sábado, 19 de marzo de 2022
Mikado.
Por
ese entonces trabajaba en una oficina céntrica, en Montevideo. La empresa
ocupaba tres de los once pisos del edificio. Yo hacía el horario de doce a ocho,
y en algunas ocasiones me iba pasadas las nueve. Había ingresado como digitador
y en dos años había llegado a jefe de la sección Presupuestos.
Por
lo general el horario de atención al público era de nueve a cinco, por lo que a
las seis había muy poca gente trabajando.
La
limpieza de la empresa estaba a cargo de tres mujeres. Dos de mediana edad pero
con visibles rasgos de desgaste físico y una joven de unos treinta y pocos
años, de estatura media, generosa de caderas y con un profundo escote
insinuante. Se llamaba Lucía. Mi relación con ella era cordial pero sin mucha
confianza. Hacía bien su trabajo y no entreveraba los papeles que todos solíamos
dejar sobre los escritorios.
Una
tarde se acercó a mi oficina y me saludó como siempre; llevaba una falda corta.
Me paré para dejar que hiciese su trabajo sin dificultades mientras la miraba desde
la puerta. Ella se afirmó sobre sus talones y me dijo:
–No,
siéntese. Esto va a demorar solo un minuto.
Me
la quedé observando. De rasgos regulares, tez trigueña y brillante, llevaba el
pelo lacio y negro, atado detrás de la nuca, y un cerquillo que le tapaba parte
de sus ojos grandes.
–Había
pensado… –dijo.
–¿Sí?
–pregunté.
–Había
pensado si le gustaría ir a hacer un viaje.
Yo,
que me había sentado una vez más frente a mi escritorio, eché la silla hacia atrás,
y empecé a jugar inconscientemente con el mouse. Le dije:
–Me
gustan los viajes. Es algo que me realmente gusta.
–Sí,
a Livramento. Son unas cuantas horas de viaje pero allí podríamos estar solos.
–¿Solos?
–Sí,
solos, claro. Un viaje usted y yo. Pienso que deberíamos conocernos un poco.
Me
la quedé mirando, hice un gesto un poco impreciso y me incorporé sobre la silla,
que había dado media vuelta sobre sí misma.
–¿Qué
son esas ideas? –le dije.
Ella
sonrió. No llegó a ruborizarse. Luego dijo:
–Un
fin de semana. Dos días y dos noches. Solos los dos.
La
miré. Ella parecía estar feliz, o al menos estaba alegre.
–Y
¿usted tiene permiso? –le dije, en un principio.
–No
trabajo este fin de semana.
–Digo,
¿no es casada?, ¿no tiene marido?
–Soy
casada pero mi marido no tiene por qué enterarse. ¿Usted necesita algún tipo de
permiso?
Me
incliné en la silla, un poco más. No dejaba de jugar con el mouse, de forma
inconsciente.
–No.
No necesito –le dije.
La
joven hablaba y pasaba la franela sobre los muebles del escritorio. Trabajaba y
me hablaba, casi en silencio. La miré bien: era muy bonita.
–¿Entonces?
–Me
toma por sorpresa –le dije.
–¿No
le gusta la idea? –preguntó.
–Es
un poco…
–¿Atrevida?
–No,
extraña.
Ella
dejó de pasar la franela por el mueble. Me quedó mirando. Pasó las manos por sus
caderas, casi de forma inconsciente, sonrió, y me dijo:
–El
pasaje no es caro y además aprovecho para traer cosas de Brasil para mi casa.
Dicen que Brasil está barato en estos momentos.
–Eso
dicen.
–¿Entonces?
–Déjeme
pensarlo.
–Mañana
es viernes. La idea es irnos mañana de noche y volver el domingo de tardecita.
Traiga un bolso. No necesitamos mucha cosa, algo de ropa y eso. Lo que
cualquiera lleva en un viaje.
–Lucía…
–¿Sí?
