martes, 17 de julio de 2007
La última cara (Duilio Luraschi)
La última cara.
No puedo escribir desde la razón.
No esta historia, que me lleva a los doce años, un pueblo pequeño, un entierro a media tarde.
Los rezos ascendían hasta la cúpula inmensa y quedaban suspendidos en el aire, en las gotas de rocío que habían entrado a la iglesia por puertas y ventanas.
Era pleno julio. En Quiroga el invierno es muy duro.
Sebastián, el sacristán de San Marcos, ventiló la capilla, trajo flores rojas y lilas, formando ramilletes que colocó con sumo cuidado en las imágenes y en los bancos, encendió todas las luces de la nave y extendió la alfombra punzó desde el altar a la escalera.
No había llovido en dos o tres semanas, pero las mañanas eran tan frías que el campo quedaba completamente blanco hasta las nueve o nueve y media.
Se adormecían mis dedos aferrados al banco, pesado y añoso, y tomaban un color violáceo, que sólo calmaba al pasar una mano sobre la otra, único movimiento permitido en medio de la misa.
Estábamos en primera fila mi madre, mi hermano Carlos y yo.
Desde allí el féretro parecía inmenso.
Carlos era bastante mayor, (me llevaba cinco años) y muy pronto ingresaría en la escuela militar. Habíamos ahorrado todo un año para costear el uniforme.
Cada vez que ahorraba un real, cuando lo ponía en el bollón de vidrio que mi madre había colocado sobre la mesa de la cocina, me sentía más grande y más bueno. Me gustaba esa sensación que invadía todo mi cuerpo al ser bueno.
Clarisa me observaba desde el banco de enfrente. Ella también era una gran niña. En ese entonces estaba convencido que cuando fuese un hombre me casaría con ella. No en Quiroga, sino en Montevideo.
Dicen que es una ciudad enorme. Algunos dicen que parece un barco.
Carlos había prometido girar el dinero de tres pasajes cuando recibiera su primer sueldo de alférez.
El trayecto en tren era largo, pero bien valía la pena. ¡En Quiroga estábamos tan lejos del mar!
Vivíamos en una casa enorme, junto al arroyo, a la entrada del pueblo. Era la casa de mis abuelos.
De niños, jugábamos con los sapos pequeños y gorditos que invadían las piedras y los remansos. Los criábamos desde renacuajos. Zigzagueaban apurados, de un lado al otro, en la tina que mis padres habían desechado en el fondo de la finca, junto a la cerca de madera.
Los veíamos crecer y tomar colores más oscuros, manchas en el lomo con figuras caprichosas.
Muchas veces eran presa de culebras y lagartos. Por eso cubríamos la tina con una capa militar que habíamos encontrado en una de las tantas habitaciones vacías, cuando jugábamos con Carlos y Francisco a que éramos piratas.
En época de lluvias se llenaba nuestra tina de renacuajos, pero en Quiroga llueve poco.
Todos los niños cuando terminaban las clases, nos reuníamos bajo el puente viejo hasta tarde en la noche y contábamos historias de desaparecidos.
En toda familia había un tío que montó su caballo en medio de una tormenta y nunca regresó. En todas las salas, junto a la chimenea, se encuentra una foto que verifica su existencia.
En casa se había prohibido esos cuentos a la hora de la cena. Mi padre no toleraba esas historias. Mi padre siempre fue un hombre muy enfermo.
No tenía muletas o vendajes, nada que revelara su gravedad, pero pasaba muchos días en cama. Leía el diario por las mañanas y aún tarde en la noche su farol seguía encendido. Creo que no dormía. Nunca dormía. Eso lo llevó a la muerte.
Mi madre quiso que yo fuera sacerdote. Me enviaba a catequesis y luego a llevar las ofrendas en la misa.
