martes, 17 de julio de 2007
La avícola (Duilio Luraschi)
La avícola.
Me levanté una mañana y salí.
Era la calle en donde yo vivía.
Todavía puedo, vagamente, recordarla.
La calle del asilo casi no tenía veredas. Era fría o soleada, y muchas veces resultaba un pretexto para ir a casa de Francisco Más, donde cambiaba mis revistas de historietas.
Era una calle tan silenciosa que nadie decía Salud si oía algún estornudo, por miedo a que fuese un ajeno, el vecino de enfrente o el de la otra cuadra.
Caminé hacia la plaza. Me gustaba ir por ese camino. Podía, incluso, caminar tres o cuatro cuadras de más para comprar sólo cien de queso con tal de no pasar frente a la casa de Miguel Ángel, que era un muchacho desagradable.
Dos por tres, decía, Dos por tres, y nunca terminaba la historia.
A veces las personas son raras.
Cuando llegué a la esquina del café de los dos hermanos no dudé y fui directo a la avícola, que quedaba enfrente. Ahí me estaban esperando.
Los ojos de las gallinas y gallos miran de perfil, pero la gente hace como que no los mira y señalan con sus dedos Éste o Ese, y se llevan un animal joven de tres kilos y medio.
Las aves nacen, comen y después mueren.
En el fondo y en el centro, un hombre marcaba las pautas, y otro más bajo exigía disciplina. Había, además, cinco dependientes, entre los que se encontraba Salomé, la chica de la limpieza.
Era la hija de Abdías. Se llamaba Salomé pero se hacía llamar Sabina.
Una vez le pregunté Por qué, y me dijo que en su familia todas las mujeres se llamaban Salomé. Mi tía, mi madre, mi abuela, la baba, mis dos hermanas se llaman Salomé, me dijo, Por eso quiero que me digan Sabina.
Le había preguntado cómo sabían, entonces, a quien se referían en su familia si hablaban de su tía o de su abuela o cualquier otra mujer. Las llaman Ésa o Ésta o solamente la señalan, me había dicho. Le pregunté si hablaban de alguna que no estaba en ese lugar en ese momento y me dijo Ellas siempre están juntas. Nunca salían de la casa.
De repente el encargado gritó ¡Sabina! , y ella fue hasta el patio trasero y volvió con una gallina del cuello.
En el lugar estaban, entre otros, Estela, Sara, Carmen, Soledad, todas primas, pero ninguna hermana de otra, don Frutos, Escudero el más chico y el señor Otorgués, que tenía una relación, por lo que la gente decía.
Él no había ido por compras: formaba fila para hablar por teléfono. Tenía en su mano izquierda seis monedas de veinte y jugaba con ellas mientras esperaba su turno.
Detrás de él estaba Tomás, que era el tonto del barrio. Comía maníes tostados, que sacaba de una bolsa de papel de estraza. Los partía con sus dientes y escupía las cáscaras para cualquier parte.
A mi derecha se paró una mujer que tenía en sus brazos una bebé muy fea.
Era muy desagradable y me miraba.
La madre buscaba un ave no muy gorda ni muy flaca, y miraba, sin apuro, todas las jaulas. La bebé fea me miraba. Por fin la madre eligió un pollo. Estaba segura que era de buena carne y podía paladearlo mientras lo veía, aún vivo. Las aves son lo que se alimentan.
El señor Otorgués miraba a la mujer y Salomé todavía no me miraba.
En la calle no había un solo árbol plantado. Moría en un callejón sucio frente al asilo de mendigos y ancianos.
En esos tiempos había un ladrón al que llamaban El Nene. Robaba los picaportes y las bombitas de luz de los zaguanes.
Mi amigo Marcos se reía cuando alguien contaba esa historia.
Él vivía en una casa de altos con balcón. Salía todas las tarde para mirar el paisaje, y se imaginaba que de golpe se vendría una gran inundación que taparía de agua las calles y baldíos, y a todas las cuadras de esa manzana, y que a él el agua le llegaría sólo hasta los tobillos.