Me
enderecé en el asiento.
–Voy
a pensarlo.
Levanté
algo el brazo en un gesto impreciso que ella tomó por un sí o una indicación
para que se fuera, y agarró todas sus cosas y entró en la oficina contigua. La
observaba a través del vidrio esmerilado. Se hicieron las ocho y caminé hasta
la parada y fui a mi casa. Esa noche me quedé pensando, en la cama, mientras
esperaba que llegara, de pronto, el sueño.
Al
otro día ella pasó la tarde indiferente. Casi no limpió mi oficina y no
cruzamos más palabras que el saludo y conversaciones de ascensor, cómo estaba y
cómo estaría esa noche el tiempo. A la salida caminé en dirección a la parada
del ómnibus. Entonces la vi. Estaba parada al lado de un tronco grisáceo de un
árbol torcido. Llevaba su bolso de mano. Al verme sonrió. Parecía un poco
agitada.
–Jorge
–me llamó por mi nombre.
Me
acerqué y le di un beso en la cara.
–Estuve
pensado…
–No
trae bolso para el viaje. ¿Va a dejar que vaya sola?
Entonces
me paré sobre mis siete tantos. Carraspeé y le dije, casi en tono de reproche:
–No,
voy a acompañarla a la terminal de ómnibus, acá abajo.
–El
ómnibus no sale de Río Branco, de ahí salen los que van nomás acá cerca.
–La
voy a acompañar para que tome el coche a Toledo –yo sabía que vivía por esa
zona.
Ella
me miró un poco desconsolada. Había un dejo de tristeza en sus ojos pardos.
Frunció la cara, se mordió con fuerza el labrio inferior. Me puso la palma de
la mano sobre el pecho.
–¿No
me quiere?
–No.
No sé. Nunca me puse pensarlo. No es eso.
–¿No
le gusto un poquito?
–Sí,
es muy linda –le dije.
–¿Entonces?
–Todo
esto del viaje y el bolso…
Ella
comenzó a lagrimear pero no soltó el llanto. Caminamos por la calle oscura que
nos llevaba a la terminal de Río Branco. Íbamos en completo silencio. Las
cuadras parecían más largas y tensas. Por fin llegamos. Había poca gente
esperando sus coches.
–Livramento.
Livramento. Yo quiero ir a la frontera. Ahí todo es distinto. Podría dejar esa
corbata y el saco ese horrible. Podemos comer ticholos hasta quedarnos
asqueados. Dicen que es un lugar muy lindo…
Luego
caminamos en silencio dentro de la terminal. Fuimos cerca de la fila donde
salía el ómnibus para Toledo. Nos sentamos en un duro asiento a la espera del coche
que la dejaría en su casa. Estaba resuelto a llevarla hasta la misma puerta del
vehículo.
–¿Vio
la forma en que me miraron?
–¿Quiénes?
–Esas
mujeres que pasaron. Me miraron como si yo fuese una puta.
–Quédese
tranquila.
–Pero
ellas me miraron así. ¡Putas son ellas!
Dijo
esto y se quedó mirando hacia los puestos de revistas y cigarros. Yo no vi
mujer alguna que la mirara o que cuchicheara con otra algo que pudiera ser una
reprobación o un insulto.
–¿Usted
es de Livramento? –le pregunté, para cambiar de tema.
–No,
soy de San Carlos.
Luego
se produjo un silencio. Fue un silencio largo e incómodo. El ruido de la
terminal quedaba todo en un segundo plano. La gente formaba fila delante de los
carteles con los números de los coches.
–No
voy.
–¿Qué?
–No
voy a ir a mi casa. Vamos a un hotel. Hay unos cuántos hoteles baratos en la
zona. Yo no me voy a ir para mi casa. Si no quiere venir me voy sola, pero no
voy a ir hasta mi casa, no voy hasta el domingo.
Entonces
me la quedé mirando. Se había pintado, apenas, los labios.
