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No hay extradición para ningún delito. Buenos Aires 2019

Agnus / Creo porque es absurdo

Agnus / Creo porque es absurdo
Agnus / Creo porque es absurdo (Buenos Aires, 2018).

El café frío (segunda edición, México, 2019)

PRESENTACIÓN MIKADO

PRESENTACIÓN  MIKADO

Silence

DUILIO LURASCHI:

Ideas para guiones cinematográficos

SILENCIO

Silencio.

Estaba sentado en un banco frente al cementerio. Vivía a media cuadra de la puerta de entrada. Allí, el muro se alargaba, siempre igual, hasta el arroyo, que en ese entonces era apenas un hilito de agua maloliente bordeado de sauces, con sus largas ramas hinchadas por la humedad, que caían, flácidas, sobre la basura que todos arrojaban. Estaba sentado en el banco de piedra mientras esperaba que el ómnibus pasara.

Trabajaba al otro lado de la ciudad, en una carpintería pequeña, que pertenecía a la viuda del último de los dueños del molino. Como el molino quebró, ella dedicó lo que quedaba de la herencia a poner un negocio de maderas, cosa muy común por aquellos días.

Yo no era de la zona. Había llegado con Sara, mi esposa, y mis dos hijos pequeños no hacía tanto tiempo, y nos habíamos instalado en una casa antigua pero luminosa en una calle angostísma, que nacía en la ruta y moría en el arroyo. Los vecinos eran pocos, ya que nadie quería vivir frente al cementerio.

Los niños crecieron entre perros de caza, criando renacuajos, buscando tesoros debajo de las piedras, como todos los niños de la zona, pero había algo en el varón que lo distinguía de los otros: desde que llegó al lugar no dijo palabra. Tenía tres años cuando decidimos dejar nuestro pueblo, cerca de Cerrillos, para probar fortuna en una ciudad un poco más grande. La niña en ese entonces tenía ocho años, pero el varón, de seis, no decía palabra.

El médico del pueblo, un hombre grandote, de pelo rasurado, nos indicó un pase para un especialista, pero todos los especialistas vivían en la capital, y si bien las cosas no me iban mal en el trabajo, no tenía el dinero suficiente para la consulta ni para nuestro desplazamiento. Además la carpintería tenía un pedido mensual de tres ataúdes finos, que requerían de todo mi esfuerzo. Los otros, los cajones simples de pino, los hacían dos jóvenes aprendices, pero los trabajos importantes me los encomendaban a mí, cosa que me llenaba de orgullo.

El cura párroco nos había dicho que teníamos que dar nuestro hijo a la Iglesia. Su silencio era un misterio divino, quizá un llamado del Señor para que el niño ingresara a las filas del sacerdocio. Sara insistía con que lo llevásemos al monasterio pero yo me negaba una y otra vez, con la esperanza que el muchacho se curara, que como calló así, de un solo golpe, comenzara a hablar del mismo modo. Cada noche, al llegar a la casa, me quedaba observándolo. Él permanecía siempre en su silla, en silencio, y nada se escapaba de sus ojos, vivaces, pero de su boca no salía una sola palabra.

Como no podía ir a la escuela se quedaba con Sara y la ayudaba con mínimas tareas de la casa, como secar los trastos o hacer las camas. En las horas que tenía libres cruzaba al cementerio, y recorría con su dedo índice todas las lápidas y las cruces. También dibujaba. Sus dibujos eran extrañísimos, llenos de líneas de colores vivos y brillantes, enmarcados con un trazo de por lo menos un dedo de ancho, del negro más intenso. El cura párroco insistía que eran luces celestiales pero yo me negaba a que mi hijo pasara el resto de su vida encerrado en una celda en alguna abadía en medio del campo.

Me acercaba hasta él, sonriendo, y le pegaba suavemente en el hombro con el puño. Él levantaba la vista pero sólo quedaba mirándome.

Yo estaba sentado, frente a la puerta del cementerio y pensaba en todo eso.

El ómnibus demoraba, así que me puse a armar un cigarrillo. Silbaba una vieja canción, que oía cantar a mi madre cuando era pequeño. Acostumbraba a silbar, lentamente, entonado, cuando estaba solo o aburrido, cuando el tiempo se hacía eterno, como ese día en que esperaba que apareciese el ómnibus que nunca llegaba.

Y allí estaba, sentado, haciéndome sombra con el ala más ancha del sombrero, armando un cigarrillo sin premura, dejando que el tiempo pasara.

En ese instante llegó Coitiño, con su andar lento, pausado, y se paró frente a mi.

- ¿Quién murió hoy?

- No sé -dije, mientras seguía con mi cigarro.

- ¿Cómo que no sabe?

- Hace rato que estoy acá sentado pero no vi ningún cortejo.

- ¿Y no le hicieron algún encargo especial?

- Ninguno. Tres cajones por mes. Lustrados, con cruz y aros de bronce. Como todos los meses: tres cajones de los buenos.

Coitiño frunció el ceño, como si lo que yo le había dicho no fuese cierto. Pero yo no lo sabía. No lo supe hasta que llegué a la carpintería.

Era tiempo de elecciones y un muchacho regordete pasó, montado en su bicicleta enorme, con un altavoz anunciando que iba a hablar el diputado Ibáñez en el Club Social esa noche. Parecía que en cada pedaleada dejaba la vida, y decenas de gotitas de sudor le caían por toda la frente, zigzagueando, hasta el cuello de la camisa. No le importó que pasara frente al campo santo, siguió con su parlante a viva voz, mientras pedaleaba.

Por fin se vio, a lo lejos, el ómnibus, que por el polvo que levantaba me di cuenta que traía apuro por llegar a tiempo a su destino. Me paré en medio de la calle e hice señas con los dos brazos.

Era el único ómnibus que había en la zona y cruzaba la ciudad de norte a sur, la bordeaba en parte y volvía a cruzarla de oeste a este. Como ya había hecho parte del recorrido encontré un único asiento. Estaba sobre la rueda, que parecía que de un momento a otro fuera a estallar por el calor del asfalto y la velocidad que el conductor le infringía.

- Llega tarde -dijo la viuda.

- Es por el ómnibus, usted sabe.

- Cámbiese de ropa y comience con un nuevo pedido. Es un ataúd especial. Quiero que luzca perfecto. Elija el mejor y apróntelo como si fuese para usted mismo.

Una vez que la dueña se marchó pregunté quién era el difunto.

Parecía que el único en le pueblo que no lo sabía era yo. Y Coitiño, pensé después, recordando nuestra charla en el cementerio. La voz se había corrido desde temprano en la mañana cuando encontraron al diputado Ibáñez muerto, en un lugar impropio.

- Pero si yo oí el aviso del acto en el Club Social -repliqué.

- Lo que pasa es que el aviso estaba pago y como el dueño del altavoz no quiso devolver el dinero, el partido lo obligó a dar toda la vuelta al pueblo.

En ese momento apareció la viuda, dándose golpecitos de palma contra su muslo generoso, y me indicó los últimos detalles.

Trabajé con esmero toda la mañana.

A eso de las doce los muchachos salieron a comer, pero yo me quedé porque el pedido era urgente.

Ya casi había terminado cuando escuché que alguien entraba por la puerta principal. Apretaba el último tornillo, aferrando la gran cruz con el Cristo a la tapa, por lo que no alcé la cabeza hasta que oí una voz profunda de hombre que decía:

- ¿Está pronto el ataúd?

Cuando levanté la vista lo vi.

- ¿Está pronto? -insistió la voz grave.

Yo no pude decir palabra. Era el diputado Ibáñez. Llevaba un traje habano y camisa blanca de seda, pero, cosa rara en él, no traía lazo o corbata.

Entonces, por la misma puerta por donde entró, apareció mi hijo con una bolsa con comida. El niño pasó delante de él, y una vez que estuvo al lado le acarició la cabeza, con cariño, como solía hacerlo en las reuniones políticas con los hijos de los correligionarios. Yo me adelanté unos pasos y lo traje conmigo. El niño dejó todo sobre una mesita llena de herramientas y se quedó así, como siempre, mirando.

El diputado estuvo largo rato observando mi trabajo. Era, sin lugar a dudas, el mejor ataúd que había preparado. Una vez satisfecho, se marchó, lentamente, mientras se alisaba el cuello de su camisa.

El niño permanecía en un rincón, armando casitas con trozos de madera y corcho, deshechos que muchas veces iban a la estufa o al asador. Parecía tranquilo, inmerso en sus construcciones, que se elevaban unos veinte centímetros de la mesa, y que semejaban pequeños panteones de un imaginario cementerio. El niño estaba absorto en su juego mientras yo sólo alcanzaba a lustrar una y otra vez la cruz del féretro. Cuando llegaron mis compañeros estaba sentado junto al cajón, en total silencio.

Entraron a las risas, golpeándose los hombros, y se pusieron a trabajar de inmediato, sin tomarme en cuenta, como si estuviesen inmersos en su propio mundo.

Entonces pensé que todo había sido una broma; que ellos me habían mentido acerca del muerto; que el fallecido podía haber sido el doctor o el Intendente, quizá la esposa de Ladislao Guerra, hombre de mucho dinero capaz de pagar un cajón de lujo.

No podía haber visto a un fantasma. Además había oído claramente el altavoz anunciando su mitin en el Club Social esa misma noche. Seguramente ese par de rufianes eran de otro partido. Ellos seguían riéndose mientras lustraban sus cajones; se tiraban con tarugos y viruta, como si hubiesen recibido una buena noticia o simplemente riendo como tontos que no tienen en qué pensar sino en divertirse.

El tonto he sido yo, me decía, cómo pude creerle a ese par de cretinos.

- Ustedes me mintieron -les dije- No fue el diputado Ibáñez el que murió. ¿Para quién es este cajón tan lujoso?

Los muchachos dejaron de reír de inmediato.Tobías, el menor, fue hasta la piecita del fondo y trajo el diario local. En la página fúnebre habían por lo menos seis avisos: de su esposa, de sus hijos, del Partido, del Club Albatros. Hasta había un editorial, escrito por un tal Javier Jancovics, que elogiaba ampliamente a su correligionario e invitaba al sepelio, donde habría una pequeña oratoria.

No hablé más del asunto. Terminé mi trabajo y volví a casa. Llevaba a mi hijo de la mano. Le acariciaba suavemente la cabeza y pensaba que el diputado Ibáñez había hecho lo mismo, unas horas antes.

Sara me esperaba con el diario sobre la mesa. Era el diario que había visto en la carpintería. Mi hija vino corriendo del fondo y nos besó a su hermano y a mí.

Apenas llegué, me puse a recordar nuestro primer día en esa casa: el muro ciego del cementerio en la vereda de enfrente, la dueña, con su cara alargada, que culminaba en una nariz musculosa, como la trompa de un zorro; aquellas personas que se acercaron para darnos la bienvenida.

No sabía bien por qué, pero me venían, en oleadas, todos esos recuerdos. Entonces salí al jardín y quedé observando, desde la verja, la puerta del cementerio. Los cipreses giraban de modo casi imperceptible. Entré. Sara ya estaba sentada a la mesa.

- ¿Viste quién murió? -preguntó.

No contesté. Esperaba que ella me lo dijera.

- El diputado Ibáñez -dijo, en seguida, mientras servía un plato con trozos generosos de torta de vainilla.

- Hoy lo vi - le dije.

Se hizo un silencio y proseguí:

- Hoy lo vi. Estaba terminando su ataúd cuando apareció por la puerta. Preguntó por su féretro. Quería saber si estaba pronto.

- Estás cansado -dijo Sara.

- No estoy cansado, lo vi.

Entonces ella se puso a cortar más trozos de torta, haciendo un montoncito con las migas, que llevó hasta la cocina.

Mi hijo observaba, por la puerta entreabierta de la habitación, la gran cruz de hierro forjado, y trataba de dibujarla en una hoja de papel garbanzo. Mi hija jugaba en el patio.

Yo quedé pensando, con la vista perdida en la mancha de humedad que ocupaba el techo y parte de la pared del fondo.

Se hizo la noche.

Cuando reaccioné, vi a mi hijo que, poniéndose el dedo índice sobre sus labios, me hacía una pequeña seña para que guardara silencio.

Entonces comprendí todo.


Silence

I was sitting on a bench opposite the cemetery. I lived half a block from the gates. From there, the wall stretched unchanged all the way to the creek. The creek was at the time nothing but a stinking stream surrounded by willows with branches bloated from humidity that drooped limply over the rubbish that everyone dumped there. I sat on the stone bench waiting for the bus to drive by.

I worked at the other end of the town, at a small carpenter's shop owned by the widow of the last owner of the mill. After the mill had gone bankrupt, she had invested the remains of her inheritance into the timber business, something usual those days.

I wasn't originally from the area. I had arrived there with my wife Sara and my two children not so long before, and we had settled in an old but well-lit house on a very narrow street connecting the main road to the creek. Neighbours were few, since no-one wanted to live across from the cemetery.

The children had grown among hunting hounds: like the other children in the area, they would raise tadpoles and search for treasures under the rocks, but there was something in my son that set him apart from the others: he hadn't uttered a word since we had arrived. He was three years old when we decided to leave our hometown, near Cerrillos, to try our luck in a town somewhat bigger. My daughter was now eight but my son, at six, would not say a word.

The town's doctor, a hefty man with his hair cropped close, referred him to a specialist, but all specialists lived in the capital, and while I wasn't doing badly at work, I had no money for the fee or the trip. Besides, the shop had a monthly order of three premium coffins, which required all my efforts. The other coffins, basic pine ones, were made by two young apprentices, but the superior work was assigned to me, which made me proud.

The parish priest had told us we should give our son to the Church. His silence was a divine mystery, perhaps a call from the Lord for the child to join the ranks of the priesthood. Sara insisted we should take him to the monastery but I refused over and over again, in the hope that the boy might get better; that just like he had fallen silent from one minute to the next, he might speak again in the same way. Every night, when I got home, I watched him. He would always sit on his chair, in silence, and his lively eyes would not miss a thing, but not a word would come out of his lips.

As he couldn't go to school, he would stay with Sara and help her with the menial duties of the house, such as drying the pots and pans or making the beds. In his free time, he would walk across to the cemetery, and run his forefinger over the gravestones and crosses. He also drew. His drawings were strange, full of lines in bright colours, framed by an outline of deep black, as thick as a finger. The parish priest insisted those were heavenly lights but I resisted the notion that my son would spend the rest of his life locked in a cell in some abbey lost in the middle of nowhere.

I would approach him smiling, and gently knock his shoulder with my fist. He would look up but simply stared.

I sat opposite the cemetery thinking about all this.

The bus was taking a long time coming, so I started to roll a cigarette. I was whistling an old song that my mother would sing when I was little. I had the habit of whistling slowly, in tune, when I was alone or bored, when time was slow, like that day when I was waiting for a bus that seemed never to come.

And there I was, sitting, with my face under the shade of the wider part of my hat's brim, rolling a cigarette without haste, letting time go by.

Right then Coitiño arrived, with his slow, tired gait, and stood next to me.

'Who died today?'

'I don't know,' I said, while I kept rolling my cigarette.

'What do you mean you don't know?'

'I've been sitting here for a while but I haven't seen a funeral procession.'

'And you haven't received any special assignment?'

'None. Three coffins per month. Polished, with a brass crucifix and rings. Just like every month: three premium coffins.'

Coitiño knit his brow, as if my words were false. But I didn't know. I wouldn't know until I had got to the shop.

It was election time and a chubby young man went by on his huge bicycle, with a loudspeaker announcing that Congressman Ibáñez was to speak in the Social Club that evening. He seemed to put all his life into each stroke, and hundreds of sweat drops zigzagged down his forehead all the way to his shirt collar. He didn't mind he was riding past the cemetery and kept his loudspeaker full blast while he pedalled away.

At long last the bus appeared in the distance, and from the dust it raised I could tell it was in a hurry to arrive at its destination. I stood in the middle of the road and waved both arms.

It was the only bus in the area: it crossed the town from North to South, went along its rim for a stretch and then crossed it again from West to East. It was well into its itinerary when I got on, so there was only one free seat. The seat was placed over the wheel, which seemed to be on the verge of bursting any time from the temperature of the asphalt and the speed of the bus.

'You're late', said the widow.

'The bus, you know.'

'Change your clothes and start this new order. It's a special coffin. I want it to look perfect. Choose the best one you can find and finish it as if it were for yourself.'

Once the widow had left, I asked the others the name of the deceased.

Apparently I was the only one in town who didn't know. Besides Coitiño, I thought later, considering our exchange by the cemetery. Word had got around since early in the morning when Congressman Ibáñez had been found dead in an inconvenient place.

'But I heard the announcement about the Social Club meeting,' I replied.

'That's because the announcement had been paid for in advance and the loudspeaker man refused to give back the money, so the party forced him to go around town.'

In came the widow, patting her ample thigh, and explained the final details.

I worked earnestly all morning long.

At about twelve o'clock, the guys went out for lunch, but I stayed in because it was an urgent order.

When I was almost done, I heard someone come in through the front door. I was fastening the last screw, attaching the large cross with a Christ on it to the lid, so I did not look up until I heard a man's deep voice say, 'Is the coffin ready?'

When I looked up, I saw him.

'Is it ready?,' the bass voice insisted.

I couldn't utter a word. It was Congressman Ibáñez. He was wearing a light brown suit and white silk shirt, but, uncharacteristically, no tie or scarf.

Then, through the same door, my son came in carrying a bag with food. The child walked past the Congressman, who stroked his head lovingly, as he would stroke the heads of his supporters' children in political meetings. I stepped up and brought him to my side. The child left the bag on a table full of tools and stood just like that, as usual, watching.

The Congressman went on assessing my work for a while. It was no doubt the best coffin I had ever finished. Once he was satisfied, he walked out slowly, smoothing his shirt collar.

The child kept to his corner, building little houses with pieces of timber and cork, waste often destined for the fire. He seemed to be calm, enthralled by his constructions, which rose some twenty centimetres from the table, resembling small mausoleums in an imaginary cemetery. He was engrossed in his game while I only managed to polish the crucifix on the coffin over and over again. When the guys returned I was sitting next to the coffin in silence.

They walked in laughing and patting each other's shoulders and started working right away without minding me, as if immersed in their own world.

I then thought that it was all a joke, that they had lied to me about the congressman, that the deceased might be the doctor or the mayor, or maybe the wife of Ladislao Guerra, a wealthy man, so one who could afford a luxury coffin.

I couldn't have seen a ghost. Besides, I had distinctly heard the loudspeaker announcing the meeting at the Social Club that evening. Those two bastards surely belonged to another party. They kept laughing while they polished their coffins, throwing dowels and sawdust at each other as if they had received some good news, or simply laughing like fools who have nothing to think about except having fun.

I was the fool, I thought, how could I believe that pair of idiots.

'You lied to me', I told them. 'It wasn't Congressman Ibáñez who died. Who is this luxury coffin for?'

They stopped laughing at once. Tobías, the younger one, brought a copy of the local paper from the back room. On the obituaries page there were at least six tributes: one by his wife, another by his children; one by the party, one by Club Albatros. There even was an editorial piece written by some Javier Jancovics, highly commending his fellow party member and including an invitation to the burial, where a short oratory speech was expected.

I discussed the topic no more. I finished my job and returned home. I was holding my son's hand. I stroked his head gently and thought that Congressman Ibáñez had done the same a few hours before.

Sara was waiting for me, the newspaper on the table. It was the same paper I had read at work. My daughter came running from the back of the house and kissed me and her brother.

As soon as I had set foot in the house, I had started remembering our first day there: the cemetery's blind wall across the street; the owner with her long face and muscular nose, like a fox's snout; the people who came to bid us welcome.

I didn't know why, but I was overcome by all these memories. I went out into the garden and stayed there looking at the cemetery gate from my fence. The cypresses twirled almost imperceptibly. I went in. Sara was sitting at the table already.

'Have you heard who died?' she asked.

I didn't reply. I was waiting for her to tell me.

'Congressman Ibáñez,' she said right away, as she served large slices of vanilla cake on a plate.

'I saw him today,' I said.

A silence ensued, then I continued:

'I saw him today. While I was finishing his coffin, he came in through the door. He asked about it. He wanted to know if it was ready.'

'You're tired,' said Sara.

'I'm not tired, I saw him.'

She resumed slicing the cake and gathered the crumbs, which she took to the kitchen.

My son was watching the large cross of forged iron through the door ajar and trying to draw it on a sheet of yellow paper. My daughter was playing in the backyard.

I was still thinking, with my gaze lost in the wet marks on the ceiling and wall.

The night came.

When I came to my senses, I saw my son with his forefinger over his lips, signalling me to stay silent.

Then I understood it all.

Traducción: Pablo Deambrosis




No hay extradición para ningún delito.



No hay extradición para ningún delito.

Un hombre asomó su cabeza por la puerta del vagón. Llevaba un gesto abatido, quizás por el cansancio. Una vez que introdujo toda su cabeza enorme y calva, preguntó:

–¿Este es el tren de Santa Isabel a Ballesteros?

Como no obtuvo respuesta de los pocos pasajeros que se encontraban en el lugar pasó primero un hombro, luego el tronco y luego el brazo izquierdo, que llevaba un bolso de mano de un tono marrón con tintes beige y caoba. Era un hombre de unos sesenta años, macizo pero no alto. Vestía traje y chaleco y llevaba una camisa blanca nueva o al menos muy limpia y bien planchada. Su corbata no guardaba mayor relación con las modas ni combinaba con su traje gris, y quizá fuese un regalo o una compra realizada en medio de un viaje, con poco entusiasmo o poco tiempo.

Echó una mirada hasta el fondo del vagón, pero se sentó en el primer banco doble que encontró en su camino, casi al lado de la puerta. Pasó su bolso al asiento que daba a la ventanilla y se arrellanó en el lugar que daba al pasillo. Debajo de su brazo derecho todavía apretaba un diario. Lo mantenía doblado en cuatro. Por su volumen –su delgadez– probablemente fuera el primer diario de la tarde.

Una vez conforme con su ubicación, y sin reparar en nadie en su entorno, comenzó a leer, con una ingrata y torpe lentitud, frase a frase, las columnas de la página de cultura y espectáculos.

El tren arrancó y dejó detrás la casi desolada estación en donde había subido y marchó, a tranco firme, sobre la planicie calma de un día nublado de otoño.

El hombre tenía sendos bolsones bajo sus ojos grises y una enorme papada hasta el cuello. Detrás de su delgado diario parecía un gran sapo viejo. Estaba inmóvil y guardaba silencio; parecía que en cualquier momento fuese a saltar en un charco o sobre algún insecto. Al poco rato llegó el inspector y solicitó los boletos, primero a todos en general, y luego a cada pasajero. Antes de que el inspector –un hombre sin ninguna cualidad ni distinción– llegara hasta su asiento, dejó su diario doblado en dos sobre el bolso marrón y se dispuso a buscar su boleto dentro del saco del traje, en un bolsillo que debería ser amplio o se encontraba casi vacío.

Frente a él se había sentado un hombre de aspecto juvenil. Quizá solo tuviese veinticinco o veintiséis años. Tenía el pelo corto y renegrido, una barba de un par de días de crecimiento le oscurecía gran parte de la cara, casi de niño. Se dio cuenta de que, con suma dificultad, trataba de extraer su boleto del bolsillo exterior de su chaqueta. Llevaba las manos con guantes de gamuza o un cuero sin curtir. Le pareció algo extraño, ya que todavía no se habían avecinado los fríos de junio. Con trabajosa voluntad pudo tener pronto su boleto en la mano cuando llegó el inspector hasta sus asientos.

El hombre, que llevaba el uniforme de la compañía ferroviaria pero no sombrero ni otra identificación, tomó los talones, los ojeó con rapidez y destreza, y los marcó con una especie de pinza que troquelaba cada uno, indicando fecha y sentido. Luego fue el turno del hombre de traje de tweed, que aprovechó para preguntarle al inspector si ése era el coche que iba de Santa Isabel a Estación Ballesteros. El inspector observó, una vez más, su boleto y le dijo:

–¿Usted va hasta Díaz Sepé? Este coche le sirve.

Sin más formalidades ni explicación, el empleado que llevaba el uniforme de la Compañía dejó el vagón y cerró la puerta con un golpe seco.

El hombre de traje se disponía –con breve y marcado ceremonial– a retomar su lectura liviana cuando advirtió que su vecino del asiento de enfrente mantenía una disputa particular entre su mano enguantada y su bolsillo, para poder guardar su boleto.

–Son los guantes –dijo el hombre, mientras abría otra página enorme de su diario.

–Sí, es a causa de los guantes –respondió el otro.

Entonces lo observó bien, otra vez. Llevaba pantalones de una tela liviana, camisa a rayas, con bastones de un color azul o añil, un suéter liviano y la chaqueta clara, donde intentaba introducir, en uno de sus bolsillos, el boleto.

–El día está nublado pero todavía no ha llegado lo peor –dijo el hombre mayor, que simulaba leer su diario.

Su vecino de asiento por fin pudo guardar el trozo de papel, ya muy arrugado en su bolsillo. Entonces lo miró. La mirada no era sutil pero tampoco era un gesto desafiante. Más bien parecía no importarle nada de lo que acontecía en ese vagón. Con sus manos sobre sus rodillas y su voz calma e inocua, dijo:

–Usted lo dirá por los guantes.

–¿Lo qué?

–Eso de que lo peor no ha llegado.

El hombre mayor, sin soltar las páginas de su diario, contestó:

–Sí. El frío todavía no es el mismo que en agosto.

Se hizo un silencio breve. Fue solo como para que el otro diese su explicación.

–Es por la sangre –dijo.

–¿Perdón?

–Llevo los guantes puestos porque tengo las manos cubiertas de sangre.

