vez lo supe.
Subimos
la empinada escalera de madera. La hicimos crujir a cada paso. Nos recibió un
hombre que parecía el dueño. Estaba detrás de un mostrador oscuro que se notaba
que era pesado. Detrás y arriba había un paisaje en un lago. La pared tenía
casilleros con las llaves de las habitaciones. Nos pidió documentos y anotó
todo en un libro de registros.
–Estado
civil.
–Casado.
–Casada
–dijo ella.
–Profesión.
–Empleado.
–Empleada
–dijo Lucía.
El
hombre llenó el formulario. Nos devolvió los documentos y nos dio la llave de
la pieza. La habitación 23.
–Es
ahí –dijo– y señaló, desde su lugar, la puerta.
El
hotel era pequeño y tenía aspecto de ser bastante barato.
Entramos
a la pieza. Las paredes tenían un lambriz barnizado. No había espacio para casi
nada. Una cama, dos mesas de luz, el baño, una mesa pequeña y una silla, una
lámina enmarcada como único adorno. Un ropero con mantas y una almohada extra.
No tenía ventana alguna.
–Aquí
estamos.
–Sí,
aquí estamos –dije.
Ella
se quedó parada, estaba frente a mí, pero no atinaba a hacer nada. Yo la rodeé
con mis brazos y le di un beso. Ella corrió un poco la cara.
–¿Qué
pasa? –le dije.
–Cosas.
–¿Qué
cosas?
–Hubiese
sido más fácil en Livramento. Acá estamos muy cerca de todo.
Se
produjo otro silencio incómodo. Yo la abrazaba y ella parecía que quería huir. Me
senté en la cama. Me quité los zapatos.
–Voy
a llamar a mi marido.
Vi
que la habitación no tenía teléfono alguno.
–¿Qué
pasa? –dije.
–Quiero
hablar con mi marido.
–Bien
–le dije– en la recepción debe de haber algún teléfono.
–Voy
a llamarlo.
–Adelante.
–Voy
a decirle que estamos acá. Le voy a pedir que venga a buscarme.
Me
la quedé mirando. Parecía un poco pálida, eso era algo extraño en ella. Tenía
un gran miedo, eso fue lo que pensé en un primer momento. Fue hasta la silla
donde había dejado sus cosas. Tomó algunas monedas de su bolso y salió de la
pieza.
Volvió
casi enseguida. Estaba llorando.
–¿No
pensaba pararme?
–¿Cómo?
–No
intentó pararme para que no lo llamara.
–¿Lo
llamó?
–No,
no lo llamé.
Entonces
me paré, descalzo, y la tomé, otra vez,
entre mis brazos. La besé. La besé de nuevo. Esta vez ella no movió la cara.
Luego me abrazó con una gran pasión y me tiró hacia la cama. Caímos como dos
pesos muertos. Ella me apretó los brazos contra la cama y me beso hasta
hartarse. Lentamente empezó a desvestirse. Llevaba ropa interior de color rosa.
Jineteó un poco arriba mío. Luego nos confundimos en un solo abrazo. Me llevó
instantes dejar de pensar que todo eso era una locura. Pensar que estábamos en
un pobre hotel céntrico, un pobre hotelucho, que nos íbamos a quedar todo el
fin de semana, que apenas la conocía, que su marido podría enterarse de todo
ese mismo lunes, que tenía poco dinero, que ella estaba bastante desesperada, y
todas esas cosas. Me llevó instantes no pensar más en eso, no pensar en nada.
Solo quería estar con ella y allí estábamos.
–¿Y
ahora?
–¿No
le hubiese gustado ir conmigo a la frontera?
–Acá
está bien.
–Sí,
está bien, pero yo no puedo salir a la calle.
–Hasta
el domingo.
–Hasta
el domingo de tarde.
Entonces
me abrazó, me tiró hacia atrás y mi cabeza golpeó la cabecera de la cama. Había
perdido la noción de tiempo. Cuando nos dormimos pensé que me despertaría en mi
casa. Que todo había sido solo un sueño. Pero me dormí y esa noche tuve
pesadillas espantosas. Tal vez me sentía culpable de algo, eso es algo que
ahora puedo razonar. Soñé que iba por el campo, era un campo quién sabe dónde y
venía una jauría de perros salvajes. Me perseguían. Entonces me agarraban y me mordían,
con sus colmillos blancos y afilados. No era uno sino dos o tres perros, quizá
cuatro perros salvajes, que me mordían y quedaban enganchados de mis piernas y
no podía moverme de la cama. Me desperté en un sobresalto. Miré la hora: eran
casi las seis. La miré. Dormía en forma plácida: parecía un ángel. No había malevolencia
ni culpa en su cara. Parecía dormir sin remordimientos.
