Libros. Vértigo (1995), El duelo (1996), El huésped (1999), Providencias (2000 y 2004), Las fieras (2002), Montenegro (2004), Las leyes (2006), La frontera (2008), El café frío (México, 2012, 2019), Soñé que estaba ciego (Argentina, 2012), La oficina de Blake (2014), MIKADO y otros relatos (2017), Agnus / Creo porque es absurdo (Argentina, 2018). No hay extradición para ningún delito (Argentina, 2019). Recopilaciones: LA ÚLTIMA CARA (México, 2001), Estación Pereira (2005).
DUILIO LURASCHI:
Ideas para guiones cinematográficos
Silencio.
Estaba sentado en un banco frente al cementerio. Vivía a media cuadra de la puerta de entrada. Allí, el muro se alargaba, siempre igual, hasta el arroyo, que en ese entonces era apenas un hilito de agua maloliente bordeado de sauces, con sus largas ramas hinchadas por la humedad, que caían, flácidas, sobre la basura que todos arrojaban. Estaba sentado en el banco de piedra mientras esperaba que el ómnibus pasara.
Trabajaba al otro lado de la ciudad, en una carpintería pequeña, que pertenecía a la viuda del último de los dueños del molino. Como el molino quebró, ella dedicó lo que quedaba de la herencia a poner un negocio de maderas, cosa muy común por aquellos días.
Yo no era de la zona. Había llegado con Sara, mi esposa, y mis dos hijos pequeños no hacía tanto tiempo, y nos habíamos instalado en una casa antigua pero luminosa en una calle angostísma, que nacía en la ruta y moría en el arroyo. Los vecinos eran pocos, ya que nadie quería vivir frente al cementerio.
Los niños crecieron entre perros de caza, criando renacuajos, buscando tesoros debajo de las piedras, como todos los niños de la zona, pero había algo en el varón que lo distinguía de los otros: desde que llegó al lugar no dijo palabra. Tenía tres años cuando decidimos dejar nuestro pueblo, cerca de Cerrillos, para probar fortuna en una ciudad un poco más grande. La niña en ese entonces tenía ocho años, pero el varón, de seis, no decía palabra.
El médico del pueblo, un hombre grandote, de pelo rasurado, nos indicó un pase para un especialista, pero todos los especialistas vivían en la capital, y si bien las cosas no me iban mal en el trabajo, no tenía el dinero suficiente para la consulta ni para nuestro desplazamiento. Además la carpintería tenía un pedido mensual de tres ataúdes finos, que requerían de todo mi esfuerzo. Los otros, los cajones simples de pino, los hacían dos jóvenes aprendices, pero los trabajos importantes me los encomendaban a mí, cosa que me llenaba de orgullo.
El cura párroco nos había dicho que teníamos que dar nuestro hijo a la Iglesia. Su silencio era un misterio divino, quizá un llamado del Señor para que el niño ingresara a las filas del sacerdocio. Sara insistía con que lo llevásemos al monasterio pero yo me negaba una y otra vez, con la esperanza que el muchacho se curara, que como calló así, de un solo golpe, comenzara a hablar del mismo modo. Cada noche, al llegar a la casa, me quedaba observándolo. Él permanecía siempre en su silla, en silencio, y nada se escapaba de sus ojos, vivaces, pero de su boca no salía una sola palabra.
Como no podía ir a la escuela se quedaba con Sara y la ayudaba con mínimas tareas de la casa, como secar los trastos o hacer las camas. En las horas que tenía libres cruzaba al cementerio, y recorría con su dedo índice todas las lápidas y las cruces. También dibujaba. Sus dibujos eran extrañísimos, llenos de líneas de colores vivos y brillantes, enmarcados con un trazo de por lo menos un dedo de ancho, del negro más intenso. El cura párroco insistía que eran luces celestiales pero yo me negaba a que mi hijo pasara el resto de su vida encerrado en una celda en alguna abadía en medio del campo.
Me acercaba hasta él, sonriendo, y le pegaba suavemente en el hombro con el puño. Él levantaba la vista pero sólo quedaba mirándome.
Yo estaba sentado, frente a la puerta del cementerio y pensaba en todo eso.
El ómnibus demoraba, así que me puse a armar un cigarrillo. Silbaba una vieja canción, que oía cantar a mi madre cuando era pequeño. Acostumbraba a silbar, lentamente, entonado, cuando estaba solo o aburrido, cuando el tiempo se hacía eterno, como ese día en que esperaba que apareciese el ómnibus que nunca llegaba.
Y allí estaba, sentado, haciéndome sombra con el ala más ancha del sombrero, armando un cigarrillo sin premura, dejando que el tiempo pasara.
En ese instante llegó Coitiño, con su andar lento, pausado, y se paró frente a mi.
- ¿Quién murió hoy?
- No sé -dije, mientras seguía con mi cigarro.
- ¿Cómo que no sabe?
- Hace rato que estoy acá sentado pero no vi ningún cortejo.
- ¿Y no le hicieron algún encargo especial?
- Ninguno. Tres cajones por mes. Lustrados, con cruz y aros de bronce. Como todos los meses: tres cajones de los buenos.
Coitiño frunció el ceño, como si lo que yo le había dicho no fuese cierto. Pero yo no lo sabía. No lo supe hasta que llegué a la carpintería.
Era tiempo de elecciones y un muchacho regordete pasó, montado en su bicicleta enorme, con un altavoz anunciando que iba a hablar el diputado Ibáñez en el Club Social esa noche. Parecía que en cada pedaleada dejaba la vida, y decenas de gotitas de sudor le caían por toda la frente, zigzagueando, hasta el cuello de la camisa. No le importó que pasara frente al campo santo, siguió con su parlante a viva voz, mientras pedaleaba.
Por fin se vio, a lo lejos, el ómnibus, que por el polvo que levantaba me di cuenta que traía apuro por llegar a tiempo a su destino. Me paré en medio de la calle e hice señas con los dos brazos.
Era el único ómnibus que había en la zona y cruzaba la ciudad de norte a sur, la bordeaba en parte y volvía a cruzarla de oeste a este. Como ya había hecho parte del recorrido encontré un único asiento. Estaba sobre la rueda, que parecía que de un momento a otro fuera a estallar por el calor del asfalto y la velocidad que el conductor le infringía.
- Llega tarde -dijo la viuda.
- Es por el ómnibus, usted sabe.
- Cámbiese de ropa y comience con un nuevo pedido. Es un ataúd especial. Quiero que luzca perfecto. Elija el mejor y apróntelo como si fuese para usted mismo.
Una vez que la dueña se marchó pregunté quién era el difunto.
Parecía que el único en le pueblo que no lo sabía era yo. Y Coitiño, pensé después, recordando nuestra charla en el cementerio. La voz se había corrido desde temprano en la mañana cuando encontraron al diputado Ibáñez muerto, en un lugar impropio.
- Pero si yo oí el aviso del acto en el Club Social -repliqué.
- Lo que pasa es que el aviso estaba pago y como el dueño del altavoz no quiso devolver el dinero, el partido lo obligó a dar toda la vuelta al pueblo.
En ese momento apareció la viuda, dándose golpecitos de palma contra su muslo generoso, y me indicó los últimos detalles.
Trabajé con esmero toda la mañana.
A eso de las doce los muchachos salieron a comer, pero yo me quedé porque el pedido era urgente.
Ya casi había terminado cuando escuché que alguien entraba por la puerta principal. Apretaba el último tornillo, aferrando la gran cruz con el Cristo a la tapa, por lo que no alcé la cabeza hasta que oí una voz profunda de hombre que decía:
- ¿Está pronto el ataúd?
Cuando levanté la vista lo vi.
- ¿Está pronto? -insistió la voz grave.
Yo no pude decir palabra. Era el diputado Ibáñez. Llevaba un traje habano y camisa blanca de seda, pero, cosa rara en él, no traía lazo o corbata.
Entonces, por la misma puerta por donde entró, apareció mi hijo con una bolsa con comida. El niño pasó delante de él, y una vez que estuvo al lado le acarició la cabeza, con cariño, como solía hacerlo en las reuniones políticas con los hijos de los correligionarios. Yo me adelanté unos pasos y lo traje conmigo. El niño dejó todo sobre una mesita llena de herramientas y se quedó así, como siempre, mirando.
El diputado estuvo largo rato observando mi trabajo. Era, sin lugar a dudas, el mejor ataúd que había preparado. Una vez satisfecho, se marchó, lentamente, mientras se alisaba el cuello de su camisa.
El niño permanecía en un rincón, armando casitas con trozos de madera y corcho, deshechos que muchas veces iban a la estufa o al asador. Parecía tranquilo, inmerso en sus construcciones, que se elevaban unos veinte centímetros de la mesa, y que semejaban pequeños panteones de un imaginario cementerio. El niño estaba absorto en su juego mientras yo sólo alcanzaba a lustrar una y otra vez la cruz del féretro. Cuando llegaron mis compañeros estaba sentado junto al cajón, en total silencio.
Entraron a las risas, golpeándose los hombros, y se pusieron a trabajar de inmediato, sin tomarme en cuenta, como si estuviesen inmersos en su propio mundo.
Entonces pensé que todo había sido una broma; que ellos me habían mentido acerca del muerto; que el fallecido podía haber sido el doctor o el Intendente, quizá la esposa de Ladislao Guerra, hombre de mucho dinero capaz de pagar un cajón de lujo.
No podía haber visto a un fantasma. Además había oído claramente el altavoz anunciando su mitin en el Club Social esa misma noche. Seguramente ese par de rufianes eran de otro partido. Ellos seguían riéndose mientras lustraban sus cajones; se tiraban con tarugos y viruta, como si hubiesen recibido una buena noticia o simplemente riendo como tontos que no tienen en qué pensar sino en divertirse.
El tonto he sido yo, me decía, cómo pude creerle a ese par de cretinos.
- Ustedes me mintieron -les dije- No fue el diputado Ibáñez el que murió. ¿Para quién es este cajón tan lujoso?
Los muchachos dejaron de reír de inmediato.Tobías, el menor, fue hasta la piecita del fondo y trajo el diario local. En la página fúnebre habían por lo menos seis avisos: de su esposa, de sus hijos, del Partido, del Club Albatros. Hasta había un editorial, escrito por un tal Javier Jancovics, que elogiaba ampliamente a su correligionario e invitaba al sepelio, donde habría una pequeña oratoria.
No hablé más del asunto. Terminé mi trabajo y volví a casa. Llevaba a mi hijo de la mano. Le acariciaba suavemente la cabeza y pensaba que el diputado Ibáñez había hecho lo mismo, unas horas antes.
Sara me esperaba con el diario sobre la mesa. Era el diario que había visto en la carpintería. Mi hija vino corriendo del fondo y nos besó a su hermano y a mí.
Apenas llegué, me puse a recordar nuestro primer día en esa casa: el muro ciego del cementerio en la vereda de enfrente, la dueña, con su cara alargada, que culminaba en una nariz musculosa, como la trompa de un zorro; aquellas personas que se acercaron para darnos la bienvenida.
No sabía bien por qué, pero me venían, en oleadas, todos esos recuerdos. Entonces salí al jardín y quedé observando, desde la verja, la puerta del cementerio. Los cipreses giraban de modo casi imperceptible. Entré. Sara ya estaba sentada a la mesa.
- ¿Viste quién murió? -preguntó.
No contesté. Esperaba que ella me lo dijera.
- El diputado Ibáñez -dijo, en seguida, mientras servía un plato con trozos generosos de torta de vainilla.
- Hoy lo vi - le dije.
Se hizo un silencio y proseguí:
- Hoy lo vi. Estaba terminando su ataúd cuando apareció por la puerta. Preguntó por su féretro. Quería saber si estaba pronto.
- Estás cansado -dijo Sara.
- No estoy cansado, lo vi.
Entonces ella se puso a cortar más trozos de torta, haciendo un montoncito con las migas, que llevó hasta la cocina.
Mi hijo observaba, por la puerta entreabierta de la habitación, la gran cruz de hierro forjado, y trataba de dibujarla en una hoja de papel garbanzo. Mi hija jugaba en el patio.
Yo quedé pensando, con la vista perdida en la mancha de humedad que ocupaba el techo y parte de la pared del fondo.
Se hizo la noche.
Cuando reaccioné, vi a mi hijo que, poniéndose el dedo índice sobre sus labios, me hacía una pequeña seña para que guardara silencio.
Entonces comprendí todo.
Silence
I was sitting on a bench opposite the cemetery. I lived half a block from the gates. From there, the wall stretched unchanged all the way to the creek. The creek was at the time nothing but a stinking stream surrounded by willows with branches bloated from humidity that drooped limply over the rubbish that everyone dumped there. I sat on the stone bench waiting for the bus to drive by.
I worked at the other end of the town, at a small carpenter's shop owned by the widow of the last owner of the mill. After the mill had gone bankrupt, she had invested the remains of her inheritance into the timber business, something usual those days.
I wasn't originally from the area. I had arrived there with my wife Sara and my two children not so long before, and we had settled in an old but well-lit house on a very narrow street connecting the main road to the creek. Neighbours were few, since no-one wanted to live across from the cemetery.
The children had grown among hunting hounds: like the other children in the area, they would raise tadpoles and search for treasures under the rocks, but there was something in my son that set him apart from the others: he hadn't uttered a word since we had arrived. He was three years old when we decided to leave our hometown, near Cerrillos, to try our luck in a town somewhat bigger. My daughter was now eight but my son, at six, would not say a word.
The town's doctor, a hefty man with his hair cropped close, referred him to a specialist, but all specialists lived in the capital, and while I wasn't doing badly at work, I had no money for the fee or the trip. Besides, the shop had a monthly order of three premium coffins, which required all my efforts. The other coffins, basic pine ones, were made by two young apprentices, but the superior work was assigned to me, which made me proud.
The parish priest had told us we should give our son to the Church. His silence was a divine mystery, perhaps a call from the Lord for the child to join the ranks of the priesthood. Sara insisted we should take him to the monastery but I refused over and over again, in the hope that the boy might get better; that just like he had fallen silent from one minute to the next, he might speak again in the same way. Every night, when I got home, I watched him. He would always sit on his chair, in silence, and his lively eyes would not miss a thing, but not a word would come out of his lips.
As he couldn't go to school, he would stay with Sara and help her with the menial duties of the house, such as drying the pots and pans or making the beds. In his free time, he would walk across to the cemetery, and run his forefinger over the gravestones and crosses. He also drew. His drawings were strange, full of lines in bright colours, framed by an outline of deep black, as thick as a finger. The parish priest insisted those were heavenly lights but I resisted the notion that my son would spend the rest of his life locked in a cell in some abbey lost in the middle of nowhere.
I would approach him smiling, and gently knock his shoulder with my fist. He would look up but simply stared.
I sat opposite the cemetery thinking about all this.
The bus was taking a long time coming, so I started to roll a cigarette. I was whistling an old song that my mother would sing when I was little. I had the habit of whistling slowly, in tune, when I was alone or bored, when time was slow, like that day when I was waiting for a bus that seemed never to come.
And there I was, sitting, with my face under the shade of the wider part of my hat's brim, rolling a cigarette without haste, letting time go by.
Right then Coitiño arrived, with his slow, tired gait, and stood next to me.
'Who died today?'
'I don't know,' I said, while I kept rolling my cigarette.
'What do you mean you don't know?'
'I've been sitting here for a while but I haven't seen a funeral procession.'
'And you haven't received any special assignment?'
'None. Three coffins per month. Polished, with a brass crucifix and rings. Just like every month: three premium coffins.'
Coitiño knit his brow, as if my words were false. But I didn't know. I wouldn't know until I had got to the shop.
It was election time and a chubby young man went by on his huge bicycle, with a loudspeaker announcing that Congressman Ibáñez was to speak in the Social Club that evening. He seemed to put all his life into each stroke, and hundreds of sweat drops zigzagged down his forehead all the way to his shirt collar. He didn't mind he was riding past the cemetery and kept his loudspeaker full blast while he pedalled away.
At long last the bus appeared in the distance, and from the dust it raised I could tell it was in a hurry to arrive at its destination. I stood in the middle of the road and waved both arms.
It was the only bus in the area: it crossed the town from North to South, went along its rim for a stretch and then crossed it again from West to East. It was well into its itinerary when I got on, so there was only one free seat. The seat was placed over the wheel, which seemed to be on the verge of bursting any time from the temperature of the asphalt and the speed of the bus.
'You're late', said the widow.
'The bus, you know.'
'Change your clothes and start this new order. It's a special coffin. I want it to look perfect. Choose the best one you can find and finish it as if it were for yourself.'
Once the widow had left, I asked the others the name of the deceased.
Apparently I was the only one in town who didn't know. Besides Coitiño, I thought later, considering our exchange by the cemetery. Word had got around since early in the morning when Congressman Ibáñez had been found dead in an inconvenient place.
'But I heard the announcement about the Social Club meeting,' I replied.
'That's because the announcement had been paid for in advance and the loudspeaker man refused to give back the money, so the party forced him to go around town.'
In came the widow, patting her ample thigh, and explained the final details.
I worked earnestly all morning long.
At about twelve o'clock, the guys went out for lunch, but I stayed in because it was an urgent order.
When I was almost done, I heard someone come in through the front door. I was fastening the last screw, attaching the large cross with a Christ on it to the lid, so I did not look up until I heard a man's deep voice say, 'Is the coffin ready?'