–No
tengo mucha plata arriba –dije.
–Tengo
lo que iba a gastar en Livramento –dijo ella.
La
miré otra vez. Mi mirada quedó fija en sus ojos.
–Sí.
–¿Qué?
–Que
entonces sí.
–¿Sí?
–Vamos
–le dije.
Ella
sonrió. Se la llenó la cara de alegría. Me tomó del brazo. Caminamos no mucha
cuadras y nos metimos en el primer hotel que encontramos en el camino. No
recuerdo ahora el nombre, no sé si alguna vez lo supe.
Subimos
la empinada escalera de madera. La hicimos crujir a cada paso. Nos recibió un
hombre que parecía el dueño. Estaba detrás de un mostrador oscuro que se notaba
que era pesado. Detrás y arriba había un paisaje en un lago. La pared tenía
casilleros con las llaves de las habitaciones. Nos pidió documentos y anotó
todo en un libro de registros.
–Estado
civil.
–Casado.
–Casada
–dijo ella.
–Profesión.
–Empleado.
–Empleada
–dijo Lucía.
El
hombre llenó el formulario. Nos devolvió los documentos y nos dio la llave de
la pieza. La habitación 23.
–Es
ahí –dijo– y señaló, desde su lugar, la puerta.
El
hotel era pequeño y tenía aspecto de ser bastante barato.
Entramos
a la pieza. Las paredes tenían un lambriz barnizado. No había espacio para casi
nada. Una cama, dos mesas de luz, el baño, una mesa pequeña y una silla, una
lámina enmarcada como único adorno. Un ropero con mantas y una almohada extra.
No tenía ventana alguna.
–Aquí
estamos.
–Sí,
aquí estamos –dije.
Ella
se quedó parada, estaba frente a mí, pero no atinaba a hacer nada. Yo la rodeé
con mis brazos y le di un beso. Ella corrió un poco la cara.
–¿Qué
pasa? –le dije.
–Cosas.
–¿Qué
cosas?
–Hubiese
sido más fácil en Livramento. Acá estamos muy cerca de todo.
Se
produjo otro silencio incómodo. Yo la abrazaba y ella parecía que quería huir. Me
senté en la cama. Me quité los zapatos.
–Voy
a llamar a mi marido.
Vi
que la habitación no tenía teléfono alguno.
–¿Qué
pasa? –dije.
–Quiero
hablar con mi marido.
–Bien
–le dije– en la recepción debe de haber algún teléfono.
–Voy
a llamarlo.
–Adelante.
–Voy
a decirle que estamos acá. Le voy a pedir que venga a buscarme.
Me
la quedé mirando. Parecía un poco pálida, eso era algo extraño en ella. Tenía
un gran miedo, eso fue lo que pensé en un primer momento. Fue hasta la silla
donde había dejado sus cosas. Tomó algunas monedas de su bolso y salió de la
pieza.
Volvió
casi enseguida. Estaba llorando.
–¿No
pensaba pararme?
–¿Cómo?
–No
intentó pararme para que no lo llamara.
–¿Lo
llamó?
–No,
no lo llamé.
Entonces
me paré, descalzo, y la tomé, otra vez,
entre mis brazos. La besé. La besé de nuevo. Esta vez ella no movió la cara.
Luego me abrazó con una gran pasión y me tiró hacia la cama. Caímos como dos
pesos muertos. Ella me apretó los brazos contra la cama y me beso hasta
hartarse. Lentamente empezó a desvestirse. Llevaba ropa interior de color rosa.
Jineteó un poco arriba mío. Luego nos confundimos en un solo abrazo. Me llevó
instantes dejar de pensar que todo eso era una locura. Pensar que estábamos en
un pobre hotel céntrico, un pobre hotelucho, que nos íbamos a quedar todo el
fin de semana, que apenas la conocía, que su marido podría enterarse de todo
ese mismo lunes, que tenía poco dinero, que ella estaba bastante desesperada, y
todas esas cosas. Me llevó instantes no pensar más en eso, no pensar en nada.