Me
levanté temprano, ella dormía. Me di una ducha y salí de la habitación. Caminaba
sin apuro. Llegué a la recepción, donde no estaba el hombre que nos registró a
la entrada, sino una mujer. Le pregunté si servían desayuno.
La
mujer, bastante grande y gorda, con el pelo erizado color ratón, me observó
como un entomólogo examina un simple insecto. No hizo una mueca de
insatisfacción ni gesto alguno.
–¿Usted
habla en serio? –me dijo.
Yo
solo sonreí.
–¿Se
cree que está en el Hilton?
–Solo
pregunté –dije.
La
mujer bajó la cabeza y se puso a escribir en una libretita de tapas duras.
Anotaba números. Tenía dos columnas de números de no más de tres cifras.
Entonces
bajé por la vieja y quejosa escalera de madera, y salí en busca de algo para
comer, para mí y para Lucía; quería sorprenderla.
Tomé
dirección hacia la calle Mercedes en busca de una panadería. No encontré
ninguna abierta ese día. Al menos no a esa hora, y eso era muy raro, ya que las
panaderías abren muy temprano. De forma morosa y a paso cansino llegué hasta un
mini mercado. Tenía un gran cartel en el frente. Podía oler, desde la puerta de
entrada, el aroma a fruta podrida. Compré, entonces, pan de molde, unas
galletitas, manteca, miel y una lata de paté de pollo. Caminé hacia la puerta. Luego
volví a la góndola por café instantáneo. Fui hasta la caja. Solo había una
persona adelante; la estaba atendiendo un joven que parecía ser uno de los
dependientes. La clienta era una mujer mayor, como de unos ochenta y tantos. Llevaba
al menos siete clases distintas de fideos. El muchacho demoró un buen tiempo en
atenderla. Ella no encontraba el monedero dentro de su bolso azul. Luego llegó
mi turno. La cuenta fue fácil y me dieron todo en dos bolsas de nylon. Salí a
la calle, y cuando apenas había caminado dos o tres pasos, escucho que alguien
grita mi nombre. Me volví y vi, unos metros más atrás y en la vereda de
enfrente, a un viejo amigo.
–Jorge,
¿qué hacés por acá?
–Anoche
nos reunimos con unos amigos para jugar a las cartas. Jugamos toda la noche, y
ahora les llevo el desayuno. No estoy lejos.
Se
lo dije de un solo envión, de golpe; fue lo primero que pasó por la cabeza.
–Vamos
–dijo– te invito una copa.
–Es
que no puedo tardarme demasiado. Me están esperando para la comida.
–Los
amigotes están para eso –me dijo– para esperar cuando uno tiene un contratiempo
en el camino, ¿verdad?
–Solo
una copa –le dije.
–Una
sola, mirá la hora que es. Yo tomo solo una copa antes de las once de la
mañana.
Caminamos
unas cuadras y llegamos a un bar. El mozo estaba barriendo los tres escalones
de mármol de la única entrada, de madera y vidrio. Pasamos. Dejé los paquetes
en la silla de al lado y mi amigo se sentó enfrente. La mesita era diminuta y
las sillas apenas aguantaban nuestro peso.
Mi
amigo pidió un whisky solo, sin agua, y yo uno con hielo. El mozo trajo un
platito con maníes. Parecían blandos y viejos. No llegué a meterme ninguno en
la boca pero lo podía ver. Carlos, se comió los míos y los de él.
Tomó
un trago y me dijo:
–Dicen
que van a cambiar el sistema de jubilaciones.
–¿Y
eso en qué nos beneficia?
–No
sé. Igual falta mucho tiempo para que nos jubilemos. Pero me dijeron que es
así, que no hay vuelta. Que cambian el sistema y que va a haber uno nuevo.
–¿Y
el salario vacacional? –pregunté.
–No
sé nada de eso.
–Quién
sabe, en una de esas…
–Póker.
–¿Qué
decís?
–¿Jugaron
al póker o jugaron al truco?
–Siete
y medio.
–Ah.
Tomé
un sorbo del whisky, di vuelta dos veces, en círculo, los hielos. Le pregunté:
–No
nos van a tocar la bonificación de fin de año ¿no?
Él
me miró. Me dijo:
–¿Sos
bueno?
–¿Qué?
–dije. Quedé esperando.
–Jugando
al siete y medio.
–Me
las rebusco.