When I looked up, I saw him.
'Is it ready?,' the bass voice insisted.
I couldn't utter a word. It was Congressman Ibáñez. He was wearing a light brown suit and white silk shirt, but, uncharacteristically, no tie or scarf.
Then, through the same door, my son came in carrying a bag with food. The child walked past the Congressman, who stroked his head lovingly, as he would stroke the heads of his supporters' children in political meetings. I stepped up and brought him to my side. The child left the bag on a table full of tools and stood just like that, as usual, watching.
The Congressman went on assessing my work for a while. It was no doubt the best coffin I had ever finished. Once he was satisfied, he walked out slowly, smoothing his shirt collar.
The child kept to his corner, building little houses with pieces of timber and cork, waste often destined for the fire. He seemed to be calm, enthralled by his constructions, which rose some twenty centimetres from the table, resembling small mausoleums in an imaginary cemetery. He was engrossed in his game while I only managed to polish the crucifix on the coffin over and over again. When the guys returned I was sitting next to the coffin in silence.
They walked in laughing and patting each other's shoulders and started working right away without minding me, as if immersed in their own world.
I then thought that it was all a joke, that they had lied to me about the congressman, that the deceased might be the doctor or the mayor, or maybe the wife of Ladislao Guerra, a wealthy man, so one who could afford a luxury coffin.
I couldn't have seen a ghost. Besides, I had distinctly heard the loudspeaker announcing the meeting at the Social Club that evening. Those two bastards surely belonged to another party. They kept laughing while they polished their coffins, throwing dowels and sawdust at each other as if they had received some good news, or simply laughing like fools who have nothing to think about except having fun.
I was the fool, I thought, how could I believe that pair of idiots.
'You lied to me', I told them. 'It wasn't Congressman Ibáñez who died. Who is this luxury coffin for?'
They stopped laughing at once. Tobías, the younger one, brought a copy of the local paper from the back room. On the obituaries page there were at least six tributes: one by his wife, another by his children; one by the party, one by Club Albatros. There even was an editorial piece written by some Javier Jancovics, highly commending his fellow party member and including an invitation to the burial, where a short oratory speech was expected.
I discussed the topic no more. I finished my job and returned home. I was holding my son's hand. I stroked his head gently and thought that Congressman Ibáñez had done the same a few hours before.
Sara was waiting for me, the newspaper on the table. It was the same paper I had read at work. My daughter came running from the back of the house and kissed me and her brother.
As soon as I had set foot in the house, I had started remembering our first day there: the cemetery's blind wall across the street; the owner with her long face and muscular nose, like a fox's snout; the people who came to bid us welcome.
I didn't know why, but I was overcome by all these memories. I went out into the garden and stayed there looking at the cemetery gate from my fence. The cypresses twirled almost imperceptibly. I went in. Sara was sitting at the table already.
'Have you heard who died?' she asked.
I didn't reply. I was waiting for her to tell me.
'Congressman Ibáñez,' she said right away, as she served large slices of vanilla cake on a plate.
'I saw him today,' I said.
A silence ensued, then I continued:
'I saw him today. While I was finishing his coffin, he came in through the door. He asked about it. He wanted to know if it was ready.'
'You're tired,' said Sara.
'I'm not tired, I saw him.'
She resumed slicing the cake and gathered the crumbs, which she took to the kitchen.
My son was watching the large cross of forged iron through the door ajar and trying to draw it on a sheet of yellow paper. My daughter was playing in the backyard.
I was still thinking, with my gaze lost in the wet marks on the ceiling and wall.
The night came.
When I came to my senses, I saw my son with his forefinger over his lips, signalling me to stay silent.
Then I understood it all.
Traducción: Pablo Deambrosis
No hay extradición para ningún delito.
Un hombre asomó su cabeza por la puerta del vagón. Llevaba un gesto abatido, quizás por el cansancio. Una vez que introdujo toda su cabeza enorme y calva, preguntó:
–¿Este es el tren de Santa Isabel a Ballesteros?
Como no obtuvo respuesta de los pocos pasajeros que se encontraban en el lugar pasó primero un hombro, luego el tronco y luego el brazo izquierdo, que llevaba un bolso de mano de un tono marrón con tintes beige y caoba. Era un hombre de unos sesenta años, macizo pero no alto. Vestía traje y chaleco y llevaba una camisa blanca nueva o al menos muy limpia y bien planchada. Su corbata no guardaba mayor relación con las modas ni combinaba con su traje gris, y quizá fuese un regalo o una compra realizada en medio de un viaje, con poco entusiasmo o poco tiempo.
Echó una mirada hasta el fondo del vagón, pero se sentó en el primer banco doble que encontró en su camino, casi al lado de
Una vez conforme con su ubicación, y sin reparar en nadie en su entorno, comenzó a leer, con una ingrata y torpe lentitud, frase a frase, las columnas de la página de cultura y espectáculos.
El tren arrancó y dejó detrás la casi desolada estación en donde había subido y marchó, a tranco firme, sobre la planicie calma de un día nublado de otoño.
El hombre tenía sendos bolsones bajo sus ojos grises y una enorme papada hasta el cuello. Detrás de su delgado diario parecía un gran sapo viejo. Estaba inmóvil y guardaba silencio; parecía que en cualquier momento fuese a saltar en un charco o sobre algún insecto. Al poco rato llegó el inspector y solicitó los boletos, primero a todos en general, y luego a cada pasajero. Antes de que el inspector –un hombre sin ninguna cualidad ni distinción– llegara hasta su asiento, dejó su diario doblado en dos sobre el bolso marrón y se dispuso a buscar su boleto dentro del saco del traje, en un bolsillo que debería ser amplio o se encontraba casi vacío.
Frente a él se había sentado un hombre de aspecto juvenil. Quizá solo tuviese veinticinco o veintiséis años. Tenía el pelo corto y renegrido, una barba de un par de días de crecimiento le oscurecía gran parte de la cara, casi de niño. Se dio cuenta de que, con suma dificultad, trataba de extraer su boleto del bolsillo exterior de su chaqueta. Llevaba las manos con guantes de gamuza o un cuero sin curtir. Le pareció algo extraño, ya que todavía no se habían avecinado los fríos de junio. Con trabajosa voluntad pudo tener pronto su boleto en la mano cuando llegó el inspector hasta sus asientos.
El hombre, que llevaba el uniforme de la compañía ferroviaria pero no sombrero ni otra identificación, tomó los talones, los ojeó con rapidez y destreza, y los marcó con una especie de pinza que troquelaba cada uno, indicando fecha y sentido. Luego fue el turno del hombre de traje de tweed, que aprovechó para preguntarle al inspector si ése era el coche que iba de Santa Isabel a Estación Ballesteros. El inspector observó, una vez más, su boleto y le dijo:
–¿Usted va hasta Díaz Sepé? Este coche le sirve.
Sin más formalidades ni explicación, el empleado que llevaba el uniforme de la Compañía dejó el vagón y cerró la puerta con un golpe seco.
El hombre de traje se disponía –con breve y marcado ceremonial– a retomar su lectura liviana cuando advirtió que su vecino del asiento de enfrente mantenía una disputa particular entre su mano enguantada y su bolsillo, para poder guardar su boleto.
–Son los guantes –dijo el hombre, mientras abría otra página enorme de su diario.
–Sí, es a causa de los guantes –respondió el otro.
Entonces lo observó bien, otra vez. Llevaba pantalones de una tela liviana, camisa a rayas, con bastones de un color azul o añil, un suéter liviano y la chaqueta clara, donde intentaba introducir, en uno de sus bolsillos, el boleto.
–El día está nublado pero todavía no ha llegado lo peor –dijo el hombre mayor, que simulaba leer su diario.
Su vecino de asiento por fin pudo guardar el trozo de papel, ya muy arrugado en su bolsillo. Entonces lo miró. La mirada no era sutil pero tampoco era un gesto desafiante. Más bien parecía no importarle nada de lo que acontecía en ese vagón. Con sus manos sobre sus rodillas y su voz calma e inocua, dijo:
–Usted lo dirá por los guantes.
–¿Lo qué?
–Eso de que lo peor no ha llegado.
El hombre mayor, sin soltar las páginas de su diario, contestó:
–Sí. El frío todavía no es el mismo que en agosto.
Se hizo un silencio breve. Fue solo como para que el otro diese su explicación.
–Es por la sangre –dijo.
–¿Perdón?
–Llevo los guantes puestos porque tengo las manos cubiertas de sangre.
El hombre de traje de tweed, mientras aferraba con tres dedos, en forma de pinza, el enorme y delgado diario, le dijo, como quien dice algo por cortesía, complacencia o si fuese un hecho de poca importancia:
–Las enfermedades cutáneas suelen no tener gravedad, pero son una verdadera molestia para quien las padece.
El otro dijo, sin subir ni un poco su tono de voz:
–No es una enfermedad, acabo de matar a una persona.
El hombre de traje, siempre detrás de su publicación, consultó:
–¿Es usted policía?
El otro lo negó, primero con su cabeza, luego con un simple monosílabo:
–No.
El más veterano, sin poner ningún énfasis en su afirmación, dijo:
–Entonces usted es un asesino.
El hombre de chaqueta no contestó. El otro continuó leyendo por un rato. Se entretenía en una sección de citas célebres. Luego dijo:
–Supongo que se sentirá como Lady Macbeth.
–No le entiendo.
–No tiene importancia.
El tren seguía transitando por la planicie que parecía que nunca iba a terminar. Solo pasto verde amarillento y algún montículo de piedras grises.
–¿Era una mala mujer?
–¿Esa Leidiqué?
–No, la víctima.
El hombre de traje no dejaba de leer su diario delgado y manoseado, mientras hacía una u otra observación.
–No dije que fuese una mujer –dijo el otro.
–Era un hombre a quien usted odiaba, entonces.
El joven de chaqueta miró a través de la ventanilla antes de contestar. Restregaba sus manos enguantadas sobre sus muslos y sobre sus rodillas.
–Era un amigo.
El que leía el diario dio vuelta la siguiente página y se puso a observar las fotos del disco final de una carrera de caballos. Había ganado una potranca argentina el premio de una carrera libre por peso en Hándicap Ascendente. Le asombró el nombre del animal: Leguleya. Los nombres de los caballos de carrera son casi tan insólitos como los nombres de las casas de veraneo o el de los perros que suelen tener las personas ya mayores de edad.
–Supongo que lo habrá decepcionado o algo así –le dijo a su compañero de asiento.
El tipo de chaqueta se vio extrañado, y solo contestó:
–¿Quién?
–Esa persona. Era su mejor amigo.
–No era mi mejor amigo –dijo, sin incluir la mínima pasión– era solo un amigo, pero tampoco me decepcionó. Se portó como un cerdo.
–Suele ser difícil.
–¿Matar a alguien?
–Supongo.
El hombre de chaqueta no contestó.
Su vecino de asiento le dijo, sin soltar las páginas que mantenía a la altura de sus ojos:
–Ganó una potranca la carrera de “libre por peso”, ¿puede usted creer? Para correr con caballos más grandes y con más experiencia debió ser una potranca pesada, y seguro pocos apostaron por ella. Hubiese sido una buena jugada, debió pagar buen dividendo. ¿Usted es un buen jugador?
–No juego ni me gustan las carreras. Me resulta algo aburrido.
–¿Ningún juego?
–Solo un boleto de lotería a fin de año. A veces por compromiso. No me tengo fe en el azar.
–Entonces tampoco mató a su amigo por dinero.
–No. No fue por dinero.
–A mí, en cambio, me gusta jugar. No a la ruleta ni a los dados, pero disfruto al hacer una jugada de quiniela o entrar en una rifa cuando asisto a un acto de beneficencia.
Se produjo otro silencio. Éste mayor a cualquier otro anterior. Por la ventanilla pasaba el campo todavía verde pálido, quemado solo en alguna zona, aún fértil pero desolado. La gente había preferido ir al sur, para probar mejor suerte. Si bien no encontraron el bienestar que pretendían hallar tampoco volvieron a sus pueblos ni a sus campos, y dejaron el norte del país como si fuese un territorio fantasma.
El hombre de traje terminó su diario y lo dejó a un lado, junto al bolso marrón. Buscó en éste algo por unos instantes. Entonces extrajo, desde el fondo, un reloj de mesa. Primero giró unas mariposas que tenía detrás y puso las agujas en cierta hora. Luego le dio cuerda. Le dio un buen rato de cuerda. Miró al joven de la chaqueta liviana y le preguntó:
–¿Hubo cambio de horario el año pasado?
–Siempre hay cambio de horario, todos los años, pero es cuando comienza el verano y en marzo.
–Me gustan los relojes con estilo. No los colecciono pero me cautivan todos los relojes antiguos. Me gustan más que los barómetros.
–A mí me da lo mismo. Solo deben marcar las horas y nada más.
–Pienso que dividir el tiempo en horas es algo muy fantasioso, al menos artificial. ¿Quién puede decir cuánto dura un beso apasionado? ¿O cuánto dura el día entero cuando soñamos unas horas, nada más?
El tren estaba pasando por un puente de hierro casi oxidado por completo.
–El río Santa Clara –dijo el hombre del traje gris.
Cuando el tren pasaba por las vías del puente, mientras traspasaba todo ese mar de tuercas y barandas y pesadas columnas, cuando recorría el frágil riel original, traído por los ingleses en barcos de carga hacía medio siglo, las ventanillas y los reposabrazos de los asientos no paraban de temblar y producían pequeños ruiditos como si en cualquier momento se fueran a partir en mil pedazos. Quedó detrás el río y comenzó, una vez más, el campo poco arbolado, donde solo en breves ocasiones se veía un rebaño de ovejas, un caballo o unas pocas vacas.
El hombre de la chaqueta indicó:
–Todos piden piedad.
El de traje, todavía con el reloj en la mano, no le contestó.
–Hasta el más templado pide perdón. En ese momento no conozco a nadie que guarde compostura.
–No debe ser tan así –dijo el hombre que dejaba su reloj, otra vez, dentro del bolso.
–¿Usted cree en los valientes?
–Debe de haber, estoy seguro. También hay gente que no tiene temor por inconciencia o porque su vida les resulta más miserable que lo que les puede pasar en ese momento.
El hombre de chaqueta se quedó un rato callado. Parecía masticar, muy lentamente, su próxima contestación. No quería que un hombre que vistiese con traje y jugara con relojes de mesa le diera lecciones de valentía.
El vagón seguía casi despoblado. Al otro extremo del compartimiento viajaba una mujer joven muy fea con un hombre algo mayor, con las orejas separadas y pequeñas. Más allá había un hombre marcado por su delgadez, vestido de forma informal, que quizá estuviese retirado o sin empleo. Y en el medio de la fila, del lado del pasillo, viajaba una mujer con su hijo dormido en sus faldas. Desde que viajaban juntos los dos hombres, el coche solo había parado en una estación. El tramo de Almirante Paz a Quiroga era el más largo de esa línea. Además el campo estaba casi abandonado en esa región. Allí todo era piedra y tierra triste. El pasto crecía corto y duro, y los ríos y arroyos eran pocos y de caudal escaso; la excepción era el río Santa Clara, donde se encontraba el puente de hierro.
El hombre de chaqueta dijo, en medio de un inmenso silencio.
–Voy a Brasil. Allí no hay extradición para ningún delito.
–No me confiaría mucho en eso. Parece un poco exagerada su apreciación.
–Tal vez no para todo, pero es un país muy grande. Uno puede perderse en medio del Mato Grosso y nadie se entera de dónde está su casa.
–Puede perderse también en una gran ciudad.
–¿Con toda esa gente?
–Es el mejor lugar. Mucha gente. Todos preocupados por sus vidas. El trabajo, el ómnibus, llegar a casa para comer y dormir. Es el mejor lugar, se lo garantizo.
–En Brasil también hay grandes ciudades –dijo el hombre de chaqueta liviana.
El otro buscó algo en los bolsillos interiores del traje. Sacó una caja de cigarrillos y un encendedor.
–¿Sabe si se puede fumar en este coche?
–En un tiempo hubo vagones para fumadores y para quienes no fumaban. Pero nadie hacía caso a esas cosas. Creo que puede usted fumar.
–¿Quiere uno?
El hombre de chaqueta negó con la cabeza.
–No puedo.
–Claro, por los guantes.
–Por el cáncer de pulmón.
–¿Tiene usted cáncer?
–No. Pero no quiero pescarme uno. Igual usted, si quiere, puede fumar, solo arroje el humo por
El tren paró en una estación diminuta. Había muy poca gente en los andenes. A su vagón solo entraron dos personas; parecía una pareja de novios. Se sentaron en un asiento dándoles la espalda a los dos hombres que guardaron silencio hasta que los jóvenes se pusieron a charlar, en voz baja, como si se hablaran al oído. El hombre de la chaqueta quiso sacar algo de un pequeño bolso que tenía junto a él. Era una especie de mochila muy usada, de tela verde tratada para los días de lluvia con dos correas de estilo militar. El hombre intentaba abrir el broche metálico, pero cada intento era inútil, y le provocaba una enorme frustración.
Su compañero de viaje le dijo, sin que sonara a crítica ni a juicio contundente:
–No es muy hábil con los guantes puestos.
–Ya me voy a acostumbrar.
Ahora, con algo de sorna, preguntó:
–¿Cómo hace para ir al baño?