Solo quería estar con ella y allí estábamos.
–¿Y
ahora?
–¿No
le hubiese gustado ir conmigo a la frontera?
–Acá
está bien.
–Sí,
está bien, pero yo no puedo salir a la calle.
–Hasta
el domingo.
–Hasta
el domingo de tarde.
Entonces
me abrazó, me tiró hacia atrás y mi cabeza golpeó la cabecera de la cama. Había
perdido la noción de tiempo. Cuando nos dormimos pensé que me despertaría en mi
casa. Que todo había sido solo un sueño. Pero me dormí y esa noche tuve
pesadillas espantosas. Tal vez me sentía culpable de algo, eso es algo que
ahora puedo razonar. Soñé que iba por el campo, era un campo quién sabe dónde y
venía una jauría de perros salvajes. Me perseguían. Entonces me agarraban y me mordían,
con sus colmillos blancos y afilados. No era uno sino dos o tres perros, quizá
cuatro perros salvajes, que me mordían y quedaban enganchados de mis piernas y
no podía moverme de la cama. Me desperté en un sobresalto. Miré la hora: eran
casi las seis. La miré. Dormía en forma plácida: parecía un ángel. No había malevolencia
ni culpa en su cara. Parecía dormir sin remordimientos.
Me
levanté temprano, ella dormía. Me di una ducha y salí de la habitación. Caminaba
sin apuro. Llegué a la recepción, donde no estaba el hombre que nos registró a
la entrada, sino una mujer. Le pregunté si servían desayuno.
La
mujer, bastante grande y gorda, con el pelo erizado color ratón, me observó
como un entomólogo examina un simple insecto. No hizo una mueca de
insatisfacción ni gesto alguno.
–¿Usted
habla en serio? –me dijo.
Yo
solo sonreí.
–¿Se
cree que está en el Hilton?
–Solo
pregunté –dije.
La
mujer bajó la cabeza y se puso a escribir en una libretita de tapas duras.
Anotaba números. Tenía dos columnas de números de no más de tres cifras.
Entonces
bajé por la vieja y quejosa escalera de madera, y salí en busca de algo para
comer, para mí y para Lucía; quería sorprenderla.
Tomé
dirección hacia la calle Mercedes en busca de una panadería. No encontré
ninguna abierta ese día. Al menos no a esa hora, y eso era muy raro, ya que las
panaderías abren muy temprano. De forma morosa y a paso cansino llegué hasta un
mini mercado. Tenía un gran cartel en el frente. Podía oler, desde la puerta de
entrada, el aroma a fruta podrida. Compré, entonces, pan de molde, unas
galletitas, manteca, miel y una lata de paté de pollo. Caminé hacia la puerta. Luego
volví a la góndola por café instantáneo. Fui hasta la caja. Solo había una
persona adelante; la estaba atendiendo un joven que parecía ser uno de los
dependientes. La clienta era una mujer mayor, como de unos ochenta y tantos. Llevaba
al menos siete clases distintas de fideos. El muchacho demoró un buen tiempo en
atenderla. Ella no encontraba el monedero dentro de su bolso azul. Luego llegó
mi turno. La cuenta fue fácil y me dieron todo en dos bolsas de nylon. Salí a
la calle, y cuando apenas había caminado dos o tres pasos, escucho que alguien
grita mi nombre. Me volví y vi, unos metros más atrás y en la vereda de
enfrente, a un viejo amigo.
–Jorge,
¿qué hacés por acá?
–Anoche
nos reunimos con unos amigos para jugar a las cartas. Jugamos toda la noche, y
ahora les llevo el desayuno. No estoy lejos.
Se
lo dije de un solo envión, de golpe; fue lo primero que pasó por la cabeza.
–Vamos
–dijo– te invito una copa.