El hombre de traje de tweed, mientras aferraba con tres dedos, en forma de pinza, el enorme y delgado diario, le dijo, como quien dice algo por cortesía, complacencia o si fuese un hecho de poca importancia:

–Las enfermedades cutáneas suelen no tener gravedad, pero son una verdadera molestia para quien las padece.

El otro dijo, sin subir ni un poco su tono de voz:

–No es una enfermedad, acabo de matar a una persona.

El hombre de traje, siempre detrás de su publicación, consultó:

–¿Es usted policía?

El otro lo negó, primero con su cabeza, luego con un simple monosílabo:

–No.

El más veterano, sin poner ningún énfasis en su afirmación, dijo:

–Entonces usted es un asesino.

El hombre de chaqueta no contestó. El otro continuó leyendo por un rato. Se entretenía en una sección de citas célebres. Luego dijo:

–Supongo que se sentirá como Lady Macbeth.

–No le entiendo.

–No tiene importancia.

El tren seguía transitando por la planicie que parecía que nunca iba a terminar. Solo pasto verde amarillento y algún montículo de piedras grises.

–¿Era una mala mujer?

–¿Esa Leidiqué?

–No, la víctima.

El hombre de traje no dejaba de leer su diario delgado y manoseado, mientras hacía una u otra observación.

–No dije que fuese una mujer –dijo el otro.

–Era un hombre a quien usted odiaba, entonces.

El joven de chaqueta miró a través de la ventanilla antes de contestar. Restregaba sus manos enguantadas sobre sus muslos y sobre sus rodillas.

–Era un amigo.

El que leía el diario dio vuelta la siguiente página y se puso a observar las fotos del disco final de una carrera de caballos. Había ganado una potranca argentina el premio de una carrera libre por peso en Hándicap Ascendente. Le asombró el nombre del animal: Leguleya. Los nombres de los caballos de carrera son casi tan insólitos como los nombres de las casas de veraneo o el de los perros que suelen tener las personas ya mayores de edad.

–Supongo que lo habrá decepcionado o algo así –le dijo a su compañero de asiento.

El tipo de chaqueta se vio extrañado, y solo contestó:

–¿Quién?

–Esa persona. Era su mejor amigo.

–No era mi mejor amigo –dijo, sin incluir la mínima pasión– era solo un amigo, pero tampoco me decepcionó. Se portó como un cerdo.

–Suele ser difícil.

–¿Matar a alguien?

–Supongo.

El hombre de chaqueta no contestó.

Su vecino de asiento le dijo, sin soltar las páginas que mantenía a la altura de sus ojos:

–Ganó una potranca la carrera de “libre por peso”, ¿puede usted creer? Para correr con caballos más grandes y con más experiencia debió ser una potranca pesada, y seguro pocos apostaron por ella. Hubiese sido una buena jugada, debió pagar buen dividendo. ¿Usted es un buen jugador?

–No juego ni me gustan las carreras. Me resulta algo aburrido.

–¿Ningún juego?

–Solo un boleto de lotería a fin de año. A veces por compromiso. No me tengo fe en el azar.

–Entonces tampoco mató a su amigo por dinero.

–No. No fue por dinero.

–A mí, en cambio, me gusta jugar. No a la ruleta ni a los dados, pero disfruto al hacer una jugada de quiniela o entrar en una rifa cuando asisto a un acto de beneficencia.

Se produjo otro silencio. Éste mayor a cualquier otro anterior. Por la ventanilla pasaba el campo todavía verde pálido, quemado solo en alguna zona, aún fértil pero desolado. La gente había preferido ir al sur, para probar mejor suerte. Si bien no encontraron el bienestar que pretendían hallar tampoco volvieron a sus pueblos ni a sus campos, y dejaron el norte del país como si fuese un territorio fantasma.

El hombre de traje terminó su diario y lo dejó a un lado, junto al bolso marrón. Buscó en éste algo por unos instantes. Entonces extrajo, desde el fondo, un reloj de mesa. Primero giró unas mariposas que tenía detrás y puso las agujas en cierta hora. Luego le dio cuerda. Le dio un buen rato de cuerda. Miró al joven de la chaqueta liviana y le preguntó:

–¿Hubo cambio de horario el año pasado?

–Siempre hay cambio de horario, todos los años, pero es cuando comienza el verano y en marzo.

–Me gustan los relojes con estilo. No los colecciono pero me cautivan todos los relojes antiguos. Me gustan más que los barómetros.

–A mí me da lo mismo. Solo deben marcar las horas y nada más.

–Pienso que dividir el tiempo en horas es algo muy fantasioso, al menos artificial. ¿Quién puede decir cuánto dura un beso apasionado? ¿O cuánto dura el día entero cuando soñamos unas horas, nada más?

El tren estaba pasando por un puente de hierro casi oxidado por completo.

–El río Santa Clara –dijo el hombre del traje gris.

Cuando el tren pasaba por las vías del puente, mientras traspasaba todo ese mar de tuercas y barandas y pesadas columnas, cuando recorría el frágil riel original, traído por los ingleses en barcos de carga hacía medio siglo, las ventanillas y los reposabrazos de los asientos no paraban de temblar y producían pequeños ruiditos como si en cualquier momento se fueran a partir en mil pedazos. Quedó detrás el río y comenzó, una vez más, el campo poco arbolado, donde solo en breves ocasiones se veía un rebaño de ovejas, un caballo o unas pocas vacas.

El hombre de la chaqueta indicó:

–Todos piden piedad.

El de traje, todavía con el reloj en la mano, no le contestó.

–Hasta el más templado pide perdón. En ese momento no conozco a nadie que guarde compostura.

–No debe ser tan así –dijo el hombre que dejaba su reloj, otra vez, dentro del bolso.

–¿Usted cree en los valientes?

–Debe de haber, estoy seguro. También hay gente que no tiene temor por inconciencia o porque su vida les resulta más miserable que lo que les puede pasar en ese momento.

El hombre de chaqueta se quedó un rato callado. Parecía masticar, muy lentamente, su próxima contestación. No quería que un hombre que vistiese con traje y jugara con relojes de mesa le diera lecciones de valentía.

El vagón seguía casi despoblado. Al otro extremo del compartimiento viajaba una mujer joven muy fea con un hombre algo mayor, con las orejas separadas y pequeñas. Más allá había un hombre marcado por su delgadez, vestido de forma informal, que quizá estuviese retirado o sin empleo. Y en el medio de la fila, del lado del pasillo, viajaba una mujer con su hijo dormido en sus faldas. Desde que viajaban juntos los dos hombres, el coche solo había parado en una estación. El tramo de Almirante Paz a Quiroga era el más largo de esa línea. Además el campo estaba casi abandonado en esa región. Allí todo era piedra y tierra triste. El pasto crecía corto y duro, y los ríos y arroyos eran pocos y de caudal escaso; la excepción era el río Santa Clara, donde se encontraba el puente de hierro.

El hombre de chaqueta dijo, en medio de un inmenso silencio.

–Voy a Brasil. Allí no hay extradición para ningún delito.

–No me confiaría mucho en eso. Parece un poco exagerada su apreciación.

–Tal vez no para todo, pero es un país muy grande. Uno puede perderse en medio del Mato Grosso y nadie se entera de dónde está su casa.

–Puede perderse también en una gran ciudad.

–¿Con toda esa gente?

–Es el mejor lugar. Mucha gente. Todos preocupados por sus vidas. El trabajo, el ómnibus, llegar a casa para comer y dormir. Es el mejor lugar, se lo garantizo.

–En Brasil también hay grandes ciudades –dijo el hombre de chaqueta liviana.

El otro buscó algo en los bolsillos interiores del traje. Sacó una caja de cigarrillos y un encendedor.

–¿Sabe si se puede fumar en este coche?

–En un tiempo hubo vagones para fumadores y para quienes no fumaban. Pero nadie hacía caso a esas cosas. Creo que puede usted fumar.

–¿Quiere uno?

El hombre de chaqueta negó con la cabeza.

–No puedo.

–Claro, por los guantes.

–Por el cáncer de pulmón.

–¿Tiene usted cáncer?

–No. Pero no quiero pescarme uno. Igual usted, si quiere, puede fumar, solo arroje el humo por la ventanilla. No hace mucho frío, tenía usted razón.

El tren paró en una estación diminuta. Había muy poca gente en los andenes. A su vagón solo entraron dos personas; parecía una pareja de novios. Se sentaron en un asiento dándoles la espalda a los dos hombres que guardaron silencio hasta que los jóvenes se pusieron a charlar, en voz baja, como si se hablaran al oído. El hombre de la chaqueta quiso sacar algo de un pequeño bolso que tenía junto a él. Era una especie de mochila muy usada, de tela verde tratada para los días de lluvia con dos correas de estilo militar. El hombre intentaba abrir el broche metálico, pero cada intento era inútil, y le provocaba una enorme frustración.

Su compañero de viaje le dijo, sin que sonara a crítica ni a juicio contundente:

–No es muy hábil con los guantes puestos.

–Ya me voy a acostumbrar.

Ahora, con algo de sorna, preguntó:

–¿Cómo hace para ir al baño?

–Hasta el momento no tuve la necesidad.

El hombre más viejo casi sonrió. Pasó un dedo por el hueco que tenía en su mentón y le dijo:

–Fue algo reciente el infortunio, entonces.

–Sí, fue algo muy reciente.

El que llevaba traje de tweed se pasó un dedo, ahora, por un pómulo y le dijo:

–¿Supongo que puede oler, con claridad, todavía, ese cuerpo por dentro? Dicen que por dentro olemos todos de forma horrible.

El tipo de chaqueta no le contestó. Siguió luchando con el broche de su bolso hasta que por fin lo abrió. Sacó, como pudo, un mapa. El más veterano de los dos individuos no pudo distinguir a qué región o país correspondía la carta geográfica.

–¿Tiene un plan? –le preguntó, con cierto morbo.

–Tengo un plan.

Observó el mapa en un sentido y luego al revés. Repasó, con sus dedos toscos de guantes de cuero, algunas líneas rojas y azules que parecían caminos o carreteras nacionales, tal vez límites de alguna provincia, y luego observó la escala del mapa. Lo dobló y lo guardó, no sin cierto trabajo.

–Debo bajarme en la próxima estación.

–¿Lo espera alguien?

Tampoco contestó esta pregunta.

A los diez o quince minutos de trayecto el tren comenzó a aminorar la marcha, volviéndose algo marcada sobre cada durmiente o empalme de tramos de vía, antes de detenerse en la estación. Era, también, una estación pequeña. Si bien había indicios de que tuvo su nombre inscripto en una gran losa de portland, alguien lo suprimió o bien fue obra de algunos vándalos.

El joven de chaqueta se paró sin mayor ceremonia ni prisa. También se paró el hombre de traje. El primero le hizo un gesto de despedida. Luego le dijo:

–Disculpe si no le doy la mano.

–Entiendo.

–Mi nombre no necesita saberlo –aclaró, siempre con calma.

–Inspector Estévez, Policía Metropolitana –dijo el otro, sin mayor suficiencia.

–Supongo que está lejos de su jurisdicción.

–Eso creo.

El tipo de chaqueta ligera dio un par de pasos largos y luego se volvió. A modo de comentario le dijo:

–El hombre era un ruin. Era un cerdo.

–Le creo –dijo, el de traje gris.

El joven se alisó los guantes y se dirigió a la puerta de salida de ese vagón de segunda clase. El otro tomó asiento, suspiró, se acomodó en el banco doble de tela verde, y se dispuso a limpiar la tapa de su reloj de bolsillo.


De: No hay extradición para ningún delito. Ediciones Encendidas, Buenos Aires 2019.



58.

58.

–Tuve un sueño.

–¿Sí?

–Soñé con una escuela. Ahí había un perro, como escondido, estaba rabioso y era del tamaño de una moneda. Pero era tan fuerte el dolor que causaba sobre todos los niños que ninguno quería ir a clase. Entonces llamaron a la señora Celsa Bastos, que era la directora del espacio cultural de una emisora de radio. Ella les hablaba del buen pastor y de los evangelios y los niños regresaron a clase y comían manzanas verdes y sandías. La escuela estaba toda pintada de rojo y plateado y las casas vecinas eran iglesias con torre y campanario.

–¿El perro era de tamaño de una moneda? ¿Cómo es posible?

–Era un sueño.

–¿Y qué pasó?

–El perro se comió a todos los niños que entraron en la escuela y la señora Bastos utilizó la moneda para comprarse pan de centeno y aceitunas. Todo terminó con una fiesta donde tocaron gaitas y tambores y la muchacha de la rotisería bailó toda la noche. Ella después se fue con la moneda del perro a la plaza y empezó a golpearla; la golpeaba con un martillo sobre un yunque, mientras cantaba boleros. Era como una especie de hechizo.

–Raro.

–¿Qué?

–Que un perro entrara en una moneda.

–No entraba en una moneda, era de ese tamaño.

–Pero usted dice que la señora Bastos utilizó la moneda.

–Sí.

–¿Era culpable?

–¿Quién?

–La chica de la rotisería.

–No lo sé. En definitiva eso no tiene importancia.



De: El credo de las horas muertas.



VÉRTIGO



Vértigo (La ciudad).

Camina, casi corre, entre un mundo de gente por la avenida principal. Su pelo ondulante, trigo pálido, juega suertes de ondas marinas con una suave brisa de otoño.

Apurada, distraída, sus ojos grises miran al infinito y sus botas de cuero la llevan, rápido.

Cruza la calle en rojo, esquiva un puñado de gente, baja un segundo a la calle, sigue. Una vidriera, dos, tres, corren a su lado. Al pasar una parada, observa el reloj descuidado de una persona apurada, sí, son casi las cinco. Sigue. Aprieta el paso. Sopla un suspiro entre dientes. Fulmina con su vista a un piropeador pasajero. Un bocinazo. Levanta el brazo y sigue. Las nubes surcan de derecha a izquierda algo así como un cielo raso, los grises cambian. Enfrente demuelen una casa veinte obreros (van a edificar apartamentos). Camina. Quieren venderle algo, camina, gente en la plaza, un monumento, sigue, gente pidiendo, camina. Un ómnibus repleto de carne y ropa. Un perro levanta la pata. Sigue. Amarilla, casi corre, a saltitos, una baldosa floja, camina. Llega.

Por fin.

Es la dirección. Sube los ojos al cielo. Dos, cuatro, seis, siete. Séptimo piso. La ventana está abierta. Pulsa el timbre y al instante es atendida. Le abren, entra, camina. Llega al ascensor, pulsa el llamador y espera. Sube. Cuatro, cinco, seis, siete. Séptimo piso. Cierra apresuradamente el ascensor. Ya le abren la puerta del 701.

- Buenas tardes.

Entra. Como siempre diez pasos de moquette hasta el balcón. Le abren la puerta corrediza: la ciudad. Toda. Llena. Mira la calle. Toda. Llena.

Siete, seis, cinco, cuatro...

Vértigo, 1995.

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2.

Quiero hacer un banco. Nunca hice uno. Nunca hice nada parecido. Me vienen unas ganas incontrolables de hacerlo. Un banco simple, algo llano. Uno real, no un banco dibujado en una hoja de papel. Que no sea solo idea, sino algo sustancial. Como José, que fue carpintero, y seguramente también hizo bancos y mesas y algún arcón que otro. Jesús no quiso hacer bancos, sin embargo. Yo no quiero ser un dios. No quiero ser un mártir. Quiero ser, digamos, un hombre término medio. Uno de esos que hacen bancos y construyen paredes y pintan casas de colores. No quiero ilusionar a las multitudes ni encandilarlas con mis discursos, quiero ser, simplemente, el hijo del carpintero. Quiero ser el hijo de un hombre que no quiso otra cosa, en su vida, que hacer buenos bancos. ¿Pueden, entonces, apartar de mí este cáliz de vino agrio?

De: El credo de las horas muertas.

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Manteca y miel.


Milka había adquirido últimamente una gran pasión por las plantas. Tenía un jardín diminuto donde había atiborrado –en canteros y macetas– varias decenas de plantas lindas y feas, de diferente tono, color y tamaño. Emilia ya estaba frente a la puerta de entrada. A los lados, dos ventanas de tamaño regular se encontraban enmarcadas con rejas de rombos alargados, color blanco mate.

Emilia tuvo que golpear más de una vez, con bastante fuerza y empeño, y pensó que Milka se encontraba en el fondo de la casa o en la cocina preparando algunos bollos o haciendo café. Por fin apareció bajo el marco de la entrada, llevaba un delantal en tonos de lila y beige y tenía puesta una manopla de esas que comúnmente se usan para sacar los alimentos del horno. Se saludaron en la puerta y Emilia entró y dejó a un lado el paraguas que ya estaba seco.

Si bien Milka parecía mayor no llegaba a los treinta y dos años.

La casa se encontraba oscura y fresca. Tenía unas gruesas cortinas de brocado color azul que daban una sensación de quietud y paz al mismo tiempo. Pasaron al comedor. Emilia se sentó en una de las tres sillas que habían dispuestas casi en ronda y Milka fue hasta la cocina y dejó delantal y guante en la mesada y volvió con un mantelito poco mayor a uno individual, que colocó sobre la mesa de mármol.

–¿Tomás té o café?

–Un té con leche me gustaría mucho, gracias –dijo Emilia.

–Entonces té. Dicen que va a hacer una tarde de calor insoportable.

–Eso dicen.

Milka volvió a la cocina y regresó con tazas, platos y cubiertos que había ordenado para la ocasión. Puso a calentar la caldera para hacer el té y tomó unos dulces y unas rebanadas de pan que colocó en la tostadora. Enseguida preguntó:

–¿Cómo está Norma?

–Bien. Ella está bien.

–¿Come?

–-Sí, ya come.

Emilia había dejado su saquito de hilo sobre uno de los brazos del sofá y raspaba las uñas de la mano izquierda contra la gabardina del vestido de media estación que le quedaba aún un poco chico.

–Ese colgante que tenés… –dijo Milka.

–¿Sí? Es un regalo.

–Es color cobre.

–Es dorado.

–Puede ser. Yo tuve uno parecido.

–Es un buen regalo.

–Parece del color de la piel. No es un buen adorno, de todos modos. Yo prefiero las cosas plateadas.

–Tal vez.

–Estoy segura.

Emilia se tocó el colgante y siguió raspando sus uñas contra el vestido, sin dejar de mirar todo como si nunca hubiese estado en ese sitio.

–Están por visitar la ciudad los marinos del San Luis –dijo Milka.

–¿El buque escuela?

–Dicen que van a bajar a puerto por unos días.

–Es su viaje de graduación, ¿verdad?

–Nuevos alférez. Pienso que no menos de cien.

–¿Tenés leche sin descremar?

–Creo que sí. Ya te doy una jarrita.

Una vez que estuvo todo listo para el breve y muy simple ceremonial, las dos se abocaron a untar las tostadas con miel, dulce de zapallo y mermelada de higos.

–Quiero decirte algo… –dijo Emilia.

–Decime.

–Es sobre Osvaldo.

–Sí.

–Es algo que no te va a gustar.

–Mmm.

–Vos sabés bien como son los hombres.

–Mmm.

–Cada vez que como manteca y miel me viene como un fuego en el estómago.

–En definitiva,,,

–Jorge piensa que Norma no es de él. Cree que es de Osvaldo.

Sin levantar los ojos de la tostada, Milka le preguntó:

–¿Y vos qué pensás?

–No sé.

–Entiendo.

Se produjo en brevísimo silencio.

–No es la primera vez que Osvaldo sale con una de mis amigas. No creas que sos alguien tan especial. Él disfruta solo con eso. Le gusta hacerme sentir más vieja. Él solo quiere molestarme.

Milka sirvió un poco más de té. Luego untó otra tostada con dulce.

–Jorge se enteró –dijo Emilia.

–Mmm.

–Dijo que iba a matarlo.

–Debe de estar furioso, me imagino. Pero no creo que llegue a hacer nada.

–Lo va a matar.

–No creo.

–Jorge lee mi correspondencia. Me di cuenta que vacía y llena el ropero cada fin de semana.

–Claro.

–Hoy lo piensa matar. Estoy segura. Es como algo que siento en el estómago. Un fuego.

–Osvaldo fue a pescar. Siempre va a pescar con sus amigos los domingos.

–No va a volver. Osvaldo hoy no va a volver. A esta hora seguro que Jorge ya se deshizo de tu esposo.

Milka tomó otro sorbo de té. Pasó un extremo de la servilleta por todo el contorno del borde de la taza y volvió a tomar otro poquito. Levantó los ojos y dijo:

–¿Estás segura?

–Segura.

–Habrá que ver.

–Solo vine a decírtelo.

Dijo esto y se paró.

Milka –sin soltar el asa de la taza que tenía en su mano– la hizo sentar. La sentó con un gesto grave y con su mirada. No tuvo que decir una sola palabra. Emilia volvió a sentarse. Se sentó en el borde de la silla. Milka la miró con una gran expresión de cólera. Se acomodó un poco en su asiento y dijo:

–Vamos a terminar este té.

–Prefiero irme.

–Yo prefiero terminar el té.

Milka recogió unas migas del mantel y las colocó en el platillo que sostenía la taza.

–Creo que este año no van a ser menos de cien.

–¿Perdón?

–Los egresados de la escuela naval. El buque llega a puerto antes de su viaje por el ecuador. Es el último tramo del San Luis. Siempre es el último puerto.

–Creo que sí.

–Estoy segura. Cien graduados. De algún modo todos son un poco también de aquí, de este sitio, ¿no te parece?

Emilia mantuvo su silencio. Tenía los ojos endurecidos y húmedos. No dejaba de pasar las uñas de su mano contra la gabardina del vestido. Milka tomó una tostada de la cesta de mimbre. Le puso manteca. Raspó el cuchillo contra la tostada y esparció bien la manteca aquí y allá. Después le puso miel, hasta los bordes, rebosante. Unos hilos de miel iban cayendo a los lados. Entonces quitó la miel y le puso dulce de zapallo. Un poco. Un poquito. Un poco más. Luego quitó el dulce y la manteca y le dio un mordiscón como con ganas. Comió lo que tenía en la boca y dejó la tostada a un lado, no en un plato sino sobre la mesa.

–¿Cómo piensan escapar de la justicia? –preguntó.

–¿Perdón?

–Por la muerte de Osvaldo. ¿Cómo piensan no ir a prisión?

–Jorge… yo no estoy metida en el asunto.

–Si vos lo decís…

–Soy inocente.

–Premeditación.

–¿Perdón?

–Es un agravante. No puede alegar crimen pasional. Fueron a hablar de cualquier cosa a algún sitio y ahí lo mató, a sangre fría. Sin duda. Premeditación. Vos: complicidad. ¿Instigación? Tal vez. En una de esas salís para cuando Norma cumpla los quince años. ¿Es justo?

–Yo no tengo nada que ver.

–Creo que es justo.

Emilia se levantó otra vez y una vez más se sentó bajo la amenaza sutil y dura de su amiga. Se sentó y quedó ovillada en la silla. Milka fue por más té. Demoró unos minutos en llegar de la cocina. Le sirvió otra taza a Emilia. No hasta el borde pero sí fue una buena ración. De todos modos no llegaría a ahogarla.

–No gracias –dijo Emilia, e intentó poner la mano sobre la taza.

–Vas a tomar el té que viniste a tomarte.

–Prefiero no seguir con esta conversación.

–Vas a tomar hasta la última gota del té que te serví y vas a probar mi torta de vainilla. Una vez que tomes el té y comas tu trozo de torta te vas a ir y no te quiero ver más. ¿Entendiste?

–No tengo hambre.

–Lo siento mucho pero te vas a tomar el té. A eso viniste y no vas a dejar ni una gota. No sé si llego a ser clara en este punto…

Emilia empezó a beber de a sorbos muy chiquitos y ruidosos. Tomaba con un gran apuro y cierta clara y marcada desesperación. De a poco sentía que se le enturbiaba la vista.

–Norma es una beba muy sana y fuerte. Creo que lo va a entender, pasado un tiempo, claro. Va a criarse con mucho amor en una familia sustituta. Porque vos madre no tenés, ¿verdad?

–No. Murió hace ya unos años.

–Sí, claro. Ya me acuerdo. Fue un cruce de vías.

Milka se levantó y fue hasta la cocina. Se demoraba y Emilia empezó a balancearse en la silla. El ruido que llegaba al comedor era algo difuso. Parecía como si Milka estuviera abriendo uno y otro cajón, como si buscara algo que nunca aparecía a la vista. Por fin dejó de buscar. Fue a la heladera y trajo una jarra con jugo; la dejó sobre la mesa. Fue hasta el aparador y trajo dos vasos. Los miró a trasluz.

–Cuando era chiquilina miraba a los alférez, ¿vos no?

–No me acuerdo.

–Me gustaban los más altos de la fila. Cada año iba a verlos llegar al puerto. ¿Cuánto hace que nos conocemos?

–Desde los dieciséis.

–Claro. Fue el año en el que empezaste a salir con Jorge, ¿verdad? Yo tuve que esperar hasta el 56. Ese año fue el más frío de todos los que recuerdo. Tuve que esperar porque hacía luto por mi padre.

Milka sirvió el jugo en los vasos.

–Me tengo que ir. Norma debe de estar extrañando.

–Todavía no terminamos el té. No me vas a dejar sola en la mesa, ¿verdad?, no quiero que me hagas ese tipo de desaire. Vamos a terminar el bendito té, ¿no es verdad? Como verdaderas amigas. Eso. ¿Querés más leche fría?

–No, gracias.

–Sí. Fue en el invierno del 56. Cambié el negro por el blanco. Me hubiera gustado casarme con un naval pero ya había esperado demasiado tiempo.

Hizo un silencio y siguió:

–¿Cómo se llamaba tu madre?