A mí me aterraban los frailes. Me aterraba la iglesia en la noche con sus pasillos infinitos donde el mínimo ruido se multiplicaba con eco pesado e interminable. Las sórdidas representaciones del Cristo en la cruz, esos cuadros quebrados en terrones de lienzo con imponentes negros y azules, el inexplicable placer que su sufrimiento, que algunos escultores habían logrado en los pómulos, en la frente ensangrentada.
En Quiroga había un sólo párroco, pero con frecuencia llegaban novicios de otras ciudades. La iglesia, enorme para el poblado, era usada como Casa de Retiro. A un lado se sucedían seis habitaciones pequeñas y umbrosas, una cocina, dos baños de madera, al otro, una gran biblioteca con decenas de escritorios y un patio, donde los jóvenes frailes jugaban al Polo montados en sillas de caña.
A mí, en cambio, me gustaban los arrabales. Ahí la gente siempre sonríe.
Por las noches, los hombres del pueblo se vestían con sus trajes de fiesta, y a hurtadillas, con algún tonto pretexto, iban hasta la casa Arbiza.
Golpeaban una o dos veces y esperaban junto a los rosales.
Nosotros nos colgábamos de la higuera o del parral y veíamos todo en silencio.
Era una gran sala llena de mujeres con vestidos de colores y collares que le daban vuelta el cuello varias veces. Había una gran radio a galena, donde siempre se oía entre valses vieneses el programa de Sancho Trujillo. Las cortinas eran pesadas, de un color mostaza oscuro y los espejos reflejaban una y otra vez la habitación, volviéndola inmensa, infinita. Los muebles parecían comprados en un remate por tandas, dos o tres iguales, luego cuatro, un sofá con cabezas de león en sus patas y posa brazos y un gran jarrón chino sobre la mesa de caña y vidrio.
A eso de las diez llegaba un pianista de Tacuarembó y se bailaba el tango hasta muy tarde.
Todos fumaban y bebían. Incluso las mujeres.
Una –la más vieja– ordenaba todo desde su sillón de pana y sonreía a un lado y otro. Las más jóvenes no sabían bailar bien pero eran las primeras en dejar la sala principal y atravesar el patio de malvones y azulejos, para perderse con sus hombres al final del pasillo.
A veces se iban todos temprano. Dos, dos, dos, se iban por el patio y el pasillo, y desaparecían. Entonces nosotros tirábamos piedras a los techos, o higos maduros que se deshacían en los marcos de las puertas ensuciando todo el piso con leche blancuzca y pegajosa.
En seguida un par de hombres enormes y serios nos corrían casi cien metros sin alcanzarnos nunca.
Desde el camino los insultábamos a viva voz y nos bajábamos los pantalones mostrándoles nuestros culos blancos.
Al llegar a casa siempre nos esperaba un reproche.
Yo sabía que por cada viernes en la casa Arbiza me tocaban cinco o seis días en la capilla.
En ocasiones crecía en mí el temor a que me internaran pupilo en el colegio, pero mi madre a último momento se arrepentía y sólo me prometía la escuela militar.
Mi padre callaba. Permanecía con sus ojos muy claros en los pies de la cama y sólo movía el cuello y la cabeza, lentamente, aceptando la decisión que ya se había tomado.
Muchas veces me acercaba hasta su almohada mientras dormía y quedaba observándolo en silencio mientras recorría con el dedo los bordes de la cama. Estaba tan blanco y huesudo detrás de la barba espesa y transpirada que parecía recién bajado de la cruz.
Comencé mis clases de piano un seis de abril.
Mis padres seguro soñaban con un Schumann o un Lizst, yo en cambio quería tocar tangos en la casa Arbiza.
Llegué a la primera clase con mi camisa de tablitas blancas y el pantalón de gabardina hasta las rodillas, peinado hacia atrás, con los zapatos negros que había heredado de mi primo Alcides, que no vivía en Quiroga sino en Varela.
Me había bañado con jabón de coco, pero igual mi madre me untó la cabeza con colonia de lavanda.