–Hasta el momento no tuve la necesidad.
El hombre más viejo casi sonrió. Pasó un dedo por el hueco que tenía en su mentón y le dijo:
–Fue algo reciente el infortunio, entonces.
–Sí, fue algo muy reciente.
El que llevaba traje de tweed se pasó un dedo, ahora, por un pómulo y le dijo:
–¿Supongo que puede oler, con claridad, todavía, ese cuerpo por dentro? Dicen que por dentro olemos todos de forma horrible.
El tipo de chaqueta no le contestó. Siguió luchando con el broche de su bolso hasta que por fin lo abrió. Sacó, como pudo, un mapa. El más veterano de los dos individuos no pudo distinguir a qué región o país correspondía la carta geográfica.
–¿Tiene un plan? –le preguntó, con cierto morbo.
–Tengo un plan.
Observó el mapa en un sentido y luego al revés. Repasó, con sus dedos toscos de guantes de cuero, algunas líneas rojas y azules que parecían caminos o carreteras nacionales, tal vez límites de alguna provincia, y luego observó la escala del mapa. Lo dobló y lo guardó, no sin cierto trabajo.
–Debo bajarme en la próxima estación.
–¿Lo espera alguien?
Tampoco contestó esta pregunta.
A los diez o quince minutos de trayecto el tren comenzó a aminorar la marcha, volviéndose algo marcada sobre cada durmiente o empalme de tramos de vía, antes de detenerse en la estación. Era, también, una estación pequeña. Si bien había indicios de que tuvo su nombre inscripto en una gran losa de portland, alguien lo suprimió o bien fue obra de algunos vándalos.
El joven de chaqueta se paró sin mayor ceremonia ni prisa. También se paró el hombre de traje. El primero le hizo un gesto de despedida. Luego le dijo:
–Disculpe si no le doy la mano.
–Entiendo.
–Mi nombre no necesita saberlo –aclaró, siempre con calma.
–Inspector Estévez, Policía Metropolitana –dijo el otro, sin mayor suficiencia.
–Supongo que está lejos de su jurisdicción.
–Eso creo.
El tipo de chaqueta ligera dio un par de pasos largos y luego se volvió. A modo de comentario le dijo:
–El hombre era un ruin. Era un cerdo.
–Le creo –dijo, el de traje gris.
El joven se alisó los guantes y se dirigió a la puerta de salida de ese vagón de segunda clase. El otro tomó asiento, suspiró, se acomodó en el banco doble de tela verde, y se dispuso a limpiar la tapa de su reloj de bolsillo.
De: No hay extradición para ningún delito. Ediciones Encendidas, Buenos Aires 2019.
58.
–Tuve un sueño.
–¿Sí?
–Soñé con una escuela. Ahí había un perro, como escondido, estaba rabioso y era del tamaño de una moneda. Pero era tan fuerte el dolor que causaba sobre todos los niños que ninguno quería ir a clase. Entonces llamaron a la señora Celsa Bastos, que era la directora del espacio cultural de una emisora de radio. Ella les hablaba del buen pastor y de los evangelios y los niños regresaron a clase y comían manzanas verdes y sandías. La escuela estaba toda pintada de rojo y plateado y las casas vecinas eran iglesias con torre y campanario.
–¿El perro era de tamaño de una moneda? ¿Cómo es posible?
–Era un sueño.
–¿Y qué pasó?
–El perro se comió a todos los niños que entraron en la escuela y la señora Bastos utilizó la moneda para comprarse pan de centeno y aceitunas. Todo terminó con una fiesta donde tocaron gaitas y tambores y la muchacha de la rotisería bailó toda la noche. Ella después se fue con la moneda del perro a la plaza y empezó a golpearla; la golpeaba con un martillo sobre un yunque, mientras cantaba boleros. Era como una especie de hechizo.
–Raro.
–¿Qué?
–Que un perro entrara en una moneda.
–No entraba en una moneda, era de ese tamaño.
–Pero usted dice que la señora Bastos utilizó la moneda.
–Sí.
–¿Era culpable?
–¿Quién?
–La chica de la rotisería.
–No lo sé. En definitiva eso no tiene importancia.
De: El credo de las horas muertas.
Vértigo (La ciudad).
Apurada, distraída, sus ojos grises miran al infinito y sus botas de cuero la llevan, rápido.
Cruza la calle en rojo, esquiva un puñado de gente, baja un segundo a la calle, sigue. Una vidriera, dos, tres, corren a su lado. Al pasar una parada, observa el reloj descuidado de una persona apurada, sí, son casi las cinco. Sigue. Aprieta el paso. Sopla un suspiro entre dientes. Fulmina con su vista a un piropeador pasajero. Un bocinazo. Levanta el brazo y sigue. Las nubes surcan de derecha a izquierda algo así como un cielo raso, los grises cambian. Enfrente demuelen una casa veinte obreros (van a edificar apartamentos). Camina. Quieren venderle algo, camina, gente en la plaza, un monumento, sigue, gente pidiendo, camina. Un ómnibus repleto de carne y ropa. Un perro levanta la pata. Sigue. Amarilla, casi corre, a saltitos, una baldosa floja, camina. Llega.
Por fin.
Es la dirección. Sube los ojos al cielo. Dos, cuatro, seis, siete. Séptimo piso. La ventana está abierta. Pulsa el timbre y al instante es atendida. Le abren, entra, camina. Llega al ascensor, pulsa el llamador y espera. Sube. Cuatro, cinco, seis, siete. Séptimo piso. Cierra apresuradamente el ascensor. Ya le abren la puerta del 701.
- Buenas tardes.
Entra. Como siempre diez pasos de moquette hasta el balcón. Le abren la puerta corrediza: la ciudad. Toda. Llena. Mira la calle. Toda. Llena.
Siete, seis, cinco, cuatro...
Vértigo, 1995.
2.
Quiero hacer un banco. Nunca hice uno. Nunca hice nada parecido. Me vienen unas ganas incontrolables de hacerlo. Un banco simple, algo llano. Uno real, no un banco dibujado en una hoja de papel. Que no sea solo idea, sino algo sustancial. Como José, que fue carpintero, y seguramente también hizo bancos y mesas y algún arcón que otro. Jesús no quiso hacer bancos, sin embargo. Yo no quiero ser un dios. No quiero ser un mártir. Quiero ser, digamos, un hombre término medio. Uno de esos que hacen bancos y construyen paredes y pintan casas de colores. No quiero ilusionar a las multitudes ni encandilarlas con mis discursos, quiero ser, simplemente, el hijo del carpintero. Quiero ser el hijo de un hombre que no quiso otra cosa, en su vida, que hacer buenos bancos. ¿Pueden, entonces, apartar de mí este cáliz de vino agrio?
De: El credo de las horas muertas.
Manteca y miel.
Emilia tuvo que golpear más de una vez, con bastante fuerza y empeño, y pensó que Milka se encontraba en el fondo de la casa o en la cocina preparando algunos bollos o haciendo café. Por fin apareció bajo el marco de la entrada, llevaba un delantal en tonos de lila y beige y tenía puesta una manopla de esas que comúnmente se usan para sacar los alimentos del horno. Se saludaron en la puerta y Emilia entró y dejó a un lado el paraguas que ya estaba seco.
Si bien Milka parecía mayor no llegaba a los treinta y dos años.
La casa se encontraba oscura y fresca. Tenía unas gruesas cortinas de brocado color azul que daban una sensación de quietud y paz al mismo tiempo. Pasaron al comedor. Emilia se sentó en una de las tres sillas que habían dispuestas casi en ronda y Milka fue hasta la cocina y dejó delantal y guante en la mesada y volvió con un mantelito poco mayor a uno individual, que colocó sobre la mesa de mármol.
–¿Tomás té o café?
–Un té con leche me gustaría mucho, gracias –dijo Emilia.
–Entonces té. Dicen que va a hacer una tarde de calor insoportable.
–Eso dicen.
Milka volvió a la cocina y regresó con tazas, platos y cubiertos que había ordenado para la ocasión. Puso a calentar la caldera para hacer el té y tomó unos dulces y unas rebanadas de pan que colocó en la tostadora. Enseguida preguntó:
–¿Cómo está Norma?
–Bien. Ella está bien.
–¿Come?
–-Sí, ya come.
Emilia había dejado su saquito de hilo sobre uno de los brazos del sofá y raspaba las uñas de la mano izquierda contra la gabardina del vestido de media estación que le quedaba aún un poco chico.
–Ese colgante que tenés… –dijo Milka.
–¿Sí? Es un regalo.
–Es color cobre.
–Es dorado.
–Puede ser. Yo tuve uno parecido.
–Es un buen regalo.
–Parece del color de la piel. No es un buen adorno, de todos modos. Yo prefiero las cosas plateadas.
–Tal vez.
–Estoy segura.
Emilia se tocó el colgante y siguió raspando sus uñas contra el vestido, sin dejar de mirar todo como si nunca hubiese estado en ese sitio.
–Están por visitar la ciudad los marinos del San Luis –dijo Milka.
–¿El buque escuela?
–Dicen que van a bajar a puerto por unos días.
–Es su viaje de graduación, ¿verdad?
–Nuevos alférez. Pienso que no menos de cien.
–¿Tenés leche sin descremar?
–Creo que sí. Ya te doy una jarrita.
Una vez que estuvo todo listo para el breve y muy simple ceremonial, las dos se abocaron a untar las tostadas con miel, dulce de zapallo y mermelada de higos.
–Quiero decirte algo… –dijo Emilia.
–Decime.
–Es sobre Osvaldo.
–Sí.
–Es algo que no te va a gustar.
–Mmm.
–Vos sabés bien como son los hombres.
–Mmm.
–Cada vez que como manteca y miel me viene como un fuego en el estómago.
–En definitiva,,,
–Jorge piensa que Norma no es de él. Cree que es de Osvaldo.
Sin levantar los ojos de la tostada, Milka le preguntó:
–¿Y vos qué pensás?
–No sé.
–Entiendo.
Se produjo en brevísimo silencio.
–No es la primera vez que Osvaldo sale con una de mis amigas. No creas que sos alguien tan especial. Él disfruta solo con eso. Le gusta hacerme sentir más vieja. Él solo quiere molestarme.
Milka sirvió un poco más de té. Luego untó otra tostada con dulce.
–Jorge se enteró –dijo Emilia.
–Mmm.
–Dijo que iba a matarlo.
–Debe de estar furioso, me imagino. Pero no creo que llegue a hacer nada.
–Lo va a matar.
–No creo.
–Jorge lee mi correspondencia. Me di cuenta que vacía y llena el ropero cada fin de semana.
–Claro.
–Hoy lo piensa matar. Estoy segura. Es como algo que siento en el estómago. Un fuego.
–Osvaldo fue a pescar. Siempre va a pescar con sus amigos los domingos.
–No va a volver. Osvaldo hoy no va a volver. A esta hora seguro que Jorge ya se deshizo de tu esposo.
Milka tomó otro sorbo de té. Pasó un extremo de la servilleta por todo el contorno del borde de la taza y volvió a tomar otro poquito. Levantó los ojos y dijo:
–¿Estás segura?
–Segura.
–Habrá que ver.
–Solo vine a decírtelo.
Dijo esto y se paró.
Milka –sin soltar el asa de la taza que tenía en su mano– la hizo sentar. La sentó con un gesto grave y con su mirada. No tuvo que decir una sola palabra. Emilia volvió a sentarse. Se sentó en el borde de la silla. Milka la miró con una gran expresión de cólera. Se acomodó un poco en su asiento y dijo:
–Vamos a terminar este té.
–Prefiero irme.
–Yo prefiero terminar el té.
Milka recogió unas migas del mantel y las colocó en el platillo que sostenía la taza.
–Creo que este año no van a ser menos de cien.
–¿Perdón?
–Los egresados de la escuela naval. El buque llega a puerto antes de su viaje por el ecuador. Es el último tramo del San Luis. Siempre es el último puerto.
–Creo que sí.
–Estoy segura. Cien graduados. De algún modo todos son un poco también de aquí, de este sitio, ¿no te parece?
Emilia mantuvo su silencio. Tenía los ojos endurecidos y húmedos. No dejaba de pasar las uñas de su mano contra la gabardina del vestido. Milka tomó una tostada de la cesta de mimbre. Le puso manteca. Raspó el cuchillo contra la tostada y esparció bien la manteca aquí y allá. Después le puso miel, hasta los bordes, rebosante. Unos hilos de miel iban cayendo a los lados. Entonces quitó la miel y le puso dulce de zapallo. Un poco. Un poquito. Un poco más. Luego quitó el dulce y la manteca y le dio un mordiscón como con ganas. Comió lo que tenía en la boca y dejó la tostada a un lado, no en un plato sino sobre la mesa.
–¿Cómo piensan escapar de la justicia? –preguntó.
–¿Perdón?
–Por la muerte de Osvaldo. ¿Cómo piensan no ir a prisión?
–Jorge… yo no estoy metida en el asunto.
–Si vos lo decís…
–Soy inocente.
–Premeditación.
–¿Perdón?
–Es un agravante. No puede alegar crimen pasional. Fueron a hablar de cualquier cosa a algún sitio y ahí lo mató, a sangre fría. Sin duda. Premeditación. Vos: complicidad. ¿Instigación? Tal vez. En una de esas salís para cuando Norma cumpla los quince años. ¿Es justo?
–Yo no tengo nada que ver.
–Creo que es justo.
Emilia se levantó otra vez y una vez más se sentó bajo la amenaza sutil y dura de su amiga. Se sentó y quedó ovillada en la silla. Milka fue por más té. Demoró unos minutos en llegar de la cocina. Le sirvió otra taza a Emilia. No hasta el borde pero sí fue una buena ración. De todos modos no llegaría a ahogarla.
–No gracias –dijo Emilia, e intentó poner la mano sobre la taza.
–Vas a tomar el té que viniste a tomarte.
–Prefiero no seguir con esta conversación.
–Vas a tomar hasta la última gota del té que te serví y vas a probar mi torta de vainilla. Una vez que tomes el té y comas tu trozo de torta te vas a ir y no te quiero ver más. ¿Entendiste?
–No tengo hambre.
–Lo siento mucho pero te vas a tomar el té. A eso viniste y no vas a dejar ni una gota. No sé si llego a ser clara en este punto…
Emilia empezó a beber de a sorbos muy chiquitos y ruidosos. Tomaba con un gran apuro y cierta clara y marcada desesperación. De a poco sentía que se le enturbiaba la vista.
–Norma es una beba muy sana y fuerte. Creo que lo va a entender, pasado un tiempo, claro. Va a criarse con mucho amor en una familia sustituta. Porque vos madre no tenés, ¿verdad?
–No. Murió hace ya unos años.
–Sí, claro. Ya me acuerdo. Fue un cruce de vías.
Milka se levantó y fue hasta la cocina. Se demoraba y Emilia empezó a balancearse en la silla. El ruido que llegaba al comedor era algo difuso. Parecía como si Milka estuviera abriendo uno y otro cajón, como si buscara algo que nunca aparecía a la vista. Por fin dejó de buscar. Fue a la heladera y trajo una jarra con jugo; la dejó sobre la mesa. Fue hasta el aparador y trajo dos vasos. Los miró a trasluz.
–Cuando era chiquilina miraba a los alférez, ¿vos no?
–No me acuerdo.
–Me gustaban los más altos de la fila. Cada año iba a verlos llegar al puerto. ¿Cuánto hace que nos conocemos?
–Desde los dieciséis.
–Claro. Fue el año en el que empezaste a salir con Jorge, ¿verdad? Yo tuve que esperar hasta el 56. Ese año fue el más frío de todos los que recuerdo. Tuve que esperar porque hacía luto por mi padre.
Milka sirvió el jugo en los vasos.
–Me tengo que ir. Norma debe de estar extrañando.
–Todavía no terminamos el té. No me vas a dejar sola en la mesa, ¿verdad?, no quiero que me hagas ese tipo de desaire. Vamos a terminar el bendito té, ¿no es verdad? Como verdaderas amigas. Eso. ¿Querés más leche fría?
–No, gracias.
–Sí. Fue en el invierno del 56. Cambié el negro por el blanco. Me hubiera gustado casarme con un naval pero ya había esperado demasiado tiempo.
Hizo un silencio y siguió:
–¿Cómo se llamaba tu madre?
–Graciela.
–Sí, fue un cruce de vías.
Emilia terminó con un gran esfuerzo el té y se paró, otra vez, casi de golpe, por poco se da contra la otra silla.
–Y la torta –insistió Milka.
Pero Emilia no se volvió a sentar. De pie tomó el platillo con el trozo de torta de vainilla y solo la probó. Comió un pedacito. Dejó el plato sobre la mesa y fue a buscar su saco de hilo. Caminó, como pudo, hasta la puerta y tomó el paraguas y esperó que le abrieran. Milka no se levantó de donde estaba tomando su té ni dijo una sola palabra.
Emilia trató de abrir la puerta por sí sola. Vio las llaves colgadas a un lado de la entrada. Estaban en un llavero de madera con forma de nave, parecía un Galeón o una fragata. Tenía una pequeña inscripción en tinta verde, en un idioma que podía ser danés o sueco. Le fue fácil encontrar la llave apropiada. Abrió la cerradura, bajó el picaporte y sintió un aire denso que la abrazó. La puerta había quedado abierta por completo y el día se presentaba gris y muy húmedo. No dio vuelta la cabeza. Caminó por el jardín repleto de plantas y unas pocas flores. Tropezó con el medidor de la compañía del gas. Corrió el pasador del portón de hierro y salió a la calle. Le vino como un fuego intenso en el estómago, un gran dolor. Había comido miel con mucha manteca.