–Graciela.

–Sí, fue un cruce de vías.

Emilia terminó con un gran esfuerzo el té y se paró, otra vez, casi de golpe, por poco se da contra la otra silla.

–Y la torta –insistió Milka.

Pero Emilia no se volvió a sentar. De pie tomó el platillo con el trozo de torta de vainilla y solo la probó. Comió un pedacito. Dejó el plato sobre la mesa y fue a buscar su saco de hilo. Caminó, como pudo, hasta la puerta y tomó el paraguas y esperó que le abrieran. Milka no se levantó de donde estaba tomando su té ni dijo una sola palabra.

Emilia trató de abrir la puerta por sí sola. Vio las llaves colgadas a un lado de la entrada. Estaban en un llavero de madera con forma de nave, parecía un Galeón o una fragata. Tenía una pequeña inscripción en tinta verde, en un idioma que podía ser danés o sueco. Le fue fácil encontrar la llave apropiada. Abrió la cerradura, bajó el picaporte y sintió un aire denso que la abrazó. La puerta había quedado abierta por completo y el día se presentaba gris y muy húmedo. No dio vuelta la cabeza. Caminó por el jardín repleto de plantas y unas pocas flores. Tropezó con el medidor de la compañía del gas. Corrió el pasador del portón de hierro y salió a la calle. Le vino como un fuego intenso en el estómago, un gran dolor. Había comido miel con mucha manteca.



De: No hay extradición para ningún delito. Ediciones Encendidas, Buenos Aires, 2019.



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La tía Olga - AUNT OLGA

AUNT OLGA

He got to the building and stood still for a moment. He searched in his trouser pocket for the slip of paper with the address and apartment number, then went through the iron doors. There were two staircases: one at the other end of the hall, another halfway through. He hesitated. There was no-one to ask, so he decided to take the one farther away.

He went up, clutching at the cold wall. He could tell from his touch it was covered in stucco: he ran his numb fingers along the outline of the pattern. On the ground floor, he had been able to admire the design, but here, only the thick, porous line gave it away. The darkness was almost total.

On the first floor, a tiny window barely allowed to make out the corridor. Behind a closed door, two people could be heard arguing: a man and a woman. They spoke in a low voice, but with a certain amount of aggressiveness and contempt. The woman was complaining that the man had squandered a substantial part of the month's budget at the Casino by repeatedly betting on the same black number, which had never come up on any of the tables. The man complained about things long past. A deep silence followed, then a glass smashed against the door. The silence once more engulfed every little sound and Sebastián went on climbing the stairs, ever steeper and colder. As he went past the frosted glass window, he noticed it had started to rain heavily. Olga was sure to refuse to open the door, and even if she opened it, she would stay in bed, clinging to her embroidered cushion as if to a kitten, thinking she was much better-off there, what with the cold and the rain.

She hadn't stepped out of her room for over six years: it would be very difficult to convince her. It might even be necessary for his uncles and brothers to come and forcibly get her out of the room.

He kept going up, now the second flight of stairs. In a tunnel like that, life only has two dimensions.

He got to the third floor and stopped. The corridor was a little lighter there. The rain was hitting the window pane heavily and he stayed there watching the tiny raindrops that slid down, zigzagging as fast as a snake.

It was a long time since he had last seen Aunt Olga. In his memories she was plump but pretty, holding a cigarette between her lips while typing away at her long-carriage typewriter. She would hit the keys with determination and not much rhythm, filling entire pages with translations from French.

She had never exactly doted on him or his father, which would make it all the more difficult to convince her to take her to his house.

Sebastián watched the dripping window again and ran his hand on the slightly wet wall.

'Faster, faster – or we won't make it', said the young woman as she climbed down the stairs. 'Faster', she kept repeating, clutching the sides of her gown. Two women, both older and shorter than her, kept the train of her bridal gown up in the air.

It was a pretty young woman, yet chubby. Her face was sprinkled with hundreds of tiny freckles that gave it a caramel-brown tinge. There was something about her reminiscent of one of the family photographs, but he couldn't tell which one exactly.

She went on down without looking at him. She seemed worried. The other women were content to avoid running into him or tripping over the dress.

Soon, the turmoil was lost down the stairs and Sebastián was alone once more. He lit a cigarette and kept going.

Olga had spent all the money that her husband had left her on food. She didn't buy herself clothes or furniture. She didn't go to the theatre or the movies either. She just ate the bank notes in the evening, in the afternoon, with remarkable voracity. She was rarely heard by her neighbours: maybe the sound of a radio drama, some Liszt or Vivaldi, or the alarm clock rattling at ten-thirty. She received no visitors: only the waiter from the coffee house or the chemist's delivery boy. Her voice was seldom heard.

It had been decided that if she failed to adapt to the family she would be committed to a nursing home. This was doubtless the hardest assignment ever given to him by his mother. Sebastián had no idea what his aunt's reaction might be. Every step he climbed was taller and narrower: at a certain point, he would have wanted to turn around and rush downstairs, to get home looking overwhelmed, with the excuse that his aunt had not opened the door.

The rain got heavier and a thin stream of water started to drift along the handrail and the baseboard.

On the fourth floor he found two doors and a third smaller one leading to the rooftop. He walked up to the first door and could hear the voice of an older man saying: 'She is beautiful today, don't you think so, Mr. Tais? She's really beautiful today.'

A silence followed. Sebastián then heard someone approach the door, so he moved back a couple of steps and looked away. It wasn't long before the door opened and an exceedingly tall man with a shaven head came out.

'Have you seen a bride running down the corridor?'

'I beg your pardon?'

'A bride – in white.'

The tall man did not wait for an answer and started down the dark, cold stairs, rocking left and right.

Once alone in the corridor again, Sebastián checked the next door's number: that was Olga's apartment.

He knocked. He brushed his shoulders with his hand without thinking and knocked again. Then he carelessly dropped his cigarette butt in a flower pot with dirt but no plants in it.

It had stopped raining.

He knocked again.

'Come in,' called a voice behind the door.

Sebastián obeyed. The room was no better lit than the corridor.

The furniture was covered with dusty oilcloth, and the chairs and armchairs had custom-made covers in a fabric rough to the touch that had probably been white but now was somewhere between pearl-gray and cream coloured. The walls smelled strongly of dampness. The foot of the bed could be seen from the sitting room.

'Gabriel?' asked the voice that inhabited the bedroom.

'Sebastián', he replied.

'I am expecting Gabriel. He is the one who will take me to Heaven. Everyone knows he is the angel of light.'

Sebastián hesitated, then said:

'I can take you there, madam.'

'Do you know the way?'

'Yes, madam.'

Then, from the depth of darkness, out came a big, fat woman in a green silk dress that covered her down to her toes, though with bare arms. She was wearing too much make-up, but her skin was a sickly white under the crimson blush.

'Are you ready?,' she asked.

'Yes, madam.'

'We can't waste any more time,' said she, and picked up a handbag and a keyring from the night stand.

When they went past the kitchen door, they were surrounded by a soft smell of ripe fruit.

Sebastián stepped ahead. Olga held his arm and climbed down, chattering about what a good time she would have over the next few days.

Traducción; Pablo Deambrosis

Narrativa uruguaya

Narrativa uruguaya. Cuentos.
Duilio Luraschi.

La tía Olga - AUNT OLGA

La tía Olga.

Llegó al edificio y se paró un instante. Buscó en los bolsillos del pantalón el papelito donde indicaba el número de puerta y el de la habitación. Cruzó el portal de hierro y vio dos escaleras: una al fondo y otra a mitad del pasillo. Dudó. No había nadie a quién consultar, así que decidió tomar la que estaba más alejada.

Subía, aferrándose de la pared fría que por el tacto descubrió que era de estucado; recorría con los dedos adormecidos la línea que dividía el diseño del fondo, que en la planta principal pudo admirar y que allí sólo alcanzaba advertir por la línea gruesa y porosa. La oscuridad era casi absoluta.

En el primer piso, un balancín diminuto permitía ver con dificultad el pasillo. Detrás de una puerta cerrada se oía la discusión de dos personas. Eran un hombre y una mujer. Hablaban en voz baja pero con cierta agresividad y desprecio. Ella le reprochaba que él había gastado gran parte del presupuesto del mes en el Casino siguiendo un número negro que nunca salió en ninguna de las mesas de juego. Él le recriminaba cosas pasadas. Luego se hizo un silencio profundo y se estrelló un vaso en la puerta. Nuevamente el silencio devoró hasta el mínimo ruido y Sebastián siguió subiendo las escaleras que se volvían más empinadas y frías. Al pasar por la banderola esmerilada se dio cuenta que había comenzado a llover a mares. Seguro que Olga no le abriría la puerta, y si llegaba a abrirla permanecería en la cama, acurrucada a su almohadón bordado como un gatito pequeño, pensando que estaba mucho mejor así que afuera, con éste frío y ésta lluvia.

Hacía más de seis años que no salía de su pieza. Sería muy difícil convencerla. Quizá tendrían que ir sus tíos y sus hermanos y arrancarla de la habitación a la fuerza.

Continuó subiendo, ahora la segunda escalera. En esa especie de túnel la vida sólo tiene dos dimensiones.

Llegó al tercer piso y se detuvo. Ahí el pasillo estaba algo más iluminado. La lluvia golpeaba con fuerza el vidrio de la ventana y quedó observando las gotitas diminutas deslizarse, zigzagueando, con la rapidez de una culebra.

Hacía mucho tiempo que no veía a la tía Olga. La recordaba regordeta pero bonita, con un cigarrillo en la boca, mientras escribía en su máquina Remigton de carro ancho. Golpeteaba las teclas con decisión y poco ritmo, llenando páginas enteras con traducciones del francés.

Nunca tuvo gran cariño por él, tampoco por su padre, lo que haría ahora más difícil convencerla de que lo acompañase a su casa.

Sebastián volvió a observar el balancín que goteaba crepitando y pasó la mano por la pared, que estaba ligeramente húmeda.

-Más rápido. Más rápido que no llegamos -decía la joven mientras bajaba las escaleras- más rápido -repetía mientras se aferraba de los lados del vestido; y dos mujeres más bajas y viejas le sostenían en el aire la cola de novia.

La muchacha era joven, bonita, aunque entrada en kilos. Tenía la cara salpicada por un centenar de pecas diminutas que le volvían el rostro de color caramelo. Había algo en ella que le recordaba una foto familiar, aunque no podía precisar cuál.

Ella bajó sin mirarlo, con gesto de preocupación; las mujeres que la acompañaban sólo trataron de esquivarlo sin tropezarse con el vestido.

Pronto el torbellino se perdió por las escaleras y Sebastián quedó nuevamente solo. Encendió un cigarrillo y continuó subiendo.

Olga había gastado los dineros que le dejó su esposo en comida. No compró ropa ni muebles, tampoco salió a un teatro o un cine. Engullía sus billetes por las noches, por las tardes, con voracidad inusitada. Sus vecinos apenas la oían: alguna radionovela, Liszt o Vivaldi, el despertador que resoplaba a las diez y media. No recibía visitas de ningún tipo. Sólo el mozo del bar o algún mandadero de la farmacia. Su voz pocas veces se oía.

Si no se podía adaptar a la familia habían decidido que la internarían en un hogar de ancianos. Era, sin dudas, la tarea más difícil que le había encomendado su madre. Sebastián no sabía cómo iba a reaccionar su tía. Cada escalón que subía se hacía más alto y delgado y por un momento le hubiese gustado desandar lo hecho y tirarse escaleras abajo, para así llegar a su casa, agobiado, con el pretexto de que no le habían abierto la puerta.

La lluvia se hizo intensa y comenzaba a correr un hilito de agua por el zócalo y el pasamanos.

En el cuarto piso encontró dos puertas y otra más chica que daba a la azotea. Se acercó a la primera y pudo oír la voz de un hombre mayor que decía:

- Está hermosa, ¿no le parece Sr. Tais? Hoy está realmente hermosa.

Se hizo un silencio. Sebastián pudo oír que alguien se acercaba a la puerta, entonces retrocedió un par de pasos y miró hacia otro lado. La puerta no tardó en abrirse y salió un hombre excesivamente alto, con la cabeza rasurada.

- ¿Vio una novia correr por el pasillo?

- ¿Qué cosa, señor?

- Una novia de blanco.

El hombre alto no esperó la respuesta y bajó, balanceándose a los lados, por la escalera oscura y fría.

Una vez solo en el pasillo, Sebastián verificó el número de la puerta de al lado: era la casa de Olga.

Golpeó. Se pasó inconscientemente la mano por los hombros del saco y golpeó nuevamente. Luego tiró, con descuido, la colilla encendida en una maceta con tierra donde no había planta alguna.

Había dejado de llover.

Golpeó nuevamente.

- Pase -se oyó, detrás de la puerta.

Sebastián entró. La habitación no estaba más clara que le pasillo.

Los muebles estaban cubiertos por un hule tapado de polvo, y los sillones y las sillas estaban ceñidos por un forro crespo que en un tiempo debió ser blanco y que ahora oscilaba entre el gris perla y el crema. Las paredes tenían un intenso olor a humedad. Desde la sala se podía ver los pies de la cama.

- ¿Gabriel? -preguntó la voz que habitaba la pieza.

- Sebastián -respondió él.

- Espero a Gabriel. Es quien me llevará al Cielo. Todos saben que es el ángel de la luz.

Sebastián dudó, luego dijo:

- Yo la puedo llevar, señora.

- ¿Sabe al camino?

- Lo sé.

Entonces de lo profundo de las sombras salió una mujer grande y gorda, con un vestido de seda verde hasta los pies, que le dejaba desnudos los brazos. Estaba exageradamente pintada, pero la piel, bajo los rubores carmín, era de un blanco enfermizo.

- ¿Está listo?- dijo ella.

- Sí, señora.

- No podemos perder más tiempo -dijo, y recogió una cartera y las llaves de la mesa de noche.

Al pasar por la cocina los envolvió un suave olor a fruta madura.

Sebastián se adelantó unos pasos, Olga lo tomó de un brazo y bajó charlando de lo bien que pasaría en los próximos días.


Textos de Agnus. Creo porque es absurdo.

El capitán dejó su almuerzo sobre la mesa del living.

De niño pensaba que la gente se iba despedazando en el aire al caer desde un sitio elevado. Pero no es así. Asomé la cabeza por el balcón interior del edificio y eché una mirada hacia abajo. En el suelo se encontraba el cuerpo estrellado que había caído, con furor, desde el noveno piso.

Dato (2).

– Seis mil cruces.

– ¿Qué?

– Es la distancia entre Roma y Capua.

Las últimas hojas de ceibo.

Se encontró a dos hombres hincados en el suelo, estaban rezando. Vio un cadáver en medio de la calle; un caballo le estaba comiendo los dedos de la mano. Pensaba que Dios inventó las peores perversiones en un día martes. Por eso los martes nunca salía de su casa.

En la calle.

El año de Nuestro Señor de 1968, la calle, un lugar incierto. Emboscada. Asfalto. Sitio, piedra, esbirro. Desencadenamiento. Trazos. Vuela el plomo. Cae. Cae otra vez. Muere. Muere lo que alentábamos.

Entre la nieve corrimos como zorros.

Estudio.

Parece reciente el estudio de los números cardinales de Erick Von Hase. Esto permite acotar el margen de error del Principio de Salesti a más menos tres, con un punto de inflexión en dos, en lugar del vago más menos siete primario. El estudio le habría llevado dos años y medio, tiempo en el que estuvo en Vancuver. Von Hase se había destacado anteriormente en el cálculo del mayor número primo y en la docencia terciaria. La noticia apareció primero en The Guardian y luego en Chicago Tribune. Se espera en breve la versión oficial del suceso.

Cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, cincuenta.

De: Anus Creo porque es absurdo.


La caída

La caída
Cuento La caída por El Gordo Mario

LA FILA


ESCRIBIR

ESCRIBIR
J.E.F.

LA PECERA

La pecera.

La muchacha tendría más de quince y menos de veinte años, pero se veía avejentada.

Su voz parecía un poco ingrata y sus palabras tentadoras.

Revolvía en su mente ideas añosas y trabajaba cada palabra antes de que fuese a salir, con cierto impudor, de su boca.

Algo simple y común, dicho sin esfuerzos ni excesos, cualquier cosa que se refiriera al jarrón, a la tela que servía de cortina o al día de lluvia, se convertía en algo angustiante o severo.

Habitaba en sus palabras una gran pena.

Se veía flaca, quebrada. Sobaba su barriga con frenesí, con sus dedos engrasados por la gordura del pollo que había cocinado esa mañana.

Le echaba una mirada, de soslayo, a la pieza.

El apartamento consistía en una gran habitación que servía tanto para comer, dormir y pasar el día.

Tenía una mesa y dos sillas de madera y metal, un sillón de tres cuerpos a medio vencer, un banco, dos jergones, una mesa de luz, un ropero, un cuadro con un bosque nevado y una estufa a queroseno, que se usaba solo en invierno. A la izquierda de esa habitación, detrás de una arcada torcida, se encontraba la cocina, diminuta y gris, con paredes de estuco, umbrosa, sin ventana o banderola. Enfrente estaba el baño, simple: un lavabo, una ducha y un inodoro sin tabla. La única ventana que había en ese lugar se encontraba en la sala.

A un lado de la cama, sobre la mesa de luz, habían colocado una pecera. Tenía unos pocos peces de colores.

Las horas se volvían insoportables, eternas, y sus oídos necesitaban escuchar otra voz que no fuese la suya, que se encontraba queda y sin fuerzas.

Cantaba por las mañanas algún tema popular, una zarzuela oída de su tía Esther o una vieja canción de cuna.

Su abuelo se acercó con paso firme, se frotaba con dos dedos los bigotes poblados y canosos.

Siempre tenía en la boca una palabra soez, fastidiosa. Venía de la calle con pasos gordos de botas baratas. Calzado pobre de obrero sin calificación, siempre borracho, necio, lo decía así: medio oficial albañil, aunque nunca había llegado a ser más que ayudante.

El tipo miraba cómo el gato perseguía a un ratón, de esos pequeños a los que la gente llama mineros. La chica estaba conmovida y también observaba. El hombre miraba toda la escena con un ojo incisivo y el otro pretencioso. Los movimientos rápidos del gato le resultaban injustos así que arrojó sobre el animal un almohadón, que lo revolcó varias veces sobre su tronco.

El ratón escapó y el hombre no paraba de reír. Reía como un verdadero idiota.

Se paró y fue a lavarse al baño. Se mojó los dedos, las uñas, la cara, con fruición, y luego, una y otra vez, se pasó un chorro de agua fría por el pelo. Se estremeció un poco –solo un poco– y se secó con una toalla sucia. Se comenzó a peinar, lentamente, con un peine de bolsillo mordido y doblado por el propio uso.

La muchacha lo miraba con preocupación. Se mantenía a unos cuántos pasos de distancia.

El hombre se sacó la camisilla y se pasó talco por todo el torso y luego por el cuello. Fue hasta el armario y encontró una camisa de color azul. Se la puso, con torpeza, mientras miraba a la muchacha que seguía sobándose la panza con sus dedos sucios de grasa.

El hombre caminaba de aquí para allá. Se miró en el espejo, una vez más, y luego fue a buscar un manojo de llaves que había dejado sobre la mesa de noche. Tomó del cajón la billetera, unos cigarrillos y el encendedor, y salió sin saludar, cerrando la puerta por fuera.

Ella fue hasta la alacena y sacó un frasco naranja de tamaño regular, algo delgado, y echó, a golpes desmedidos, una lluvia de escamas para los pececitos. La pecera se encontraba un poco abandonada y uno de los seis pececitos flotaba de costado sobre las algas y el agua sucia.

La muchacha lo recogió con una cuchara y lo echó en la lata donde arrojaban la basura.

El abuelo regresaría pasadas las siete. Ella tendría que entretenerse solo con los peces, o mirando, a través de la ventana, los edificios de al lado.

A veces quería convertirse en otra persona y se vestía con las ropas del viejo. Fruncía el cinto del pantalón sobre su cuerpo delgado y frágil. Se recogía el pelo y se lo mojaba, tirándose el cerquillo para atrás; encendía uno de esos cigarrillos que le sacaba, a escondidas, y se echaba en el sillón para hojear las páginas de los diarios. Otras veces se desnudaba y caminaba así, por toda la habitación, por la cocina y el cuarto de baño. Otras solamente jugaba a ser menor, cambiando su voz y su sonrisa. Jugaba a caminar. Caminaba solo por las baldosas negras sin pisar, ni con el borde del pie, las baldosas que en un tiempo fueron blancas.

Llevó el frasco, de nuevo, hasta la alacena, y se quedó mirando los tres o cuatro platos que había para lavar en la pileta.

Tomó una rejilla aún húmeda y la jabonó para pasarla por los trastos.

En eso vio una arañita. Venía caminando por la mesada desde un rincón oscuro, olvidado por el aseo mínimo de la casa. Caminaba, con sigilo, como con pasos de ballet sobre el mármol poroso y gastado. Ella se la quedó mirando, fijamente, por un lapso que se volvió interminable. Entonces la arañita se paró en donde se encontraba y se puso en posición amenazante.

La muchacha, con los movimientos más lentos que pudo en ese momento, agarró con tres dedos un vaso del estante y lo dio vuelta para usarlo de campana. La arañita parecía intuir que algo sucedería. Entonces comenzó a mover dos de sus patas, de arriba abajo, como si fuese un rito o una danza.

La joven, con rapidez y acierto, logró atraparla dentro del vaso, y se quedó mirándola.

El bicho trataba de salir y se enfurecía golpeando sus patas contra todos los bordes de su celda. La muchacha continuó con los platos, satisfecha.

Por la ventana era poco lo que podía mirar: ladrillos, hormigón armado y bloques de fondos de edificios con grandes manchas de humedad, que se convertían en figuras deleznables. De noche, sin embargo, las lucecitas pobres y amarillas simulaban constelaciones que observaba sin pesar. Sabía que contar las estrellas es algo que trae desgracia.

Cuando el hombre venía de buen humor, por una razón aunque sea nimia, le traía de regalo terroncitos de azúcar. Ella no esperaba a ponerlos dentro del café y los devoraba, uno tras otro, deshaciéndolos entre el paladar y la lengua.

En las noches soñaba. Y el sueño le resultaba ingrato y la hacía infeliz. Soñaba que tenía que limpiar una casa que era muy grande, con una enorme cantidad de habitaciones, donde irremediablemente se perdía. Esto la hacía despertar sobresaltada.

Entonces iba hasta la ventana y veía el fondo de los edificios, las grandes manchas de humedad y moho que había pegado en ellos. Imaginaba que las manchas eran distintos animales. Le era difícil imaginar un animal que no fuese gato o ratón y que pudiese estar fuera de la pecera.

Cuando se aburría demasiado pelaba manzanas. Iba hasta el cesto en donde se guardaba la fruta, y con un cuchillito de punta roma pelaba una, dos, diez, todas las manzanas. Tiraba las cáscaras en el tacho de desechos y luego partía las manzanas en gajos que tomarían un tono marrón, ocre oscuro.

A las siete volvería el abuelo, otra vez borracho.

Para esa hora ella tendría que haberle cocinado algo. Después esperaría que la cena y el vino lo noquearan y se durmiera sobre el sillón, que era de pantasote y se encontraba bastante desvencijado. Era lo único que esperaba en medio de esa pieza.

Mientras, escuchaba los programas que transmitían en la radio que habían colocado sobre la mesa de luz. Escuchaba siempre programas donde hablaban de viajes.

Le gustaba cuando alguien describía alguna iglesia centenaria, no sabía bien por qué. Eso le gustaba.

Lo único que conocía de las iglesias era en tañido de sus campanas. Sin embargo tenía mucha fe y se ponía una estampita de San Antonio entre su ropa, bajo el corpiño, para sentirlo así más cerca. Para que el santo la protegiese de las manos torpes y sucias de quien la reclamaba, hediendo y cansado.

A veces, cuando el hombre se encontraba en pleno sueño, intentaba quitarle las llaves de la casa, pero luego se volvía y pensaba a dónde podría ir. No conocía ni las calles, ni a la gente, ni las plazas de donde llegaban las palomas que se detenían sobre el pretil que daba al pozo de aire.

Esa noche el hombre volvió enardecido, borracho por completo, insultando a todo lo que se interponía en su camino. Había perdido a los dados el dinero del alquiler y también lo de la comida. Iba subiendo las escaleras dando gritos. La joven se sobresaltó, temía que la golpease en la cara.

Con gran dificultad el hombre pudo abrir la cerradura y casi ahí se desplomó, cayó al suelo. Se levantó. Dejó las llaves en la puerta, entornada. Dio no más de cuatro o cinco pasos y cayó de nuevo. Y quedó ahí, boca arriba, sudado, con la camisa manchada, que estaba a medio abrochar, los pantalones ajustados con torpeza bajo su barriga. Entonces vomitó, y el vómito le tapo parte de la cara.

Se quedó así, duro, con las manos extendidas.

La muchacha nunca había visto a nadie morir; solo a los pececitos que recogía con una cuchara. Entonces corrió y cerró la puerta. Le dio dos vueltas de llave.

Se lo quedó mirando como antes observó a la arañita.

Los vecinos, inquietos, llamaron a la policía.

Cuando lograron abrir encontraron el cadáver del viejo recostado en una almohada, con los brazos sobre el pecho, las manos sobre una cruz, y a la joven sentada en el borde de la cama.

En la pecera, tres pececitos de colores flotaban abandonados.





Ideas para guiones cinematográficos

Ideas para guiones cinematográficos.

Duilio Luraschi.



Encuentro

Encuentro.

Estuve esperando en la puerta por más de veinte minutos. Decidí entrar, pero me quedé cerca de la ventana.