Los que no sueñan por las tardes sólo pueden repetir los sueños de otros, me decía.
Él tenía un primo mayor que ya estaba calvo y la gente lo llamaba Jeremías. Si no le hubiesen llamado así, o por otro nombre, hoy nadie lo recordaría. Ni siquiera por su calva. Todos saben que Marcos tenía un primo.
De repente mis pensamientos cayeron, de nuevo, en el lugar, que era una avícola y vi a Salomé. Echó un balde de agua al piso y se pasó las palmas de sus manos por las caderas y los muslos.
Salomé pasaba la escoba y el trapo y mis ojos se inclinaban y se levantaban con ella.
Las gallinas estaban muertas de miedo, y un gallo viejo, muy duro para comer y cansado para la riña, esperaba morirse de una vez por todas.
También vi entre la multitud a mi vecino Juan Gómez.
Él tenía un gato que se llamaba Rodríguez. Cuando llegaba de su trabajo le traía caramelos de café y leche. El gato se tiraba sobre los dulces y los comía con papel y todo. Cuando los caramelos se volvían un pegote amorfo, se le metía entre los miles de dientitos torcidos y se desesperaba. Se revolcaba, daba vueltas, se golpeaba y lloraba. Era una insoportable molestia tan rica como son todas las trampas.
Juan Gómez, ese día, formaba fila por el teléfono público.
Salomé echó un baldazo de agua sucia a través de la ventana.
Pasó de repente un hombre breve. Llevaba consigo una perrería.
La gente del barrio no es de hablar a gritos o decir necedades, pero tampoco hablaban bien de nadie.
La madre de Juan Gómez se llamaba Estrellita.
Mi amigo Marcos recorría, a diario, toda la manzana de su casa caminando sobre las azoteas. Pasaba también sobre el taller de ropa de confección, que tenía techo de chapas viejas.
Decía que había que caminar sobre la línea de los clavos, que debajo estaban los tirantes, pero yo vi caerse de ahí a más de uno.
Al lado del taller vivía un hombre bajo.
Volví otra vez al lugar, donde había miles de personas. Era imposible conocer a todos por su nombre.
Un ave me observaba.
El ojo me veía: ¿Adónde vas? ¿Por qué no vas mañana?
Los ojos del ave sólo miran lo que lo rodea.
De repente sentí mucho miedo, muchísimo; como si se estuviese abriendo el suelo donde yo estaba parado.
Me vino a la cabeza todo que había hecho hasta ese día. No sólo las cosas más importantes o que más me importaban. Me golpearon todas las imágenes y los olores, y también todos los lutos. El álbum familiar. La rama seca de higuera, las uvas dulces de las siestas, el perro lobo de la oscuridad del patio chico. Los pasos que retumbaban en el pasillo. Mis manos agarradas al banco de mármol.
El encargado me llamó y me dijo que era mi turno.
Miré dentro de todas las jaulas, y vi, de un solo golpe, detrás de todos los ojos muertos, a Marcos, Jeremías, Miguel Ángel, Francisco Más, Otorgués, y a Juan Gómez.
En ese momento, por una puerta entreabierta, apareció Salomé, y le indicó al encargado cuál, con su dedo índice.
Era un pollo feo de plumas pero fuerte y muy bicho. Se resistió un buen rato al gancho que lo jalaba, pero al final lo desparramó en la jaula y lo arrastró como si fuese un plumero.
Una vez que estuvo afuera se resistió poco.
El hombre lo aferró con fuerza de sus patas sin púas, y lo tiró cabeza abajo. Lo dejó un momento suspendido y lo metió, con cuidado, en una especie de cono truncado con la punta hacia abajo que remataba una boca por donde apareció la cabeza del ave. Entonces separó, con dos dedos, las plumitas quebradas que se abrían en el cuello. Midió el punto de corte y ejecutó.