–Ganaste
algo, ¿verdad? –dijo, y rio.
–Sí,
algo.
Entonces
dio una carcajada. Gesticuló una gran sonrisa, más que eso, carcajeó. Con
fuerza. Se refregó una mano contra la otra y dio dos golpes de puño en la mesa.
–Así
que vos pagás la vuelta, ¿verdad? Yo ya voy pidiendo al mozo la siguiente.
–Dijiste
una sola, ¡mirá qué hora es!
–Una
vos, otra yo. Es la mejor manera de dividir los gastos.
–Solo
dos.
–Te
prometo.
Llamó
al mozo e hizo el nuevo pedido. El mozo llegó enseguida con los vasos y otro
platito, ahora con aceitunas verdes. También parecían viejas. Se les había ido
parte del color y solo alcanzaban a tonos de verde agua.
–¿Vos
vivís por acá? –le pregunté.
–Para
nada.
–Ah.
Sonrió
una vez más. Gesticuló una sonrisa pero más pobre que la primera. Parecía un
zorro mirando desde afuera el gallinero.
–Me
quedé en la casa de una amiga. Se dice el pecado pero no el pecador, ¿no es
cierto?
–Entonces
te están esperando.
–No.
Ya me vuelvo para mi casa. Lo hecho hecho está, ¿verdad? Ahora a cumplir con la
patrona.
–Como
te dije yo sí tengo que volver. Se me está haciendo muy tarde.
–Solo
una más, como decía Garmendia.
Sonreí.
Recordé en ese momento al hombre gris dentro de trajes pardos. Garmendia y sus
dichos. Había trabajado con nosotros en la barraca de hierros Parodi. Era un
poco viejo. Siempre fue un viejo para mí. Lo recordaba así, en esos momentos.
Garmendia, pensé, y sonreí. El viejo Garmendia, dije.
Tomamos
dos copas más y me paré. Pagué el primer whisky y dejé una moneda sobre la
mesa. Luego me arrepentí y dejé otra más. Mi amigo pagó lo suyo y cuando nos
estábamos para ir, cuando él creía que yo miraba hacia otro lado, agarró las
dos monedas y se las metió en un bolsillo. Nos despedimos en la puerta.
Cuando
llegué a la habitación Lucía estaba mirando la tele.
Se
encontraba a un volumen muy alto. Exagerado.
–¿De
dónde sacó la televisión? –le pregunté.
–Se
la pedí a la mujer que está adelante.
–¿La
mujer de la recepción?
–Sí,
¿quién va a ser? –dijo.
–¿Y
se la prestó así, como si nada?
–No.
Me cobró por un día de uso. Una especie de alquiler.
Decía
todo esto con vos monótona, como adormecida, sin siquiera sacar los ojos de la
pantalla. No quería mirarme a los ojos. Parecía, francamente, descontenta,
ofuscada.
–Traje
el desayuno.
–No
quiero –dijo.
–Vamos,
le va a gustar.
–Me
comí una lata de sardinas que tenía en el bolso.
–¿Sardinas
a esta hora?
–Es
mejor hora para las sardinas que para tomar alcohol –me dijo.
Sentí
el golpe y le respondí:
–Fue
culpa de un amigo. Me encontré con un amigo y no pude negarme.
Ella,
sin retirar los ojos de la pantalla, me dijo:
–No
soy su esposa, no me tiene que dar ninguna explicación. Marido ya tengo, y está
en casa.
Me
la quedé mirando. Me ganaba la desesperación. Estaba bastante arrepentido. No
sabía cómo consolarla. Hablé en voz alta, le hablaba a ella pero era como si me
lo dijese a mí mismo.
–Bueno,
entonces yo voy a desayunar.
–Que
le aproveche.
Extendí
un poco las sábanas y puse mi desayuno sobre la cama. Lo desparramé en varios
lados. Empecé comiéndome las galletitas. Ella seguía con la vista fija en el
televisor: estaban pasando un programa de entretenimientos. Había que sortear
varios obstáculos para ganarse una licuadora. Parecía un programa argentino.
Cuando
terminé, envolví todo lo que no había comido y tiré los restos en la papelera
que se encontraba a un lado del lavabo, contra la pared, en el fondo del baño.
Me lavé las manos y volví al cuarto. Ella estaba llorando. Lloraba en silencio,
con gran esfuerzo para no hacer ruido. Se le había llenado toda la cara y el
cuello de lágrimas. La abracé por la espalda. La incliné hacia la cama. En las
sábanas había restos de las migas de pan. Nos abrazamos. Nos quedamos así por
un rato.