Por fin apareció ella. Se paró y me extendió la mano. Se veía bonita con su blusa azul traslúcida y sus sandalias de cuero crudo.

–Él es mi niño, se llama Gustavo –dijo, y señaló al bebé que cargaba en uno de sus brazos.

–Qué lindo, Gustavo –dije.

El niño tenía las encías pintadas con un líquido color violeta. Pensé que era violeta de genciana.

–Soy Jeannette –dijo, en una presentación que resultó obvia, francamente innecesaria.

–Sí. Jeannette y Gustavo –dije.

Ella se pasó la mano libre por parte de la cadera y luego se tiró un mechón de pelo rubio hacia atrás, bordeando la oreja, pequeña, que llevaba una caravana con una piedra de ámbar. Parecía acalorada, o al menos cansada o aturdida.

–Podemos tomar un café –dije.

Ella estuvo de acuerdo.

El bar era uno de esos que se encuentran en las guías de Montevideo. Tenía varios posters enmarcados que reproducían avisos de los años cincuenta quizá en Estados Unidos o Inglaterra. Las luces eran bien blancas y el piso reflejaba los focos formando un ambiente con dejo futurista.

Nos sentamos a la mesa. Buscamos un lugar algo apartado.

La mesa era pequeña, cuadrada y la bordeaban dos sillas de caño de metal y tapizado llamativo y un sillón de dos cuerpos también rojo estridente, que parecía menos cómodo que espectacular.

Jeannette dijo:

–Y bien… aquí estamos.

–Aquí estamos –dije.

El negocio estaba casi vacío y los mozos –tres jovencitos que llevaban pantalón claro y camisa a rayas– se despreocupaban del encargado y de los clientes; charlaban de motos y de autos de carrera. Creo que hablaban de la fórmula a la que llaman turismo.

La muchacha mantenía todavía a su niño en brazos y observaba todo a su alrededor con naturalidad y descuido.

–James Dean

–¿Sí?

–Hay un afiche de una de sus películas. Está allí, del otro lado.

–Sí –dije.

Por fin llegó a la mesa uno de los camareros. Nos preguntó qué queríamos tomar.

–¿Café? –le pregunté a Jeannette, mientras la miraba.

Ella balanceó levemente la cabeza. Tomé ese tímido gesto como una afirmación y entonces me dirigí al muchacho.

–Dos medialunas rellenas de queso, y dos cafés. ¿Estás de acuerdo? –pregunté, enseguida, a la muchacha.

–Tostadas, croissants, waffles, miel y mermelada lo servimos de mañana y de tarde hasta las seis y media.

–¿Qué nos podrías ofrecer?

–Tenemos sándwiches de pan de miga, nos queda alguna tarta de verduras con masa de harina integral, crepes, pitas.

–¿Podríamos pedir, entonces, algo de cenar? –le pregunté a ella.

El mozo se apresuró a contestar:

–No servimos almuerzo ni cena.

–Para mí está bien sándwiches de pan de miga. Creo que sí, eso está bien –dijo ella.

–Que sean dos cafés y dos sándwiches… ¿De jamón y queso? –dirigí la pregunta a la chica.

–Yo quiero uno de crema de choclo y otro de queso, tomate y albahaca. El café en vaso, por favor –pidió, impertérrita, al mozo.

El camarero anotó su pedido en una libretita diminuta y levantó la vista y me quedó observando.

–Para mí está bien uno de jamón y queso –dije– el café en pocillo y dos sobres de azúcar, por favor.

Ella sentó al bebé apoyándolo contra la manta. Luego pensó que no era una buena idea y lo recostó de lado, con la cara observándonos; parecía un muñeco de cera. La muchacha se sentó a su lado y con parte de su pierna izquierda le hacía una especie de baranda para que no se cayera.

El niño se quedó en silencio. Mordisqueaba su chupete con gran ritmo y vehemencia.

La había conocido en una charla llamada El arte pop: mis quince minutos de fama. No personalmente sino por mail. Tenía un tic al escribir un poco ingenuo o al menos gracioso. Había escrito en el foro acerca de las tribus urbanas y sus diferentes poses. Me pasó su teléfono móvil y quedamos en encontrarnos en un bar. Ella eligió el lugar y la hora y yo el día. Prefería que fuese martes.

En las fotos se veía menos linda que en persona. Su nombre clave era Valda, podía recordarlo.

Terminamos el café y charlamos un buen rato de cosas intrascendentes.

Gustavo no dormía pero no interrumpió nuestra conversación y solo se dedicó a masticar su chupete.

Ella dijo:

–Es tarde.

Entonces llamé al camarero.

Le hice una seña en el aire y me alcanzó la cuenta en un sobre de vinilo. Observé bien. Era mucho dinero.

Jeannette amagó a pagar. Tironeó un poco del ticket y se puso a buscar algo en su cartera. Buscó de aquí para allá. Sacó y luego metió por lo menos una decena de cosas.

Mientras ella hacía todo ese despliegue yo ya había pagado al mozo y le había dejado una propina considerable.

Levantó la cabeza de su cartera y me dijo:

–No sé donde tengo nada.

Ella ponía todas las cosas en orden y se pasaba, una y otra vez, el pelo detrás de las orejas; yo apoyé mi mano sobre la cabeza del bebé. Le di un par de golpecitos muy suaves con el nudillo de un dedo en su frente. El niño sonrió con su boca violeta.

Una vez que estuvo pronta se paró y tomó al niño con las dos manos. Caminó a pasos largos hasta la puerta y salimos en silencio.

Ya en la vereda volvimos a balbucear unas pocas palabras, algo menos que una conversación. Eran frases cortas, tal vez desinteresadas.

Yo le dije:

–Nos vemos…

Ella dijo algo por el estilo.

Acerqué mi cara para saludarla pero ella me apartó, estiró los brazos hacia mí y me dio al niño.

–Tené un poco a Gustavo –dijo.

Lo agarré con cuidado y lo mantuve alzado frente a mi cara.

Ella empezó a buscar, de nuevo, algo en su cartera. Sacó un llavero que tenía un dado y una bola de billar color verde claro. Había, engarzadas, por lo menos siete llaves.

–Te invito a casa –dijo.

Cruzó la calle y se dirigió a un edificio que se encontraba a pocos pasos de la esquina.

–Es acá.

El recibidor se veía desprovisto de todo ornamento.

Tomamos el ascensor que nos dejó en el piso nueve.

–El departamento es prestado –dijo– me lo prestaron unos amigos.

Ella probó casi todas las llaves y por fin abrió. Mientras, yo sostenía al niño en mis brazos.

Encendió unas luces y el escaso mobiliario y decoración me dio la idea de una gran profundidad. Sentí como si me encontrara en medio de una enorme pecera sin agua.

Los pocos cuadros que tenían las paredes blancas eran de colores pálidos o en tonos de grises, y representaban figuras geométricas o algún motivo abstracto.

Las cortinas, que parecían de voile, se encontraban recogidas y no despegaban sus tonos del entorno general ni de las habitaciones lindantes.

Jeannette tomó al niño y lo dejó en el suelo. Acomodó una serie de almohadones y mantitas y lo dejó inclinado sobre uno de sus brazos.

Me miré en el espejo que tenía en frente; pensé que no me encontraba vestido de forma adecuada. Hubiese preferido esperarla en la esquina, ni siquiera en el bar, tampoco en el palier de edificio ni en los ascensores, sino en medio de la vereda.

Jeannette fue hasta un pequeño corredor y se puso a hablar por teléfono. Pidió un medicamento a la farmacia. Luego volvió a la sala y me dijo que Gustavo estaba enfermo. Mi pidió algo de dinero prestado. Se lo di.

–¿Ya viste por la ventana del comedor? Se ve la bahía.

–¿Desde aquí?

–Sí, da al oeste. Hoy el día está algo nublado, pero con buen tiempo se ve la bahía, a lo lejos.

Caminó hasta el fondo del comedor y desapareció por la puerta de la cocina. Desde allí gritó:

–¿Te gustan los champiñones?

–Sí. No sé.

–Tengo un frasco en la heladera… Pero mejor tomamos un té, ¿qué te parece?

–¿Té?

–Sí. Tengo té de mandarina y de mirtilo. ¿Cuál te gusta?

–Té de té.

–Sí. Que sobreviva el viejo té. Eso es importante.

Fue, sin prisa, hasta la puerta del dormitorio y me dijo:

–Te quiero mostrar algo.

Entonces me mostró una serie de fotografías. Eran todas de ella. Tomadas en distintas épocas y lugares, pero en todas se encontraba sola. Me las fue mostrando sin un orden aparente o intención cronológica.

Luego bajó una caja del estante superior del placard y sacó y comenzó a leer, en voz alta, unas diez o doce postales que había enviado desde distintas partes de Europa a una hermana.

De golpe dejó todo y salió.

Regresó al rato con una botella de ginebra en la mano.

Se había cambiado de ropa. Llevaba una solera suelta y se había recogido el pelo con una banda de tela color naranja.

–Tiene que haber un agua tónica en algún lugar… y limón. Necesito dos limones pequeños…

Observaba a través de la ventana del comedor cuando escuché el sonido del timbre. Lo tocaron unas seis veces.

Enseguida el apartamento se llenó de estruendo. Tres muchachas entraron a las risas y se tiraron sobre almohadones y comenzaron a chismorrear.

Conectaron el equipo de audio y sirvieron varios vasos de gin-tonic. Dos de ellas se pusieron a bailar. Otra trajo de la heladera una botella de cerveza. Armaron un cigarrillo, sin pericia, y se lo fueron pasando.

Jeannette se arrimó y me dijo:

–Son las chicas del piso de arriba. A veces vienen a tomar algo.

Entonces se acercó una de ellas hasta donde estábamos. Llevaba un jean tipo jardinero. Casi sin interés dijo:

–Hola, soy Luisa.

–Hola.

–Tengo unos discos de los años sesenta. Si querés podés ir a revolverlos, te puede interesar alguno.

Yo me fui acercando a donde se encontraba el niño.

Tenía una gran paz en su cara.

Su cabeza era casi redonda y muy blanca, con unas cejas apenas acentuadas y dos ojos enormes, garzos.

El violeta de genciana todavía le remarcaba los labios delgados.

Le di dos golpecitos con el nudillo de un dedo sobre su frente y se rió. Parecía complacido.

Me observé una vez más en el espejo, luego vi mis zapatos con cordones, a medio lustrar. Me sentí despojado. Decidí caminar por el departamento.

Fui hasta el comedor, el dormitorio, la cocina, deambulé por los corredores. Había una especie de esencia en el aire.

Casi sin darme cuenta me encontraba de nuevo en la calle.

Caminé un par de cuadras. Luego dos más. Y otra. Llegué a una parte desolada de la rambla. Corría una brisa grata.

Me eché en el suelo.

Abrí el frasco y me puse a comer los champiñones.



KIND OF BLUE

Kind of blue.

Estábamos escuchando Kind of blue en el viejo aparato de música de la sala. Nos encontrábamos Celeste, Leonor, Bruno y yo, sentados todos, observando la ventana de pesadas cortinas punzó, totalmente abierta por el calor, en un enero que encontraba a Montevideo caluroso y vacío.

Celeste decía que el jazz es muy cerebral, mientras Bruno abría y cerraba la tapa de su encendedor Ronson –diferente a los clásicos y más parecido a un Zippo– ajeno a la música, la conversación y el calor que entraba, en suaves brisas, casi intolerables, por la ventana.

El encendedor de Bruno era herencia de su tío Luis. Éste, a diferencia de su sobrino, fumaba innumerables cigarros de hoja, traídos de las Antillas en barcos pesqueros o de carga. Bruno conservaba ese encendedor como una especie de amuleto.

Leonor se puso a contar uno de sus sueños. Le gustaba contar qué había soñado en esos días. El calor apelmazaba las espaldas y las nalgas contra el respaldo y el asiento de los sillones que estaban dispuestos de forma totalmente arbitraria.

El disco culminó y yo lo puse de nuevo. Se podía sentir cierto aroma a tuco dulce o salsa pomarola que vendría, con seguridad, del apartamento de al lado. Allí vivían dos hermanas que eran iguales pero no eran mellizas. Una de ellas –nunca supimos cuál– era la que cocinaba. Hacía cualquier tipo de comidas que nos deleitaban desde la nariz hasta el estómago.

Bruno dejó tranquilos su mano y su encendedor, que lo había tomado como un tic, un juguete, un amansalocos. Había una especie de luminosidad en sus ojos blancos, como una entretela de obstrucción, como la catarata en los ojos de un perro.

Él siempre decía que su Ronson era una extensión de sus dedos. Lo curioso era que Bruno no fumaba. Lo había intentado, no hay que decir que no, pero nunca pudo tolerar el olor a cigarrillo. El tuco dulce le agradaba más. Estaba convencido que quien cocinaba era la hermana un poco más baja.




Cada día –desde aquel– es el 9 de enero: es una casualidad, es una necesidad, una desdicha. Cada vez que despierto, en la misma sala, estamos escuchando el mismo disco de Miles Davis, conversando de cosas vanas, con ese mismo calor y Bruno jugando con su Ronson. El olor a tuco dulce, Celeste y Leonor inmersas en sus mundos.




El calor era realmente insoportable; afuera el sol parecía no cesar de encenderse y nosotros tan pálidos, dentro del apartamento, escuchando música, charlando.

Celeste era fanática de las religiones que tuviesen un componente importante de misticismo. Tenía una serie de colgantes, que no eran amuletos, sino representaciones de deidades o de símbolos diversos.

A Bruno eso le parecía delirante y a Celeste que Bruno jugase todo el día con el encendedor si es que no fumaba.

El techo del departamento tenía una gran mancha de humedad que formaba figuras de distintos tamaños y texturas, hasta el rincón que daba a la arcada de la cocina que tenía una suave pátina de musgo algo verde, algo cobrizo.

Cada 9 de enero era siempre lo mismo. Nos reuníamos frente al equipo de música a oír los temas que solo yo seleccionaba y a charlar y convencernos que siempre éramos los mismos.

Leonor renovaba poco y nada su repertorio de sueños, pero como tenía tantos, siempre había algún oído dispuesto a escucharlos.

Afuera el calor, siempre afuera. Nosotros cada vez más pálidos. Si pudiese tocar el brazo de Leonor o el de Celeste, seguramente lo encontraría helado. Sería una impresión innecesaria. Algo de mal gusto. Justo yo, que recordaba perfectamente la ciudad y su silencio.

Las hermanas del departamento de al lado eran muy calladas. Casi nunca se las oía charlar y mucho menos discutir, como nosotros, por cosas absurdas o nimias. Se podía saber que ellas estaban en casa por el aroma que recibíamos de todas sus comidas.

El departamento, en tales circunstancias era una especie de prisión, un lugar de resguardo, un triste nicho.

Leonor contó otra vez su sueño. Estaba sola en una habitación. Había mucho frío, un frío casi siberiano. Afuera había una especie de parque y la gente se reunía para comer. Y qué más, preguntó Celeste. Nada más, dijo Leonor. Ese era su sueño más recurrente.

El departamento en donde nos encontrábamos quedaba en el centro de Montevideo. Esa zona, durante los meses estivales queda desierta como una estepa, una estepa caliente de edificios de cemento, silencio, algunas tontas palomas y gente como nosotros que persistimos en quedarnos siempre dentro del departamento, charlando y escuchando música.

La ventana de la sala daba al lado sur y la de la cocina daba al oeste. Desde allí se podía observar el cortejo de los palomos a las palomas en el pozo de aire que descendía diez pisos abajo, donde se amontonaban restos de hierros, cuadros de bicicletas y latas de pintura o tela asfáltica.




Siempre somos los mismos cuatro. Nunca nadie olvida la cita. Es como si no pudiéramos hacer otra cosa. Tan fríos como siempre, el calor afuera, afuera. Afuera el silencio. Algo casi infinito.



Bruno tenía las manos finas y largas como para sacar los papelitos de un sorteo de un gran bollón de vidrio en alguna feria. Se reía con cierta morbosidad de sus falanges y de las uñas –que siempre estaban pulcras pero en ocasiones algo largas–. Juntaba sus dos manos por las palmas sobre su cabeza, extendía los dedos formando una aureola y decía que tenía cierto halo de santidad, como las representaciones que comúnmente vemos de los santos o las Vírgenes en los retablos.

Celeste le recriminaba que no se jugaba con esas cosas y Leonor trataba de acordarse de algún sueño que la tuviese en alguna situación por el estilo.

El disco de Miles Davis culminó una vez más y yo lo puse, como siempre, otra vez, para que todos apreciaran el prodigio de esos vientos.

Yo tenía la boca reseca, pero no recuerdo haber bebido nada en ninguna reunión de los nueve, en el departamento.

A Celeste le habían salido una especie de aftas sobre los labios, unas llagas pequeñas y firmes, de un color punzó o amoratado. Pero no recuerdo comida o bebida en las reuniones del apartamento.

Solo podíamos apreciar el calor que entraba por la ventana, la ciudad casi vacía y Kind of blue en el aparato de música.

Era así cada verano, cada nueve de enero.

Lo recuerdo vivamente porque fue el día en el que una de las hermanas dejó la llave del gas abierta en su cocina y Bruno no paraba de jugar con su Ronson, regalo de su tío.


LA PARTIDA


La partida.

Navarro despertó, luego de un inesperado sueño, y se encontró en un lugar en donde nunca antes había estado.

Hacía mucho calor y la humedad era algo que rodeaba todo, desde los calderos, las velas, hasta el halo de humo de tabaco negro que exhalaban las bocas, que hablaban poco.

- Dicen que van a reformar la Constitución.

- Eso dicen siempre.

- ¿Y en qué nos beneficiaría, entonces?

- Que tendremos una Constitución nueva.

Los que hablaban, sin preocuparse por la presencia de Navarro, eran tres ancianos que estaban sentados en una mesa algo apartada de la puerta, en un lugar bastante umbroso y precario.

Jugaban a los naipes por dinero.

Uno de ellos tenía las cejas tupidas y le caían como capas de cebolla sobre los ojos grises, apagados; otro tenía una gran calvicie que lo agudizaba hacia arriba y lo hacía parecer más alto de lo que realmente era; el mayor era el más callado de todos.

Las cartas, añosas, se adherían a sus dedos, agrietados, como si éstas tuviesen pequeñas ventosas, pero los viejos se humedecían las yemas constantemente, con indecentes lengüetazos, y se valían, además, de sus largas y amarillentas uñas, sucias y desparejas, y así se descartaban o tomaban una nueva carta en su turno.

Navarro imaginó, una vez más, su vejez, rodeados de innumerable cantidad de perros y de gatos, comiendo semillas de girasol o zapallo, bebiendo caña blanca desde el pico, mientras moría, y en el fondo de su casa los limoneros se llenaban de frutos que, lentamente, se iban deshaciendo de sus ramas.

En donde estaban los viejos la luz era escasa, y fuera de la mesa y parte de las sillas todo se volvía una gran mancha difusa, que parecía que fuese, lentamente, comiéndose las paredes y los travesaños del techo.

Navarro se adelantó unos pasos hasta donde estaban ellos y les dijo:

- ¿No prefieren jugar de a cuatro?

Los tres se miraron un instante.

- Siéntese.

- Siéntese.

- Siéntese, por favor.

Las dos primeras manos no fueron muy buenas pero se fue recuperando de a poco. Se pasaba tres dedos de su mano izquierda por el pequeño bigotito renegrido y alisaba el cuello de la camisa, blanca como los dientes de un aviso de bicarbonato.

Casi había ganado la partida cuando los viejos quisieron retirarse. Él insistió para que siguieran jugando y allí la suerte se hizo a un lado.

En medio de una jugada, a Navarro le tocó una extraña carta, que él nunca había visto en su vida.

Eso lo asustó, pero no preguntó nada al respecto.

En la carta se representaba a un hombre colgado de un árbol, por una de sus piernas, cabeza abajo, con las manos atadas a la espalda.

Al lanzarla a la mesa todos se agitaron.

Sintieron, de repente, un gran escalofrío.

Cambiaron la carta por un naipe español y siguieron el juego.

Desde la habitación de al lado se oyó la voz de una mujer madura, que acunaba a un niño muy pequeño y le cantaba a viva voz.


La rueda de un carro

A un niño mató

La Virgen del Carmen

Lo resucitó.


Los viejos no dieron importancia al hecho.

La partida no terminaba de decidirse y Navarro sólo pedía un golpe de suerte.


Retama, Retama

La Virgen te llama

Para hacer la cama

Al niño Jesús

Porque está cansado

De estar en la cruz.


Navarro observó una vez más la pieza, casi desnuda de muebles y carente del mínimo lujo.

En una pared, en el fondo, había un retrato bastante mal bocetado.

Era un grabado del tormento e inmolación de Juana de Arco.

Era bastante pequeño, de un color amarillento y líneas firmes negras y grises.

Parecía como si la Santa, le advirtiese algo a Navarro. Pero era sólo eso: un pensamiento.

Como si de sus ojos escamados -o simplemente humedecidos- salieran luces muy blancas.

Debajo de la hoguera, seis o siete soldados apuntaban sus lanzas al cielo en irregular conjunto y en el fondo del retrato se veía un muro difuso, bastante lejano.

Navarro dejó de lado el cuadro y siguió su juego, que en esos momentos acaparaba la mayor parte de su atención y de su vida.

Uno de los viejos hizo una buena mano, pero a la siguiente perdió todo lo ganado.

El vaho del tabaco de las bocas y de las ollas renegridas y porosas que se hallaban a un lado, sobre pequeños leños, paseaba por la pieza como pasa el invierno en la vida de algunas personas.

- ¿Qué hora es?

- Las once.

- ¿Del martes?

- Hasta las doce.

Navarro observó su reloj de bolsillo, que sacó de entre sus ropas con gran disimulo, pero no pudo ver siquiera los números romanos en la oscuridad de la pieza.

- Tengo un dinero en el Banco -dijo Navarro- quizá ustedes quisieran apostar algo más fuerte.

El más anciano consultó a sus compañeros y luego le respondió con voz clara:

- Le apostamos la casa.

Navarro observó una vez más la pieza, casi desnuda de muebles y carente de mínimo lujo.

- Muy bien -dijo Navarro- mi dinero por la casa.

La partida se volvió muy difícil, con idas y venidas. Los naipes caían con fuerza sobre la mesa y brillaban como si tuviesen una pátina de esmalte. El anciano calvo era el que pagaba las apuestas. Tenía un montoncito de garbanzos junto a su mano izquierda.

Cuando parecía inminente que el más anciano ganara, le tocó la peor mano que se había jugado en la noche.

El niño de la habitación contigua comenzó a llorar con más bríos y la señora comenzó a caminar de un lado a otro, con pasos marcados y rítmicos hasta que de golpe el bebé calló por completo.

- Siempre es así.

De repente, uno de los viejos comenzó a golpetear con tres o cuatro dedos la mesa de madera en donde se encontraban.

Lo hacía en forma inconsciente, haciendo balancear, un poco, el farol de aceite que había en medio de los cuatro.

Era como un traqueteo, como el viejo traqueteo de una Remington o un vagón de tren, o como un abejorro atrapado en la tela de una araña.

Como comenzó, de improviso, el viejo dejó de golpetear y echó un escupitajo al suelo, mientras ordenaba su mazo.

Navarro vio otra vez el retrato de la pared, pero la Santa ya había muerto.

Un mísero esqueleto besaba la cruz que le habían ofrecido. Lo demás era sólo llamas y penuria.

Entonces quiso levantarse y salir, pero una buena mano de cartas lo retuvo en la mesa un rato.

El anciano de cejas de cebolla jugueteaba con su dentadura postiza, empujándola y reteniéndola con su lengua y los labios entreabiertos, mientras barajaba con destreza el mazo de naipes y repartía la mano con habilidad inusitada.

Alguien trajo una botella de grappa y cuatro vasos pequeños. El humo de las bocas se mezclaba en el centro de la mesa.

Sin darse cuenta siquiera, Navarro ganó la partida.

Los tres viejos quedaron impávidos.

La luz parecía más tenue, aún, ya que muchas de las velas se habían consumido por completo, y las sombras de la sala invadían sus piernas.

Se produjo otro silencio, que fue abismal.

Un gato barcino pasó por debajo de la mesa recorriendo, lentamente, todas las piernas y Navarro sintió un escalofrío.

De pronto uno de los viejos fue hasta la habitación contigua.

Se oyó un ruido espantoso en el dormitorio.

Los otros dos esperaban como petrificados en sus sillas.

Desde la otra pieza de pronto apareció, con un cajón de ropero. Lo traía, con gran dificultad, asido con ambas manos.

Navarro lo miró de soslayo. Allí estaban los títulos de la casa.

Los viejos se quedaron observando primero el cajón, luego la cara de su visitante.

Navarro no tomó los papeles. Tampoco recogió el dinero de la mesa.

Dio una última mirada a la sala, a sus caras, a la puerta del dormitorio, al retrato, en donde sólo quedaban cenizas del martirio, y se volvió a la pared en donde había dejado su sombrero. Lo tomó con ambas manos y se lo colocó lentamente.

Quedó unos instantes parado en el mismo lugar, y se fue sin saludar, internándose en la noche oscura.







.



Vecinos.

El rojo Irrazábal estaba sentado a la mesa de un bar en el Centro de Montevideo.

No había podido dormir en toda la noche. Esto, además de angustiarlo, lo ponía de mal humor.

Había pedido un café en vaso y un cenicero. Tenía el diario extendido sobre la mesa en la página de remates pero ni siquiera lo había mirado. Abrió el paquete de azúcar y lo derramó lentamente a modo de lluvia. Encendió un cigarrillo y lo dejó en el cenicero donde se consumía indiferente a la mano y los dedos.