–Es
que no puedo tardarme demasiado. Me están esperando para la comida.
–Los
amigotes están para eso –me dijo– para esperar cuando uno tiene un contratiempo
en el camino, ¿verdad?
–Solo
una copa –le dije.
–Una
sola, mirá la hora que es. Yo tomo solo una copa antes de las once de la
mañana.
Caminamos
unas cuadras y llegamos a un bar. El mozo estaba barriendo los tres escalones
de mármol de la única entrada, de madera y vidrio. Pasamos. Dejé los paquetes
en la silla de al lado y mi amigo se sentó enfrente. La mesita era diminuta y
las sillas apenas aguantaban nuestro peso.
Mi
amigo pidió un whisky solo, sin agua, y yo uno con hielo. El mozo trajo un
platito con maníes. Parecían blandos y viejos. No llegué a meterme ninguno en
la boca pero lo podía ver. Carlos, se comió los míos y los de él.
Tomó
un trago y me dijo:
–Dicen
que van a cambiar el sistema de jubilaciones.
–¿Y
eso en qué nos beneficia?
–No
sé. Igual falta mucho tiempo para que nos jubilemos. Pero me dijeron que es
así, que no hay vuelta. Que cambian el sistema y que va a haber uno nuevo.
–¿Y
el salario vacacional? –pregunté.
–No
sé nada de eso.
–Quién
sabe, en una de esas…
–Póker.
–¿Qué
decís?
–¿Jugaron
al póker o jugaron al truco?
–Siete
y medio.
–Ah.
Tomé
un sorbo del whisky, di vuelta dos veces, en círculo, los hielos. Le pregunté:
–No
nos van a tocar la bonificación de fin de año ¿no?
Él
me miró. Me dijo:
–¿Sos
bueno?
–¿Qué?
–dije. Quedé esperando.
–Jugando
al siete y medio.
–Me
las rebusco.
–Ganaste
algo, ¿verdad? –dijo, y rio.
–Sí,
algo.
Entonces
dio una carcajada. Gesticuló una gran sonrisa, más que eso, carcajeó. Con
fuerza. Se refregó una mano contra la otra y dio dos golpes de puño en la mesa.
–Así
que vos pagás la vuelta, ¿verdad? Yo ya voy pidiendo al mozo la siguiente.
–Dijiste
una sola, ¡mirá qué hora es!
–Una
vos, otra yo. Es la mejor manera de dividir los gastos.
–Solo
dos.
–Te
prometo.
Llamó
al mozo e hizo el nuevo pedido. El mozo llegó enseguida con los vasos y otro
platito, ahora con aceitunas verdes. También parecían viejas. Se les había ido
parte del color y solo alcanzaban a tonos de verde agua.
–¿Vos
vivís por acá? –le pregunté.
–Para
nada.
–Ah.
Sonrió
una vez más. Gesticuló una sonrisa pero más pobre que la primera. Parecía un
zorro mirando desde afuera el gallinero.
–Me
quedé en la casa de una amiga. Se dice el pecado pero no el pecador, ¿no es
cierto?
–Entonces
te están esperando.
–No.
Ya me vuelvo para mi casa. Lo hecho hecho está, ¿verdad? Ahora a cumplir con la
patrona.
–Como
te dije yo sí tengo que volver. Se me está haciendo muy tarde.
–Solo
una más, como decía Garmendia.
Sonreí.
Recordé en ese momento al hombre gris dentro de trajes pardos. Garmendia y sus
dichos. Había trabajado con nosotros en la barraca de hierros Parodi. Era un
poco viejo. Siempre fue un viejo para mí. Lo recordaba así, en esos momentos.
Garmendia, pensé, y sonreí. El viejo Garmendia, dije.