De: No hay extradición para ningún delito. Ediciones Encendidas, Buenos Aires, 2019.
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AUNT OLGA
He got to the building and stood still for a moment. He searched in his trouser pocket for the slip of paper with the address and apartment number, then went through the iron doors. There were two staircases: one at the other end of the hall, another halfway through. He hesitated. There was no-one to ask, so he decided to take the one farther away.
He went up, clutching at the cold wall. He could tell from his touch it was covered in stucco: he ran his numb fingers along the outline of the pattern. On the ground floor, he had been able to admire the design, but here, only the thick, porous line gave it away. The darkness was almost total.
On the first floor, a tiny window barely allowed to make out the corridor. Behind a closed door, two people could be heard arguing: a man and a woman. They spoke in a low voice, but with a certain amount of aggressiveness and contempt. The woman was complaining that the man had squandered a substantial part of the month's budget at the Casino by repeatedly betting on the same black number, which had never come up on any of the tables. The man complained about things long past. A deep silence followed, then a glass smashed against the door. The silence once more engulfed every little sound and Sebastián went on climbing the stairs, ever steeper and colder. As he went past the frosted glass window, he noticed it had started to rain heavily. Olga was sure to refuse to open the door, and even if she opened it, she would stay in bed, clinging to her embroidered cushion as if to a kitten, thinking she was much better-off there, what with the cold and the rain.
She hadn't stepped out of her room for over six years: it would be very difficult to convince her. It might even be necessary for his uncles and brothers to come and forcibly get her out of the room.
He kept going up, now the second flight of stairs. In a tunnel like that, life only has two dimensions.
He got to the third floor and stopped. The corridor was a little lighter there. The rain was hitting the window pane heavily and he stayed there watching the tiny raindrops that slid down, zigzagging as fast as a snake.
It was a long time since he had last seen Aunt Olga. In his memories she was plump but pretty, holding a cigarette between her lips while typing away at her long-carriage typewriter. She would hit the keys with determination and not much rhythm, filling entire pages with translations from French.
She had never exactly doted on him or his father, which would make it all the more difficult to convince her to take her to his house.
Sebastián watched the dripping window again and ran his hand on the slightly wet wall.
'Faster, faster – or we won't make it', said the young woman as she climbed down the stairs. 'Faster', she kept repeating, clutching the sides of her gown. Two women, both older and shorter than her, kept the train of her bridal gown up in the air.
It was a pretty young woman, yet chubby. Her face was sprinkled with hundreds of tiny freckles that gave it a caramel-brown tinge. There was something about her reminiscent of one of the family photographs, but he couldn't tell which one exactly.
She went on down without looking at him. She seemed worried. The other women were content to avoid running into him or tripping over the dress.
Soon, the turmoil was lost down the stairs and Sebastián was alone once more. He lit a cigarette and kept going.
Olga had spent all the money that her husband had left her on food. She didn't buy herself clothes or furniture. She didn't go to the theatre or the movies either. She just ate the bank notes in the evening, in the afternoon, with remarkable voracity. She was rarely heard by her neighbours: maybe the sound of a radio drama, some Liszt or Vivaldi, or the alarm clock rattling at ten-thirty. She received no visitors: only the waiter from the coffee house or the chemist's delivery boy. Her voice was seldom heard.
It had been decided that if she failed to adapt to the family she would be committed to a nursing home. This was doubtless the hardest assignment ever given to him by his mother. Sebastián had no idea what his aunt's reaction might be. Every step he climbed was taller and narrower: at a certain point, he would have wanted to turn around and rush downstairs, to get home looking overwhelmed, with the excuse that his aunt had not opened the door.
The rain got heavier and a thin stream of water started to drift along the handrail and the baseboard.
On the fourth floor he found two doors and a third smaller one leading to the rooftop. He walked up to the first door and could hear the voice of an older man saying: 'She is beautiful today, don't you think so, Mr. Tais? She's really beautiful today.'
A silence followed. Sebastián then heard someone approach the door, so he moved back a couple of steps and looked away. It wasn't long before the door opened and an exceedingly tall man with a shaven head came out.
'Have you seen a bride running down the corridor?'
'I beg your pardon?'
'A bride – in white.'
The tall man did not wait for an answer and started down the dark, cold stairs, rocking left and right.
Once alone in the corridor again, Sebastián checked the next door's number: that was Olga's apartment.
He knocked. He brushed his shoulders with his hand without thinking and knocked again. Then he carelessly dropped his cigarette butt in a flower pot with dirt but no plants in it.
It had stopped raining.
He knocked again.
'Come in,' called a voice behind the door.
Sebastián obeyed. The room was no better lit than the corridor.
The furniture was covered with dusty oilcloth, and the chairs and armchairs had custom-made covers in a fabric rough to the touch that had probably been white but now was somewhere between pearl-gray and cream coloured. The walls smelled strongly of dampness. The foot of the bed could be seen from the sitting room.
'Gabriel?' asked the voice that inhabited the bedroom.
'Sebastián', he replied.
'I am expecting Gabriel. He is the one who will take me to Heaven. Everyone knows he is the angel of light.'
Sebastián hesitated, then said:
'I can take you there, madam.'
'Do you know the way?'
'Yes, madam.'
Then, from the depth of darkness, out came a big, fat woman in a green silk dress that covered her down to her toes, though with bare arms. She was wearing too much make-up, but her skin was a sickly white under the crimson blush.
'Are you ready?,' she asked.
'Yes, madam.'
'We can't waste any more time,' said she, and picked up a handbag and a keyring from the night stand.
When they went past the kitchen door, they were surrounded by a soft smell of ripe fruit.
Sebastián stepped ahead. Olga held his arm and climbed down, chattering about what a good time she would have over the next few days.
Traducción; Pablo Deambrosis
La tía Olga.
Llegó al edificio y se paró un instante. Buscó en los bolsillos del pantalón el papelito donde indicaba el número de puerta y el de la habitación. Cruzó el portal de hierro y vio dos escaleras: una al fondo y otra a mitad del pasillo. Dudó. No había nadie a quién consultar, así que decidió tomar la que estaba más alejada.
Subía, aferrándose de la pared fría que por el tacto descubrió que era de estucado; recorría con los dedos adormecidos la línea que dividía el diseño del fondo, que en la planta principal pudo admirar y que allí sólo alcanzaba advertir por la línea gruesa y porosa. La oscuridad era casi absoluta.
En el primer piso, un balancín diminuto permitía ver con dificultad el pasillo. Detrás de una puerta cerrada se oía la discusión de dos personas. Eran un hombre y una mujer. Hablaban en voz baja pero con cierta agresividad y desprecio. Ella le reprochaba que él había gastado gran parte del presupuesto del mes en el Casino siguiendo un número negro que nunca salió en ninguna de las mesas de juego. Él le recriminaba cosas pasadas. Luego se hizo un silencio profundo y se estrelló un vaso en la puerta. Nuevamente el silencio devoró hasta el mínimo ruido y Sebastián siguió subiendo las escaleras que se volvían más empinadas y frías. Al pasar por la banderola esmerilada se dio cuenta que había comenzado a llover a mares. Seguro que Olga no le abriría la puerta, y si llegaba a abrirla permanecería en la cama, acurrucada a su almohadón bordado como un gatito pequeño, pensando que estaba mucho mejor así que afuera, con éste frío y ésta lluvia.
Hacía más de seis años que no salía de su pieza. Sería muy difícil convencerla. Quizá tendrían que ir sus tíos y sus hermanos y arrancarla de la habitación a la fuerza.
Continuó subiendo, ahora la segunda escalera. En esa especie de túnel la vida sólo tiene dos dimensiones.
Llegó al tercer piso y se detuvo. Ahí el pasillo estaba algo más iluminado. La lluvia golpeaba con fuerza el vidrio de la ventana y quedó observando las gotitas diminutas deslizarse, zigzagueando, con la rapidez de una culebra.
Hacía mucho tiempo que no veía a la tía Olga. La recordaba regordeta pero bonita, con un cigarrillo en la boca, mientras escribía en su máquina Remigton de carro ancho. Golpeteaba las teclas con decisión y poco ritmo, llenando páginas enteras con traducciones del francés.
Nunca tuvo gran cariño por él, tampoco por su padre, lo que haría ahora más difícil convencerla de que lo acompañase a su casa.
Sebastián volvió a observar el balancín que goteaba crepitando y pasó la mano por la pared, que estaba ligeramente húmeda.
-Más rápido. Más rápido que no llegamos -decía la joven mientras bajaba las escaleras- más rápido -repetía mientras se aferraba de los lados del vestido; y dos mujeres más bajas y viejas le sostenían en el aire la cola de novia.
La muchacha era joven, bonita, aunque entrada en kilos. Tenía la cara salpicada por un centenar de pecas diminutas que le volvían el rostro de color caramelo. Había algo en ella que le recordaba una foto familiar, aunque no podía precisar cuál.
Ella bajó sin mirarlo, con gesto de preocupación; las mujeres que la acompañaban sólo trataron de esquivarlo sin tropezarse con el vestido.
Pronto el torbellino se perdió por las escaleras y Sebastián quedó nuevamente solo. Encendió un cigarrillo y continuó subiendo.
Olga había gastado los dineros que le dejó su esposo en comida. No compró ropa ni muebles, tampoco salió a un teatro o un cine. Engullía sus billetes por las noches, por las tardes, con voracidad inusitada. Sus vecinos apenas la oían: alguna radionovela, Liszt o Vivaldi, el despertador que resoplaba a las diez y media. No recibía visitas de ningún tipo. Sólo el mozo del bar o algún mandadero de la farmacia. Su voz pocas veces se oía.
Si no se podía adaptar a la familia habían decidido que la internarían en un hogar de ancianos. Era, sin dudas, la tarea más difícil que le había encomendado su madre. Sebastián no sabía cómo iba a reaccionar su tía. Cada escalón que subía se hacía más alto y delgado y por un momento le hubiese gustado desandar lo hecho y tirarse escaleras abajo, para así llegar a su casa, agobiado, con el pretexto de que no le habían abierto la puerta.
La lluvia se hizo intensa y comenzaba a correr un hilito de agua por el zócalo y el pasamanos.
En el cuarto piso encontró dos puertas y otra más chica que daba a la azotea. Se acercó a la primera y pudo oír la voz de un hombre mayor que decía:
- Está hermosa, ¿no le parece Sr. Tais? Hoy está realmente hermosa.
Se hizo un silencio. Sebastián pudo oír que alguien se acercaba a la puerta, entonces retrocedió un par de pasos y miró hacia otro lado. La puerta no tardó en abrirse y salió un hombre excesivamente alto, con la cabeza rasurada.
- ¿Vio una novia correr por el pasillo?
- ¿Qué cosa, señor?
- Una novia de blanco.
El hombre alto no esperó la respuesta y bajó, balanceándose a los lados, por la escalera oscura y fría.
Una vez solo en el pasillo, Sebastián verificó el número de la puerta de al lado: era la casa de Olga.
Golpeó. Se pasó inconscientemente la mano por los hombros del saco y golpeó nuevamente. Luego tiró, con descuido, la colilla encendida en una maceta con tierra donde no había planta alguna.
Había dejado de llover.
Golpeó nuevamente.
- Pase -se oyó, detrás de la puerta.
Sebastián entró. La habitación no estaba más clara que le pasillo.
Los muebles estaban cubiertos por un hule tapado de polvo, y los sillones y las sillas estaban ceñidos por un forro crespo que en un tiempo debió ser blanco y que ahora oscilaba entre el gris perla y el crema. Las paredes tenían un intenso olor a humedad. Desde la sala se podía ver los pies de la cama.
- ¿Gabriel? -preguntó la voz que habitaba la pieza.
- Sebastián -respondió él.
- Espero a Gabriel. Es quien me llevará al Cielo. Todos saben que es el ángel de la luz.
Sebastián dudó, luego dijo:
- Yo la puedo llevar, señora.
- ¿Sabe al camino?
- Lo sé.
Entonces de lo profundo de las sombras salió una mujer grande y gorda, con un vestido de seda verde hasta los pies, que le dejaba desnudos los brazos. Estaba exageradamente pintada, pero la piel, bajo los rubores carmín, era de un blanco enfermizo.
- ¿Está listo?- dijo ella.
- Sí, señora.
- No podemos perder más tiempo -dijo, y recogió una cartera y las llaves de la mesa de noche.
Al pasar por la cocina los envolvió un suave olor a fruta madura.
Sebastián se adelantó unos pasos, Olga lo tomó de un brazo y bajó charlando de lo bien que pasaría en los próximos días.
El capitán dejó su almuerzo sobre la mesa del living.
De niño pensaba que la gente se iba despedazando en el aire al caer desde un sitio elevado. Pero no es así. Asomé la cabeza por el balcón interior del edificio y eché una mirada hacia abajo. En el suelo se encontraba el cuerpo estrellado que había caído, con furor, desde el noveno piso.
Dato (2).
– Seis mil cruces.
– ¿Qué?
– Es la distancia entre Roma y Capua.
Las últimas hojas de ceibo.
Se encontró a dos hombres hincados en el suelo, estaban rezando. Vio un cadáver en medio de la calle; un caballo le estaba comiendo los dedos de la mano. Pensaba que Dios inventó las peores perversiones en un día martes. Por eso los martes nunca salía de su casa.
En la calle.
El año de Nuestro Señor de 1968, la calle, un lugar incierto. Emboscada. Asfalto. Sitio, piedra, esbirro. Desencadenamiento. Trazos. Vuela el plomo. Cae. Cae otra vez. Muere. Muere lo que alentábamos.
Entre la nieve corrimos como zorros.
Estudio.
Parece reciente el estudio de los números cardinales de Erick Von Hase. Esto permite acotar el margen de error del Principio de Salesti a más menos tres, con un punto de inflexión en dos, en lugar del vago más menos siete primario. El estudio le habría llevado dos años y medio, tiempo en el que estuvo en Vancuver. Von Hase se había destacado anteriormente en el cálculo del mayor número primo y en la docencia terciaria. La noticia apareció primero en The Guardian y luego en Chicago Tribune. Se espera en breve la versión oficial del suceso.
Cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, cincuenta.
De: Anus Creo porque es absurdo.
La pecera.
La muchacha tendría más de quince y menos de veinte años, pero se veía avejentada.
Su voz parecía un poco ingrata y sus palabras tentadoras.
Revolvía en su mente ideas añosas y trabajaba cada palabra antes de que fuese a salir, con cierto impudor, de su boca.
Algo simple y común, dicho sin esfuerzos ni excesos, cualquier cosa que se refiriera al jarrón, a la tela que servía de cortina o al día de lluvia, se convertía en algo angustiante o severo.
Habitaba en sus palabras una gran pena.
Se veía flaca, quebrada. Sobaba su barriga con frenesí, con sus dedos engrasados por la gordura del pollo que había cocinado esa mañana.
Le echaba una mirada, de soslayo, a la pieza.
El apartamento consistía en una gran habitación que servía tanto para comer, dormir y pasar el día.
Tenía una mesa y dos sillas de madera y metal, un sillón de tres cuerpos a medio vencer, un banco, dos jergones, una mesa de luz, un ropero, un cuadro con un bosque nevado y una estufa a queroseno, que se usaba solo en invierno. A la izquierda de esa habitación, detrás de una arcada torcida, se encontraba la cocina, diminuta y gris, con paredes de estuco, umbrosa, sin ventana o banderola. Enfrente estaba el baño, simple: un lavabo, una ducha y un inodoro sin tabla. La única ventana que había en ese lugar se encontraba en la sala.
A un lado de la cama, sobre la mesa de luz, habían colocado una pecera. Tenía unos pocos peces de colores.
Las horas se volvían insoportables, eternas, y sus oídos necesitaban escuchar otra voz que no fuese la suya, que se encontraba queda y sin fuerzas.
Cantaba por las mañanas algún tema popular, una zarzuela oída de su tía Esther o una vieja canción de cuna.
Su abuelo se acercó con paso firme, se frotaba con dos dedos los bigotes poblados y canosos.
Siempre tenía en la boca una palabra soez, fastidiosa. Venía de la calle con pasos gordos de botas baratas. Calzado pobre de obrero sin calificación, siempre borracho, necio, lo decía así: medio oficial albañil, aunque nunca había llegado a ser más que ayudante.
El tipo miraba cómo el gato perseguía a un ratón, de esos pequeños a los que la gente llama mineros. La chica estaba conmovida y también observaba. El hombre miraba toda la escena con un ojo incisivo y el otro pretencioso. Los movimientos rápidos del gato le resultaban injustos así que arrojó sobre el animal un almohadón, que lo revolcó varias veces sobre su tronco.
El ratón escapó y el hombre no paraba de reír. Reía como un verdadero idiota.
Se paró y fue a lavarse al baño. Se mojó los dedos, las uñas, la cara, con fruición, y luego, una y otra vez, se pasó un chorro de agua fría por el pelo. Se estremeció un poco –solo un poco– y se secó con una toalla sucia. Se comenzó a peinar, lentamente, con un peine de bolsillo mordido y doblado por el propio uso.