Irrazábal pensaba en su vecino y miraba al vacío con su ojo sano, mientras mordía un palillo que había metido inconscientemente en su boca.

Estaba seguro que cuando él se ausentaba de su casa, cuando iba a la peluquería o al bar para hablar de cine y política, su vecino, que siempre tuvo intenciones con su esposa, llegaría con cualquier pretexto y pasaría así la mañana charlando o quién sabe qué.

Irrazábal golpeó la mesa y el café hizo, de pronto, una ola tibia y espesa que manchó el platillo, que tenía un color grisáceo y dos leones enfrentados como un escudo de armas. Entonces sacó tres servilletas de papel y limpió la mesa y el plato.

Afuera la gente pasaba apurada, envuelta en bufandas, con trincheras de color azul o habano. Había sido una noche muy fría y el día, aunque el sol intentaba salir detrás de los edificios, sería, sin dudas, también frío y ventoso.

Irrazábal quería olvidar el tema, pero una y otra vez aparecía en su mente primero la cara, luego la figura de su vecino de cuerpo entero. A veces, incluso, veía a su esposa sirviéndole té o bailando con él en el Club de Residentes de Rocha.

Irrazábal alzó la cabeza rizada de pequeños remolinitos color remolacha, hizo un gesto con el brazo y llamó al mozo, que estaba recostado sobre un mostrador de mármol negro. Pagó, se pasó el pañuelo insistentemente por la nariz y la barbilla, y salió a los tumbos.

Había tratado en más de una ocasión recordar la casa de la calle Pernas.

Una multitud de gatos bajaban del muro y la azotea, entraban por la banderola del baño o el vidrio del altillo y comían, a hurtadillas, de los platos servidos en la mesa, que nunca llegaban a estar llenos, no por humildad, sino porque Carmen odiaba a la gente que engulle a brazadas demostrando ansiedad o indecoro.

Los gatos no eran suyos, pero preferían su casa a la de los vecinos.

A veces el olor era tan intenso que tapaba al de los baldes con lavandina y limón que Carmen tiraba por la mañana.

Un día, el dueño de la casa vino con un escribano de bigote fino y lentes gruesos. Querían hacer un nuevo contrato. El sueldo de la fábrica de tacos no era mucho y lo que les pedían era excesivo, por lo que el domingo siguiente, con el diario doblado a la mitad, salieron a buscar casa.

Vieron una en la calle Florencia, pequeña, tal vez más chica que la anterior, pero con un fondo con ciruelos y naranjos.

Desde el jardín de al lado su nuevo vecino los saludó con una sonrisa exagerada y ojos vivaces de halcón, que se detenían en la cintura y el cuello de Carmen. Esto –Irrazábal se había dado cuenta de todo– lo hizo dudar por dos o tres días, pero la casa, y sobre todo el gran fondo inclinado hasta el galpón y el parrillero, lo decidieron y firmaron un contrato por dos años.

Para llegar a la fábrica iba hasta Camino Maldonado donde tenía dos opciones: el 4, un trolley que se desenganchaba cada mañana en la curva de Maroñas, o el 103, que iba siempre lleno pero tenía asientos un poco más cómodos. De la parada donde bajaba hasta su trabajo recorría tres cuadras bajo plátanos viejos y grandes, que en primavera llenaban de polvillo las calles y los zaguanes.

En los últimos dos meses los viajes habían sido crueles y lentos, con la imagen de su vecino en cada chofer, en cada guarda, cada vendedor de revistas o caramelos.

A veces se bajaba del ómnibus, aunque faltara mucho por llegar, y continuaba a pie lo que quedaba del camino.

Como no dormía por las noches, podía distinguir cada ruido de su cuadra: los perros, los carros tirados por caballos, los relojes despertadores, los gallos, los insectos paseando por los tirantes y los zócalos.

Fue así que comenzó a oír en la casa de su vecino, unos extraños golpes sordos y quedos, que se repetían en tandas de dos, que duraban quince o veinte minutos.

Por más que la curiosidad lo consumía, Irrazábal no salía más allá de la ventana, alguna vez llegaba a la puerta que daba al fondo y pocas veces la abría.

Una noche su vecino salió con una carretilla llena de tierra y la vació en la esquina. Quedó empantanado en una cuneta y estuvo más de veinte minutos para sacar la rueda de la zanja sin que se volcara más que la última capa que rebosaba los lados.

Irrazábal se preguntaba y volvía a preguntarse qué era lo que hacía por las noches su vecino.

La curiosidad lo iba llevando, ya de día, de la puerta al ciruelo y de ahí al galpón, donde estiraba el cuello lo más que podía para ver de dónde había salido tanta tierra.

El sábado siguiente el vecino fue al Estadio. Esto le daba un buen tiempo para registrar su casa.

Debería enviar a su mujer a lo de su hermana o a la peluquería.

A Carmen le brillaron como piedritas de pecera los ojos al ver el billete que Irrazábal le dio para que se cortara el pelo y se hiciese una tinta del color que ella quisiera.

Una vez que quedó solo, chupó la bombilla con fuerza, haciendo mucho ruido, verificando que el mate quedaba seco y al mismo tiempo apreciando el silencio que invadía toda la casa.

Saltó el alambrado que separaba los dos terrenos y caminó lentamente por el pasto largo y húmedo.

A unos diez metros de la veleta con forma de barco vio un toldo de camión tirado en el suelo. Lo sujetaban por los bordes seis piedras rojizas y enormes, cuatro en los vértices y dos a los lados.

El toldo estaba completamente extendido, junto a una higuera añeja y retorcida en innumerables nudos pequeños. Arriba, en lo más alto de las ramas, había un pájaro negro azulado.

Irrazábal quedó un instante haciéndose sombra con ambas manos observando al pájaro que permanecía inmóvil y mudo como si estuviese embalsamado.

Se acercó e intentó destapar la lona. Quiso tirar a un lado las piedras, pero al agacharse vio que el pájaro extendía lentamente las alas en tono amenazante. Entonces lo observó bien y se dio cuenta que era un enorme cuervo.

Retrocedió un par de pasos de golpe, y luego se marchó sin volver la cabeza hasta llegar al alambrado.

Llegó a su casa y se puso a jugar al solitario.

Las cartas caían en desorden, como con rabia, y formaban distintos grupos al azar donde Irrazábal comenzó a ver cosas tales como: “En la puertas de tu casa: la muerte” “Hombre castaño trae desdicha”.

Cuando Carmen llegó de la peluquería Irrazábal estaba tirado en la cama, vestido pero tapado, fumando y bebiendo caña brasilera.

– ¿Qué pensás de nuestro vecino? –preguntó.

– Parece un hombre amable –dijo la mujer, y se detuvo frente al espejo.

– ¿No te parece un poco extraño?

– No. Parece un buen vecino –dijo ella, sin dejar de pasarse la mano por el pelo.

Tampoco durmió esa noche. Apenas oyó a los gallos en la madrugada, se levantó, se desperezó, fingiendo un buen sueño, y fue hasta el baño a lavarse la cara. Enjabonó gran parte de su mejilla izquierda y comenzó a pasarse, lentamente, la navaja que chistaba en cada brazada, que iba de la mitad de la cara al cuello.

– ¿Vas a salir? –preguntó Carmen.

– Voy al club a leer los diarios.

Se vistió con ropa de abrigo y salió caminando con la flojedad que da el no haber descansado.

A las dos cuadras quiso volver por su encendedor, pero la idea de encontrarse con su mujer junto al vecino lo llenó de temor y rabia, y siguió caminando, mientras balbuceaba insultos.

Pasó toda la mañana en el club de bochas y regresó con el pan para el almuerzo.

– Voy a salir hoy de tarde –dijo su esposa– voy a casa de mi hermana.

Él contestó con una caída de ojos.

Se sentó a la mesa y esperó que Carmen trajera los platos y cubiertos. Se sirvió vino y echó un par de trozos de miga dentro del vaso. Resopló con fuerza, haciendo bailar los labios, golpeándolos entre sí y con la punta de la nariz, grande y regordeta.

Cuando Carmen salió, él se tiró de nuevo en la cama.

Pensaba que si bien no era joven, la pensión que le quedaría a su esposa no sería suficiente. Claro que si él se fuera o le reclamara el divorcio, ella quedaría sin un solo peso, porque nunca había trabajado fuera de la casa.

Estaba en medio de todas estas conjeturas cuando oyó golpear la puerta del fondo.

En un primer momento pensó fingir que estaba durmiendo o que no había nadie en la casa, pero como los golpes eran cada vez más fuertes y a intervalos más cortos, saltó de la cama y fue, rengueando, hasta la puerta.

Al acercarse oyó a su vecino silbar una y otra vez la última estrofa de la misma canción.

– Buenas tardes –dijo– ¿Estaba durmiendo? Lo molesto para pedirle una llave inglesa.

– ¿Qué tamaño? –dijo Irrazábal.

– La más grande que tenga –dijo el vecino, y sonrió.

Fueron al galpón en silencio, y entre latas de pintura y cubiertas de tractor, Irrazábal sacó una caja de madera con dos asas pesadas, de bronce.

– Quiero mostrarle algo –dijo el vecino.

– ¿Ahora? –dijo Irrazábal, con la llave en la mano.

– Sí, si usted puede.

Entonces los dos cruzaron los alambres y caminaron por el fondo del terreno hasta la higuera. En la rama más alta seguía inmóvil el cuervo.

El vecino tiró las piedras a un lado y corrió el toldo. Irrazábal vio entonces el pozo de donde había salido tanta tierra.

Tenía unos dos metros de largo por uno de ancho, los bordes cuidadosamente cavados en una línea recta y continua, rematada en ángulos perfectos.

– ¿Es profundo? –dijo el rojo.

– Bastante.

– ¿Qué tiene dentro? –preguntó, mientras levantaba la vista por detrás de un montoncito de tierra.

– Mire usted mismo –dijo el vecino.

– Después de usted –dijo, y señaló con el índice completamente extendido.

El vecino dudó, pero se acercó a la fosa.

Irrazábal observó el tejido, el cuervo, la higuera, el toldo de camión, las piedras, la nuca desprotegida.

Tomó, entonces, la llave con ambas manos, y la descargó en la cabeza del vecino, con violencia. Luego tapó el pozo como pudo, primero con ambas manos, luego a puñados, y salió corriendo entre fuertes calambres.

Fue hasta la casa y quedó un instante en la puerta. Luego entró directamente al cuarto y sacó del ropero dos maletas de viaje.

Seleccionó sólo lo imprescindible y lo guardó, sin mayor prolijidad, lo más rápido que pudo.

Caminó, lentamente, de un lado al otro. Fue al baño y metió las manos bajo el grifo, luego abrió todas las carteras de su esposa, vaciándolas sobre la cama. En una, quizás la que menos usaba, encontró la foto descolorida de un hombre alto, erguido sobre el cabo que amarraba a una barcaza. Pudo distinguir, con dificultad, al fondo, el puerto de Colonia. Quiso reconocer a su vecino en el rostro, en esa amplia sonrisa o el mechón que caía sobre la frente, pero la foto tenía mucho tiempo y las formas se esfumaban, levemente, en un color único, amarillento. La arrugó, metiéndosela toda en la mano, luego la extendió sobre la mesa de noche y la guardó, junto a las demás cosas, dentro de la cartera.

Carmen llegó un poco más tarde. Traía un gatito pequeño en los brazos. Él, que estaba en la puerta junto al muro de ladrillos, la miró con gran ternura.

– ¿Qué hacés con esas valijas? –preguntó, mientras abría el portón de hierro.

– Nos vamos –dijo Irrazábal.

– ¿Por qué? ¿Qué sucede? –preguntó ella.

– Acabo de matar a tu amante.



La frontera.


Desperté una mañana y el Mundo estaba en una gran guerra.

Por lo menos una decena de hombres de traje de fajina entraron a la habitación y me sobresaltaron.

Quise arrebujarme una vez más, pero no perdieron tiempo y, en vilo, me llevaron escaleras abajo hasta el centro de la sala.

En el sofá de dos cuerpos estaba el que, indudablemente, daba las órdenes, o al menos tenía como cometido hacerlas cumplir.

No quería que lo miraran directo a los ojos, por eso había construido una especie de distancia.

Los otros hombres eran más viejos.

Por la pared corría un hilito de agua añil. Era como si un chaparrón cayese súbito fuera o la tubería del piso superior sufriese una simple rotura.

El hombre que tenía los ojos ocultos por el velo que imponía a todos me explicó, en forma breve, qué sucedía.

Ahí tenía la mesa, una silla, dos garrafas de agua dulce, trastos, libros, un receptor de radio.

La bombilla de luz permanecería apagada de 20:00 a 07:10. Las horas de ingesta serían en su orden.

Los libros permitidos se encontraban en una lista de no más de diez líneas, de todas formas en la casa habría, como mucho cuatro o cinco volúmenes.

Podría escribir con lápiz de grafo, bolígrafo azul o lapicera. Contaba con papel de calco y hojas blancas de copia. Una máquina Remington con dos teclas perdidas, que habían sido suplantadas por dos eles, formando tres teclas iguales en apariencia, pero una sola marcaba el tipo de plomo, con el anular diestro, las otras eran meñique siniestro arriba y medio diestro inferior, nada menos que un signo de puntuación.

Sólo podría utilizar dinero en efectivo en billetes no mayores a $100.

Quedó estipulado que la comunicación sería semanal y no habría correo. Debería reportarme: foliar, coser y archivar los expedientes y mantener el territorio aseado o, en términos generales, digno. Sintonizaría todos los martes a media tarde la Radio Oficial hasta la hora novena. Ni un minuto, ni una fracción posterior a la nona. Apagaría el receptor y lo desenchufaría del toma corriente, guardándolo en su funda de terciopelo caqui, hasta el martes siguiente.

También me dieron un fusil.

La misión era sencilla.

El hombre velado alzó la voz sólo un poco más que los de traje de fajina, y éstos hicieron su tarea en poco más de quince minutos.

Algo estaba sobreentendido: no debería abandonar el territorio.

– No le está permitido fritar cebolla.

– ¿En aceite de semillas?

– De ninguna forma. Ni rehogar espárragos o habas. Tampoco podrá destapar frascos después de las diez del viernes hasta el domingo a mediodía.

– ¿Leudar masa?

– No hay impedimento.

Con mi vida defendería la tierra. Ésta. Y no tomaría decisión mayor a la de sobrevivir y no entregar un centímetro.

Para ser precisos trazaron con tiza el perímetro, que comprendía, en línea irregular, gran parte de la sala. Era nítido e indudable que éste era el acá, y sería mi única trinchera.

El afuera estaba habitado.

Era como una especie de objeto que estaba allí, de condición pacífica si uno era cándido y le tomaba cierto aprecio, pero siempre estaba acechando. Era algo terrible.

Ésa era mi misión: no necesitaron muchas explicaciones ni recalcar analíticamente el tema.

Los de fajina se fueron caminando detrás del jefe, a unos pocos pasos de distancia. El velado fumaba con cierto regodeo echando profundas bocanadas, que, evidentemente, lo antecedían.

Las noches y los días no serían iguales a mis vivencias encasilladas hasta ese día. Esto era la guerra.

Entre las pertenencias que tenía había grasa y lubricante, para que el fusil estuviese siempre pronto para una buena defensa, en ocasión de una alarma o grito marcial de ¡Al arma! También disponía de aceite para el candil, unas pocas rebanadas de pan de trigo, sal y un insuficiente salario.

Los primeros días montaba guardia en medio de la sala. Luego, en un intento inútil de estirar las articulaciones, recorría el perímetro marcado por la tiza.

Lo fatal era el miedo a caer en el inexpugnable silencio. Agudo. La foto familiar: habíamos establecido, tácitamente, el hecho de que yo estaba de este lado y el enemigo fuera. Nada perturbaría nuestra convivencia si acordábamos esto. Poco a poco le tomaba afecto. Por tal motivo los martes, en la audición oficial, me advertían el peligro del otro: el afuera habitado.

A la semana ya no tenía un solo cigarrillo y en dos semanas se terminó el agua de las garrafas. Se precipitó el domingo.

Las noticias de la guerra eran, al menos, muy alentadoras.

Dormía gran parte del día y dedicaba la noche para las guardias y ordenar un poco el territorio.

Consignas: Defender dignamente el perímetro o no poder alzar la vista nunca más. Doble golpe: perder y dejar que el enemigo gane. Dos pájaros de un mismo tiro.

Todo era testigo de que no se trataba de un vulgar presepio sino de un territorio.

Lo más cercano al agua era el vino, y éste abundaba. Bebí con tragos muy largos y luego dejé la botella junto a los zapatos con cordones trenzados de seda, rematados por tubitos largos y delgados

De repente se arruinó el receptor.

Lo abrí y vi que se había quebrado un hilo, que conducía la corriente continua de lo que supuse era la bobina al que llamé punto dos. Lo cerré.

Busqué, en vano algo para remplazar el hilo.

Con suerte podría robar al tiempo un momento bueno.

Reporte día 16 - el receptor sufrió una avería.

Reporte día 17 - la sed me agota. El termómetro marca 32 grados centígrados. No hay movimiento fuera del territorio. Dos días sin recibir noticias oficiales. En fe de esto sello, signo y firmo. Fin del parte diario.

Reporte día 18 - puedo ver un ovillo metálico detrás de una escalera caída cerca de la puerta que da al escritorio. Intentaré hacerme de él. Fin del parte diario.

Fue un golpe de suerte: allí estaba. Debería atraerlo con un bastón o palo largo, ya que estaba fuera del perímetro delimitado, a unos dos metros. Eso al menos era lo que calculé entonces. Luego vi el error.

Una y otra vez intenté. Me resultaba francamente imposible.

Había empapado por completo mi camisa, y también las medias, dentro de los zapatos. Intenté, nuevamente, pero fue inútil. Alargaba brazo, tronco y cuello, para ver, contactar y traer el ovillo. El bastón que utilizaba no me servía de esteva, por lo que confeccioné uno, con los elementos que tenía a mano.

Debería alejar de mí el ovillo, pasarlo por detrás de la escalera, y luego atraerlo, sin caer en desánimo.

Reporte día 20 - conseguí, por fin, hacerme del material apropiado para saciar mi sed: en un paquete que los fajinados habían embalado en aquel primer día de misión, allí encontré jugo de fruta. Era dulce. Tal vez en exceso, pero me agradó. Confío que en breve podré alcanzar el metal necesario para el receptor de radio. El afuera se mantuvo inerme y oscuro. Sin otra novedad finalizo parte, y en fe de ello dejo constancia.

Vomité gran parte de la noche. Tuve febrícula. Logré desplazar el hato de alambre de la escalera al corredor. Luego lo atraje, en zigzag, hasta el borde perímetro. Descansé y bebí vino. Vomité nuevamente y me quedé dormido.

La teoría era sencilla. Con la navaja quitaría el perno y la hembrilla del polo positivo y del polo opuesto. Cortaría un trozo de alambre no muy grueso, que pudiese, al mismo tiempo de conducir corriente, servir de fusible, y enroscarlo en el remache. Colocar todo, nuevamente, en su lugar, y cerrar el receptor. Encenderlo y sintonizar el dial hasta llegar a la frecuencia oficial.

Reporte día 22 - se oyó un silbido. Fue quedo. Di voz de alto, según instrucciones verbales.

Algunas veces cocinaba algo ligero. Otras, comía pan de trigo y queso. La línea divisoria era incuestionable. En las noches sólo hay sombras. Ya no había matices de negritud: ni mate, glasé o amarronado. Las sombras se volvían algo compacto. Pacífico y compacto. El afuera era la única razón por la cual era inminente lo fatal.

Por fin uní los polos y el parlante del receptor se oyó en toda la sala. En esos momentos se irradiaba una especie de música, y me llené de gozo.

No había nuevas órdenes. Las noticias de la guerra eran muy alentadoras.

Un día soñé con un jardín. Me desilusioné: nunca me gustaron los caracoles. Las hojas son comidas, engullidas y recortadas por todo tipo de insectos y caracoles. No hay jardín digno de mantener en un sueño que no sea real: con todas esas cosas. Las perlas no son para los gorrinos, y las hojas de las plantas no deberían presentar cortes o fealdad. El Partenón es incluso hoy muy bello, pese a la coexistencia de la pólvora de azufre. No de forma diacrónica sino sólo estúpida.

De día el allá es más preciso. La línea divisoria es incuestionable, y tiende a apoderarse de una gran certeza. Tengo hambre.

Parte diario día 27- última hoja disponible. Sin novedades importantes a destacar. Por motivos materiales no se proseguirá con la normativa diaria de anotaciones y registro de los partes. Asimismo se deja constancia que se recibe con aceptable fidelidad la emisión de la radio oficial, y se sigue a detalle el trámite del conflicto. Por suerte son buenas las noticias que llegan de la guerra. Por lo pronto, aquí no hubo bajas en filas enemigas, del otro lado del perímetro, ni tampoco de este lado de la línea. Solamente malestares pasajeros. Carencias mínimas y padecimiento de altas temperaturas. Asimismo no se posee ni lista de salvoconductos, palabras claves o excepciones habituales. Por tal motivo se abrirá fuego contra quien pretenda cruzar la frontera. A falta de espacio en la hoja sólo signo.

Decidí hacer una infusión de té. Puse un buen mantel sobre la mesa y dos tazas grandes. El colador, que supuestamente era de acero inoxidable, estaba bastante carcomido, por lo que hice un cono con servilletas de papel. En ese momento, más o menos en ese instante o solo un poco después, recordé que no había té en la despensa, ni tisanas de yuyos medicinales o digestivos. Quedé profundamente abochornado. Tomé café soluble del latón Ferrer.

Algo se oyó a lo lejos, podría provenir de una casa cercana. Parecían pasos con pesadumbre o bien ser un hombre cojo.

Al día siguiente los pasos eran de por lo menos cinco personas.

De golpe estaban allí: no eran el enemigo.

– ¿Novedades?

– ¡Archivadas!

– ¿Pérdidas?

– ¡Ninguna!

– ¿Misión?

– ¡Salvaguardar los límites del territorio!

Entraron al perímetro y examinaron todo, sin apuro. Incluso uno de ellos, antes de realizar su labor, se quitó los zapatos y los calcetines y comenzó a masajearse los dedos de los pies, uno por uno. En una libreta diminuta, hacían anotaciones.

Me convidaron con un cigarrillo. Pedí agua.

Nos sentamos a fumar en silencio. Sentía la sensación de que estaba siendo invadido, poco a poco, por su humo de privilegios.

El que aparentaba ser el jefe me dijo, sin tener una decente consideración por el silencio

– Tengo órdenes para usted.

Lo observé y guardé silencio. Podría arruinar todo si me apresuraba.

El hombre, al mismo tiempo que revisaba algunos folios y mapas que había traído consigo, me dijo:

– Hoy abandona el territorio.

– ¿Abandonarlo?

– A partir de la hora 17:00 Greenwich éste será un territorio neutral. Termina su misión en este momento.

– ¿Debo reportarme en otro perímetro?

– Ya no hay perímetros. Usted está licenciado.

Todos siguieron fumando, sentados en el suelo. Con un trozo de vidrio verde que habría encontraba debajo de algún mueble, el más joven raspaba la base de la mesa. Seguramente dejaría allí sus iniciales o una frase vana.

El territorio había sido para mí, hasta ese momento, como una nave.

Recorrí el borde de todas las cosas. No las cosas en sí, solamente el borde que delimitaba una de otra; luego de un marco de cedro un listón de violetas, uno de lilas, otro de vasos antiguos, otro de violetas; luego el marco del sillón, el borde de madera blanda.

Di un último vistazo para recuperar momentos y, como pude, caminé hasta la puerta de entrada. Ya estaba, por lo menos, seis metros fuera de la línea del perímetro.

Sentí el picaporte descomunalmente frío. Abrí la puerta y me encontré con todo un mundo de cosas. Una vez fuera me encogí de hombros. Respiré, echándome dentro una gran bocanada de aire con rocío helado. Me surgió un pensamiento inesperado y regresé.

El jefe apenas levantó la vista de las cuartillas cuando estuve enfrente y me preguntó:

– ¿Qué?

– Olvidé cerrar con llave.



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Duilio Luraschi. Uruguay

martes, 17 de julio de 2007

El regulador (Duilio Luraschi)

El regulador.