–Van
a cambiar el modo de jubilación –le dije.
–¿Y
a mí qué?
–Pero
no van a sacar los bonos de fin de año.
–Yo
no cobro bonos.
–Pero
yo sí. Con la plata de los bonos podemos volver a salir. Podemos venir a este
mismo hotel, si está de acuerdo.
–Para
que se escape y salga a tomar otra vez. No, gracias.
De
pronto se soltó de mis brazos y se paró y se quitó el buzo deportivo que
llevaba como único vestido. Me dio la espalda y se puso a mirar en el espejo.
Dejó de observarse de golpe y me miró. Me clavó la mirada y caminó hacia la
puerta. Salió, así desnuda como estaba, y empezó a caminar por el pasillo. Yo
salí detrás de ella. Un hombre de piyama azul fumaba en el corredor. Se la
quedó mirando. Pude escuchar las voces en otra habitación, eran dos mujeres. Discutían
por un asunto de dinero. La tomé del brazo y me la llevé hasta la pieza. Ella
forcejeó. Apagué la televisión cuando pasé al lado. Nos sentamos en la cama.
Ella seguía completamente desnuda. Entonces se puso los lentes de aumento y
empezó a buscar algo en la guía telefónica que había en la mesa de luz. Miré
bien: era la guía de calles.
–¿Qué
busca? –le pregunté.
–Un
hombre que no sea un borracho.
–¡No
soy un borracho!
–Tomó.
Lo puedo oler desde acá. No son ni las diez de la mañana y ya está tomado.
Ella
seguía vestida solo con sus anteojos de aumento y buscaba con cierta
desesperación. Pasaba las páginas con rabia.
Tomé
la guía telefónica con las dos manos y tironeé. La tiré al piso, a un lado.
Después le quité los lentes y la incliné en la cama hasta que quedó de modo
horizontal. Tenía la cara completamente roja.
–¿Ahora
me va a pegar?
–¿Qué
dice?
–Si
me va a pegar. Los borrachos les pegan a las mujeres.
–No
soy alcohólico y no le voy a pegar.
Ella
entonces hizo una pequeña mueca y apenas sonrió. Me miró con ojos pícaros. Nos
pusimos a reír de golpe. Ella fue quitándome, despacio, de a uno, los botones
de mi camisa y luego tiró de la hebilla del cinturón y se lo quedó en una mano.
–¿Me
va a perdonar?
–Shhh.
Me
besó de forma desesperada. Tal vez sí le hubiese dado una nalgada pero no como
reproche sino como si fuese un mimo cualquiera. Ella me aferraba de los brazos.
En pocos instantes éramos un revoltijo sobre las sábanas sucias y ajadas.
Tuvimos sexo con vehemencia y sin el menor cariño. Luego ella se levantó y se
dio una ducha. Podía escuchar el agua caer sobre las baldosas frías. Gritó:
–¿No
va a venir?
Fui
con ella.
Al
mediodía comimos los restos de desayuno que había dejado. Luego nos pusimos a
ver la tele. Daban un programa como de hacía, por lo menos, veinte años. Nos
reímos y nos abrazábamos a la vez. De tarde salí a dar una vuelta. Ella
permaneció dentro de la pieza. Compré agua mineral y unos cigarros. Ella no se
había levantado en todo el día de la cama. Solo lo hizo para bañarse e ir un
par de veces al baño. A eso de las ocho se empezó a sentir en todo el hotel un
ruido impresionante. Había un gran alboroto. Era sábado y las habitaciones
estaban repletas de gente que iba por la noche. Solo un viejo vivía allí de
forma permanente. Las habitaciones se alquilaban generalmente por el día. Era
un pobre hotel venido a menos. Eso fue lo que me pareció. Se sucedieron en la
noche los gritos y los insultos. El ruido de botellas rotas. Los golpes. Temí
que alguien llamara a la policía y nos encontraran así, con Lucía. No por mí,
sino por ella. Más bien por mí, no sabía cuán grande era su marido.
En
la noche del sábado apenas pudimos dormir. El domingo de mañana volvió la tranquilidad
y el silencio ocupó todos los rincones que le habían pertenecido.
Nos
quedaba todavía un día más. Ella me dijo que tendría que tomar el ómnibus a
Toledo que sale de la terminal a las siete y media. La invité a dar un paseo
conmigo pero se negó. Temía que la viesen por Montevideo, y más con un extraño.
Su familia pensaba que ella estaba en Livramento. No se hablaría más del tema.
Entonces hicimos planes para el domingo.