El ave, como un dios que inventa el Destino y queda atrapado en él, abrió enorme el ojo y enseguida toda su cabeza cayó, y quedó un pensamiento: abrir una puerta y dejarla abierta.
La sangre fue cayendo en un balde de latón.
Una vez que cayó toda al cubo, y no le quedó ni una gota, el hombre sacó el cuerpo y lo metió en un agua que estaba hirviendo.
Siempre lo sostenía con firmeza, aferrado de unas pobres patas que ya no daban resistencia.
Pasado un buen rato lo sacó, y se lo quedó mirando. Después caminó unos cuántos pasos hasta el fondo del salón y encendió una máquina que hacía un ruido espantoso. Giraba toda, con una velocidad alucinatoria. Tenía, como en el lomo, cien púas de goma romas girando y engranajes desengrasados.
El encargado zambulló el cuerpo en el circo. Las plumas saltaban por sobre su cabeza, pero no impresionantemente, porque estaban húmedas y quebradas.
Cuando estuvo satisfecho lo sacó, y lo miró, sin apuro. Luego lo puso sobre una mesada de azulejos blanco tiza y le cortó las patas, y las tiró donde había caído antes la cabeza. Me preguntó si también iba a llevar los menudos. Le hice señas que no.
Tres niños, en la puerta, echaban Cara o Cruz.
Entonces lo vació y echó las vísceras a un costado. Camino unos pasos más, como balanceándose, y trajo un papel inmenso, color azafrán. Con ese papel lo envolvió y me lo entregó, extendiendo sus manos.
Lo apresé y lo sostuve como pude, con toda la fuerza que me salió en el momento. Tenía un fuerte olor a plumas quemadas, y todavía estaba tibio.
Ya no había nadie en ese lugar, donde antes había miles.
Salí. Estaba solo.
Miré a un lado y otro, y para otro lugar, pero no vi nada.
Entonces doblé en la esquina y caminé, una vez más hacia cualquier parte, como hacía siempre, desde que yo tengo recuerdos.
Me levanté una mañana y salí.
Era la calle en donde yo vivía.
Todavía puedo, vagamente, recordarla.
La calle del asilo casi no tenía veredas. Era fría o soleada, y muchas veces resultaba un pretexto para ir a casa de Francisco Más, donde cambiaba mis revistas de historietas.
Era una calle tan silenciosa que nadie decía Salud si oía algún estornudo, por miedo a que fuese un ajeno, el vecino de enfrente o el de la otra cuadra.
Caminé hacia la plaza. Me gustaba ir por ese camino. Podía, incluso, caminar tres o cuatro cuadras de más para comprar sólo cien de queso con tal de no pasar frente a la casa de Miguel Ángel, que era un muchacho desagradable.
Dos por tres, decía, Dos por tres, y nunca terminaba la historia.
A veces las personas son raras.
Cuando llegué a la esquina del café de los dos hermanos no dudé y fui directo a la avícola, que quedaba enfrente. Ahí me estaban esperando.
Los ojos de las gallinas y gallos miran de perfil, pero la gente hace como que no los mira y señalan con sus dedos Éste o Ese, y se llevan un animal joven de tres kilos y medio.
Las aves nacen, comen y después mueren.
En el fondo y en el centro, un hombre marcaba las pautas, y otro más bajo exigía disciplina. Había, además, cinco dependientes, entre los que se encontraba Salomé, la chica de la limpieza.
Era la hija de Abdías. Se llamaba Salomé pero se hacía llamar Sabina.
Una vez le pregunté Por qué, y me dijo que en su familia todas las mujeres se llamaban Salomé. Mi tía, mi madre, mi abuela, la baba, mis dos hermanas se llaman Salomé, me dijo, Por eso quiero que me digan Sabina.