Era un perfume que sólo usaba en los cumpleaños y bautismos, por lo que el alcohol estaba tan concentrado que, sin lugar a dudas, se podría hacer licor de menta con lo que quedaba en el frasco.
El salón de clases era una habitación lujosa y amplia. Las arañas de luz caían sin medida en toda la pieza. Estaban repletas de pequeñísimos vidrios espejados, cientos de vidrios que brillaban vigorosos cuando el sol caía de lleno por la ventana que daba a la calle principal.
La profesora era una mujer muy grande y muy gorda, casi tan vieja como el piano de cola. Llevaba siempre una flor fucsia en el vestido a la altura del cuello, sobre el hombro izquierdo. Su nombre era Greta.
Las clases de solfeo eran eternas, pero cuando llegaba a ejecutar una mínima pieza al piano me sentía un poco más cerca de la casa Arbiza.
La Srta. Greta tenía una sobrina que la ayudaba con las partituras y los anteojos. Se llamaba Clarisa.
Conseguía salir más temprano de casa con el pretexto de ensayos de fin de curso y la veía antes de cada clase en la callecita del sauce y los seis jazmines.
Ella me advertía "hoy mi tía está de muy mal genio" o "cuidado con el segundo movimiento de la lección que elegimos". Bebíamos jugo de ciruelas y charlábamos entusiasmados hasta que comenzaba a llenarse la calle de perros, que olfateaban nuestra merienda o el vapor de alguna ventana donde, temprano, se aprontaba el tuco o un escabeche para la cena.
Una tarde, cuando había llegado a mitad del pentagrama sin mayores dificultades, entró mi hermano con la noticia.
Quise salir corriendo al hospital pero me lo impidieron.
Clarisa trajo té de cedrón y me sentaron a la mesa, que estaba a un lado, y quedé así, girando inútilmente la cucharita en la taza profunda.
Vi como unos y otros entraban y salían de la sala con diversas solemnidades y protocolos. Mujeres y hombres con gestos afectados, que casi habían perdido el habla.
Los que se sentían más comprometidos decían frases tontas, engoladas, como si acentuando las palabras éstas por sí fuesen a tomar un cariz importante.
Yo, en la silla, sólo trataba de recordar a mi padre feliz.
Era difícil imaginar su cara blanca, nacarada, con una barba espesa y negra que le caía triste sobre el pecho, sus ojos grises y vacíos, su nariz aguileña; era difícil asociar esa cara a una sonrisa o un sueño plácido.
Por esa razón quería verlo. Pensaba que su última cara, el último suspiro, sabedor que se hallaba al final de tantos padecimientos, esbozaría una sonrisa amplia y hermosa.
Quería verlo despedirse, como se despidió luego Carlos cuando viajó a Montevideo, lleno de esperanzas y de planes. Quería verlo reír.
No me permitieron salir de la silla, de la sala, de la casa de Greta.
Desde la internación al sepelio transcurrieron dos días interminables. Infinidad de sueños y pesadillas.
Me veía de sotana, con hábitos negros y cabeza rasurada, en una habitación con cien espejos que me reflejaban, una y otra vez, jugando al Polo sobre una silla, padeciendo en la cruz, en un cuadro, con uniforme de capitán de caballería, con frac y chalina en casa de Greta, arrojando higos que se deshacían en los marcos de las puertas, corriendo a los niños, fumando y bebiendo, besando a Clarisa en otra ciudad, en un barco, tomando licor de perfume, viajando en tren a Montevideo.
En el último espejo me veía, con cara blanca, nacarada, la barba espesa que llovía en mi pecho, cansina, ojos claros bajo las ojeras y una sonrisa pequeña que se escapaba tímidamente bajo el bigote renegrido.
Se celebró la misa en San Marcos. Velaron a mi padre a cajón cerrado.
Siempre sueño que me mira y sonríe. Sueño que apoya su mano pesada en mi cabeza, con ternura, y vuelve a sonreír.