Lo tenía frente a mí.
Estaba sobre el escritorio y yo lo observaba de arriba abajo.
Era de dimensiones corrientes, sin mayores peculiaridades, sobrio en su color y diseño clásico. En mi oficina tenía cientos de cajas de cartón con ejemplares iguales.
Me tomé los anteojos con dos dedos, acerqué mi cara un poco más, lo inspeccioné bien, lo olfateé, y luego me pasé, con fruición, la mano abierta por toda la frente.
El Gerente me había llamado temprano en la mañana, apenas llegó, como solía hacerlo, con el diario bajo el brazo, pero, por fatalidad o descuido, llegué cuatro minutos tarde a la oficina, por lo que el recado me lo dio su secretaria.
Me puse algo nervioso. Me sonrojé, inmediatamente –cosa que quise ocultar de alguna forma– y mis manos se humedecieron a grado tal que se me escapaban los objetos que aferraba mientras recorría el pasillo. Entonces me pasé el pañuelo, completamente limpio y planchado, primero por las palmas, el dorso, y dedo por dedo hasta el borde de las uñas, que siempre tuve cortas y prolijas. Dejé el sombrero y el saco en el perchero y me eché sobre la silla.
Por mi cabeza pasaban cientos de motivos por los cuales el jefe querría hablar conmigo.
No creía que se hubiese enterado lo del expediente de González; tampoco de la breve salida del jueves que hice para pagar una cuenta, ni tampoco lo de Elcira… en fin: tendría que presentarme ante él así, indefenso, cuando fuese a verlo; también pensé que más valía la pena que fuese pronto y rápido, para no seguir dando vueltas con más planes o razones, cosa que me podría llevar toda la jornada de trabajo. El reloj, indiferente a mí o a la situación, marcaba los segundos, golpe a golpe, en la pared de enfrente.
Tomé el saco del perchero, y fui hasta su oficina.
Golpeé la puerta, sin mayor brusquedad ni decoro. Era de madera oscura y opaca y tenía un vidrio esmerilado con un cartelito que anunciaba: "DEPARTAMENTO DE EDIFICIOS. GERENCIA".
– Adelante –se oyó su voz, profunda y seca.
Entré.
Él se encontraba consultando unos papeles, mientras mantenía su cigarro de hoja negra en la boca, apagado.
Me hizo una seña para que me sentara.
La luz entraba de lleno por una de las hojas de la ventana, y solamente unas finas líneas lechosas, que daban a la mesita auxiliar, por la que tenía la celosía cerrada.
Me pasé el pañuelo por mis manos y luego por toda la frente.
Al fin dejó sus papeles y me dijo:
– Etcheverry… tengo un trabajo para usted.
– Por supuesto –le dije, apresurándome.
– Es algo un tanto especial.
Quedé bastante intrigado, pero no dije palabra, para no interrumpirlo. Él hizo una pausa, que me resultó eterna, mientras leía mi legajo.
– Usted es soltero ¿verdad? Lo digo porque tendría que viajar al interior por unos días.
– No tendría inconveniente, señor.
– Los gastos, por supuesto, corren por cuenta de la empresa. El tiempo que le lleve realizar la tarea dependerá de la dedicación que usted le brinde… si necesita algo de dinero por cualquier eventualidad sólo tiene que llamarnos – dijo todo esto y calló, tal vez por tener ya reseca la boca y la garganta.
Se paró, de golpe, y fue hasta el armario más alejado y trajo una cajita de cartón, que dejó sobre el escritorio.
Tomó un cortapapeles y la abrió por completo. Fue la primera vez que vi el nuevo regulador.
Me comentó que tendría que ir a todas nuestras Sucursales en el interior del país e instalar el nuevo producto.
Cuando le pregunté qué función cumpliría el regulador, me dijo que ya lo sabría cuando todos estuviesen instalados y en funcionamiento. Lo único que tendría que hacer, ahora, era adherirlo al mostrador principal, cerca del cajero y el Jefe de ventas, y accionar el botón que tenía en uno de sus lados. Una vez instalado y encendido terminaría mi trabajo en dicha Sucursal.
– ¿Va conectado a la corriente eléctrica? –pregunté.
– No es necesario.
– Yo no tengo automóvil ¿cómo llevaría tanto cargamento?
– Llevará sólo lo indispensable en una maleta. Luego, a medida que lo necesite, nosotros le enviaremos encomiendas a los distintos lugares en donde usted estará alojado. Eso sí, disponga las cajas con los nuevos equipos en su oficina. En este momento están en el depósito. Recójalas hoy mismo. Debe contarlas y firmarle el comprobante al Jefe de stock, y quédese con una copia para usted y otra para Contaduría.
Dicho esto se paró, y me di cuenta que había culminado la conversación que quería mantener conmigo.
Y ahí estaba yo, en mi oficina. Lo tenía frente a mí, sobre mi escritorio, y lo observaba de arriba abajo.
Me habían dado algún dinero y la lista de Sucursales. Yo me encargaría de organizar el itinerario.
Llegué a casa temprano. En la puerta estaban Teresa y Alfredito, sentados en dos sillas de cardo, disfrutando el aire que corría.
Saludé, tomándome el ala del sombrero con tres dedos, y saqué el manojo de llaves del bolsillo derecho de mi pantalón, algo raído y arrugado.
Me había llevado a casa seis cajitas, un tarro pequeño de cola y un pincel.
Ordené la ropa que llevaría y la dejé sobre la mesa de la sala. No iba a cenar esa noche. Tenía el estómago completamente cerrado. Sólo tomé un vaso de leche tibia y me fui a la cama.
Permanecía inmóvil boca arriba, con mis brazos sobre el vientre y los ojos abiertos, mientras oía el tic–tac del reloj sobre la cómoda. Había colocado el despertador para levantarme a las seis, pero estaba seguro de que me despertaría antes de que las campanas estallaran.
Desayuné liviano, pero me hice dos generosos trozos de pan con rebanadas de queso y dulce de por lo menos un dedo de ancho.
Siete y cinco estaba en la estación Artigas.
Fui hasta la taquilla y solicité un boleto para la ciudad de Rocha.
– ¿Primera o segunda? –consultó el cajero.
– Segunda. ¿A qué hora sale el tren?
– Siete y veinticinco.
– Gracias.
Fui hasta el borde mismo de las vías y observé todo. Luego vi los trenes: el mío estaba en decentes condiciones a simple vista.
Me senté en un banco –uno cualquiera– y me puse a leer el itinerario que me había marcado, tachando, enmendando, aprobando, con una pluma a fuente, regalo de Isidro.
En medio de mis cavilaciones oí el primer llamado para el coche con destino "ciudad de Rocha". Me paré, sobresaltado, ordené todos los papeles, los coloqué en mi portafolios, como pude, y tomé mi maleta con la mano que mantenía libre.
Me acerqué al andén y busqué un vagón que no estuviese muy al fondo en el convoy, y que, desde las ventanillas, lo viese pulcro y con sus asientos en buen estado.
Elegí uno y entré.
Calculé dónde daría el sol en la mayor parte del trayecto y me alojé en la fila de la sombra, contra una de las ventanillas más limpias que tenía.
El viaje fue largo y tedioso.
Una señora rezongaba, para sí, mientras taconeaba y leía las noticias en un diario popular de la mañana.
Llegué a Rocha y me dispuse a buscar la calle en donde se encontraba la Sucursal.
De las capitales departamentales Rocha siempre me resultó la más antigua, no por su edificación, sino por su gente.
El ritmo es siempre lento, muchas de sus calles todavía conservaban adoquines por donde pasaba, sondeando, todo el pueblo en sus bicicletas.
Pensé que en un rato culminaría con mi labor y entonces sí, tomaría otro tren, cuan rápido pudiese, hacia mi siguiente destino. Eso pensaba, mientras caminaba, lentamente, con mi maleta y mi valijita, por esas calles angostas y soleadas que parecían apretujadas por las casas de un piso, panaderías y demás comercios.
La Sucursal quedaba en el centro de la ciudad.
Entré.
– Soy Juan José Etcheverry.
– Yo soy el gerente de esta Sucursal, me avisaron que pronto usted llegaría… pase, no se quedé allí parado… ¿Quiere un café?
– Un vaso de agua estaría bien.
Dejé mi maleta en el suelo, junto a un gatito gris de porcelana, y mi valija de piel resquebrajada, donde llevaba las herramientas necesarias para la instalación y unos seis reguladores, sobre una de las sillas.
– No me comentaron la razón de su visita.
– Voy a colocar un nuevo producto… es un regulador.
– Entiendo.
Me dirigí al lugar indicado para la instalación, y solicité una franela húmeda para quitar parte del polvo que invadía todo, como un arenal inmenso.
Pronto todos los dependientes de la Sucursal formaron medio círculo y se quedaron, como tontos, observando mi trabajo.
– Seguramente es un nuevo plan de la capital para controlarnos –dijo el cajero, mientras golpeteaba con la punta de su lápiz en la ventanilla.
– Por algo será –dijo un dependiente, mientras codeaba a su par.
Ambos rieron vivamente.
– ¡Insolentes!
Pasé un par de pinceladas de cola por la parte inferior del artefacto y, con sumo cuidado, lo coloqué en el mostrador.
Se hizo un profundísimo silencio, que por un momento llegó a parecer un vacío.
– ¿Está listo? –preguntó el gerente.
Negué con la cabeza.
– Ramón ¡cuidado con esos dedos ligeros!
– ¡Insolentes! –repitió el cajero.
Observé una vez más el regulador y presioné el botón de encendido. Ya estaba listo, al menos en lo que a mi trabajo respecta.
– ¿Pueden oírnos desde ese aparato? –preguntó el gerente.
– Yo sé tanto como ustedes.
– Los dedos ligeros –dijo, nuevamente, el dependiente.
Nadie estaba muy convencido ni con mis palabras ni con el extraño aparatito. Lo observaban primero de cerca y luego con cierta perspectiva.
– ¿Por qué motivo comenzó por esta Sucursal? –dijo el cajero.
– Casualidad.
Tomé mi valija de trabajo y coloqué, uno a uno todos los elementos que había utilizado. Terminé de tomar mi vaso de agua y saludé alzando algo el sombrero.
Dejé la ciudad de Rocha a la mañana siguiente y antes de que el sol cayera ya me encontraba en mi segundo destino, pronto para la tarea, que, evidentemente, comenzaría en la mañana.
Primero consulté dónde quedaba la Sucursal de la Compañía, luego dónde pasar la noche y cenar en forma abundante pero económica.
La primera opción que me dieron era un hotel popular, en la calle el Banco, de techo de chapa que resume agua y dicen que en invierno escarcha las frazadas.
Luego me indicaron un hotel con una fonda familiar y decorosa a media cuadra.
Elegí ése, con la mano en el bolsillo donde llevaba el dinero.
La habitación era extremadamente pequeña. No creo que hubiese podido perderme en ella aunque sólo tuviese dos años.
Las paredes tenían poca humedad, lo admito, pero supuse que era porque nos encontrábamos en pleno verano. Los muebles, antiguos pero en condiciones, eran desproporcionadamente grandes para la pieza, y pertenecían a diferentes juegos.
Me di una buena ducha con agua fresca y abundante y cené opíparamente, ya que los gastos estaban pagos.
En la mañana fui hasta la Sucursal.
Al traspasar la puerta de la entrada oí un grito apagado:
– Ya viene… es el Inspector.
– ¡Shhh!
– ¿Señor..? –se dirigió a mí un dependiente.
– Quisiera hablar con el señor Gerente, por favor, vengo de la Casa Matriz.
El joven me hizo una seña para que lo acompañase por un corredor bordeado de lambrices color caoba, luego hizo otra, quizá muy marcada, para que esperara a unos dos pasos de la puerta, que tenía un gran vidrio craquelado color caramelo.
Salió, enseguida, un hombre de pronunciada calvicie, enjuto y desgarbado, anudándose el último botón de la camisa.
– Estamos a su disposición –dijo, y me extendió la mano.
– Solamente vengo a colocar este nuevo regulador que ha comprado la Compañía.
– Usted…
– Sé tanto como ustedes –me adelanté a sus palabras.
Se acercaron, entonces, dos o tres empleados y mascullaban distintas especulaciones acerca de la innovación de la empresa.
– Esto nos quitará el trabajo –dijo el más viejo de ellos.
– No sea tonto, seguramente requerirá tomar otro dependiente.
– Mi primo Raúl cumplió los dieciocho. Voy a comentárselo al Gerente.
– Sigo pensando que este aparatito nos dejará sin trabajo.
– ¿Supongo que tendrán en cuenta a quienes tenemos varios hijos en la familia? –preguntó Ferreiro.
– Todos necesitamos el trabajo –dijo una de las vendedoras.
– Usted…
Levanté la mano en señal para que no siguiera hablando.
Cuando saqué el regulador de la valijita se produjo un gran silencio.
Tomé las medidas necesarias para la instalación. Coloqué el artefacto y presioné el botón de encendido.
Se oyó, de repente, un rumor mezcla de asombro y desconcierto, esa especie de murmullo como cuando uno va pisando las hojas secas de los plátanos en otoño.
– ¿Usted podría enviar esta carta con mis datos a la capital, Señor?
Hice un marcado gesto para que ya no me fastidiara.
Saqué del maletín la agenda de visitas y taché esa Sucursal, y quedé observando el itinerario.
– ¿A qué hora parte el próximo ómnibus a Melo?
– En seis minutos –dijo el Gerente, observando su reloj de cadena.
– Lo perderé –dije.
– No se preocupe, arreglo todo con un llamado al jefe de las patrullas de caminos, es correligionario y compadre de mi señora.
Éste detuvo el ómnibus a dos kilómetros de la ciudad con pretextos vanos. El chofer también lo conocía bien, por lo que se imaginó que era por alguna razón importante.
Realmente dudé de que pudiese hacerlo, pero en media hora estaba tomando el ómnibus, con la ayuda del Gerente y de Ferreiro.
– Pelegrinetti.
– ¿Qué cosa?
–Pelegrinetti, de Treinta y Tres. Ése es mi nombre –dijo el Gerente, mientras el vehículo avanzaba, levantando una gran nube de polvo y humo.
Hice un gesto impreciso que él tomo como de asentimiento.
El paisaje, durante gran parte del trayecto, se tornó monótono y agrisado. Fue oscureciendo poco a poco. Dormité algo y luego me dispuse a leer un libro que había llevado para tales casos. En todos mis viajes era el mismo, ya que nunca alcancé a culminarlo.
Llegué a Melo cansado, demasiado cansado para ir a la Sucursal pero no tanto como para echarme en la cama del primer hotel que encontrara.
Fui al telégrafo, que aún permanecía abierto, y envié un telegrama a la capital solicitando más dinero para la compra de pegamento y un cepillo de carpintero, instrumento que me sería de gran ayuda para el trabajo.
Llevaba bien las cuentas de los gastos y no tendría mayores problemas con el viático, al menos hasta llegar a Durazno.
Pregunté por la comida.
– Mire señor –dijo uno de los hombres que jugaban a los naipes– cerca de aquí hay un bar donde se toma caña blanca. Si pide "de la buena" le dan un vaso de la Belho Barreiro, si pide "de la otra" le va a salir la mitad.
– No, muchas gracias –le dije– solamente quiero algo de comer.
Entonces me indicaron una pizzería donde comí dos exquisitas porciones de faina con azúcar.
Luego de un buen estómago feliz, me dispuse a dar un paseo.
Por delante de mí pasó un afilador de cuchillos y tijeras.
Detuvo su bicicleta y me solicitó lumbre.
Me di cuenta que eso sólo era un pretexto.
– Usted es el Inspector ¿verdad?
– ¿Perdón?
– Viene de la capital.
Le di fuego y lo dejé pensando.
Dejé todo en el hotel, me di un buen baño de inmersión y me puse el traje de los domingos.
Con pocos datos llegué al Club social, donde daban una película de Gary Cooper.
Al finalizar la función me fui hasta el arroyo Conventos, y me senté a tomar el fresco en el patio español y frente a la fuente de los sapos.
A la mañana llegué a la Sucursal temprano.
Había pocos funcionarios ordenando el local y sus pertenencias para comenzar un nuevo día.
Me recibieron el Jefe, la cajera y una mujer de complexión gruesa.
La mujer llevaba, entre sus manitos pequeñas en aquel enorme cuerpo, un vasito diminuto.
El Jefe tenía unas gafas de gran aumento, que se colocaba, insistentemente, sobre el caballete de una nariz respingada que poco servía de ayuda para tales fines.
La cajera se llamaba Sara.
Una vez colocado el regulador sobre el mostrador, todos quedaron observando primero a mí, luego a artefacto, a mi mano y a mí, nuevamente.
– ¿Está listo?
– Listo.
– ¿Y ahora?
Entonces, con gran aspaviento, como hacen los presidentes de mesa en los escrutinios, levanté el brazo y lo dejé a unos dos centímetros a la derecha del regulador, y de golpe, oprimí el botón de encendido.
– ¡Quién lo iba a decir!
Unos y otros se preguntaban esto y aquello, y pocos se atrevieron a dirigirme unas pocas palabras.
– ¿Nos puede ver el Director General, desde Montevideo? –preguntó el portero.
– No sea tonto –le dijo la mujer gruesa –es para controlar las ventas.
– Nuestro tiempo libre.
– Cómo venimos vestidos.
– ¿Entregó el último balance? –preguntó el Gerente al tenedor de libros.
Este se sonrojó y no dijo palabra.
– ¿Debo firmar algún recibo? –dijo ahora, con la voz entrecortada.
– Ninguno. Ya terminé aquí mi trabajo –dije, y tomé mis cosas del suelo.
Observé mi libretita con el itinerario: una vez más otro viaje.
Otra vez un hotel viejo.
Dejé la Sucursal y caminé hasta el bar principal y pedí una limonada. Descansé sólo unos minutos. Tomé mis pertenencias y me dirigí a la habitación donde tenía todas mis pertenencias, y me puse a revisar los artefactos que aún me quedaban, el dinero, los puestos que había instalado, los que faltaban, los días que llevaba en esta tarea. Observé una y otra vez el almanaque que acostumbraba a colgar frente a la cama, en una de las hojas del ropero.
Día y medio de viaje y estuve en otro pueblo, en medio de la nada, rodeado de tierra, rocas, y más tierra. Ya no recuerdo en cuál de todos los departamentos me encontraba.
No recuerdo el nombre de la calle de la Sucursal.
Detrás del mostrador la señora no paraba de inquietarse.
– ¡Fernandito! ¡Quédese un poco quieto, muchacho!
Levanté, solamente un poco, la vista de mi artefacto.
– ¡Fernandito! ¡Qué le digo siempre!
El niño se introdujo un dedo en la nariz y luego jugueteó un rato con sus secreciones.
Quiso estirar la mano para tomar el artefacto pero rápidamente lo impedí con un golpe seco con mi lápiz en la punta de los cuatro dedos que se asomaban al mostrador.
– ¡Qué mocoso!
– No se preocupe, señora –dijo el asistente.
– El Jefe se acercó a mí y me dijo al oído:
– Es una de nuestros mejores clientes.
– ¡Qué mocoso! –volvió a decir la mujer, y levantó por lo menos un centímetro del suelo al niño, tirándole de una oreja.
– Es la Notaria del lugar –prosiguió el Jefe.
Probé, una vez más, y el botón de encendido dio la señal de que el regulador ya estaba trabajando.
– Robertito ¿te gusta?
– Luis Fernando.
– ¿Te gusta el aparatito, niño?... ¡No lo vayas a tocar! ¿Verdad? –le dije.
– Disculpe su insolencia, señor, usted que viene de la capital dirá ¡cómo crían a estos niños en las ciudades pequeñas!…
Alcé lentamente la mano, para no ser descortés y dije:
– Robertito no lo va a tocar. Estoy seguro.
– Luis Fernando –dijo el asistente.
Una vez conforme con mi labor comencé a colocar todas las herramientas en la valijita de piel y solicité permiso para pasar al baño a fin de higienizarme.
Observaba mi rostro en el espejo: tenía enormes ojeras y necesitaba una buena afeitada.
– ¿Dónde se puede comer bien en esta ciudad?
– En lo de Pietro.
– ¿Pasta?
– Pasta.
Levanté la valijita del suelo y me pasé una y otra vez la mano por la corbata, y salí seguro de cargar con la mirada de todos los dependientes sobre mis espaladas.
Entonces fui caminando hasta la plaza, que era el único lugar que se encontraba fresco en todo el pueblo.
Estaba muy cansado. Cansado del viaje, de los malos hoteles, de todas las personas, de mis sudores.
Observé, por un buen tiempo, casi desinteresadamente la naturaleza. Unas pocas flores en canteros redondos, dos ciruelos, por lo menos seis ceibos y un jacarandá bastante frondoso.
Estiré lo más posible mis brazos, hasta tocar, con los nudillos, el banco que daba a una de las calles.
Me incorporé, lentamente, y crucé mis manos sobre el pecho.
La brisa se deslizaba solamente sobre el follaje, debajo el calor era intenso.
Se sentó a mi lado una mujer joven.
Era bella pero no hermosa. Como decía mi padre: "una belleza extraña".
– Es de la ciudad ¿verdad?
– ¿De Montevideo?
– Me di cuenta apenas lo vi.
– No creo que vengan muchos extraños al pueblo.
– Pero usted lleva el mar en los ojos.
– ¿El mar?
– El de Montevideo.
Sacó, de una pequeña cartera beige una postal.
– ¿Es tan grande como parece en la foto?
Asentí con la cabeza.
La joven se incorporó y me extendió la mano. Me incorporé y la saludé con una breve reverencia.
Una belleza extraña.
Observé una vez más la libretita de visitas. Todavía me quedaban seis ciudades.
Crucé la plaza y quedé frente al gran portal de la iglesia.
Entré.
Recorrí el vía crucis, de madera tallada, y dejé una moneda de peso bajo la imagen de San José Obrero.
El silencio era total y podía olerse el humo de las velas que recién se habían apagado.
Me pasé el pañuelo por la frente y el cuello. Cerré los ojos tan solo por el placer de mantenerlos cerrados.
Al salir, me encontré con dos indigentes que discutían animadamente, pero no a voces, quién era más milagroso, si San Cayetano o San Pancracio.
Fui hasta la estación y consulté por el tren que partía al litoral.
– ¿Cuál?
– ¿Cuál parte primero?
– Paysandú, en dos horas y media, con suerte.
Compré un boleto.
Dormí sólo parte del trayecto.
– Son frescas las sandías.
Observé al hombre obeso.
– Sí…–le dije.
– Las uvas también son frescas…
Lo observé levemente y continué observando por la ventanilla.
– Creo que sí –dije, al fin, no sé bien por qué motivo.
– Lástima que sólo se venden en verano.
– Ajá.
Quise abrir el vidrio de mi ventana, ya que dentro el calor era insoportable. Estaba totalmente atascada.
El hombre gordo fue y vino. Trajo un destornillador de pala ancha y me ayudó a quitar el pasador mal colocado, con más fuerza que ingenio y menos pericia que buena voluntad.
Lo observé bien. Un centenar de pequeñísimas gotas de sudor comenzaron a brotar de su frente, su papada, y luego toda la cara.
Pronto su camisa estaba completamente empapada y el pelo, algo rizado, se pegaba, caprichosamente, en las ranuras que dejaba su incipiente calvicie.
– Realmente son frescas ¿verdad?
– Sí, por supuesto.
Al fin pudimos abrir por completo la ventanilla.
Lo observé con cierto desconsuelo.
– Gracias –le dije.
– Fue un placer. Y a usted… ¿Le gustan las frutas?
– Sí… claro, me gustan… son verdaderamente frescas, además no son nada caras.
El hombre gordo sonrió y me dio unas palmadas sobre el hombro.
Llegué a Paysandú y cumplí la misma rutina.
Di unas pocas vueltas por una de sus plazas, en donde encontré un monumento de Artigas flaco, desgarbado, con su pelo ondeando al viento, cosa que no correspondía con el paso que llevaba el caballo, y vi la campana de la iglesia del pueblo, una campana rota que por ese entonces no sonaba, ni nunca sonó en ningún momento.
Me tomé, entonces, un buen tiempo antes de comenzar el trabajo.
Vi, desde lejos, el cartel de la empresa, y pasé mis zapatos por el pantalón, bajo las pantorrillas.
Al llegar a la Sucursal no sólo los dependientes me esperaban sino también un grupo de curiosos.
– ¿Es verdad que podremos comunicarnos con las otras dependencias?
– ¿No tienen teléfono aquí?
– Por intermedio de ese aparato, digo.
– Sánchez ¡no sea tonto! Usted preocúpese de sus ventas. Han bajado bastante en los últimos días.
– Señor, es que yo...
– No venga con excusas... el regulador que trae el señor Inspector de Montevideo no va a admitir ninguna falla. ¡Y si mi Sucursal es mal evaluada este año ya saben quiénes pagaran por eso!
– Es para marcar las salidas del personal –dijo la encargada de la administración. Seguramente registre a qué hora llegamos y cuándo nos retiramos.
– El martes tuve médico, todos lo saben –dijo un dependiente.
Encendí el regulador.
– ¡Sr. Etcheverry!
– Soy yo.
– Un llamado desde Montevideo.
Me pasé el pañuelo por ambas manos y tomé el teléfono.
– Sí, señor. Veintinueve… ¿Cómo?
No podía creerlo.
– Señor Gerente, solamente me quedan cinco… bien... por supuesto.
Colgué el tubo y quedé unos minutos meditando, mientras pasaba el dedo índice sobre el vidrio de la mesita alargada, haciendo círculos concéntricos.
– ¿Vuelve a Montevideo?
Afirmé con la cabeza.
– El artefacto que acaba de instalar en el mostrador principal, ya está funcionando ¿verdad? –consultó el Jefe de ventas.
– Todavía no. Todos los reguladores los van a activar, a la vez, desde Montevideo.
Pedí un café sin azúcar y una aspirina.
– ¿Agua?
– Sí, por favor. También un vaso de agua.
Averigüé por el tren de regreso a la capital: saldría en la mañana.
Apronté todo para el viaje, colocando con sumo cuidado las camisas junto a los zoquetes y las corbatas, y la ropa de mayores dimensiones del otro lado, ajustadas por la cinta de cuero verdoso.
El viaje se hizo lento y pesado.
Llegué a casa a media noche y tiré la maleta sobre el sillón de la sala. Debería estar en la oficina del Gerente a las ocho en punto, por eso comí algo ligero y me fui a la cama, echándome sobre ella.
Al otro día estaba en la puerta de su despacho antes de la hora estipulada.
– Buenos días, Etcheverry –dijo al verme, y estiró su mano enorme.
– Buenos días, señor –dije.
– ¿Cómo le ha ido? ¿Qué tal le resultó el viaje?
– Bien. Muy bien. Solamente estoy un poco cansado, nada grave.
Entonces me hizo una seña para que pasara y entramos.
Me senté en la silla frente a su escritorio y mantuve silencio.
Él abrió las dos persianas, con cierta dificultad, y de pronto todo se iluminó en la sala. Vi apiladas, en dos filas irregulares, que no se elevaban más de unos cuarenta centímetros, algunas cajas de colores vivos.
– Hoy puede tomarse el día libre –dijo– ya que mañana parte nuevamente a nuestras Sucursales.
– ¿A todas?
– A todas.
– ¿Hubo algún problema con los reguladores?
– Ninguno. La empresa compró un nuevo modelo y tenemos que reemplazar los que ya instalamos por estos más modernos –dijo, y me mostró uno, que mantuvo sobre su mano unos segundos.
– ¿Reemplazarlos?
– Sí.
Entonces se sentó en su sillón, y comenzó a buscar algunos documentos en los canastillos de metal que se encontraban sobre el escritorio y en los cajones del archivero.
Sin levantar la vista agregó:
– Etcheverry: mañana en la mañana sale al interior.
Me quedé observándolo sólo unos instantes. Tomé mi sombrero con ambas manos y salí.
– Buen viaje.