Le había preguntado cómo sabían, entonces, a quien se referían en su familia si hablaban de su tía o de su abuela o cualquier otra mujer. Las llaman Ésa o Ésta o solamente la señalan, me había dicho. Le pregunté si hablaban de alguna que no estaba en ese lugar en ese momento y me dijo Ellas siempre están juntas. Nunca salían de la casa.
De repente el encargado gritó ¡Sabina! , y ella fue hasta el patio trasero y volvió con una gallina del cuello.
En el lugar estaban, entre otros, Estela, Sara, Carmen, Soledad, todas primas, pero ninguna hermana de otra, don Frutos, Escudero el más chico y el señor Otorgués, que tenía una relación, por lo que la gente decía.
Él no había ido por compras: formaba fila para hablar por teléfono. Tenía en su mano izquierda seis monedas de veinte y jugaba con ellas mientras esperaba su turno.
Detrás de él estaba Tomás, que era el tonto del barrio. Comía maníes tostados, que sacaba de una bolsa de papel de estraza. Los partía con sus dientes y escupía las cáscaras para cualquier parte.
A mi derecha se paró una mujer que tenía en sus brazos una bebé muy fea.
Era muy desagradable y me miraba.
La madre buscaba un ave no muy gorda ni muy flaca, y miraba, sin apuro, todas las jaulas. La bebé fea me miraba. Por fin la madre eligió un pollo. Estaba segura que era de buena carne y podía paladearlo mientras lo veía, aún vivo. Las aves son lo que se alimentan.
El señor Otorgués miraba a la mujer y Salomé todavía no me miraba.
En la calle no había un solo árbol plantado. Moría en un callejón sucio frente al asilo de mendigos y ancianos.
En esos tiempos había un ladrón al que llamaban El Nene. Robaba los picaportes y las bombitas de luz de los zaguanes.
Mi amigo Marcos se reía cuando alguien contaba esa historia.
Él vivía en una casa de altos con balcón. Salía todas las tarde para mirar el paisaje, y se imaginaba que de golpe se vendría una gran inundación que taparía de agua las calles y baldíos, y a todas las cuadras de esa manzana, y que a él el agua le llegaría sólo hasta los tobillos.
Los que no sueñan por las tardes sólo pueden repetir los sueños de otros, me decía.
Él tenía un primo mayor que ya estaba calvo y la gente lo llamaba Jeremías. Si no le hubiesen llamado así, o por otro nombre, hoy nadie lo recordaría. Ni siquiera por su calva. Todos saben que Marcos tenía un primo.
De repente mis pensamientos cayeron, de nuevo, en el lugar, que era una avícola y vi a Salomé. Echó un balde de agua al piso y se pasó las palmas de sus manos por las caderas y los muslos.
Salomé pasaba la escoba y el trapo y mis ojos se inclinaban y se levantaban con ella.
Las gallinas estaban muertas de miedo, y un gallo viejo, muy duro para comer y cansado para la riña, esperaba morirse de una vez por todas.
También vi entre la multitud a mi vecino Juan Gómez.
Él tenía un gato que se llamaba Rodríguez. Cuando llegaba de su trabajo le traía caramelos de café y leche. El gato se tiraba sobre los dulces y los comía con papel y todo. Cuando los caramelos se volvían un pegote amorfo, se le metía entre los miles de dientitos torcidos y se desesperaba. Se revolcaba, daba vueltas, se golpeaba y lloraba. Era una insoportable molestia tan rica como son todas las trampas.
Juan Gómez, ese día, formaba fila por el teléfono público.
Salomé echó un baldazo de agua sucia a través de la ventana.
Pasó de repente un hombre breve. Llevaba consigo una perrería.
La gente del barrio no es de hablar a gritos o decir necedades, pero tampoco hablaban bien de nadie.
La madre de Juan Gómez se llamaba Estrellita.
Mi amigo Marcos recorría, a diario, toda la manzana de su casa caminando sobre las azoteas. Pasaba también sobre el taller de ropa de confección, que tenía techo de chapas viejas.