Eché un puñado de tierra sobre el féretro. No pude ver su última cara.
No puedo escribir desde la razón.
No esta historia, que me lleva a los doce años, un pueblo pequeño, un entierro a media tarde.
Los rezos ascendían hasta la cúpula inmensa y quedaban suspendidos en el aire, en las gotas de rocío que habían entrado a la iglesia por puertas y ventanas.
Era pleno julio. En Quiroga el invierno es muy duro.
Sebastián, el sacristán de San Marcos, ventiló la capilla, trajo flores rojas y lilas, formando ramilletes que colocó con sumo cuidado en las imágenes y en los bancos, encendió todas las luces de la nave y extendió la alfombra punzó desde el altar a la escalera.
No había llovido en dos o tres semanas, pero las mañanas eran tan frías que el campo quedaba completamente blanco hasta las nueve o nueve y media.
Se adormecían mis dedos aferrados al banco, pesado y añoso, y tomaban un color violáceo, que sólo calmaba al pasar una mano sobre la otra, único movimiento permitido en medio de la misa.
Estábamos en primera fila mi madre, mi hermano Carlos y yo.
Desde allí el féretro parecía inmenso.
Carlos era bastante mayor, (me llevaba cinco años) y muy pronto ingresaría en la escuela militar. Habíamos ahorrado todo un año para costear el uniforme.
Cada vez que ahorraba un real, cuando lo ponía en el bollón de vidrio que mi madre había colocado sobre la mesa de la cocina, me sentía más grande y más bueno. Me gustaba esa sensación que invadía todo mi cuerpo al ser bueno.
Clarisa me observaba desde el banco de enfrente. Ella también era una gran niña. En ese entonces estaba convencido que cuando fuese un hombre me casaría con ella. No en Quiroga, sino en Montevideo.
Dicen que es una ciudad enorme. Algunos dicen que parece un barco.
Carlos había prometido girar el dinero de tres pasajes cuando recibiera su primer sueldo de alférez.
El trayecto en tren era largo, pero bien valía la pena. ¡En Quiroga estábamos tan lejos del mar!
Vivíamos en una casa enorme, junto al arroyo, a la entrada del pueblo. Era la casa de mis abuelos.
De niños, jugábamos con los sapos pequeños y gorditos que invadían las piedras y los remansos. Los criábamos desde renacuajos. Zigzagueaban apurados, de un lado al otro, en la tina que mis padres habían desechado en el fondo de la finca, junto a la cerca de madera.
Los veíamos crecer y tomar colores más oscuros, manchas en el lomo con figuras caprichosas.
Muchas veces eran presa de culebras y lagartos. Por eso cubríamos la tina con una capa militar que habíamos encontrado en una de las tantas habitaciones vacías, cuando jugábamos con Carlos y Francisco a que éramos piratas.
En época de lluvias se llenaba nuestra tina de renacuajos, pero en Quiroga llueve poco.
Todos los niños cuando terminaban las clases, nos reuníamos bajo el puente viejo hasta tarde en la noche y contábamos historias de desaparecidos.
En toda familia había un tío que montó su caballo en medio de una tormenta y nunca regresó. En todas las salas, junto a la chimenea, se encuentra una foto que verifica su existencia.
En casa se había prohibido esos cuentos a la hora de la cena. Mi padre no toleraba esas historias. Mi padre siempre fue un hombre muy enfermo.
No tenía muletas o vendajes, nada que revelara su gravedad, pero pasaba muchos días en cama. Leía el diario por las mañanas y aún tarde en la noche su farol seguía encendido. Creo que no dormía. Nunca dormía. Eso lo llevó a la muerte.
Mi madre quiso que yo fuera sacerdote. Me enviaba a catequesis y luego a llevar las ofrendas en la misa.