La muchacha lo miraba con preocupación. Se mantenía a unos cuántos pasos de distancia.
El hombre se sacó la camisilla y se pasó talco por todo el torso y luego por el cuello. Fue hasta el armario y encontró una camisa de color azul. Se la puso, con torpeza, mientras miraba a la muchacha que seguía sobándose la panza con sus dedos sucios de grasa.
El hombre caminaba de aquí para allá. Se miró en el espejo, una vez más, y luego fue a buscar un manojo de llaves que había dejado sobre la mesa de noche. Tomó del cajón la billetera, unos cigarrillos y el encendedor, y salió sin saludar, cerrando la puerta por fuera.
Ella fue hasta la alacena y sacó un frasco naranja de tamaño regular, algo delgado, y echó, a golpes desmedidos, una lluvia de escamas para los pececitos. La pecera se encontraba un poco abandonada y uno de los seis pececitos flotaba de costado sobre las algas y el agua sucia.
La muchacha lo recogió con una cuchara y lo echó en la lata donde arrojaban la basura.
El abuelo regresaría pasadas las siete. Ella tendría que entretenerse solo con los peces, o mirando, a través de la ventana, los edificios de al lado.
A veces quería convertirse en otra persona y se vestía con las ropas del viejo. Fruncía el cinto del pantalón sobre su cuerpo delgado y frágil. Se recogía el pelo y se lo mojaba, tirándose el cerquillo para atrás; encendía uno de esos cigarrillos que le sacaba, a escondidas, y se echaba en el sillón para hojear las páginas de los diarios. Otras veces se desnudaba y caminaba así, por toda la habitación, por la cocina y el cuarto de baño. Otras solamente jugaba a ser menor, cambiando su voz y su sonrisa. Jugaba a caminar. Caminaba solo por las baldosas negras sin pisar, ni con el borde del pie, las baldosas que en un tiempo fueron blancas.
Llevó el frasco, de nuevo, hasta la alacena, y se quedó mirando los tres o cuatro platos que había para lavar en la pileta.
Tomó una rejilla aún húmeda y la jabonó para pasarla por los trastos.
En eso vio una arañita. Venía caminando por la mesada desde un rincón oscuro, olvidado por el aseo mínimo de la casa. Caminaba, con sigilo, como con pasos de ballet sobre el mármol poroso y gastado. Ella se la quedó mirando, fijamente, por un lapso que se volvió interminable. Entonces la arañita se paró en donde se encontraba y se puso en posición amenazante.
La muchacha, con los movimientos más lentos que pudo en ese momento, agarró con tres dedos un vaso del estante y lo dio vuelta para usarlo de campana. La arañita parecía intuir que algo sucedería. Entonces comenzó a mover dos de sus patas, de arriba abajo, como si fuese un rito o una danza.
La joven, con rapidez y acierto, logró atraparla dentro del vaso, y se quedó mirándola.
El bicho trataba de salir y se enfurecía golpeando sus patas contra todos los bordes de su celda. La muchacha continuó con los platos, satisfecha.
Por la ventana era poco lo que podía mirar: ladrillos, hormigón armado y bloques de fondos de edificios con grandes manchas de humedad, que se convertían en figuras deleznables. De noche, sin embargo, las lucecitas pobres y amarillas simulaban constelaciones que observaba sin pesar. Sabía que contar las estrellas es algo que trae desgracia.
Cuando el hombre venía de buen humor, por una razón aunque sea nimia, le traía de regalo terroncitos de azúcar. Ella no esperaba a ponerlos dentro del café y los devoraba, uno tras otro, deshaciéndolos entre el paladar y la lengua.
En las noches soñaba. Y el sueño le resultaba ingrato y la hacía infeliz. Soñaba que tenía que limpiar una casa que era muy grande, con una enorme cantidad de habitaciones, donde irremediablemente se perdía. Esto la hacía despertar sobresaltada.
Entonces iba hasta la ventana y veía el fondo de los edificios, las grandes manchas de humedad y moho que había pegado en ellos. Imaginaba que las manchas eran distintos animales. Le era difícil imaginar un animal que no fuese gato o ratón y que pudiese estar fuera de la pecera.
Cuando se aburría demasiado pelaba manzanas. Iba hasta el cesto en donde se guardaba la fruta, y con un cuchillito de punta roma pelaba una, dos, diez, todas las manzanas. Tiraba las cáscaras en el tacho de desechos y luego partía las manzanas en gajos que tomarían un tono marrón, ocre oscuro.
A las siete volvería el abuelo, otra vez borracho.
Para esa hora ella tendría que haberle cocinado algo. Después esperaría que la cena y el vino lo noquearan y se durmiera sobre el sillón, que era de pantasote y se encontraba bastante desvencijado. Era lo único que esperaba en medio de esa pieza.
Mientras, escuchaba los programas que transmitían en la radio que habían colocado sobre la mesa de luz. Escuchaba siempre programas donde hablaban de viajes.
Le gustaba cuando alguien describía alguna iglesia centenaria, no sabía bien por qué. Eso le gustaba.
Lo único que conocía de las iglesias era en tañido de sus campanas. Sin embargo tenía mucha fe y se ponía una estampita de San Antonio entre su ropa, bajo el corpiño, para sentirlo así más cerca. Para que el santo la protegiese de las manos torpes y sucias de quien la reclamaba, hediendo y cansado.
A veces, cuando el hombre se encontraba en pleno sueño, intentaba quitarle las llaves de la casa, pero luego se volvía y pensaba a dónde podría ir. No conocía ni las calles, ni a la gente, ni las plazas de donde llegaban las palomas que se detenían sobre el pretil que daba al pozo de aire.
Esa noche el hombre volvió enardecido, borracho por completo, insultando a todo lo que se interponía en su camino. Había perdido a los dados el dinero del alquiler y también lo de la comida. Iba subiendo las escaleras dando gritos. La joven se sobresaltó, temía que la golpease en la cara.
Con gran dificultad el hombre pudo abrir la cerradura y casi ahí se desplomó, cayó al suelo. Se levantó. Dejó las llaves en la puerta, entornada. Dio no más de cuatro o cinco pasos y cayó de nuevo. Y quedó ahí, boca arriba, sudado, con la camisa manchada, que estaba a medio abrochar, los pantalones ajustados con torpeza bajo su barriga. Entonces vomitó, y el vómito le tapo parte de la cara.
Se quedó así, duro, con las manos extendidas.
La muchacha nunca había visto a nadie morir; solo a los pececitos que recogía con una cuchara. Entonces corrió y cerró la puerta. Le dio dos vueltas de llave.
Se lo quedó mirando como antes observó a la arañita.
Los vecinos, inquietos, llamaron a la policía.
Cuando lograron abrir encontraron el cadáver del viejo recostado en una almohada, con los brazos sobre el pecho, las manos sobre una cruz, y a la joven sentada en el borde de la cama.
En la pecera, tres pececitos de colores flotaban abandonados.
Encuentro.
Estuve esperando en la puerta por más de veinte minutos. Decidí entrar, pero me quedé cerca de la ventana.
Por fin apareció ella. Se paró y me extendió la mano. Se veía bonita con su blusa azul traslúcida y sus sandalias de cuero crudo.
–Él es mi niño, se llama Gustavo –dijo, y señaló al bebé que cargaba en uno de sus brazos.
–Qué lindo, Gustavo –dije.
El niño tenía las encías pintadas con un líquido color violeta. Pensé que era violeta de genciana.
–Soy Jeannette –dijo, en una presentación que resultó obvia, francamente innecesaria.
–Sí. Jeannette y Gustavo –dije.
Ella se pasó la mano libre por parte de la cadera y luego se tiró un mechón de pelo rubio hacia atrás, bordeando la oreja, pequeña, que llevaba una caravana con una piedra de ámbar. Parecía acalorada, o al menos cansada o aturdida.
–Podemos tomar un café –dije.
Ella estuvo de acuerdo.
El bar era uno de esos que se encuentran en las guías de Montevideo. Tenía varios posters enmarcados que reproducían avisos de los años cincuenta quizá en Estados Unidos o Inglaterra. Las luces eran bien blancas y el piso reflejaba los focos formando un ambiente con dejo futurista.
Nos sentamos a la mesa. Buscamos un lugar algo apartado.
La mesa era pequeña, cuadrada y la bordeaban dos sillas de caño de metal y tapizado llamativo y un sillón de dos cuerpos también rojo estridente, que parecía menos cómodo que espectacular.
Jeannette dijo:
–Y bien… aquí estamos.
–Aquí estamos –dije.
El negocio estaba casi vacío y los mozos –tres jovencitos que llevaban pantalón claro y camisa a rayas– se despreocupaban del encargado y de los clientes; charlaban de motos y de autos de carrera. Creo que hablaban de la fórmula a la que llaman turismo.
La muchacha mantenía todavía a su niño en brazos y observaba todo a su alrededor con naturalidad y descuido.
–James Dean…
–¿Sí?
–Hay un afiche de una de sus películas. Está allí, del otro lado.
–Sí –dije.
Por fin llegó a la mesa uno de los camareros. Nos preguntó qué queríamos tomar.
–¿Café? –le pregunté a Jeannette, mientras la miraba.
Ella balanceó levemente la cabeza. Tomé ese tímido gesto como una afirmación y entonces me dirigí al muchacho.
–Dos medialunas rellenas de queso, y dos cafés. ¿Estás de acuerdo? –pregunté, enseguida, a la muchacha.
–Tostadas, croissants, waffles, miel y mermelada lo servimos de mañana y de tarde hasta las seis y media.
–¿Qué nos podrías ofrecer?
–Tenemos sándwiches de pan de miga, nos queda alguna tarta de verduras con masa de harina integral, crepes, pitas.
–¿Podríamos pedir, entonces, algo de cenar? –le pregunté a ella.
El mozo se apresuró a contestar:
–No servimos almuerzo ni cena.
–Para mí está bien sándwiches de pan de miga. Creo que sí, eso está bien –dijo ella.
–Que sean dos cafés y dos sándwiches… ¿De jamón y queso? –dirigí la pregunta a la chica.
–Yo quiero uno de crema de choclo y otro de queso, tomate y albahaca. El café en vaso, por favor –pidió, impertérrita, al mozo.
El camarero anotó su pedido en una libretita diminuta y levantó la vista y me quedó observando.
–Para mí está bien uno de jamón y queso –dije– el café en pocillo y dos sobres de azúcar, por favor.
Ella sentó al bebé apoyándolo contra la manta. Luego pensó que no era una buena idea y lo recostó de lado, con la cara observándonos; parecía un muñeco de cera. La muchacha se sentó a su lado y con parte de su pierna izquierda le hacía una especie de baranda para que no se cayera.
El niño se quedó en silencio. Mordisqueaba su chupete con gran ritmo y vehemencia.
La había conocido en una charla llamada El arte pop: mis quince minutos de fama. No personalmente sino por mail. Tenía un tic al escribir un poco ingenuo o al menos gracioso. Había escrito en el foro acerca de las tribus urbanas y sus diferentes poses. Me pasó su teléfono móvil y quedamos en encontrarnos en un bar. Ella eligió el lugar y la hora y yo el día. Prefería que fuese martes.
En las fotos se veía menos linda que en persona. Su nombre clave era Valda, podía recordarlo.
Terminamos el café y charlamos un buen rato de cosas intrascendentes.
Gustavo no dormía pero no interrumpió nuestra conversación y solo se dedicó a masticar su chupete.
Ella dijo:
–Es tarde.
Entonces llamé al camarero.
Le hice una seña en el aire y me alcanzó la cuenta en un sobre de vinilo. Observé bien. Era mucho dinero.
Jeannette amagó a pagar. Tironeó un poco del ticket y se puso a buscar algo en su cartera. Buscó de aquí para allá. Sacó y luego metió por lo menos una decena de cosas.
Mientras ella hacía todo ese despliegue yo ya había pagado al mozo y le había dejado una propina considerable.
Levantó la cabeza de su cartera y me dijo:
–No sé donde tengo nada.
Ella ponía todas las cosas en orden y se pasaba, una y otra vez, el pelo detrás de las orejas; yo apoyé mi mano sobre la cabeza del bebé. Le di un par de golpecitos muy suaves con el nudillo de un dedo en su frente. El niño sonrió con su boca violeta.
Una vez que estuvo pronta se paró y tomó al niño con las dos manos. Caminó a pasos largos hasta la puerta y salimos en silencio.
Ya en la vereda volvimos a balbucear unas pocas palabras, algo menos que una conversación. Eran frases cortas, tal vez desinteresadas.
Yo le dije:
–Nos vemos…
Ella dijo algo por el estilo.
Acerqué mi cara para saludarla pero ella me apartó, estiró los brazos hacia mí y me dio al niño.
–Tené un poco a Gustavo –dijo.
Lo agarré con cuidado y lo mantuve alzado frente a mi cara.
Ella empezó a buscar, de nuevo, algo en su cartera. Sacó un llavero que tenía un dado y una bola de billar color verde claro. Había, engarzadas, por lo menos siete llaves.
–Te invito a casa –dijo.
Cruzó la calle y se dirigió a un edificio que se encontraba a pocos pasos de la esquina.
–Es acá.
El recibidor se veía desprovisto de todo ornamento.
Tomamos el ascensor que nos dejó en el piso nueve.
–El departamento es prestado –dijo– me lo prestaron unos amigos.
Ella probó casi todas las llaves y por fin abrió. Mientras, yo sostenía al niño en mis brazos.
Encendió unas luces y el escaso mobiliario y decoración me dio la idea de una gran profundidad. Sentí como si me encontrara en medio de una enorme pecera sin agua.
Los pocos cuadros que tenían las paredes blancas eran de colores pálidos o en tonos de grises, y representaban figuras geométricas o algún motivo abstracto.
Las cortinas, que parecían de voile, se encontraban recogidas y no despegaban sus tonos del entorno general ni de las habitaciones lindantes.
Jeannette tomó al niño y lo dejó en el suelo. Acomodó una serie de almohadones y mantitas y lo dejó inclinado sobre uno de sus brazos.
Me miré en el espejo que tenía en frente; pensé que no me encontraba vestido de forma adecuada. Hubiese preferido esperarla en la esquina, ni siquiera en el bar, tampoco en el palier de edificio ni en los ascensores, sino en medio de la vereda.
Jeannette fue hasta un pequeño corredor y se puso a hablar por teléfono. Pidió un medicamento a la farmacia. Luego volvió a la sala y me dijo que Gustavo estaba enfermo. Mi pidió algo de dinero prestado. Se lo di.
–¿Ya viste por la ventana del comedor? Se ve la bahía.
–¿Desde aquí?
–Sí, da al oeste. Hoy el día está algo nublado, pero con buen tiempo se ve la bahía, a lo lejos.
Caminó hasta el fondo del comedor y desapareció por la puerta de la cocina. Desde allí gritó:
–¿Te gustan los champiñones?
–Sí. No sé.
–Tengo un frasco en la heladera… Pero mejor tomamos un té, ¿qué te parece?
–¿Té?
–Sí. Tengo té de mandarina y de mirtilo. ¿Cuál te gusta?
–Té de té.
–Sí. Que sobreviva el viejo té. Eso es importante.
Fue, sin prisa, hasta la puerta del dormitorio y me dijo:
–Te quiero mostrar algo.
Entonces me mostró una serie de fotografías. Eran todas de ella. Tomadas en distintas épocas y lugares, pero en todas se encontraba sola. Me las fue mostrando sin un orden aparente o intención cronológica.
Luego bajó una caja del estante superior del placard y sacó y comenzó a leer, en voz alta, unas diez o doce postales que había enviado desde distintas partes de Europa a una hermana.
De golpe dejó todo y salió.
Regresó al rato con una botella de ginebra en la mano.
Se había cambiado de ropa. Llevaba una solera suelta y se había recogido el pelo con una banda de tela color naranja.
–Tiene que haber un agua tónica en algún lugar… y limón. Necesito dos limones pequeños…
Observaba a través de la ventana del comedor cuando escuché el sonido del timbre. Lo tocaron unas seis veces.
Enseguida el apartamento se llenó de estruendo. Tres muchachas entraron a las risas y se tiraron sobre almohadones y comenzaron a chismorrear.
Conectaron el equipo de audio y sirvieron varios vasos de gin-tonic. Dos de ellas se pusieron a bailar. Otra trajo de la heladera una botella de cerveza. Armaron un cigarrillo, sin pericia, y se lo fueron pasando.
Jeannette se arrimó y me dijo:
–Son las chicas del piso de arriba. A veces vienen a tomar algo.
Entonces se acercó una de ellas hasta donde estábamos. Llevaba un jean tipo jardinero. Casi sin interés dijo:
–Hola, soy Luisa.
–Hola.
–Tengo unos discos de los años sesenta. Si querés podés ir a revolverlos, te puede interesar alguno.
Yo me fui acercando a donde se encontraba el niño.
Tenía una gran paz en su cara.
Su cabeza era casi redonda y muy blanca, con unas cejas apenas acentuadas y dos ojos enormes, garzos.
El violeta de genciana todavía le remarcaba los labios delgados.
Le di dos golpecitos con el nudillo de un dedo sobre su frente y se rió. Parecía complacido.
Me observé una vez más en el espejo, luego vi mis zapatos con cordones, a medio lustrar. Me sentí despojado. Decidí caminar por el departamento.