Decía que había que caminar sobre la línea de los clavos, que debajo estaban los tirantes, pero yo vi caerse de ahí a más de uno.
Al lado del taller vivía un hombre bajo.
Volví otra vez al lugar, donde había miles de personas. Era imposible conocer a todos por su nombre.
Un ave me observaba.
El ojo me veía: ¿Adónde vas? ¿Por qué no vas mañana?
Los ojos del ave sólo miran lo que lo rodea.
De repente sentí mucho miedo, muchísimo; como si se estuviese abriendo el suelo donde yo estaba parado.
Me vino a la cabeza todo que había hecho hasta ese día. No sólo las cosas más importantes o que más me importaban. Me golpearon todas las imágenes y los olores, y también todos los lutos. El álbum familiar. La rama seca de higuera, las uvas dulces de las siestas, el perro lobo de la oscuridad del patio chico. Los pasos que retumbaban en el pasillo. Mis manos agarradas al banco de mármol.
El encargado me llamó y me dijo que era mi turno.
Miré dentro de todas las jaulas, y vi, de un solo golpe, detrás de todos los ojos muertos, a Marcos, Jeremías, Miguel Ángel, Francisco Más, Otorgués, y a Juan Gómez.
En ese momento, por una puerta entreabierta, apareció Salomé, y le indicó al encargado cuál, con su dedo índice.
Era un pollo feo de plumas pero fuerte y muy bicho. Se resistió un buen rato al gancho que lo jalaba, pero al final lo desparramó en la jaula y lo arrastró como si fuese un plumero.
Una vez que estuvo afuera se resistió poco.
El hombre lo aferró con fuerza de sus patas sin púas, y lo tiró cabeza abajo. Lo dejó un momento suspendido y lo metió, con cuidado, en una especie de cono truncado con la punta hacia abajo que remataba una boca por donde apareció la cabeza del ave. Entonces separó, con dos dedos, las plumitas quebradas que se abrían en el cuello. Midió el punto de corte y ejecutó.
El ave, como un dios que inventa el Destino y queda atrapado en él, abrió enorme el ojo y enseguida toda su cabeza cayó, y quedó un pensamiento: abrir una puerta y dejarla abierta.
La sangre fue cayendo en un balde de latón.
Una vez que cayó toda al cubo, y no le quedó ni una gota, el hombre sacó el cuerpo y lo metió en un agua que estaba hirviendo.
Siempre lo sostenía con firmeza, aferrado de unas pobres patas que ya no daban resistencia.
Pasado un buen rato lo sacó, y se lo quedó mirando. Después caminó unos cuántos pasos hasta el fondo del salón y encendió una máquina que hacía un ruido espantoso. Giraba toda, con una velocidad alucinatoria. Tenía, como en el lomo, cien púas de goma romas girando y engranajes desengrasados.
El encargado zambulló el cuerpo en el circo. Las plumas saltaban por sobre su cabeza, pero no impresionantemente, porque estaban húmedas y quebradas.
Cuando estuvo satisfecho lo sacó, y lo miró, sin apuro. Luego lo puso sobre una mesada de azulejos blanco tiza y le cortó las patas, y las tiró donde había caído antes la cabeza. Me preguntó si también iba a llevar los menudos. Le hice señas que no.
Tres niños, en la puerta, echaban Cara o Cruz.
Entonces lo vació y echó las vísceras a un costado. Camino unos pasos más, como balanceándose, y trajo un papel inmenso, color azafrán. Con ese papel lo envolvió y me lo entregó, extendiendo sus manos.
Lo apresé y lo sostuve como pude, con toda la fuerza que me salió en el momento. Tenía un fuerte olor a plumas quemadas, y todavía estaba tibio.
Ya no había nadie en ese lugar, donde antes había miles.
Salí. Estaba solo.
Miré a un lado y otro, y para otro lugar, pero no vi nada.
Entonces doblé en la esquina y caminé, una vez más hacia cualquier parte, como hacía siempre, desde que yo tengo recuerdos.