A mí me aterraban los frailes. Me aterraba la iglesia en la noche con sus pasillos infinitos donde el mínimo ruido se multiplicaba con eco pesado e interminable. Las sórdidas representaciones del Cristo en la cruz, esos cuadros quebrados en terrones de lienzo con imponentes negros y azules, el inexplicable placer que su sufrimiento, que algunos escultores habían logrado en los pómulos, en la frente ensangrentada.
En Quiroga había un sólo párroco, pero con frecuencia llegaban novicios de otras ciudades. La iglesia, enorme para el poblado, era usada como Casa de Retiro. A un lado se sucedían seis habitaciones pequeñas y umbrosas, una cocina, dos baños de madera, al otro, una gran biblioteca con decenas de escritorios y un patio, donde los jóvenes frailes jugaban al Polo montados en sillas de caña.
A mí, en cambio, me gustaban los arrabales. Ahí la gente siempre sonríe.
Por las noches, los hombres del pueblo se vestían con sus trajes de fiesta, y a hurtadillas, con algún tonto pretexto, iban hasta la casa Arbiza.
Golpeaban una o dos veces y esperaban junto a los rosales.
Nosotros nos colgábamos de la higuera o del parral y veíamos todo en silencio.
Era una gran sala llena de mujeres con vestidos de colores y collares que le daban vuelta el cuello varias veces. Había una gran radio a galena, donde siempre se oía entre valses vieneses el programa de Sancho Trujillo. Las cortinas eran pesadas, de un color mostaza oscuro y los espejos reflejaban una y otra vez la habitación, volviéndola inmensa, infinita. Los muebles parecían comprados en un remate por tandas, dos o tres iguales, luego cuatro, un sofá con cabezas de león en sus patas y posa brazos y un gran jarrón chino sobre la mesa de caña y vidrio.
A eso de las diez llegaba un pianista de Tacuarembó y se bailaba el tango hasta muy tarde.
Todos fumaban y bebían. Incluso las mujeres.
Una –la más vieja– ordenaba todo desde su sillón de pana y sonreía a un lado y otro. Las más jóvenes no sabían bailar bien pero eran las primeras en dejar la sala principal y atravesar el patio de malvones y azulejos, para perderse con sus hombres al final del pasillo.
A veces se iban todos temprano. Dos, dos, dos, se iban por el patio y el pasillo, y desaparecían. Entonces nosotros tirábamos piedras a los techos, o higos maduros que se deshacían en los marcos de las puertas ensuciando todo el piso con leche blancuzca y pegajosa.
En seguida un par de hombres enormes y serios nos corrían casi cien metros sin alcanzarnos nunca.
Desde el camino los insultábamos a viva voz y nos bajábamos los pantalones mostrándoles nuestros culos blancos.
Al llegar a casa siempre nos esperaba un reproche.
Yo sabía que por cada viernes en la casa Arbiza me tocaban cinco o seis días en la capilla.
En ocasiones crecía en mí el temor a que me internaran pupilo en el colegio, pero mi madre a último momento se arrepentía y sólo me prometía la escuela militar.
Mi padre callaba. Permanecía con sus ojos muy claros en los pies de la cama y sólo movía el cuello y la cabeza, lentamente, aceptando la decisión que ya se había tomado.
Muchas veces me acercaba hasta su almohada mientras dormía y quedaba observándolo en silencio mientras recorría con el dedo los bordes de la cama. Estaba tan blanco y huesudo detrás de la barba espesa y transpirada que parecía recién bajado de la cruz.
Comencé mis clases de piano un seis de abril.
Mis padres seguro soñaban con un Schumann o un Lizst, yo en cambio quería tocar tangos en la casa Arbiza.
Llegué a la primera clase con mi camisa de tablitas blancas y el pantalón de gabardina hasta las rodillas, peinado hacia atrás, con los zapatos negros que había heredado de mi primo Alcides, que no vivía en Quiroga sino en Varela.
Me había bañado con jabón de coco, pero igual mi madre me untó la cabeza con colonia de lavanda.