Fui hasta el comedor, el dormitorio, la cocina, deambulé por los corredores. Había una especie de esencia en el aire.
Casi sin darme cuenta me encontraba de nuevo en la calle.
Caminé un par de cuadras. Luego dos más. Y otra. Llegué a una parte desolada de la rambla. Corría una brisa grata.
Me eché en el suelo.
Abrí el frasco y me puse a comer los champiñones.
Kind of blue.
Estábamos escuchando Kind of blue en el viejo aparato de música de la sala. Nos encontrábamos Celeste, Leonor, Bruno y yo, sentados todos, observando la ventana de pesadas cortinas punzó, totalmente abierta por el calor, en un enero que encontraba a Montevideo caluroso y vacío.
Celeste decía que el jazz es muy cerebral, mientras Bruno abría y cerraba la tapa de su encendedor Ronson –diferente a los clásicos y más parecido a un Zippo– ajeno a la música, la conversación y el calor que entraba, en suaves brisas, casi intolerables, por la ventana.
El encendedor de Bruno era herencia de su tío Luis. Éste, a diferencia de su sobrino, fumaba innumerables cigarros de hoja, traídos de las Antillas en barcos pesqueros o de carga. Bruno conservaba ese encendedor como una especie de amuleto.
Leonor se puso a contar uno de sus sueños. Le gustaba contar qué había soñado en esos días. El calor apelmazaba las espaldas y las nalgas contra el respaldo y el asiento de los sillones que estaban dispuestos de forma totalmente arbitraria.
El disco culminó y yo lo puse de nuevo. Se podía sentir cierto aroma a tuco dulce o salsa pomarola que vendría, con seguridad, del apartamento de al lado. Allí vivían dos hermanas que eran iguales pero no eran mellizas. Una de ellas –nunca supimos cuál– era la que cocinaba. Hacía cualquier tipo de comidas que nos deleitaban desde la nariz hasta el estómago.
Bruno dejó tranquilos su mano y su encendedor, que lo había tomado como un tic, un juguete, un amansalocos. Había una especie de luminosidad en sus ojos blancos, como una entretela de obstrucción, como la catarata en los ojos de un perro.
Él siempre decía que su Ronson era una extensión de sus dedos. Lo curioso era que Bruno no fumaba. Lo había intentado, no hay que decir que no, pero nunca pudo tolerar el olor a cigarrillo. El tuco dulce le agradaba más. Estaba convencido que quien cocinaba era la hermana un poco más baja.
Cada día –desde aquel– es el 9 de enero: es una casualidad, es una necesidad, una desdicha. Cada vez que despierto, en la misma sala, estamos escuchando el mismo disco de Miles Davis, conversando de cosas vanas, con ese mismo calor y Bruno jugando con su Ronson. El olor a tuco dulce, Celeste y Leonor inmersas en sus mundos.
El calor era realmente insoportable; afuera el sol parecía no cesar de encenderse y nosotros tan pálidos, dentro del apartamento, escuchando música, charlando.
Celeste era fanática de las religiones que tuviesen un componente importante de misticismo. Tenía una serie de colgantes, que no eran amuletos, sino representaciones de deidades o de símbolos diversos.
A Bruno eso le parecía delirante y a Celeste que Bruno jugase todo el día con el encendedor si es que no fumaba.
El techo del departamento tenía una gran mancha de humedad que formaba figuras de distintos tamaños y texturas, hasta el rincón que daba a la arcada de la cocina que tenía una suave pátina de musgo algo verde, algo cobrizo.
Cada 9 de enero era siempre lo mismo. Nos reuníamos frente al equipo de música a oír los temas que solo yo seleccionaba y a charlar y convencernos que siempre éramos los mismos.
Leonor renovaba poco y nada su repertorio de sueños, pero como tenía tantos, siempre había algún oído dispuesto a escucharlos.
Afuera el calor, siempre afuera. Nosotros cada vez más pálidos. Si pudiese tocar el brazo de Leonor o el de Celeste, seguramente lo encontraría helado. Sería una impresión innecesaria. Algo de mal gusto. Justo yo, que recordaba perfectamente la ciudad y su silencio.
Las hermanas del departamento de al lado eran muy calladas. Casi nunca se las oía charlar y mucho menos discutir, como nosotros, por cosas absurdas o nimias. Se podía saber que ellas estaban en casa por el aroma que recibíamos de todas sus comidas.
El departamento, en tales circunstancias era una especie de prisión, un lugar de resguardo, un triste nicho.
Leonor contó otra vez su sueño. Estaba sola en una habitación. Había mucho frío, un frío casi siberiano. Afuera había una especie de parque y la gente se reunía para comer. Y qué más, preguntó Celeste. Nada más, dijo Leonor. Ese era su sueño más recurrente.
El departamento en donde nos encontrábamos quedaba en el centro de Montevideo. Esa zona, durante los meses estivales queda desierta como una estepa, una estepa caliente de edificios de cemento, silencio, algunas tontas palomas y gente como nosotros que persistimos en quedarnos siempre dentro del departamento, charlando y escuchando música.
La ventana de la sala daba al lado sur y la de la cocina daba al oeste. Desde allí se podía observar el cortejo de los palomos a las palomas en el pozo de aire que descendía diez pisos abajo, donde se amontonaban restos de hierros, cuadros de bicicletas y latas de pintura o tela asfáltica.
Siempre somos los mismos cuatro. Nunca nadie olvida la cita. Es como si no pudiéramos hacer otra cosa. Tan fríos como siempre, el calor afuera, afuera. Afuera el silencio. Algo casi infinito.
Bruno tenía las manos finas y largas como para sacar los papelitos de un sorteo de un gran bollón de vidrio en alguna feria. Se reía con cierta morbosidad de sus falanges y de las uñas –que siempre estaban pulcras pero en ocasiones algo largas–. Juntaba sus dos manos por las palmas sobre su cabeza, extendía los dedos formando una aureola y decía que tenía cierto halo de santidad, como las representaciones que comúnmente vemos de los santos o las Vírgenes en los retablos.
Celeste le recriminaba que no se jugaba con esas cosas y Leonor trataba de acordarse de algún sueño que la tuviese en alguna situación por el estilo.
El disco de Miles Davis culminó una vez más y yo lo puse, como siempre, otra vez, para que todos apreciaran el prodigio de esos vientos.
Yo tenía la boca reseca, pero no recuerdo haber bebido nada en ninguna reunión de los nueve, en el departamento.
A Celeste le habían salido una especie de aftas sobre los labios, unas llagas pequeñas y firmes, de un color punzó o amoratado. Pero no recuerdo comida o bebida en las reuniones del apartamento.
Solo podíamos apreciar el calor que entraba por la ventana, la ciudad casi vacía y Kind of blue en el aparato de música.
Era así cada verano, cada nueve de enero.
Lo recuerdo vivamente porque fue el día en el que una de las hermanas dejó la llave del gas abierta en su cocina y Bruno no paraba de jugar con su Ronson, regalo de su tío.
La partida.
Navarro despertó, luego de un inesperado sueño, y se encontró en un lugar en donde nunca antes había estado.
Hacía mucho calor y la humedad era algo que rodeaba todo, desde los calderos, las velas, hasta el halo de humo de tabaco negro que exhalaban las bocas, que hablaban poco.
- Dicen que van a reformar la Constitución.
- Eso dicen siempre.
- ¿Y en qué nos beneficiaría, entonces?
- Que tendremos una Constitución nueva.
Los que hablaban, sin preocuparse por la presencia de Navarro, eran tres ancianos que estaban sentados en una mesa algo apartada de la puerta, en un lugar bastante umbroso y precario.
Jugaban a los naipes por dinero.
Uno de ellos tenía las cejas tupidas y le caían como capas de cebolla sobre los ojos grises, apagados; otro tenía una gran calvicie que lo agudizaba hacia arriba y lo hacía parecer más alto de lo que realmente era; el mayor era el más callado de todos.
Las cartas, añosas, se adherían a sus dedos, agrietados, como si éstas tuviesen pequeñas ventosas, pero los viejos se humedecían las yemas constantemente, con indecentes lengüetazos, y se valían, además, de sus largas y amarillentas uñas, sucias y desparejas, y así se descartaban o tomaban una nueva carta en su turno.
Navarro imaginó, una vez más, su vejez, rodeados de innumerable cantidad de perros y de gatos, comiendo semillas de girasol o zapallo, bebiendo caña blanca desde el pico, mientras moría, y en el fondo de su casa los limoneros se llenaban de frutos que, lentamente, se iban deshaciendo de sus ramas.
En donde estaban los viejos la luz era escasa, y fuera de la mesa y parte de las sillas todo se volvía una gran mancha difusa, que parecía que fuese, lentamente, comiéndose las paredes y los travesaños del techo.
Navarro se adelantó unos pasos hasta donde estaban ellos y les dijo:
- ¿No prefieren jugar de a cuatro?
Los tres se miraron un instante.
- Siéntese.
- Siéntese.
- Siéntese, por favor.
Las dos primeras manos no fueron muy buenas pero se fue recuperando de a poco. Se pasaba tres dedos de su mano izquierda por el pequeño bigotito renegrido y alisaba el cuello de la camisa, blanca como los dientes de un aviso de bicarbonato.
Casi había ganado la partida cuando los viejos quisieron retirarse. Él insistió para que siguieran jugando y allí la suerte se hizo a un lado.
En medio de una jugada, a Navarro le tocó una extraña carta, que él nunca había visto en su vida.
Eso lo asustó, pero no preguntó nada al respecto.
En la carta se representaba a un hombre colgado de un árbol, por una de sus piernas, cabeza abajo, con las manos atadas a la espalda.
Al lanzarla a la mesa todos se agitaron.
Sintieron, de repente, un gran escalofrío.
Cambiaron la carta por un naipe español y siguieron el juego.
Desde la habitación de al lado se oyó la voz de una mujer madura, que acunaba a un niño muy pequeño y le cantaba a viva voz.
La rueda de un carro
A un niño mató
La Virgen del Carmen
Lo resucitó.
Los viejos no dieron importancia al hecho.
La partida no terminaba de decidirse y Navarro sólo pedía un golpe de suerte.
Retama, Retama
La Virgen te llama
Para hacer la cama
Al niño Jesús
Porque está cansado
De estar en la cruz.
Navarro observó una vez más la pieza, casi desnuda de muebles y carente del mínimo lujo.
En una pared, en el fondo, había un retrato bastante mal bocetado.
Era un grabado del tormento e inmolación de Juana de Arco.
Era bastante pequeño, de un color amarillento y líneas firmes negras y grises.
Parecía como si la Santa, le advirtiese algo a Navarro. Pero era sólo eso: un pensamiento.
Como si de sus ojos escamados -o simplemente humedecidos- salieran luces muy blancas.
Debajo de la hoguera, seis o siete soldados apuntaban sus lanzas al cielo en irregular conjunto y en el fondo del retrato se veía un muro difuso, bastante lejano.
Navarro dejó de lado el cuadro y siguió su juego, que en esos momentos acaparaba la mayor parte de su atención y de su vida.
Uno de los viejos hizo una buena mano, pero a la siguiente perdió todo lo ganado.
El vaho del tabaco de las bocas y de las ollas renegridas y porosas que se hallaban a un lado, sobre pequeños leños, paseaba por la pieza como pasa el invierno en la vida de algunas personas.
- ¿Qué hora es?
- Las once.
- ¿Del martes?
- Hasta las doce.
Navarro observó su reloj de bolsillo, que sacó de entre sus ropas con gran disimulo, pero no pudo ver siquiera los números romanos en la oscuridad de la pieza.
- Tengo un dinero en el Banco -dijo Navarro- quizá ustedes quisieran apostar algo más fuerte.
El más anciano consultó a sus compañeros y luego le respondió con voz clara:
- Le apostamos la casa.
Navarro observó una vez más la pieza, casi desnuda de muebles y carente de mínimo lujo.
- Muy bien -dijo Navarro- mi dinero por la casa.
La partida se volvió muy difícil, con idas y venidas. Los naipes caían con fuerza sobre la mesa y brillaban como si tuviesen una pátina de esmalte. El anciano calvo era el que pagaba las apuestas. Tenía un montoncito de garbanzos junto a su mano izquierda.
Cuando parecía inminente que el más anciano ganara, le tocó la peor mano que se había jugado en la noche.
El niño de la habitación contigua comenzó a llorar con más bríos y la señora comenzó a caminar de un lado a otro, con pasos marcados y rítmicos hasta que de golpe el bebé calló por completo.
- Siempre es así.
De repente, uno de los viejos comenzó a golpetear con tres o cuatro dedos la mesa de madera en donde se encontraban.
Lo hacía en forma inconsciente, haciendo balancear, un poco, el farol de aceite que había en medio de los cuatro.
Era como un traqueteo, como el viejo traqueteo de una Remington o un vagón de tren, o como un abejorro atrapado en la tela de una araña.
Como comenzó, de improviso, el viejo dejó de golpetear y echó un escupitajo al suelo, mientras ordenaba su mazo.
Navarro vio otra vez el retrato de la pared, pero la Santa ya había muerto.
Un mísero esqueleto besaba la cruz que le habían ofrecido. Lo demás era sólo llamas y penuria.
Entonces quiso levantarse y salir, pero una buena mano de cartas lo retuvo en la mesa un rato.
El anciano de cejas de cebolla jugueteaba con su dentadura postiza, empujándola y reteniéndola con su lengua y los labios entreabiertos, mientras barajaba con destreza el mazo de naipes y repartía la mano con habilidad inusitada.
Alguien trajo una botella de grappa y cuatro vasos pequeños. El humo de las bocas se mezclaba en el centro de la mesa.
Sin darse cuenta siquiera, Navarro ganó la partida.
Los tres viejos quedaron impávidos.
La luz parecía más tenue, aún, ya que muchas de las velas se habían consumido por completo, y las sombras de la sala invadían sus piernas.
Se produjo otro silencio, que fue abismal.
Un gato barcino pasó por debajo de la mesa recorriendo, lentamente, todas las piernas y Navarro sintió un escalofrío.
De pronto uno de los viejos fue hasta la habitación contigua.
Se oyó un ruido espantoso en el dormitorio.
Los otros dos esperaban como petrificados en sus sillas.
Desde la otra pieza de pronto apareció, con un cajón de ropero. Lo traía, con gran dificultad, asido con ambas manos.
Navarro lo miró de soslayo. Allí estaban los títulos de la casa.
Los viejos se quedaron observando primero el cajón, luego la cara de su visitante.
Navarro no tomó los papeles. Tampoco recogió el dinero de la mesa.
Dio una última mirada a la sala, a sus caras, a la puerta del dormitorio, al retrato, en donde sólo quedaban cenizas del martirio, y se volvió a la pared en donde había dejado su sombrero. Lo tomó con ambas manos y se lo colocó lentamente.
Quedó unos instantes parado en el mismo lugar, y se fue sin saludar, internándose en la noche oscura.
Vecinos.
El rojo Irrazábal estaba sentado a la mesa de un bar en el Centro de Montevideo.
No había podido dormir en toda la noche. Esto, además de angustiarlo, lo ponía de mal humor.
Había pedido un café en vaso y un cenicero. Tenía el diario extendido sobre la mesa en la página de remates pero ni siquiera lo había mirado. Abrió el paquete de azúcar y lo derramó lentamente a modo de lluvia. Encendió un cigarrillo y lo dejó en el cenicero donde se consumía indiferente a la mano y los dedos.
Irrazábal pensaba en su vecino y miraba al vacío con su ojo sano, mientras mordía un palillo que había metido inconscientemente en su boca.
Estaba seguro que cuando él se ausentaba de su casa, cuando iba a la peluquería o al bar para hablar de cine y política, su vecino, que siempre tuvo intenciones con su esposa, llegaría con cualquier pretexto y pasaría así la mañana charlando o quién sabe qué.
Irrazábal golpeó la mesa y el café hizo, de pronto, una ola tibia y espesa que manchó el platillo, que tenía un color grisáceo y dos leones enfrentados como un escudo de armas. Entonces sacó tres servilletas de papel y limpió la mesa y el plato.
Afuera la gente pasaba apurada, envuelta en bufandas, con trincheras de color azul o habano. Había sido una noche muy fría y el día, aunque el sol intentaba salir detrás de los edificios, sería, sin dudas, también frío y ventoso.
Irrazábal quería olvidar el tema, pero una y otra vez aparecía en su mente primero la cara, luego la figura de su vecino de cuerpo entero. A veces, incluso, veía a su esposa sirviéndole té o bailando con él en el Club de Residentes de Rocha.
Irrazábal alzó la cabeza rizada de pequeños remolinitos color remolacha, hizo un gesto con el brazo y llamó al mozo, que estaba recostado sobre un mostrador de mármol negro. Pagó, se pasó el pañuelo insistentemente por la nariz y la barbilla, y salió a los tumbos.
Había tratado en más de una ocasión recordar la casa de la calle Pernas.
Una multitud de gatos bajaban del muro y la azotea, entraban por la banderola del baño o el vidrio del altillo y comían, a hurtadillas, de los platos servidos en la mesa, que nunca llegaban a estar llenos, no por humildad, sino porque Carmen odiaba a la gente que engulle a brazadas demostrando ansiedad o indecoro.
Los gatos no eran suyos, pero preferían su casa a la de los vecinos.