Tomamos
dos copas más y me paré. Pagué el primer whisky y dejé una moneda sobre la
mesa. Luego me arrepentí y dejé otra más. Mi amigo pagó lo suyo y cuando nos
estábamos para ir, cuando él creía que yo miraba hacia otro lado, agarró las
dos monedas y se las metió en un bolsillo. Nos despedimos en la puerta.
Cuando
llegué a la habitación Lucía estaba mirando la tele.
Se
encontraba a un volumen muy alto. Exagerado.
–¿De
dónde sacó la televisión? –le pregunté.
–Se
la pedí a la mujer que está adelante.
–¿La
mujer de la recepción?
–Sí,
¿quién va a ser? –dijo.
–¿Y
se la prestó así, como si nada?
–No.
Me cobró por un día de uso. Una especie de alquiler.
Decía
todo esto con vos monótona, como adormecida, sin siquiera sacar los ojos de la
pantalla. No quería mirarme a los ojos. Parecía, francamente, descontenta,
ofuscada.
–Traje
el desayuno.
–No
quiero –dijo.
–Vamos,
le va a gustar.
–Me
comí una lata de sardinas que tenía en el bolso.
–¿Sardinas
a esta hora?
–Es
mejor hora para las sardinas que para tomar alcohol –me dijo.
Sentí
el golpe y le respondí:
–Fue
culpa de un amigo. Me encontré con un amigo y no pude negarme.
Ella,
sin retirar los ojos de la pantalla, me dijo:
–No
soy su esposa, no me tiene que dar ninguna explicación. Marido ya tengo, y está
en casa.
Me
la quedé mirando. Me ganaba la desesperación. Estaba bastante arrepentido. No
sabía cómo consolarla. Hablé en voz alta, le hablaba a ella pero era como si me
lo dijese a mí mismo.
–Bueno,
entonces yo voy a desayunar.
–Que
le aproveche.
Extendí
un poco las sábanas y puse mi desayuno sobre la cama. Lo desparramé en varios
lados. Empecé comiéndome las galletitas. Ella seguía con la vista fija en el
televisor: estaban pasando un programa de entretenimientos. Había que sortear
varios obstáculos para ganarse una licuadora. Parecía un programa argentino.
Cuando
terminé, envolví todo lo que no había comido y tiré los restos en la papelera
que se encontraba a un lado del lavabo, contra la pared, en el fondo del baño.
Me lavé las manos y volví al cuarto. Ella estaba llorando. Lloraba en silencio,
con gran esfuerzo para no hacer ruido. Se le había llenado toda la cara y el
cuello de lágrimas. La abracé por la espalda. La incliné hacia la cama. En las
sábanas había restos de las migas de pan. Nos abrazamos. Nos quedamos así por
un rato.
–Van
a cambiar el modo de jubilación –le dije.
–¿Y
a mí qué?
–Pero
no van a sacar los bonos de fin de año.
–Yo
no cobro bonos.
–Pero
yo sí. Con la plata de los bonos podemos volver a salir. Podemos venir a este
mismo hotel, si está de acuerdo.
–Para
que se escape y salga a tomar otra vez. No, gracias.
De
pronto se soltó de mis brazos y se paró y se quitó el buzo deportivo que
llevaba como único vestido. Me dio la espalda y se puso a mirar en el espejo.
Dejó de observarse de golpe y me miró. Me clavó la mirada y caminó hacia la
puerta. Salió, así desnuda como estaba, y empezó a caminar por el pasillo. Yo
salí detrás de ella. Un hombre de piyama azul fumaba en el corredor. Se la
quedó mirando. Pude escuchar las voces en otra habitación, eran dos mujeres. Discutían
por un asunto de dinero. La tomé del brazo y me la llevé hasta la pieza. Ella
forcejeó. Apagué la televisión cuando pasé al lado. Nos sentamos en la cama.
Ella seguía completamente desnuda. Entonces se puso los lentes de aumento y
empezó a buscar algo en la guía telefónica que había en la mesa de luz. Miré
bien: era la guía de calles.