La cara del asesino (Duilio Luraschi)

La cara del asesino.

Hoy vi la cara del asesino.
En un primer momento me detuve en su boca, chiquitita, apretada, que se movía, levemente.
Decía palabras. Un montón de palabras vacías. Días de tristeza. Queja de un papel rasgado. Noticias de otro lugar donde algo grave sucedía.
Las pocas cuadras que me separaban de la villa eran incalculables. A veces me siento junto al templo y veo el mausoleo olvidado detrás de flores baratas y viejas de las pocas manos que recorren el círculo de luz del oro de las catedrales.
Él seguía murmurando sus palabras sin sentido: el asesino.
El triángulo que formaba el mentón con los ángulos de la cara era, básicamente, leve y curvo, y mantenía una espejada armonía del afuera que no era él sino éramos todos nosotros.
Pero él sabe que no lleva consigo cosecha en abril cuando fue seca en marzo.
Por eso detrás de las flores baratas estaba el polvo del mausoleo. Aros en cruz como una cinta que une los extremos, un ocho de ciertos treinta y tantos.
Cada oportunidad que tuvo el trueno.
Si sigo la línea punteada de la lista hay un par de nombres oscuros que fueron rasgados del papel y echados al fuego del hogar en un nicho de terracota. Las láminas de colores se venden por diez en el mercado agrícola de los artesanos. Allí se sacrifican los toros y las tórtolas. Tiendas en círculos. Res tendida.
Un haz de campanas o simples cristales golpeándose ligeramente con el viento. El oído del grito de otro sitio.
No huyan de la novicia que anda con sus hábitos como una novia, ella es una mujer joven con un manto de luz sobre la blancura de sus manos. Sólo sabe cuánto va a pasar sobre el agua y los puentes. Haz de luz azogado en los espejos: marchan dentro de las vastas alabanzas un hilo de luz azul, el oro de las catedrales y nazareos. Pocas tablas de regla de carpintero: himno de alabanzas.
Él seguía como comiéndose las palabras y estaba frente a mí: el asesino.
Cada cala hace ya realce ornamental: los muertos están en sus tumbas.
Detrás de las mustias rojas los granitos y el marfil: el mármol de los mausoleos. Grandes columnas de gentes que no van. Las olas de un mar infinito, golpea las cornisas y las lozas ese mar: el desfiladero. La torre que no puede divisar momentos y sombras. Unos sí, cuando puedan llegar: llevan atavíos y cargas de cosas: son los supervivientes.
Él sigue casi mudo frente a mí: es el asesino.
Llueve y está bien. No es tiempo de cosecha.
Cantos, himnos, loas de la ciudad: en las afueras un páramo.
Aplasta el pasto seco en su pasar el casco del caballo. Las adivas hacen que no ven y los muertos pasan. Marchan sobre pastos y villas: debajo de cada templo hay otro templo.
Son las mismas olas que caen firmes en la piedra o el marfil, horadando las ciudades. Envión de mar sobre el marfil: atravesar el desfiladero.
Como si estuviesen llenas de océano cada vez: las olas golpean la roca de las orillas. El vigía de la torre aún no ve: los muertos van en armaduras.
El asesino sabe que es así: está frente a mí. No lo dice.
Una carta favorable a su bien. La trae el rey de palos. Cae el dado y cae otra vez. Echarse a suerte la atalaya.
El que aún no haya arrojado su embarcación al mar lo tomará por sorpresa la demora. El desfiladero como aguja de coser está aquí y no en las cornisas. El que no tuvo nave para ir por la ciudad atisbe un leve aro luminoso. Faro del peñón y si fuese de luz azul: purísimo como un halo. Cae de lleno sobre el círculo gris y lo hace el oro de las catedrales.
Profanación del ovillo oscuro frente a mí: detrás del vidrio está el asesino.
Apuntar la idea del aquí. Es preciso situar la nave.
No es un hecho que no esté aquí, es solo un pensamiento. A partir de un grano de sal se inunda el océano.
El asesino está frente a mí: vi su cara esta mañana.
En la calma de la noche vi un perro azul, azulejo de negritud en las sombras de un baldío. No puede ladrar como un león. Deja que crean que ladra como un guerrero. Nadie nunca lo oyó gritar: permanece como una sombra sin heridas. Las pocas veces que oí de él eran sólo representaciones de lo que ya se creía. Pueden dibujarlo y pensar en él. Sólo es, para ellos, una idea.
Si bien hay un perro azul, nadie vio su negritud sino a su sombra.
Buscan así un perro negro por ahí, y no está en la noche ni en los cementerios. Sólo buscan lo que quieren encontrar. Las palabras sobran caprichosas como la imagen que representan. Obstáculos en las sombras. La noche no es noche aquí: no encienden los fuegos que puedan divisar la costa los caballeros sobre los caballos, el vigía y la atalaya.
El asesino está ahí: enfrente de mi cara.
Lo vi actuar detrás de láminas de cal: en la construcción de un mausoleo. Rocas columnas para alzar. Sólo caliza sobre hielo. Hierro de construcción: los pagos y los techos.
Un mar de océano está por llegar. Las naves cruzan el desfiladero.
La torre es alta como un colmenar. La atalaya está cegada por la luz de faro. Como un vigía el tuerto va a morir. Se presenta la batalla.
Un mar de océano golpea tras de mí: enfrente tengo al asesino.
Hoy lo vi en su bienestar llego a su casa que es casa de hastío. Su boca torcida dice al pasar: pocas palabras que no tienen sentido.
Él está detrás de un cristal: un niño recién nacido.

La fila (Duilio Luraschi)

LA FILA.



Una realización de Carlos Giurleo.

Vecinos (Duilio Luraschi)

Vecinos.

El rojo Irrazábal estaba sentado a la mesa de un bar en el Centro de Montevideo.
No había podido dormir en toda la noche. Esto, además de angustiarlo, lo ponía de mal humor.
Había pedido un café en vaso y un cenicero. Tenía el diario extendido sobre la mesa en la página de remates pero ni siquiera lo había mirado. Abrió el paquete de azúcar y lo derramó lentamente a modo de lluvia. Encendió un cigarrillo y lo dejó en el cenicero donde se consumía indiferente a la mano y los dedos.
Irrazábal pensaba en su vecino y miraba al vacío con su ojo sano, mientras mordía un palillo que había metido inconscientemente en su boca.
Estaba seguro que cuando él se ausentaba de su casa, cuando iba a la peluquería o al bar para hablar de cine y política, su vecino, que siempre tuvo intenciones con su esposa, llegaría con cualquier pretexto y pasaría así la mañana charlando o quién sabe qué.
Irrazábal golpeó la mesa y el café hizo, de pronto, una ola tibia y espesa que manchó el platillo, que tenía un color grisáceo y dos leones enfrentados como un escudo de armas. Entonces sacó tres servilletas de papel y limpió la mesa y el plato.
Afuera la gente pasaba apurada, envuelta en bufandas, con trincheras de color azul o habano. Había sido una noche muy fría y el día, aunque el sol intentaba salir detrás de los edificios, sería, sin dudas, también frío y ventoso.
Irrazábal quería olvidar el tema, pero una y otra vez aparecía en su mente primero la cara, luego la figura de su vecino de cuerpo entero. A veces, incluso, veía a su esposa sirviéndole té o bailando con él en el Club de Residentes de Rocha.
Irrazábal alzó la cabeza rizada de pequeños remolinitos color remolacha, hizo un gesto con el brazo y llamó al mozo, que estaba recostado sobre un mostrador de mármol negro. Pagó, se pasó el pañuelo insistentemente por la nariz y la barbilla, y salió a los tumbos.
Había tratado en más de una ocasión recordar la casa de la calle Pernas.
Una multitud de gatos bajaban del muro y la azotea, entraban por la banderola del baño o el vidrio del altillo y comían, a hurtadillas, de los platos servidos en la mesa, que nunca llegaban a estar llenos, no por humildad, sino porque Carmen odiaba a la gente que engulle a brazadas demostrando ansiedad o indecoro.
Los gatos no eran suyos, pero preferían su casa a la de los vecinos.
A veces el olor era tan intenso que tapaba al de los baldes con lavandina y limón que Carmen tiraba por la mañana.
Un día, el dueño de la casa vino con un escribano de bigote fino y lentes gruesos. Querían hacer un nuevo contrato. El sueldo de la fábrica de tacos no era mucho y lo que les pedían era excesivo, por lo que el domingo siguiente, con el diario doblado a la mitad, salieron a buscar casa.
Vieron una en la calle Florencia, pequeña, tal vez más chica que la anterior, pero con un fondo con ciruelos y naranjos.
Desde el jardín de al lado su nuevo vecino los saludó con una sonrisa exagerada y ojos vivaces de halcón, que se detenían en la cintura y el cuello de Carmen. Esto –Irrazábal se había dado cuenta de todo– lo hizo dudar por dos o tres días, pero la casa, y sobre todo el gran fondo inclinado hasta el galpón y el parrillero, lo decidieron y firmaron un contrato por dos años.
Para llegar a la fábrica iba hasta Camino Maldonado donde tenía dos opciones: el 4, un trolley que se desenganchaba cada mañana en la curva de Maroñas, o el 103, que iba siempre lleno pero tenía asientos un poco más cómodos. De la parada donde bajaba hasta su trabajo recorría tres cuadras bajo plátanos viejos y grandes, que en primavera llenaban de polvillo las calles y los zaguanes.
En los últimos dos meses los viajes habían sido crueles y lentos, con la imagen de su vecino en cada chofer, en cada guarda, cada vendedor de revistas o caramelos.
A veces se bajaba del ómnibus, aunque faltara mucho por llegar, y continuaba a pie lo que quedaba del camino.
Como no dormía por las noches, podía distinguir cada ruido de su cuadra: los perros, los carros tirados por caballos, los relojes despertadores, los gallos, los insectos paseando por los tirantes y los zócalos.
Fue así que comenzó a oír en la casa de su vecino, unos extraños golpes sordos y quedos, que se repetían en tandas de dos, que duraban quince o veinte minutos.
Por más que la curiosidad lo consumía, Irrazábal no salía más allá de la ventana, alguna vez llegaba a la puerta que daba al fondo y pocas veces la abría.
Una noche su vecino salió con una carretilla llena de tierra y la vació en la esquina. Quedó empantanado en una cuneta y estuvo más de veinte minutos para sacar la rueda de la zanja sin que se volcara más que la última capa que rebosaba los lados.
Irrazábal se preguntaba y volvía a preguntarse qué era lo que hacía por las noches su vecino.
La curiosidad lo iba llevando, ya de día, de la puerta al ciruelo y de ahí al galpón, donde estiraba el cuello lo más que podía para ver de dónde había salido tanta tierra.
El sábado siguiente el vecino fue al Estadio. Esto le daba un buen tiempo para registrar su casa.
Debería enviar a su mujer a lo de su hermana o a la peluquería.
A Carmen le brillaron como piedritas de pecera los ojos al ver el billete que Irrazábal le dio para que se cortara el pelo y se hiciese una tinta del color que ella quisiera.
Una vez que quedó solo, chupó la bombilla con fuerza, haciendo mucho ruido, verificando que el mate quedaba seco y al mismo tiempo apreciando el silencio que invadía toda la casa.
Saltó el alambrado que separaba los dos terrenos y caminó lentamente por el pasto largo y húmedo.
A unos diez metros de la veleta con forma de barco vio un toldo de camión tirado en el suelo. Lo sujetaban por los bordes seis piedras rojizas y enormes, cuatro en los vértices y dos a los lados.
El toldo estaba completamente extendido, junto a una higuera añeja y retorcida en innumerables nudos pequeños. Arriba, en lo más alto de las ramas, había un pájaro negro azulado.
Irrazábal quedó un instante haciéndose sombra con ambas manos observando al pájaro que permanecía inmóvil y mudo como si estuviese embalsamado.
Se acercó e intentó destapar la lona. Quiso tirar a un lado las piedras, pero al agacharse vio que el pájaro extendía lentamente las alas en tono amenazante. Entonces lo observó bien y se dio cuenta que era un enorme cuervo.
Retrocedió un par de pasos de golpe, y luego se marchó sin volver la cabeza hasta llegar al alambrado.
Llegó a su casa y se puso a jugar al solitario.
Las cartas caían en desorden, como con rabia, y formaban distintos grupos al azar donde Irrazábal comenzó a ver cosas tales como: "En la puertas de tu casa: la muerte" "Hombre castaño trae desdicha".
Cuando Carmen llegó de la peluquería Irrazábal estaba tirado en la cama, vestido pero tapado, fumando y bebiendo caña brasilera.
– ¿Qué pensás de nuestro vecino? –preguntó.
– Parece un hombre amable –dijo la mujer, y se detuvo frente al espejo.
– ¿No te parece un poco extraño?
– No. Parece un buen vecino –dijo ella, sin dejar de pasarse la mano por el pelo.
Tampoco durmió esa noche. Apenas oyó a los gallos en la madrugada, se levantó, se desperezó, fingiendo un buen sueño, y fue hasta el baño a lavarse la cara. Enjabonó gran parte de su mejilla izquierda y comenzó a pasarse, lentamente, la navaja que chistaba en cada brazada, que iba de la mitad de la cara al cuello.
– ¿Vas a salir? –preguntó Carmen.
– Voy al club a leer los diarios.
Se vistió con ropa de abrigo y salió caminando con la flojedad que da el no haber descansado.
A las dos cuadras quiso volver por su encendedor, pero la idea de encontrarse con su mujer junto al vecino lo llenó de temor y rabia, y siguió caminando, mientras balbuceaba insultos.
Pasó toda la mañana en el club de bochas y regresó con el pan para el almuerzo.
– Voy a salir hoy de tarde –dijo su esposa– voy a casa de mi hermana.
Él contestó con una caída de ojos.
Se sentó a la mesa y esperó que Carmen trajera los platos y cubiertos. Se sirvió vino y echó un par de trozos de miga dentro del vaso. Resopló con fuerza, haciendo bailar los labios, golpeándolos entre sí y con la punta de la nariz, grande y regordeta.
Cuando Carmen salió, él se tiró de nuevo en la cama.
Pensaba que si bien no era joven, la pensión que le quedaría a su esposa no sería suficiente. Claro que si él se fuera o le reclamara el divorcio, ella quedaría sin un solo peso, porque nunca había trabajado fuera de la casa.
Estaba en medio de todas estas conjeturas cuando oyó golpear la puerta del fondo.
En un primer momento pensó fingir que estaba durmiendo o que no había nadie en la casa, pero como los golpes eran cada vez más fuertes y a intervalos más cortos, saltó de la cama y fue, rengueando, hasta la puerta.
Al acercarse oyó a su vecino silbar una y otra vez la última estrofa de la misma canción.
– Buenas tardes –dijo– ¿Estaba durmiendo? Lo molesto para pedirle una llave inglesa.
– ¿Qué tamaño? –dijo Irrazábal.
– La más grande que tenga –dijo el vecino, y sonrió.
Fueron al galpón en silencio, y entre latas de pintura y cubiertas de tractor, Irrazábal sacó una caja de madera con dos asas pesadas, de bronce.
– Quiero mostrarle algo –dijo el vecino.
– ¿Ahora? –dijo Irrazábal, con la llave en la mano.
– Sí, si usted puede.
Entonces los dos cruzaron los alambres y caminaron por el fondo del terreno hasta la higuera. En la rama más alta seguía inmóvil el cuervo.
El vecino tiró las piedras a un lado y corrió el toldo. Irrazábal vio entonces el pozo de donde había salido tanta tierra.
Tenía unos dos metros de largo por uno de ancho, los bordes cuidadosamente cavados en una línea recta y continua, rematada en ángulos perfectos.
– ¿Es profundo? –dijo el rojo.
– Bastante.
– ¿Qué tiene dentro? –preguntó, mientras levantaba la vista por detrás de un montoncito de tierra.
– Mire usted mismo –dijo el vecino.
– Después de usted –dijo, y señaló con el índice completamente extendido.
El vecino dudó, pero se acercó a la fosa.
Irrazábal observó el tejido, el cuervo, la higuera, el toldo de camión, las piedras, la nuca desprotegida.
Tomó, entonces, la llave con ambas manos, y la descargó en la cabeza del vecino, con violencia. Luego tapó el pozo como pudo, primero con ambas manos, luego a puñados, y salió corriendo entre fuertes calambres.
Fue hasta la casa y quedó un instante en la puerta. Luego entró directamente al cuarto y sacó del ropero dos maletas de viaje.
Seleccionó sólo lo imprescindible y lo guardó, sin mayor prolijidad, lo más rápido que pudo.
Caminó, lentamente, de un lado al otro. Fue al baño y metió las manos bajo el grifo, luego abrió todas las carteras de su esposa, vaciándolas sobre la cama. En una, quizás la que menos usaba, encontró la foto descolorida de un hombre alto, erguido sobre el cabo que amarraba a una barcaza. Pudo distinguir, con dificultad, al fondo, el puerto de Colonia. Quiso reconocer a su vecino en el rostro, en esa amplia sonrisa o el mechón que caía sobre la frente, pero la foto tenía mucho tiempo y las formas se esfumaban, levemente, en un color único, amarillento. La arrugó, metiéndosela toda en la mano, luego la extendió sobre la mesa de noche y la guardó, junto a las demás cosas, dentro de la cartera.
Carmen llegó un poco más tarde. Traía un gatito pequeño en los brazos. Él, que estaba en la puerta junto al muro de ladrillos, la miró con gran ternura.
– ¿Qué hacés con esas valijas? –preguntó, mientras abría el portón de hierro.
– Nos vamos –dijo Irrazábal.
– ¿Por qué? ¿Qué sucede? –preguntó ella.
– Acabo de matar a tu amante.

La última cara (Duilio Luraschi)

La última cara.


No puedo escribir desde la razón.
No esta historia, que me lleva a los doce años, un pueblo pequeño, un entierro a media tarde.
Los rezos ascendían hasta la cúpula inmensa y quedaban suspendidos en el aire, en las gotas de rocío que habían entrado a la iglesia por puertas y ventanas.
Era pleno julio. En Quiroga el invierno es muy duro.
Sebastián, el sacristán de San Marcos, ventiló la capilla, trajo flores rojas y lilas, formando ramilletes que colocó con sumo cuidado en las imágenes y en los bancos, encendió todas las luces de la nave y extendió la alfombra punzó desde el altar a la escalera.
No había llovido en dos o tres semanas, pero las mañanas eran tan frías que el campo quedaba completamente blanco hasta las nueve o nueve y media.
Se adormecían mis dedos aferrados al banco, pesado y añoso, y tomaban un color violáceo, que sólo calmaba al pasar una mano sobre la otra, único movimiento permitido en medio de la misa.
Estábamos en primera fila mi madre, mi hermano Carlos y yo.
Desde allí el féretro parecía inmenso.
Carlos era bastante mayor, (me llevaba cinco años) y muy pronto ingresaría en la escuela militar. Habíamos ahorrado todo un año para costear el uniforme.
Cada vez que ahorraba un real, cuando lo ponía en el bollón de vidrio que mi madre había colocado sobre la mesa de la cocina, me sentía más grande y más bueno. Me gustaba esa sensación que invadía todo mi cuerpo al ser bueno.
Clarisa me observaba desde el banco de enfrente. Ella también era una gran niña. En ese entonces estaba convencido que cuando fuese un hombre me casaría con ella. No en Quiroga, sino en Montevideo.
Dicen que es una ciudad enorme. Algunos dicen que parece un barco.
Carlos había prometido girar el dinero de tres pasajes cuando recibiera su primer sueldo de alférez.
El trayecto en tren era largo, pero bien valía la pena. ¡En Quiroga estábamos tan lejos del mar!
Vivíamos en una casa enorme, junto al arroyo, a la entrada del pueblo. Era la casa de mis abuelos.
De niños, jugábamos con los sapos pequeños y gorditos que invadían las piedras y los remansos. Los criábamos desde renacuajos. Zigzagueaban apurados, de un lado al otro, en la tina que mis padres habían desechado en el fondo de la finca, junto a la cerca de madera.
Los veíamos crecer y tomar colores más oscuros, manchas en el lomo con figuras caprichosas.
Muchas veces eran presa de culebras y lagartos. Por eso cubríamos la tina con una capa militar que habíamos encontrado en una de las tantas habitaciones vacías, cuando jugábamos con Carlos y Francisco a que éramos piratas.
En época de lluvias se llenaba nuestra tina de renacuajos, pero en Quiroga llueve poco.
Todos los niños cuando terminaban las clases, nos reuníamos bajo el puente viejo hasta tarde en la noche y contábamos historias de desaparecidos.
En toda familia había un tío que montó su caballo en medio de una tormenta y nunca regresó. En todas las salas, junto a la chimenea, se encuentra una foto que verifica su existencia.
En casa se había prohibido esos cuentos a la hora de la cena. Mi padre no toleraba esas historias. Mi padre siempre fue un hombre muy enfermo.
No tenía muletas o vendajes, nada que revelara su gravedad, pero pasaba muchos días en cama. Leía el diario por las mañanas y aún tarde en la noche su farol seguía encendido. Creo que no dormía. Nunca dormía. Eso lo llevó a la muerte.
Mi madre quiso que yo fuera sacerdote. Me enviaba a catequesis y luego a llevar las ofrendas en la misa.
A mí me aterraban los frailes. Me aterraba la iglesia en la noche con sus pasillos infinitos donde el mínimo ruido se multiplicaba con eco pesado e interminable. Las sórdidas representaciones del Cristo en la cruz, esos cuadros quebrados en terrones de lienzo con imponentes negros y azules, el inexplicable placer que su sufrimiento, que algunos escultores habían logrado en los pómulos, en la frente ensangrentada.
En Quiroga había un sólo párroco, pero con frecuencia llegaban novicios de otras ciudades. La iglesia, enorme para el poblado, era usada como Casa de Retiro. A un lado se sucedían seis habitaciones pequeñas y umbrosas, una cocina, dos baños de madera, al otro, una gran biblioteca con decenas de escritorios y un patio, donde los jóvenes frailes jugaban al Polo montados en sillas de caña.
A mí, en cambio, me gustaban los arrabales. Ahí la gente siempre sonríe.
Por las noches, los hombres del pueblo se vestían con sus trajes de fiesta, y a hurtadillas, con algún tonto pretexto, iban hasta la casa Arbiza.
Golpeaban una o dos veces y esperaban junto a los rosales.
Nosotros nos colgábamos de la higuera o del parral y veíamos todo en silencio.
Era una gran sala llena de mujeres con vestidos de colores y collares que le daban vuelta el cuello varias veces. Había una gran radio a galena, donde siempre se oía entre valses vieneses el programa de Sancho Trujillo. Las cortinas eran pesadas, de un color mostaza oscuro y los espejos reflejaban una y otra vez la habitación, volviéndola inmensa, infinita. Los muebles parecían comprados en un remate por tandas, dos o tres iguales, luego cuatro, un sofá con cabezas de león en sus patas y posa brazos y un gran jarrón chino sobre la mesa de caña y vidrio.
A eso de las diez llegaba un pianista de Tacuarembó y se bailaba el tango hasta muy tarde.
Todos fumaban y bebían. Incluso las mujeres.
Una –la más vieja– ordenaba todo desde su sillón de pana y sonreía a un lado y otro. Las más jóvenes no sabían bailar bien pero eran las primeras en dejar la sala principal y atravesar el patio de malvones y azulejos, para perderse con sus hombres al final del pasillo.
A veces se iban todos temprano. Dos, dos, dos, se iban por el patio y el pasillo, y desaparecían. Entonces nosotros tirábamos piedras a los techos, o higos maduros que se deshacían en los marcos de las puertas ensuciando todo el piso con leche blancuzca y pegajosa.
En seguida un par de hombres enormes y serios nos corrían casi cien metros sin alcanzarnos nunca.
Desde el camino los insultábamos a viva voz y nos bajábamos los pantalones mostrándoles nuestros culos blancos.
Al llegar a casa siempre nos esperaba un reproche.
Yo sabía que por cada viernes en la casa Arbiza me tocaban cinco o seis días en la capilla.
En ocasiones crecía en mí el temor a que me internaran pupilo en el colegio, pero mi madre a último momento se arrepentía y sólo me prometía la escuela militar.
Mi padre callaba. Permanecía con sus ojos muy claros en los pies de la cama y sólo movía el cuello y la cabeza, lentamente, aceptando la decisión que ya se había tomado.
Muchas veces me acercaba hasta su almohada mientras dormía y quedaba observándolo en silencio mientras recorría con el dedo los bordes de la cama. Estaba tan blanco y huesudo detrás de la barba espesa y transpirada que parecía recién bajado de la cruz.
Comencé mis clases de piano un seis de abril.
Mis padres seguro soñaban con un Schumann o un Lizst, yo en cambio quería tocar tangos en la casa Arbiza.
Llegué a la primera clase con mi camisa de tablitas blancas y el pantalón de gabardina hasta las rodillas, peinado hacia atrás, con los zapatos negros que había heredado de mi primo Alcides, que no vivía en Quiroga sino en Varela.
Me había bañado con jabón de coco, pero igual mi madre me untó la cabeza con colonia de lavanda.
Era un perfume que sólo usaba en los cumpleaños y bautismos, por lo que el alcohol estaba tan concentrado que, sin lugar a dudas, se podría hacer licor de menta con lo que quedaba en el frasco.
El salón de clases era una habitación lujosa y amplia. Las arañas de luz caían sin medida en toda la pieza. Estaban repletas de pequeñísimos vidrios espejados, cientos de vidrios que brillaban vigorosos cuando el sol caía de lleno por la ventana que daba a la calle principal.
La profesora era una mujer muy grande y muy gorda, casi tan vieja como el piano de cola. Llevaba siempre una flor fucsia en el vestido a la altura del cuello, sobre el hombro izquierdo. Su nombre era Greta.
Las clases de solfeo eran eternas, pero cuando llegaba a ejecutar una mínima pieza al piano me sentía un poco más cerca de la casa Arbiza.
La Srta. Greta tenía una sobrina que la ayudaba con las partituras y los anteojos. Se llamaba Clarisa.
Conseguía salir más temprano de casa con el pretexto de ensayos de fin de curso y la veía antes de cada clase en la callecita del sauce y los seis jazmines.
Ella me advertía "hoy mi tía está de muy mal genio" o "cuidado con el segundo movimiento de la lección que elegimos". Bebíamos jugo de ciruelas y charlábamos entusiasmados hasta que comenzaba a llenarse la calle de perros, que olfateaban nuestra merienda o el vapor de alguna ventana donde, temprano, se aprontaba el tuco o un escabeche para la cena.
Una tarde, cuando había llegado a mitad del pentagrama sin mayores dificultades, entró mi hermano con la noticia.
Quise salir corriendo al hospital pero me lo impidieron.
Clarisa trajo té de cedrón y me sentaron a la mesa, que estaba a un lado, y quedé así, girando inútilmente la cucharita en la taza profunda.
Vi como unos y otros entraban y salían de la sala con diversas solemnidades y protocolos. Mujeres y hombres con gestos afectados, que casi habían perdido el habla.
Los que se sentían más comprometidos decían frases tontas, engoladas, como si acentuando las palabras éstas por sí fuesen a tomar un cariz importante.
Yo, en la silla, sólo trataba de recordar a mi padre feliz.
Era difícil imaginar su cara blanca, nacarada, con una barba espesa y negra que le caía triste sobre el pecho, sus ojos grises y vacíos, su nariz aguileña; era difícil asociar esa cara a una sonrisa o un sueño plácido.
Por esa razón quería verlo. Pensaba que su última cara, el último suspiro, sabedor que se hallaba al final de tantos padecimientos, esbozaría una sonrisa amplia y hermosa.
Quería verlo despedirse, como se despidió luego Carlos cuando viajó a Montevideo, lleno de esperanzas y de planes. Quería verlo reír.
No me permitieron salir de la silla, de la sala, de la casa de Greta.
Desde la internación al sepelio transcurrieron dos días interminables. Infinidad de sueños y pesadillas.
Me veía de sotana, con hábitos negros y cabeza rasurada, en una habitación con cien espejos que me reflejaban, una y otra vez, jugando al Polo sobre una silla, padeciendo en la cruz, en un cuadro, con uniforme de capitán de caballería, con frac y chalina en casa de Greta, arrojando higos que se deshacían en los marcos de las puertas, corriendo a los niños, fumando y bebiendo, besando a Clarisa en otra ciudad, en un barco, tomando licor de perfume, viajando en tren a Montevideo.
En el último espejo me veía, con cara blanca, nacarada, la barba espesa que llovía en mi pecho, cansina, ojos claros bajo las ojeras y una sonrisa pequeña que se escapaba tímidamente bajo el bigote renegrido.
Se celebró la misa en San Marcos. Velaron a mi padre a cajón cerrado.
Siempre sueño que me mira y sonríe. Sueño que apoya su mano pesada en mi cabeza, con ternura, y vuelve a sonreír.
Eché un puñado de tierra sobre el féretro. No pude ver su última cara.