A veces el olor era tan intenso que tapaba al de los baldes con lavandina y limón que Carmen tiraba por la mañana.
Un día, el dueño de la casa vino con un escribano de bigote fino y lentes gruesos. Querían hacer un nuevo contrato. El sueldo de la fábrica de tacos no era mucho y lo que les pedían era excesivo, por lo que el domingo siguiente, con el diario doblado a la mitad, salieron a buscar casa.
Vieron una en la calle Florencia, pequeña, tal vez más chica que la anterior, pero con un fondo con ciruelos y naranjos.
Desde el jardín de al lado su nuevo vecino los saludó con una sonrisa exagerada y ojos vivaces de halcón, que se detenían en la cintura y el cuello de Carmen. Esto –Irrazábal se había dado cuenta de todo– lo hizo dudar por dos o tres días, pero la casa, y sobre todo el gran fondo inclinado hasta el galpón y el parrillero, lo decidieron y firmaron un contrato por dos años.
Para llegar a la fábrica iba hasta Camino Maldonado donde tenía dos opciones: el 4, un trolley que se desenganchaba cada mañana en la curva de Maroñas, o el 103, que iba siempre lleno pero tenía asientos un poco más cómodos. De la parada donde bajaba hasta su trabajo recorría tres cuadras bajo plátanos viejos y grandes, que en primavera llenaban de polvillo las calles y los zaguanes.
En los últimos dos meses los viajes habían sido crueles y lentos, con la imagen de su vecino en cada chofer, en cada guarda, cada vendedor de revistas o caramelos.
A veces se bajaba del ómnibus, aunque faltara mucho por llegar, y continuaba a pie lo que quedaba del camino.
Como no dormía por las noches, podía distinguir cada ruido de su cuadra: los perros, los carros tirados por caballos, los relojes despertadores, los gallos, los insectos paseando por los tirantes y los zócalos.
Fue así que comenzó a oír en la casa de su vecino, unos extraños golpes sordos y quedos, que se repetían en tandas de dos, que duraban quince o veinte minutos.
Por más que la curiosidad lo consumía, Irrazábal no salía más allá de la ventana, alguna vez llegaba a la puerta que daba al fondo y pocas veces la abría.
Una noche su vecino salió con una carretilla llena de tierra y la vació en la esquina. Quedó empantanado en una cuneta y estuvo más de veinte minutos para sacar la rueda de la zanja sin que se volcara más que la última capa que rebosaba los lados.
Irrazábal se preguntaba y volvía a preguntarse qué era lo que hacía por las noches su vecino.
La curiosidad lo iba llevando, ya de día, de la puerta al ciruelo y de ahí al galpón, donde estiraba el cuello lo más que podía para ver de dónde había salido tanta tierra.
El sábado siguiente el vecino fue al Estadio. Esto le daba un buen tiempo para registrar su casa.
Debería enviar a su mujer a lo de su hermana o a la peluquería.
A Carmen le brillaron como piedritas de pecera los ojos al ver el billete que Irrazábal le dio para que se cortara el pelo y se hiciese una tinta del color que ella quisiera.
Una vez que quedó solo, chupó la bombilla con fuerza, haciendo mucho ruido, verificando que el mate quedaba seco y al mismo tiempo apreciando el silencio que invadía toda la casa.
Saltó el alambrado que separaba los dos terrenos y caminó lentamente por el pasto largo y húmedo.
A unos diez metros de la veleta con forma de barco vio un toldo de camión tirado en el suelo. Lo sujetaban por los bordes seis piedras rojizas y enormes, cuatro en los vértices y dos a los lados.
El toldo estaba completamente extendido, junto a una higuera añeja y retorcida en innumerables nudos pequeños. Arriba, en lo más alto de las ramas, había un pájaro negro azulado.
Irrazábal quedó un instante haciéndose sombra con ambas manos observando al pájaro que permanecía inmóvil y mudo como si estuviese embalsamado.
Se acercó e intentó destapar la lona. Quiso tirar a un lado las piedras, pero al agacharse vio que el pájaro extendía lentamente las alas en tono amenazante. Entonces lo observó bien y se dio cuenta que era un enorme cuervo.
Retrocedió un par de pasos de golpe, y luego se marchó sin volver la cabeza hasta llegar al alambrado.
Llegó a su casa y se puso a jugar al solitario.
Las cartas caían en desorden, como con rabia, y formaban distintos grupos al azar donde Irrazábal comenzó a ver cosas tales como: “En la puertas de tu casa: la muerte” “Hombre castaño trae desdicha”.
Cuando Carmen llegó de la peluquería Irrazábal estaba tirado en la cama, vestido pero tapado, fumando y bebiendo caña brasilera.
– ¿Qué pensás de nuestro vecino? –preguntó.
– Parece un hombre amable –dijo la mujer, y se detuvo frente al espejo.
– ¿No te parece un poco extraño?
– No. Parece un buen vecino –dijo ella, sin dejar de pasarse la mano por el pelo.
Tampoco durmió esa noche. Apenas oyó a los gallos en la madrugada, se levantó, se desperezó, fingiendo un buen sueño, y fue hasta el baño a lavarse la cara. Enjabonó gran parte de su mejilla izquierda y comenzó a pasarse, lentamente, la navaja que chistaba en cada brazada, que iba de la mitad de la cara al cuello.
– ¿Vas a salir? –preguntó Carmen.
– Voy al club a leer los diarios.
Se vistió con ropa de abrigo y salió caminando con la flojedad que da el no haber descansado.
A las dos cuadras quiso volver por su encendedor, pero la idea de encontrarse con su mujer junto al vecino lo llenó de temor y rabia, y siguió caminando, mientras balbuceaba insultos.
Pasó toda la mañana en el club de bochas y regresó con el pan para el almuerzo.
– Voy a salir hoy de tarde –dijo su esposa– voy a casa de mi hermana.
Él contestó con una caída de ojos.
Se sentó a la mesa y esperó que Carmen trajera los platos y cubiertos. Se sirvió vino y echó un par de trozos de miga dentro del vaso. Resopló con fuerza, haciendo bailar los labios, golpeándolos entre sí y con la punta de la nariz, grande y regordeta.
Cuando Carmen salió, él se tiró de nuevo en la cama.
Pensaba que si bien no era joven, la pensión que le quedaría a su esposa no sería suficiente. Claro que si él se fuera o le reclamara el divorcio, ella quedaría sin un solo peso, porque nunca había trabajado fuera de la casa.
Estaba en medio de todas estas conjeturas cuando oyó golpear la puerta del fondo.
En un primer momento pensó fingir que estaba durmiendo o que no había nadie en la casa, pero como los golpes eran cada vez más fuertes y a intervalos más cortos, saltó de la cama y fue, rengueando, hasta la puerta.
Al acercarse oyó a su vecino silbar una y otra vez la última estrofa de la misma canción.
– Buenas tardes –dijo– ¿Estaba durmiendo? Lo molesto para pedirle una llave inglesa.
– ¿Qué tamaño? –dijo Irrazábal.
– La más grande que tenga –dijo el vecino, y sonrió.
Fueron al galpón en silencio, y entre latas de pintura y cubiertas de tractor, Irrazábal sacó una caja de madera con dos asas pesadas, de bronce.
– Quiero mostrarle algo –dijo el vecino.
– ¿Ahora? –dijo Irrazábal, con la llave en la mano.
– Sí, si usted puede.
Entonces los dos cruzaron los alambres y caminaron por el fondo del terreno hasta la higuera. En la rama más alta seguía inmóvil el cuervo.
El vecino tiró las piedras a un lado y corrió el toldo. Irrazábal vio entonces el pozo de donde había salido tanta tierra.
Tenía unos dos metros de largo por uno de ancho, los bordes cuidadosamente cavados en una línea recta y continua, rematada en ángulos perfectos.
– ¿Es profundo? –dijo el rojo.
– Bastante.
– ¿Qué tiene dentro? –preguntó, mientras levantaba la vista por detrás de un montoncito de tierra.
– Mire usted mismo –dijo el vecino.
– Después de usted –dijo, y señaló con el índice completamente extendido.
El vecino dudó, pero se acercó a la fosa.
Irrazábal observó el tejido, el cuervo, la higuera, el toldo de camión, las piedras, la nuca desprotegida.
Tomó, entonces, la llave con ambas manos, y la descargó en la cabeza del vecino, con violencia. Luego tapó el pozo como pudo, primero con ambas manos, luego a puñados, y salió corriendo entre fuertes calambres.
Fue hasta la casa y quedó un instante en la puerta. Luego entró directamente al cuarto y sacó del ropero dos maletas de viaje.
Seleccionó sólo lo imprescindible y lo guardó, sin mayor prolijidad, lo más rápido que pudo.
Caminó, lentamente, de un lado al otro. Fue al baño y metió las manos bajo el grifo, luego abrió todas las carteras de su esposa, vaciándolas sobre la cama. En una, quizás la que menos usaba, encontró la foto descolorida de un hombre alto, erguido sobre el cabo que amarraba a una barcaza. Pudo distinguir, con dificultad, al fondo, el puerto de Colonia. Quiso reconocer a su vecino en el rostro, en esa amplia sonrisa o el mechón que caía sobre la frente, pero la foto tenía mucho tiempo y las formas se esfumaban, levemente, en un color único, amarillento. La arrugó, metiéndosela toda en la mano, luego la extendió sobre la mesa de noche y la guardó, junto a las demás cosas, dentro de la cartera.
Carmen llegó un poco más tarde. Traía un gatito pequeño en los brazos. Él, que estaba en la puerta junto al muro de ladrillos, la miró con gran ternura.
– ¿Qué hacés con esas valijas? –preguntó, mientras abría el portón de hierro.
– Nos vamos –dijo Irrazábal.
– ¿Por qué? ¿Qué sucede? –preguntó ella.
– Acabo de matar a tu amante.
La frontera.
Desperté una mañana y el Mundo estaba en una gran guerra.
Por lo menos una decena de hombres de traje de fajina entraron a la habitación y me sobresaltaron.
Quise arrebujarme una vez más, pero no perdieron tiempo y, en vilo, me llevaron escaleras abajo hasta el centro de la sala.
En el sofá de dos cuerpos estaba el que, indudablemente, daba las órdenes, o al menos tenía como cometido hacerlas cumplir.
No quería que lo miraran directo a los ojos, por eso había construido una especie de distancia.
Los otros hombres eran más viejos.
Por la pared corría un hilito de agua añil. Era como si un chaparrón cayese súbito fuera o la tubería del piso superior sufriese una simple rotura.
El hombre que tenía los ojos ocultos por el velo que imponía a todos me explicó, en forma breve, qué sucedía.
Ahí tenía la mesa, una silla, dos garrafas de agua dulce, trastos, libros, un receptor de radio.
La bombilla de luz permanecería apagada de 20:00 a 07:10. Las horas de ingesta serían en su orden.
Los libros permitidos se encontraban en una lista de no más de diez líneas, de todas formas en la casa habría, como mucho cuatro o cinco volúmenes.
Podría escribir con lápiz de grafo, bolígrafo azul o lapicera. Contaba con papel de calco y hojas blancas de copia. Una máquina Remington con dos teclas perdidas, que habían sido suplantadas por dos eles, formando tres teclas iguales en apariencia, pero una sola marcaba el tipo de plomo, con el anular diestro, las otras eran meñique siniestro arriba y medio diestro inferior, nada menos que un signo de puntuación.
Sólo podría utilizar dinero en efectivo en billetes no mayores a $100.
Quedó estipulado que la comunicación sería semanal y no habría correo. Debería reportarme: foliar, coser y archivar los expedientes y mantener el territorio aseado o, en términos generales, digno. Sintonizaría todos los martes a media tarde la Radio Oficial hasta la hora novena. Ni un minuto, ni una fracción posterior a la nona. Apagaría el receptor y lo desenchufaría del toma corriente, guardándolo en su funda de terciopelo caqui, hasta el martes siguiente.
También me dieron un fusil.
La misión era sencilla.
El hombre velado alzó la voz sólo un poco más que los de traje de fajina, y éstos hicieron su tarea en poco más de quince minutos.
Algo estaba sobreentendido: no debería abandonar el territorio.
– No le está permitido fritar cebolla.
– ¿En aceite de semillas?
– De ninguna forma. Ni rehogar espárragos o habas. Tampoco podrá destapar frascos después de las diez del viernes hasta el domingo a mediodía.
– ¿Leudar masa?
– No hay impedimento.
Con mi vida defendería la tierra. Ésta. Y no tomaría decisión mayor a la de sobrevivir y no entregar un centímetro.
Para ser precisos trazaron con tiza el perímetro, que comprendía, en línea irregular, gran parte de la sala. Era nítido e indudable que éste era el acá, y sería mi única trinchera.
El afuera estaba habitado.
Era como una especie de objeto que estaba allí, de condición pacífica si uno era cándido y le tomaba cierto aprecio, pero siempre estaba acechando. Era algo terrible.
Ésa era mi misión: no necesitaron muchas explicaciones ni recalcar analíticamente el tema.
Los de fajina se fueron caminando detrás del jefe, a unos pocos pasos de distancia. El velado fumaba con cierto regodeo echando profundas bocanadas, que, evidentemente, lo antecedían.
Las noches y los días no serían iguales a mis vivencias encasilladas hasta ese día. Esto era la guerra.
Entre las pertenencias que tenía había grasa y lubricante, para que el fusil estuviese siempre pronto para una buena defensa, en ocasión de una alarma o grito marcial de ¡Al arma! También disponía de aceite para el candil, unas pocas rebanadas de pan de trigo, sal y un insuficiente salario.
Los primeros días montaba guardia en medio de la sala. Luego, en un intento inútil de estirar las articulaciones, recorría el perímetro marcado por la tiza.
Lo fatal era el miedo a caer en el inexpugnable silencio. Agudo. La foto familiar: habíamos establecido, tácitamente, el hecho de que yo estaba de este lado y el enemigo fuera. Nada perturbaría nuestra convivencia si acordábamos esto. Poco a poco le tomaba afecto. Por tal motivo los martes, en la audición oficial, me advertían el peligro del otro: el afuera habitado.
A la semana ya no tenía un solo cigarrillo y en dos semanas se terminó el agua de las garrafas. Se precipitó el domingo.
Las noticias de la guerra eran, al menos, muy alentadoras.
Dormía gran parte del día y dedicaba la noche para las guardias y ordenar un poco el territorio.
Consignas: Defender dignamente el perímetro o no poder alzar la vista nunca más. Doble golpe: perder y dejar que el enemigo gane. Dos pájaros de un mismo tiro.
Todo era testigo de que no se trataba de un vulgar presepio sino de un territorio.
Lo más cercano al agua era el vino, y éste abundaba. Bebí con tragos muy largos y luego dejé la botella junto a los zapatos con cordones trenzados de seda, rematados por tubitos largos y delgados
De repente se arruinó el receptor.
Lo abrí y vi que se había quebrado un hilo, que conducía la corriente continua de lo que supuse era la bobina al que llamé punto dos. Lo cerré.
Busqué, en vano algo para remplazar el hilo.
Con suerte podría robar al tiempo un momento bueno.
Reporte día 16 - el receptor sufrió una avería.
Reporte día 17 - la sed me agota. El termómetro marca 32 grados centígrados. No hay movimiento fuera del territorio. Dos días sin recibir noticias oficiales. En fe de esto sello, signo y firmo. Fin del parte diario.
Reporte día 18 - puedo ver un ovillo metálico detrás de una escalera caída cerca de la puerta que da al escritorio. Intentaré hacerme de él. Fin del parte diario.
Fue un golpe de suerte: allí estaba. Debería atraerlo con un bastón o palo largo, ya que estaba fuera del perímetro delimitado, a unos dos metros. Eso al menos era lo que calculé entonces. Luego vi el error.
Una y otra vez intenté. Me resultaba francamente imposible.
Había empapado por completo mi camisa, y también las medias, dentro de los zapatos. Intenté, nuevamente, pero fue inútil. Alargaba brazo, tronco y cuello, para ver, contactar y traer el ovillo. El bastón que utilizaba no me servía de esteva, por lo que confeccioné uno, con los elementos que tenía a mano.
Debería alejar de mí el ovillo, pasarlo por detrás de la escalera, y luego atraerlo, sin caer en desánimo.
Reporte día 20 - conseguí, por fin, hacerme del material apropiado para saciar mi sed: en un paquete que los fajinados habían embalado en aquel primer día de misión, allí encontré jugo de fruta. Era dulce. Tal vez en exceso, pero me agradó. Confío que en breve podré alcanzar el metal necesario para el receptor de radio. El afuera se mantuvo inerme y oscuro. Sin otra novedad finalizo parte, y en fe de ello dejo constancia.
Vomité gran parte de la noche. Tuve febrícula. Logré desplazar el hato de alambre de la escalera al corredor. Luego lo atraje, en zigzag, hasta el borde perímetro. Descansé y bebí vino. Vomité nuevamente y me quedé dormido.
La teoría era sencilla. Con la navaja quitaría el perno y la hembrilla del polo positivo y del polo opuesto. Cortaría un trozo de alambre no muy grueso, que pudiese, al mismo tiempo de conducir corriente, servir de fusible, y enroscarlo en el remache. Colocar todo, nuevamente, en su lugar, y cerrar el receptor. Encenderlo y sintonizar el dial hasta llegar a la frecuencia oficial.