–¿Qué
busca? –le pregunté.
–Un
hombre que no sea un borracho.
–¡No
soy un borracho!
–Tomó.
Lo puedo oler desde acá. No son ni las diez de la mañana y ya está tomado.
Ella
seguía vestida solo con sus anteojos de aumento y buscaba con cierta
desesperación. Pasaba las páginas con rabia.
Tomé
la guía telefónica con las dos manos y tironeé. La tiré al piso, a un lado.
Después le quité los lentes y la incliné en la cama hasta que quedó de modo
horizontal. Tenía la cara completamente roja.
–¿Ahora
me va a pegar?
–¿Qué
dice?
–Si
me va a pegar. Los borrachos les pegan a las mujeres.
–No
soy alcohólico y no le voy a pegar.
Ella
entonces hizo una pequeña mueca y apenas sonrió. Me miró con ojos pícaros. Nos
pusimos a reír de golpe. Ella fue quitándome, despacio, de a uno, los botones
de mi camisa y luego tiró de la hebilla del cinturón y se lo quedó en una mano.
–¿Me
va a perdonar?
–Shhh.
Me
besó de forma desesperada. Tal vez sí le hubiese dado una nalgada pero no como
reproche sino como si fuese un mimo cualquiera. Ella me aferraba de los brazos.
En pocos instantes éramos un revoltijo sobre las sábanas sucias y ajadas.
Tuvimos sexo con vehemencia y sin el menor cariño. Luego ella se levantó y se
dio una ducha. Podía escuchar el agua caer sobre las baldosas frías. Gritó:
–¿No
va a venir?
Fui
con ella.
Al
mediodía comimos los restos de desayuno que había dejado. Luego nos pusimos a
ver la tele. Daban un programa como de hacía, por lo menos, veinte años. Nos
reímos y nos abrazábamos a la vez. De tarde salí a dar una vuelta. Ella
permaneció dentro de la pieza. Compré agua mineral y unos cigarros. Ella no se
había levantado en todo el día de la cama. Solo lo hizo para bañarse e ir un
par de veces al baño. A eso de las ocho se empezó a sentir en todo el hotel un
ruido impresionante. Había un gran alboroto. Era sábado y las habitaciones
estaban repletas de gente que iba por la noche. Solo un viejo vivía allí de
forma permanente. Las habitaciones se alquilaban generalmente por el día. Era
un pobre hotel venido a menos. Eso fue lo que me pareció. Se sucedieron en la
noche los gritos y los insultos. El ruido de botellas rotas. Los golpes. Temí
que alguien llamara a la policía y nos encontraran así, con Lucía. No por mí,
sino por ella. Más bien por mí, no sabía cuán grande era su marido.
En
la noche del sábado apenas pudimos dormir. El domingo de mañana volvió la tranquilidad
y el silencio ocupó todos los rincones que le habían pertenecido.
Nos
quedaba todavía un día más. Ella me dijo que tendría que tomar el ómnibus a
Toledo que sale de la terminal a las siete y media. La invité a dar un paseo
conmigo pero se negó. Temía que la viesen por Montevideo, y más con un extraño.
Su familia pensaba que ella estaba en Livramento. No se hablaría más del tema.
Entonces hicimos planes para el domingo.
A
eso de la una salí a buscar cigarros. Caminé unas cuantas cuadras hasta que vi
que caminaba sin sentido alguno, como si estuviese borracho o perdido.
Retrocedí sobre mis pasos y entré en un salón pequeño, no era más que un
kiosquito. Pedí cigarrillos. El hombre tuvo que abrir un cartón. Subió a una
escalera de cuatro escalones y bajó dos cartones del estante más alto.
–¿Qué
es eso? –pregunté, mientras indicaba con la mano.
El
hombre me miró. Se fijó otra vez.
–Son
juegos que tenía el antiguo dueño del local.
–¿Qué
juegos?