Era un perfume que sólo usaba en los cumpleaños y bautismos, por lo que el alcohol estaba tan concentrado que, sin lugar a dudas, se podría hacer licor de menta con lo que quedaba en el frasco.
El salón de clases era una habitación lujosa y amplia. Las arañas de luz caían sin medida en toda la pieza. Estaban repletas de pequeñísimos vidrios espejados, cientos de vidrios que brillaban vigorosos cuando el sol caía de lleno por la ventana que daba a la calle principal.
La profesora era una mujer muy grande y muy gorda, casi tan vieja como el piano de cola. Llevaba siempre una flor fucsia en el vestido a la altura del cuello, sobre el hombro izquierdo. Su nombre era Greta.
Las clases de solfeo eran eternas, pero cuando llegaba a ejecutar una mínima pieza al piano me sentía un poco más cerca de la casa Arbiza.
La Srta. Greta tenía una sobrina que la ayudaba con las partituras y los anteojos. Se llamaba Clarisa.
Conseguía salir más temprano de casa con el pretexto de ensayos de fin de curso y la veía antes de cada clase en la callecita del sauce y los seis jazmines.
Ella me advertía "hoy mi tía está de muy mal genio" o "cuidado con el segundo movimiento de la lección que elegimos". Bebíamos jugo de ciruelas y charlábamos entusiasmados hasta que comenzaba a llenarse la calle de perros, que olfateaban nuestra merienda o el vapor de alguna ventana donde, temprano, se aprontaba el tuco o un escabeche para la cena.
Una tarde, cuando había llegado a mitad del pentagrama sin mayores dificultades, entró mi hermano con la noticia.
Quise salir corriendo al hospital pero me lo impidieron.
Clarisa trajo té de cedrón y me sentaron a la mesa, que estaba a un lado, y quedé así, girando inútilmente la cucharita en la taza profunda.
Vi como unos y otros entraban y salían de la sala con diversas solemnidades y protocolos. Mujeres y hombres con gestos afectados, que casi habían perdido el habla.
Los que se sentían más comprometidos decían frases tontas, engoladas, como si acentuando las palabras éstas por sí fuesen a tomar un cariz importante.
Yo, en la silla, sólo trataba de recordar a mi padre feliz.
Era difícil imaginar su cara blanca, nacarada, con una barba espesa y negra que le caía triste sobre el pecho, sus ojos grises y vacíos, su nariz aguileña; era difícil asociar esa cara a una sonrisa o un sueño plácido.
Por esa razón quería verlo. Pensaba que su última cara, el último suspiro, sabedor que se hallaba al final de tantos padecimientos, esbozaría una sonrisa amplia y hermosa.
Quería verlo despedirse, como se despidió luego Carlos cuando viajó a Montevideo, lleno de esperanzas y de planes. Quería verlo reír.
No me permitieron salir de la silla, de la sala, de la casa de Greta.
Desde la internación al sepelio transcurrieron dos días interminables. Infinidad de sueños y pesadillas.
Me veía de sotana, con hábitos negros y cabeza rasurada, en una habitación con cien espejos que me reflejaban, una y otra vez, jugando al Polo sobre una silla, padeciendo en la cruz, en un cuadro, con uniforme de capitán de caballería, con frac y chalina en casa de Greta, arrojando higos que se deshacían en los marcos de las puertas, corriendo a los niños, fumando y bebiendo, besando a Clarisa en otra ciudad, en un barco, tomando licor de perfume, viajando en tren a Montevideo.
En el último espejo me veía, con cara blanca, nacarada, la barba espesa que llovía en mi pecho, cansina, ojos claros bajo las ojeras y una sonrisa pequeña que se escapaba tímidamente bajo el bigote renegrido.
Se celebró la misa en San Marcos. Velaron a mi padre a cajón cerrado.
Siempre sueño que me mira y sonríe. Sueño que apoya su mano pesada en mi cabeza, con ternura, y vuelve a sonreír.
Eché un puñado de tierra sobre el féretro. No pude ver su última cara.