A
eso de la una salí a buscar cigarros. Caminé unas cuantas cuadras hasta que vi
que caminaba sin sentido alguno, como si estuviese borracho o perdido.
Retrocedí sobre mis pasos y entré en un salón pequeño, no era más que un
kiosquito. Pedí cigarrillos. El hombre tuvo que abrir un cartón. Subió a una
escalera de cuatro escalones y bajó dos cartones del estante más alto.
–¿Qué
es eso? –pregunté, mientras indicaba con la mano.
El
hombre me miró. Se fijó otra vez.
–Son
juegos que tenía el antiguo dueño del local.
–¿Qué
juegos?
–Juegos
de mesa. Tengo Damas, Dominó, Ludo y aquí hay un Mikado.
–¿Mikado?
–Sí,
ese de las varitas.
Pensé
en mi sobrino.
–¿Cuánto
cuesta?
El
hombre me dijo el precio. No se fijó en ninguna lista ni libretita, por lo que
supuse que el precio lo fijó en ese mismo instante. No me pareció caro, más
bien era bastante barato.
–Deme
uno –dije – ¿cuánto, con los cigarros?
El
hombre hizo la cuenta. Le pagué.
–¿Tiene
papel de regalo?
–No
me queda. Puedo darle un sobre de manila para resguardarlo.
Le
dije que sí y metió la caja en el sobre.
Abrí
los cigarros y mantuve el paquete bajo el otro brazo. Caminé las pocas cuadras
hasta el hotel un poco cantando, un poco silbando. Era una canción de cuando
era un niño. La recordaba con cariño.
Cuando
llegué Lucía estaba llorando de forma desconsolada. Tenía el televisor a un
volumen muy alto, de nuevo. Lloraba e hipaba de angustia y desesperación. La
abracé. Le dije:
–¿Qué
es lo que pasa?
–Mi
dijeron puta.
–¿Quiénes?
–Ellos.
Me llamaron y me dijeron puta, otra vez.
–¿Quiénes
son ellos?
–Los
que me llamaron por teléfono.
La
abracé fuerte, una vez más. Parecía que temblaba. Tenía la espalda empapada. La
apreté contra mi pecho y fui recorriendo, con la palma de mi mano, su espalda
fría.
–Quiero
irme a mi casa.
–Aquí
nadie la retiene –le dije.
–Pero
no puedo. No puedo volver antes de la noche a Toledo.
–Puede
decirle a su marido la verdad.
–No
puedo –dijo, y siguió llorando.
La
abracé fuerte y le pasé dos dedos por el pelo. Pensé en algo. En cualquier
cosa. Le dije:
–Tengo
algo para usted. Algo que le va a hacer olvidar de los problemas.
Ella
solo me miró. Tenía los ojos enrojecidos y mojados.
Saqué
del sobre de manila el Mikado.
–¿Qué
es eso?
–Un
Mikado.
–¿Para
qué compró un Mikado?
–Era
un regalo, pero nos va a servir –dije esto y abrí la caja, y desparramé las varitas
sobre la mesa.
Nos
pusimos a jugar. Jugamos lo que quedó de la tarde. Ella se esmeró en ganar y yo
en que se olvidara de todo, al menos hasta las siete.
Recogía
las varitas con gran habilidad y hacía gestos y resoplos. Me la quedé
contemplando así, parecía una niña chica con su juego nuevo. Estaba muy linda.
Tenía la cara sin pintar, el pelo suelto, y permanecía desnuda.
En
un momento le dije que nos teníamos que aprontar. Ella se vistió y arregló
todas las cosas en el bolso. Yo guardé el Mikado en su caja y lo volví a meter
en el sobre. Dejamos la habitación y fuimos a pagar la cuenta. En la recepción
se encontraba el hombre que nos había atendido el viernes. Ella pagó y bajamos
la escalera quejumbrosa.
Una
vez en la terminal fuimos hasta un local donde ella compró bizcochos. Llegamos
a la fila de los ómnibus que iban hasta Toledo. Me despedí de ella así, con un
simple beso en la mejilla izquierda. Ella dijo algo así como adiós o hasta luego. Tenía los ojos
llenos de lágrimas. Caminé dos o tres pasos y volví. Le pregunté:
–¿Tiene
hijos?
–Dos.
Parecía
una muchacha indefensa. Se metía las manos dentro de los puños de la camisa. Le
di el Mikado, que permanecía en el sobre color arena. La agarré del hombro y se
lo di. Le dije:
–Es
para ellos.
Me
miró a los ojos y me dijo:
–Gracias.