Pollo al horno (Duilio Luraschi)

Pollo al horno.


La mesa estaba servida. Detrás, una lámpara de pie daba poca luz sobre un sillón vacío que tenía un diario doblado en cuatro partes sobre uno de sus posa brazos y un par de lentes abiertos por completo en el otro.
La habitación era pequeña, y desde la cocina llegaba un suave olor a pollo horneado. Todo hacía pensar que de un momento a otro llegaría el Sr. Branner. Saracho lo esperaba desde hacía una hora. En la radio se oía, suavemente, un disco de Benny Goodman y sus dedos acompasaban el saxo sobre la tapa del bargueño. Hacía mucho frío, y para contrarrestarlo, se había servido ya tres whiskys.
La señora que se encargaba de la limpieza y la comida ya había regresado a su casa. "No deje que el pollo se queme", le había dicho a Saracho cuando cerraba la puerta, con un golpe exagerado. Saracho vigilaba el pollo entre vaso y vaso, pero no sabía si sacarlo y recalentarlo luego, o dárselo a Branner en el estado en que éste lo encontrara. La informalidad era algo que lo agobiaba y la cena estaba programada para las nueve.
Saracho era un hombre más bien pacífico, pero por las noches se entregaba a extraños sueños.
Soñaba con catedrales antiguas. Eran inmensas, repletas de oro y plata. Catedrales antiquísimas en países desconocidos, llenas de bancos, bordeadas de una infinidad de confesionarios. Pero había uno en particular que acaparaba su atención. Estaba bastante apartado. Siempre soñaba que iba hasta él y corría, de golpe, el cortinado, y entonces se encontraba con la cara de Branner, que reía, y él lo mataba de diez o doce puñaladas en el pecho y en los brazos. Cada noche ocurría lo mismo, incluso luego de soñar el mismo sueño decenas de veces. Todo culminaba de la misma forma, y despertaba, sobresaltado, sentado en la cama, con la vista fija en el rosario de piedras negras.
Como no confiaba mucho en su ingenio, y no quería improvisar nada, planeó la conversación con Branner desde el "Buenos días", que le diría cuando llegara, al "Café o cognac", luego de la cena.
Tenía por costumbre desmenuzar la conversación hasta lo más mínimo, con el fin de que nada se escapara a su control. Añoraba el mundo de la niñez. Añoraba los tiempos en que el mundo vivió su Edad Media, donde todo era perfecto y terrible.
La noche anterior no había dormido casi nada. Todo fue un oscuro sobresalto. Temía que al dejarse llevar por el cansancio, soñaría el mismo sueño de siempre, justo antes de la visita de Branner. Se le notaría en la cara. Sus ojos lo delatarían. Sus conversaciones, involuntarias, lo llevarían casi fatídicamente a las catedrales. De ahí a confesarlo todo era sólo un paso. Por eso de noche dio vueltas y más vueltas en la cama. Prefería que Branner lo encontrara con ojeras, incluso con humor de perros, antes que sus propios ojos lo denunciaran. Bebía, un vaso de whisky tras otro, con desenfreno, mientras no llegaba su invitado.
El pollo comenzaba a oler a quemado, pero Saracho no se movió un centímetro, y dejó que se fuese chamuscando.
Dejó la botella en el suelo, y comenzó a leer el diario.
Al hojearlo se encontró con la noticia de que Branner había muerto.
Cerró el diario con un ruido espantoso, y observó, una y otra vez, la fecha, que estaba en la primera línea. Era el diario de la tarde.
Fue inútil buscar en la radio algún noticiero. Sólo había programas con música. El dial quedó, por fin, después de su serpenteo, en un vallenato colombiano.
El pollo crepitaba horriblemente en el horno, y Saracho lo sacó, y lo dejó sobre una bandeja. Olía mal, y su aspecto era indecente.
Se sirvió un vaso más de alcohol, mientras resoplaba. De repente comenzó a comer un muslo, quitándole la piel, que ya estaba carbonizada por completo. Se sació, y regresó al sillón de la sala.
Por el profundo cansancio, no llegaba a coordinar, siquiera, un pensamiento acabado. Sus ideas parecían frases escolares, que le surgían de golpe, sin razón, para quedar truncas o sin ningún sentido. Comenzó, entonces, a invadirlo un fuerte sueño.
A la mañana siguiente se despertó en su cama. Vestía ropa interior y un robe de chambre que no era suyo.
– Por suerte usted no fuma.
– ¿Qué?
– Dejó el gas abierto. Volví por mis llaves y lo encontré tirado en el sillón. El batón es de su vecino del cuarto piso. Él fue quien lo desvistió. Se lo digo por si usted pensó que...
– ¿Qué hora es?
– Las once.
Saracho se incorporó. La habitación le daba vueltas.
– Llamé a su oficina. Dije que estaba enfermo.
Él asintió con los ojos cerrados.
Al mediodía comió los restos del calcinado pollo, y salió a la calle. Tenía prisa. Fue directo al velatorio. Estaba preocupado porque su traje era beige y no azul oscuro o negro, pero era el único traje que tenía limpio y sano. Lo más probable era que se recostara en un rincón evitando las miradas y los comentarios.
Al llegar a la sala se enteró que a Branner ya lo habían llevado al cementerio, a eso de las once. Dejó las pocas flores que traía en el velatorio contiguo.
Una vez en la calle levantó la vista al cielo: estaba muy nublado y posiblemente llovería.
Entró en un bar y pidió un café sin azúcar.
No sabía qué hacer. Primero se dirigió al teléfono y llamó a casa de Branner. En seguida colgó el tubo y resopló. Intentaba tararear una canción con sus soplidos. Se entretuvo un buen rato en eso mientras pensaba qué hacer.
Fue a su departamento y se echó en la cama. Estaba tan cansado que quedó dormido inmediatamente. No había terminado de cerrar sus ojos cuando apareció su sueño de catedrales. Eran de un color rojo intenso, con fachadas de platería. Bordeaban completamente una plaza inmensa y vacía, con innumerable cantidad de monumentos de bronce. El sueño le dio placer. Entró, entonces, a una de las iglesias. Llegó al confesionario, pero no abrió la cortina.
– Yo quería que él muriera.
– ¿A quién deseabas todo ese mal? ¿Tu lo mataste?
– Creo que fui yo.
Dijo esto, se levantó, y comenzó a caminar hacia la puerta. No había caminado más de seis pasos cuando regresó. Abrió, de un golpe, el cortinado y lo vio: como en todos los sueños, adentro estaba Branner riendo con desenfreno. Una vez más sacó de entre sus ropas un puñal pequeño, y lo asesinó, en forma salvaje. Pero no despertó entonces. Fue hasta su casa. Lo esperaba, como siempre, la señora de las tareas.
– Llega tarde señor, el pollo está en el horno. Hay puré, y ensalada en la heladera. No deje que el pollo se queme.
Saracho hizo un ademán, que intentó ser un saludo y al mismo tiempo un gesto de que no lo molestase.
Branner una vez más llegaría tarde, y entonces se puso a tomar whisky con hielo. Tamborileaba suavemente la canción que oía en la radio, "Somebody stole my gal". Saracho seguía muy bien el ritmo y la melodía.
Cansado de esperar, se estiró en el sillón, cuan largo era, y se puso a leer el diario. Luego quitó el pollo del horno, y olvidó cerrar la llave del gas. Volvió al sillón, echándose en él, y esperó en silencio.
– Señor, ya es tarde. Si sigue durmiendo no va a poder pegar un ojo en la noche.
– ¿Qué hora es?
– Las cinco.
– ¿Hay algo de comer?
– Hay pollo.
Saracho se levantó, y se dio un buen baño.
Llegó a la oficina al día siguiente muy temprano. Todos comentaban sobre la muerte del auditor. Se había formado una gran rueda alrededor de Susana, que relataba con detalles cómo fue la muerte de Branner y quiénes estaban en el velatorio. Saracho trataba de llevar la conversación a quién sería el sustituto, pero todos preferían los cuentos de Susana. Branner había sido asesinado a la salida de un bar, en el barrio de Maroñas.
Entró el jefe, y llamó a Torres y a Saracho.
– Mañana elegiré al nuevo auditor. Ustedes dos son los empleados que reúnen todas las condiciones. Por la mañana tendré alguna noticia.
La cara de Torres se encendía de felicidad y la de Saracho rumiaba un pasto amargo: podría quedar nuevamente afuera.
Una vez solo con su compañero, Saracho lo invitó a cenar esa noche a su casa. "Tengo algo muy importante que decirte". Pero a Torres no le animaba la idea. Saracho insistía, mientras le pasaba dos dedos por la solapa de su saco. Todos habían corrido por su tranvía, y el portero, de pie, esperaba que la oficina quedase totalmente vacía para cerrarla con llave. Torres por fin aceptó, y fijaron la reunión a las nueve.
– Va a haber pollo asado –dijo Saracho.
A la salida, junto a un negocio de billetes de lotería, compró un diario cualquiera, y se sumergió en las páginas de adivinos y cartomantes. Debería tener la certeza que ese puesto sería suyo.
Por fin encontró la dirección de una vidente que le diría todo cuanto él quería.
La casa quedaba en una zona muy alejada, y tuvo que caminar varias cuadras oscuras y empinadas por un camino con plátanos inmensos. Los árboles parecían vivos. Él creía que todos en el barrio sabían a dónde se dirigía, incluso los árboles.
Los naipes cayeron, una y otra vez, sobre la mesa sucia de cenizas, y la adivina comenzó a hablar en forma caótica y susurrante.
El ahorcado, la Papisa, dos a la vez: as de bastos y el carrusel de la fortuna. La mujer quitó, rápidamente, una de la mesa. Barajó y tiró, nuevamente.
Pudo sacar muy poco de lo que la anciana dijo. Retuvo sólo lo mínimo, sólo lo que él necesitaba. Habría cambios inesperados en su trabajo. Alguien lograba lo que no merecía. Una vez más aparecía la muerte.
Salió del templo profundamente angustiado, y comenzó a recorrer iglesias, una tras otra, con un frenesí inusitado. Estaba intranquilo.
Fue hasta un altar menor, y rezó con devoción bajo la imagen de San José Obrero. Había un osario de bronce de tamaño considerable, cubierto de sebo y moneditas de poca cuantía. Se aferró a él y quedó así por un buen rato. No podía olvidar su sueño de las catedrales.
Se levantó, persignándose al tiempo que se enderezaba, y partió en silencio, dejando una buena limosna bajo la imagen del santo. Caminó, lentamente, hasta su departamento, aunque se hallaba a una distancia considerable.
La señora de la limpieza comenzaba a impacientarse.
– Estoy calentando su pollo. Llegó una carta de su trabajo. Si no necesita nada más me voy a casa.
Saracho hizo una seña de aprobación, y se sentó en el sillón a leer el diario. Se sirvió un vaso de alcohol casi hasta el borde, y despidió desde allí a la señora.
En la radio se oía el clarinete de la vieja versión de "Get happy", una vez más por la banda de Benny Goodman. En el horno el pollo crepitaba con furia.
Llenó su vaso, una y otra vez, hasta vaciar la botella. La banda acompasaba la escena, y en el horno el pollo ya estaba carbonizado por completo.
Saracho se estiró cuanto pudo en el sillón, y quedó profundamente dormido, con sus lentes sobre el pecho y el diario caído a su lado.

La avícola (Duilio Luraschi)

La avícola.

Me levanté una mañana y salí.
Era la calle en donde yo vivía.
Todavía puedo, vagamente, recordarla.
La calle del asilo casi no tenía veredas. Era fría o soleada, y muchas veces resultaba un pretexto para ir a casa de Francisco Más, donde cambiaba mis revistas de historietas.
Era una calle tan silenciosa que nadie decía Salud si oía algún estornudo, por miedo a que fuese un ajeno, el vecino de enfrente o el de la otra cuadra.
Caminé hacia la plaza. Me gustaba ir por ese camino. Podía, incluso, caminar tres o cuatro cuadras de más para comprar sólo cien de queso con tal de no pasar frente a la casa de Miguel Ángel, que era un muchacho desagradable.
Dos por tres, decía, Dos por tres, y nunca terminaba la historia.
A veces las personas son raras.
Cuando llegué a la esquina del café de los dos hermanos no dudé y fui directo a la avícola, que quedaba enfrente. Ahí me estaban esperando.
Los ojos de las gallinas y gallos miran de perfil, pero la gente hace como que no los mira y señalan con sus dedos Éste o Ese, y se llevan un animal joven de tres kilos y medio.
Las aves nacen, comen y después mueren.
En el fondo y en el centro, un hombre marcaba las pautas, y otro más bajo exigía disciplina. Había, además, cinco dependientes, entre los que se encontraba Salomé, la chica de la limpieza.
Era la hija de Abdías. Se llamaba Salomé pero se hacía llamar Sabina.
Una vez le pregunté Por qué, y me dijo que en su familia todas las mujeres se llamaban Salomé. Mi tía, mi madre, mi abuela, la baba, mis dos hermanas se llaman Salomé, me dijo, Por eso quiero que me digan Sabina.
Le había preguntado cómo sabían, entonces, a quien se referían en su familia si hablaban de su tía o de su abuela o cualquier otra mujer. Las llaman Ésa o Ésta o solamente la señalan, me había dicho. Le pregunté si hablaban de alguna que no estaba en ese lugar en ese momento y me dijo Ellas siempre están juntas. Nunca salían de la casa.
De repente el encargado gritó ¡Sabina! , y ella fue hasta el patio trasero y volvió con una gallina del cuello.
En el lugar estaban, entre otros, Estela, Sara, Carmen, Soledad, todas primas, pero ninguna hermana de otra, don Frutos, Escudero el más chico y el señor Otorgués, que tenía una relación, por lo que la gente decía.
Él no había ido por compras: formaba fila para hablar por teléfono. Tenía en su mano izquierda seis monedas de veinte y jugaba con ellas mientras esperaba su turno.
Detrás de él estaba Tomás, que era el tonto del barrio. Comía maníes tostados, que sacaba de una bolsa de papel de estraza. Los partía con sus dientes y escupía las cáscaras para cualquier parte.
A mi derecha se paró una mujer que tenía en sus brazos una bebé muy fea.
Era muy desagradable y me miraba.
La madre buscaba un ave no muy gorda ni muy flaca, y miraba, sin apuro, todas las jaulas. La bebé fea me miraba. Por fin la madre eligió un pollo. Estaba segura que era de buena carne y podía paladearlo mientras lo veía, aún vivo. Las aves son lo que se alimentan.
El señor Otorgués miraba a la mujer y Salomé todavía no me miraba.
En la calle no había un solo árbol plantado. Moría en un callejón sucio frente al asilo de mendigos y ancianos.
En esos tiempos había un ladrón al que llamaban El Nene. Robaba los picaportes y las bombitas de luz de los zaguanes.
Mi amigo Marcos se reía cuando alguien contaba esa historia.
Él vivía en una casa de altos con balcón. Salía todas las tarde para mirar el paisaje, y se imaginaba que de golpe se vendría una gran inundación que taparía de agua las calles y baldíos, y a todas las cuadras de esa manzana, y que a él el agua le llegaría sólo hasta los tobillos.
Los que no sueñan por las tardes sólo pueden repetir los sueños de otros, me decía.
Él tenía un primo mayor que ya estaba calvo y la gente lo llamaba Jeremías. Si no le hubiesen llamado así, o por otro nombre, hoy nadie lo recordaría. Ni siquiera por su calva. Todos saben que Marcos tenía un primo.
De repente mis pensamientos cayeron, de nuevo, en el lugar, que era una avícola y vi a Salomé. Echó un balde de agua al piso y se pasó las palmas de sus manos por las caderas y los muslos.
Salomé pasaba la escoba y el trapo y mis ojos se inclinaban y se levantaban con ella.
Las gallinas estaban muertas de miedo, y un gallo viejo, muy duro para comer y cansado para la riña, esperaba morirse de una vez por todas.
También vi entre la multitud a mi vecino Juan Gómez.
Él tenía un gato que se llamaba Rodríguez. Cuando llegaba de su trabajo le traía caramelos de café y leche. El gato se tiraba sobre los dulces y los comía con papel y todo. Cuando los caramelos se volvían un pegote amorfo, se le metía entre los miles de dientitos torcidos y se desesperaba. Se revolcaba, daba vueltas, se golpeaba y lloraba. Era una insoportable molestia tan rica como son todas las trampas.
Juan Gómez, ese día, formaba fila por el teléfono público.
Salomé echó un baldazo de agua sucia a través de la ventana.
Pasó de repente un hombre breve. Llevaba consigo una perrería.
La gente del barrio no es de hablar a gritos o decir necedades, pero tampoco hablaban bien de nadie.
La madre de Juan Gómez se llamaba Estrellita.
Mi amigo Marcos recorría, a diario, toda la manzana de su casa caminando sobre las azoteas. Pasaba también sobre el taller de ropa de confección, que tenía techo de chapas viejas.
Decía que había que caminar sobre la línea de los clavos, que debajo estaban los tirantes, pero yo vi caerse de ahí a más de uno.
Al lado del taller vivía un hombre bajo.
Volví otra vez al lugar, donde había miles de personas. Era imposible conocer a todos por su nombre.
Un ave me observaba.
El ojo me veía: ¿Adónde vas? ¿Por qué no vas mañana?
Los ojos del ave sólo miran lo que lo rodea.
De repente sentí mucho miedo, muchísimo; como si se estuviese abriendo el suelo donde yo estaba parado.
Me vino a la cabeza todo que había hecho hasta ese día. No sólo las cosas más importantes o que más me importaban. Me golpearon todas las imágenes y los olores, y también todos los lutos. El álbum familiar. La rama seca de higuera, las uvas dulces de las siestas, el perro lobo de la oscuridad del patio chico. Los pasos que retumbaban en el pasillo. Mis manos agarradas al banco de mármol.
El encargado me llamó y me dijo que era mi turno.
Miré dentro de todas las jaulas, y vi, de un solo golpe, detrás de todos los ojos muertos, a Marcos, Jeremías, Miguel Ángel, Francisco Más, Otorgués, y a Juan Gómez.
En ese momento, por una puerta entreabierta, apareció Salomé, y le indicó al encargado cuál, con su dedo índice.
Era un pollo feo de plumas pero fuerte y muy bicho. Se resistió un buen rato al gancho que lo jalaba, pero al final lo desparramó en la jaula y lo arrastró como si fuese un plumero.
Una vez que estuvo afuera se resistió poco.
El hombre lo aferró con fuerza de sus patas sin púas, y lo tiró cabeza abajo. Lo dejó un momento suspendido y lo metió, con cuidado, en una especie de cono truncado con la punta hacia abajo que remataba una boca por donde apareció la cabeza del ave. Entonces separó, con dos dedos, las plumitas quebradas que se abrían en el cuello. Midió el punto de corte y ejecutó.
El ave, como un dios que inventa el Destino y queda atrapado en él, abrió enorme el ojo y enseguida toda su cabeza cayó, y quedó un pensamiento: abrir una puerta y dejarla abierta.
La sangre fue cayendo en un balde de latón.
Una vez que cayó toda al cubo, y no le quedó ni una gota, el hombre sacó el cuerpo y lo metió en un agua que estaba hirviendo.
Siempre lo sostenía con firmeza, aferrado de unas pobres patas que ya no daban resistencia.
Pasado un buen rato lo sacó, y se lo quedó mirando. Después caminó unos cuántos pasos hasta el fondo del salón y encendió una máquina que hacía un ruido espantoso. Giraba toda, con una velocidad alucinatoria. Tenía, como en el lomo, cien púas de goma romas girando y engranajes desengrasados.
El encargado zambulló el cuerpo en el circo. Las plumas saltaban por sobre su cabeza, pero no impresionantemente, porque estaban húmedas y quebradas.
Cuando estuvo satisfecho lo sacó, y lo miró, sin apuro. Luego lo puso sobre una mesada de azulejos blanco tiza y le cortó las patas, y las tiró donde había caído antes la cabeza. Me preguntó si también iba a llevar los menudos. Le hice señas que no.
Tres niños, en la puerta, echaban Cara o Cruz.
Entonces lo vació y echó las vísceras a un costado. Camino unos pasos más, como balanceándose, y trajo un papel inmenso, color azafrán. Con ese papel lo envolvió y me lo entregó, extendiendo sus manos.
Lo apresé y lo sostuve como pude, con toda la fuerza que me salió en el momento. Tenía un fuerte olor a plumas quemadas, y todavía estaba tibio.
Ya no había nadie en ese lugar, donde antes había miles.
Salí. Estaba solo.
Miré a un lado y otro, y para otro lugar, pero no vi nada.
Entonces doblé en la esquina y caminé, una vez más hacia cualquier parte, como hacía siempre, desde que yo tengo recuerdos.

Duilio Luraschi

Duilio Luraschi.
Nació en Montevideo, Uruguay, en 1963.


Bibliografía:

Vértigo (Vintén Editor, 1995).
El duelo (Vintén Editor, 1996).
El huésped (Editorial Aymara, 1999).
Providencias (Vintén Editor, 2000 y 2004).
Las fieras (Grupo Editor Caracol al galope, 2002).
Montenegro (Artefato Editores, 2004).
Estación Pereira (recopilación, AEBU, 2005).
Las leyes (Artefato Editores, 2006).


Publicación colectiva:
La mirada escrita. (Biblioteca Nacional, Montevideo, 2006).


Diccionarios –Antologías:
La cara oculta de la luna: Narradores jóvenes del Uruguay. Diccionario y Antología.
(Álvaro Risso. Ediciones Linardi y Risso, Montevideo, 1996).


Nuevo Diccionario de Literatura Uruguaya.
(Ediciones Banda Oriental, Montevideo, 2001).