–Juegos
de mesa. Tengo Damas, Dominó, Ludo y aquí hay un Mikado.
–¿Mikado?
–Sí,
ese de las varitas.
Pensé
en mi sobrino.
–¿Cuánto
cuesta?
El
hombre me dijo el precio. No se fijó en ninguna lista ni libretita, por lo que
supuse que el precio lo fijó en ese mismo instante. No me pareció caro, más
bien era bastante barato.
–Deme
uno –dije – ¿cuánto, con los cigarros?
El
hombre hizo la cuenta. Le pagué.
–¿Tiene
papel de regalo?
–No
me queda. Puedo darle un sobre de manila para resguardarlo.
Le
dije que sí y metió la caja en el sobre.
Abrí
los cigarros y mantuve el paquete bajo el otro brazo. Caminé las pocas cuadras
hasta el hotel un poco cantando, un poco silbando. Era una canción de cuando
era un niño. La recordaba con cariño.
Cuando
llegué Lucía estaba llorando de forma desconsolada. Tenía el televisor a un
volumen muy alto, de nuevo. Lloraba e hipaba de angustia y desesperación. La
abracé. Le dije:
–¿Qué
es lo que pasa?
–Mi
dijeron puta.
–¿Quiénes?
–Ellos.
Me llamaron y me dijeron puta, otra vez.
–¿Quiénes
son ellos?
–Los
que me llamaron por teléfono.
La
abracé fuerte, una vez más. Parecía que temblaba. Tenía la espalda empapada. La
apreté contra mi pecho y fui recorriendo, con la palma de mi mano, su espalda
fría.
–Quiero
irme a mi casa.
–Aquí
nadie la retiene –le dije.
–Pero
no puedo. No puedo volver antes de la noche a Toledo.
–Puede
decirle a su marido la verdad.
–No
puedo –dijo, y siguió llorando.
La
abracé fuerte y le pasé dos dedos por el pelo. Pensé en algo. En cualquier
cosa. Le dije:
–Tengo
algo para usted. Algo que le va a hacer olvidar de los problemas.
Ella
solo me miró. Tenía los ojos enrojecidos y mojados.
Saqué
del sobre de manila el Mikado.
–¿Qué
es eso?
–Un
Mikado.
–¿Para
qué compró un Mikado?
–Era
un regalo, pero nos va a servir –dije esto y abrí la caja, y desparramé las varitas
sobre la mesa.
Nos
pusimos a jugar. Jugamos lo que quedó de la tarde. Ella se esmeró en ganar y yo
en que se olvidara de todo, al menos hasta las siete.
Recogía
las varitas con gran habilidad y hacía gestos y resoplos. Me la quedé
contemplando así, parecía una niña chica con su juego nuevo. Estaba muy linda.
Tenía la cara sin pintar, el pelo suelto, y permanecía desnuda.
En
un momento le dije que nos teníamos que aprontar. Ella se vistió y arregló
todas las cosas en el bolso. Yo guardé el Mikado en su caja y lo volví a meter
en el sobre. Dejamos la habitación y fuimos a pagar la cuenta. En la recepción
se encontraba el hombre que nos había atendido el viernes. Ella pagó y bajamos
la escalera quejumbrosa.
Una
vez en la terminal fuimos hasta un local donde ella compró bizcochos. Llegamos
a la fila de los ómnibus que iban hasta Toledo. Me despedí de ella así, con un
simple beso en la mejilla izquierda. Ella dijo algo así como adiós o hasta luego. Tenía los ojos
llenos de lágrimas. Caminé dos o tres pasos y volví. Le pregunté:
–¿Tiene
hijos?
–Dos.
Parecía
una muchacha indefensa. Se metía las manos dentro de los puños de la camisa. Le
di el Mikado, que permanecía en el sobre color arena. La agarré del hombro y se
lo di. Le dije:
–Es
para ellos.
Me
miró a los ojos y me dijo:
–Gracias.