Reporte día 22 - se oyó un silbido. Fue quedo. Di voz de alto, según instrucciones verbales.
Algunas veces cocinaba algo ligero. Otras, comía pan de trigo y queso. La línea divisoria era incuestionable. En las noches sólo hay sombras. Ya no había matices de negritud: ni mate, glasé o amarronado. Las sombras se volvían algo compacto. Pacífico y compacto. El afuera era la única razón por la cual era inminente lo fatal.
Por fin uní los polos y el parlante del receptor se oyó en toda la sala. En esos momentos se irradiaba una especie de música, y me llené de gozo.
No había nuevas órdenes. Las noticias de la guerra eran muy alentadoras.
Un día soñé con un jardín. Me desilusioné: nunca me gustaron los caracoles. Las hojas son comidas, engullidas y recortadas por todo tipo de insectos y caracoles. No hay jardín digno de mantener en un sueño que no sea real: con todas esas cosas. Las perlas no son para los gorrinos, y las hojas de las plantas no deberían presentar cortes o fealdad. El Partenón es incluso hoy muy bello, pese a la coexistencia de la pólvora de azufre. No de forma diacrónica sino sólo estúpida.
De día el allá es más preciso. La línea divisoria es incuestionable, y tiende a apoderarse de una gran certeza. Tengo hambre.
Parte diario día 27- última hoja disponible. Sin novedades importantes a destacar. Por motivos materiales no se proseguirá con la normativa diaria de anotaciones y registro de los partes. Asimismo se deja constancia que se recibe con aceptable fidelidad la emisión de la radio oficial, y se sigue a detalle el trámite del conflicto. Por suerte son buenas las noticias que llegan de la guerra. Por lo pronto, aquí no hubo bajas en filas enemigas, del otro lado del perímetro, ni tampoco de este lado de la línea. Solamente malestares pasajeros. Carencias mínimas y padecimiento de altas temperaturas. Asimismo no se posee ni lista de salvoconductos, palabras claves o excepciones habituales. Por tal motivo se abrirá fuego contra quien pretenda cruzar la frontera. A falta de espacio en la hoja sólo signo.
Decidí hacer una infusión de té. Puse un buen mantel sobre la mesa y dos tazas grandes. El colador, que supuestamente era de acero inoxidable, estaba bastante carcomido, por lo que hice un cono con servilletas de papel. En ese momento, más o menos en ese instante o solo un poco después, recordé que no había té en la despensa, ni tisanas de yuyos medicinales o digestivos. Quedé profundamente abochornado. Tomé café soluble del latón Ferrer.
Algo se oyó a lo lejos, podría provenir de una casa cercana. Parecían pasos con pesadumbre o bien ser un hombre cojo.
Al día siguiente los pasos eran de por lo menos cinco personas.
De golpe estaban allí: no eran el enemigo.
– ¿Novedades?
– ¡Archivadas!
– ¿Pérdidas?
– ¡Ninguna!
– ¿Misión?
– ¡Salvaguardar los límites del territorio!
Entraron al perímetro y examinaron todo, sin apuro. Incluso uno de ellos, antes de realizar su labor, se quitó los zapatos y los calcetines y comenzó a masajearse los dedos de los pies, uno por uno. En una libreta diminuta, hacían anotaciones.
Me convidaron con un cigarrillo. Pedí agua.
Nos sentamos a fumar en silencio. Sentía la sensación de que estaba siendo invadido, poco a poco, por su humo de privilegios.
El que aparentaba ser el jefe me dijo, sin tener una decente consideración por el silencio
– Tengo órdenes para usted.
Lo observé y guardé silencio. Podría arruinar todo si me apresuraba.
El hombre, al mismo tiempo que revisaba algunos folios y mapas que había traído consigo, me dijo:
– Hoy abandona el territorio.
– ¿Abandonarlo?
– A partir de la hora 17:00 Greenwich éste será un territorio neutral. Termina su misión en este momento.
– ¿Debo reportarme en otro perímetro?
– Ya no hay perímetros. Usted está licenciado.
Todos siguieron fumando, sentados en el suelo. Con un trozo de vidrio verde que habría encontraba debajo de algún mueble, el más joven raspaba la base de la mesa. Seguramente dejaría allí sus iniciales o una frase vana.
El territorio había sido para mí, hasta ese momento, como una nave.
Recorrí el borde de todas las cosas. No las cosas en sí, solamente el borde que delimitaba una de otra; luego de un marco de cedro un listón de violetas, uno de lilas, otro de vasos antiguos, otro de violetas; luego el marco del sillón, el borde de madera blanda.
Di un último vistazo para recuperar momentos y, como pude, caminé hasta la puerta de entrada. Ya estaba, por lo menos, seis metros fuera de la línea del perímetro.
Sentí el picaporte descomunalmente frío. Abrí la puerta y me encontré con todo un mundo de cosas. Una vez fuera me encogí de hombros. Respiré, echándome dentro una gran bocanada de aire con rocío helado. Me surgió un pensamiento inesperado y regresé.
El jefe apenas levantó la vista de las cuartillas cuando estuve enfrente y me preguntó:
– ¿Qué?
– Olvidé cerrar con llave.
“Relatos de atmósfera sí, pero de atmósfera enrarecida, turbia, en la que apenas puede vislumbrarse lo que sucede. Algo pasa, algo que se sitúa más allá o más acá de los acontecimientos y de los seres; algo que parece ubicarlos en otra parte o en ninguna.
A medio camino –es solo una mala metáfora– entre Felisberto Hernández y Onetti, la escritura de Luraschi, que ya hemos reseñado en ocasión de otros textos, abona lo ambiguo de vidas marginales, como bien lo señala Rómulo Cosse. Pero se trata de una marginalidad existencial, no económica o social lo que le imprime a las historias un halo de misterio a no ser resuelto.
Si el arte, como quería Borges, es la inminencia de una revelación que no se produce, estos cuentos breves parecen confirmarlo.”
Fernando Barrios Boibo.
Revista Relaciones N° 370, marzo de 2015.
SOÑÉ QUE ESTABA CIEGO
Por Horacio Cavallo
Conocí a Duilio Luraschi en mi adolescencia. No hablé con él hasta unos cuántos años después. Pero entonces, leyendo un número de Entre evangelios y mediomundos, una revista de la época que sacaban, casualmente, mi hermana con unos amigos, hallé un cuento titulado Acerca de nombres y nombrados. La única referencia sobre el autor, además del relato, que me impresionó de inmediato por el manejo del absurdo y el hilo fino con el que había sido trabajado, era su nombre. En mi inocencia pensé, porque además en la página siguiente había un cuento de García Márquez, que este tal Luraschi estaba lejos, vivía y creaba a miles de kilómetros.
Pasó el tiempo y me alegró caer en la cuenta de que Duililo vivía y creaba acá nomás, en Montevideo, aunque cada tanto se perdiera en pueblitos del interior que podían remitir a los años cuarenta, cincuenta o en filas interminables en organismos públicos o privados buscando resolver tramites impensables; o bien soñaba, aquí nomás, que estaba ciego y que le dictaba a su hermana unos cuentos con las palabras medidas, con grandes imágenes y atmósferas envidiables: inspirados trabajos de orfebrería.
Entonces nos conocimos personalmente. Lo seguí leyendo pero también lo escuché hablar, allá arriba, en un décimo u onceavo piso, de la literatura en general, de la uruguaya, de los grandes cuentistas y las influencias. Ante una pregunta de con qué escritores uruguayos se hubiera tomado un café, lo nombro a Onetti, A Felisberto para que le contara de sus viajes atrás de un piano. También estaba Levrero en el café.- Vimos las azoteas desde lejos mientras defendíamos esa tarea de David, que es escribir literatura, y literatura no convencional, y cuentos, a su vez, para peor en términos de Goliat, del mundo editorial, que cada vez más se la juega a la novela, en primer lugar, y si es histórica mucho mejor.
A Duilio no le preocupa escribir una novela. Hace un tiempo le hice una entrevista para una publicación que lamentablemente nunca vio la luz. Entonces le preguntaba sobre la novela y él me decía: Siempre fui un defensor de los cuentos o relatos breves. Lo hago desde el lector que hay en mí y desde el escritor, por supuesto. No sentí nunca la necesidad de escribir una novela. No considero a la novela como un género superior al cuento o a la poesía. Borges no escribió novelas. Me parece que tanto el cuento, relato, poesía, ensayos, novelas, etc. son distintas y todas válidas formas de comunicar al lector nuestros tópicos y nuestras obsesiones. Tal vez el relato breve no convenza, en Uruguay, a muchos mecenas o grandes editoriales pero a mí me brinda una gran libertad en cuanto a la forma y el abordaje de esos cuentos. Esto no quiere decir que nunca voy a escribir novelas pero es algo que no necesito, me siento muy bien trabajando con relatos breves y estoy muy identificado con el cuento.
Cuando uno se enfrenta a cuentos tan redondos, como lo son, a su vez, los que hoy presentamos, pero también el resto de los que viene publicando desde hace muchos años, uno siente la necesidad de saber, porque ya lo ha imaginado antes, cómo es el trabajo de Duillo a la hora de enfrentar cada texto. Como si quisiéramos darnos una vuelta por el taller de un orfebre por admirar su trabajo, el pulso, la vista, las herramientas y el entorno. En una entrevista que le hizo Marcos Ibarra hace un tiempo Duillo decía: No tengo esquemas de trabajo. Los cuentos surgen de las formas más diversas. A veces hay un detonador, es como un disparador que parte de una imagen, una pintura, un cuadro de un filme, una película o una canción. Otras veces alguien cuenta una anécdota y me interesa o me gusta y a partir de ahí surge un cuento. Otras veces (las menos) tengo, antes de sentarme a escribir, muy claro de dónde voy a partir y a dónde voy a llegar. Ninguna de estas formas de trabajo me garantiza un buen cuento. Lo que me dice, como escritor, que el cuento está acabado, es tener la sensación de que está dicho lo que quería decir; no todo (nunca se puede dejar escrito todo) pero sí el germen de lo que uno quería decir.
De esa manera Duilio escribió estos diez cuentos que hoy presentamos. Un libro compacto, donde seis de ellos están narrados en primera persona y donde ninguno supera las quince páginas. En cuatro de los cuentos del volumen, a saber, Soñé que estaba ciego, Kind of blue, Monaguillo y Actuación, el lector descubre a medida que se interna en el relato que la realidad es similar a una mampara de baño y que se va volviendo borrosa a medida que pasa el tiempo. Lo onírico tiene un peso importante, naturalmente, como en gran parte de la obra de Luraschi. Y en algunos casos es explícito y en otros el descubrimiento aparece página a página, gradualmente. El personaje de Soñé que estaba ciego, el primero de los cuentos, sueña que está ciego. Despierto es un hombre común y corriente que trabaja en una oficina estatal con un jefe malhumorado al que se alude aunque no aparezca, y una compañera cincuentona y desgraciada. La ceguera del despierto tiene que ver con ese mundo repetitivo, rutinario, de cada día:
“Llevábamos treinta años en el archivo, tres pisos bajo tierra” cuenta. Porque cuando ambos tiempos se entrecruzan su hermana, la soñada, que le cuenta historias (¿las historias del resto del libro? puede preguntarse uno, aunque no hay nada implícito que asegure esto) va a la oficina donde él trabaja para gestionar, mediante un engaño, una pensión estatal. La hermana le cuenta al personaje la desgracia de los oficinistas, uno de los cuales es él mismo. “Contó que allí había dos seres amorfos, completamente desilusionados”
El engaño es recurrente en varios de los cuentos de este libro.
El hombre que comía huevos es un cuento clásico y el primero del volumen situado en uno de esos pueblos perdidos que tanto le gustan a duillo ( y a mí, como lector) y que se parecen a algunos pueblos chicos del interior del país, pero de hace cincuenta años, por lo menos, donde uno se encuentra con: cucharones de hierro, latones de lavar la ropa, latas de aceite, el retrato del club ciclón del sur, botellas con las etiquetas manchadas y desteñidas, la radio a transitor que el primo de Luis se trajo de Norteamérica, pantalones cortos de pana rayada, lamparitas de colores muy tenues, un cartel de latón con un aviso de bicarbonato, fichas de dominó, bateas enlosadadas, entre otras cosas llamativas.
Le pregunté a Duillo una vez: Naciste en Montevideo, sin embargo la mayoría de tus cuentos se desarrollan en pueblos “imaginarios” del interior. ¿Cómo es el vínculo con la capital y con el resto del país?
Esta fue su respuesta: Nací y viví siempre en Montevideo –salvo un breve lapso en Pinamar– y conozco muy poco del interior del país. A veces es como si me lo imaginara. Estuve, solamente, y por un par de días en las ciudades de Treinta y Tres, Paysandú, Colonia, Juan Lacaze, Minas, Rocha y Maldonado. La atracción que tengo, quizá onírica, con el interior puede resultar de las grandes anécdotas que traía, cuando viajaba por trabajo, mi padre, quien transmitía todo ese color local de gran forma. Lo que busco, al describir mis ciudades, no es la exactitud en cuanto a la parte edilicia o a sus calles sino describir el “espíritu” de esa ciudad perdida, quizá en mi memoria.
A veces cierro los ojos y se me representa el mismo pueblo, las décadas del 40 o 50 y el mismo protagonista, unas veces niño otras un ser ingenuo. Es la misma sensación del que siente que ya ha vivido en el pasado ese momento.
Volviendo a la anécdota de El hombre que comía huevos, podría resumirse como la llegada de un fenómeno a uno de estos pueblos perdidos en la geografía y en el tiempo, a quien cautiva y engaña. El desenlace, del que lógicamente no se puede hablar sin arruinar el impacto del cuento, es magistral. Algo que aparece de la nada para instalarse, en las últimas tres líneas, con el efecto de un golpe, de un cross a la mandíbula, diría Roberto Arlt.
Pero el engaño también está en el cuento que lleva por título Actuación: Uno podría estar soñando en este cuento, aunque el autor no lo asevere al principio. Pero los personajes y la atmósfera parecen gritarlo: un cardenal, una mujer muy desconfiada, un almirante, un mago, un portero que no lo deja salir de la fiesta y al que hipnotiza, al que duerme, o intenta dormir, para mostrarle esa capacidad. No quiero dar detalles del final en este caso tampoco, pero remite también a esos grandes relatos clásicos donde la realidad y el mundo onírico terminan teniendo una raíz común.
En el cuento titulado El más pequeño hay una trampa, también, en la que antes de caer los personajes cae el lector: Un almacenero de pueblo, su mujer y su horrenda hija son los primeros personajes que aparecen. Enseguida unos niños que piden comida fiada. El hombre se niega. Lo amenazan. Le gritan “mugriento” y se van. Vuelven y pagan. Otro final del que es mejor no hablar, aunque hay algo que vuelve al almacenero mucho más desagradable, y a los niños que le gritan mugriento las primeras víctimas de ese engaño en el que todos caímos.
Monaguillo, es uno de los cuentos narrados en primera persona. Cuento que arranca hablando de los sueños, por arriba, como si eso no fuera necesariamente un dato fundamental. Aparece la liturgia cristiana como centro y es un cuento cargado de personajes, situaciones y objetos donde el núcleo argumental parece ser tácitamente el deseo (en sueños o no) del personaje en convertirse en Monaguillo.
Como en alguno de aquellos cuentos fantásticos que Borges y Bioy recopilaron, donde alguien soñaba algo que ocurría en la realidad, o bien, como en la flor de Coleridge, en particular, o en El sueño de Chuang Tzu, esa realidad se mezclaba con lo soñado, tendiendo puentes entre lo onírico y lo terreno, así uno anda, tanteando, en los cuentos de Duilio qué cosa hay detrás de cada objeto, siempre en medio de una atmósfera que se vuelve ominosa y donde no sabremos hasta el final qué cosas se acomodarán o generarán una nueva duda cuando intervenga el blanco de la página.
Sin consuelo es declaradamente fantástico. Aunque transcurre en una realidad reconocible: el pueblo, los niños con su abuela, la lluvia. En uno de los primeros párrafos el narrador confiesa “los muertos y los vivos convivían en las inmediaciones de Barranquitos”. También dice que los muertos, con la lluvia, salían a buscar sus verdaderos nombres. Entonces el lector entra, como por un tubo, a ver qué pasa, de qué manera los niños y la abuela que los llama, de que manera los muertos, de qué manera esos personajes del circo ambulante que llegan al pueblo a representar
Kind of blue, homenajea, al menos desde el título a Miles Davis. Cuatro muchachos que se juntan a escuchar el disco una y otra vez. Leonor cuenta sus sueños, pero a su vez el narrador también hace testigo al lector del suyo, de su sueño, ese en el que están inmersos: un sueño que parece empezar una y otra vez con el inicio del disco y donde queda sonando: “Siempre somos los mismos cuatro. Es como si no pudiéramos hacer otra cosa” Y entonces en una frase, en un detalle, otro giro fantástico. El narrador habla del frío, que en realidad es parte del sueño de Leonor y afuera (¿dónde estará el afuera en todo esto?) el nueve de enero es bochornoso. No hablaremos del remate, pero lo hay. Es fundamental en prácticamente todos los cuentos del libro. Un último párrafo donde el autor consigue la extrañeza, la sorpresa, llevar al lector de un lugar seguro a otro nuevo, donde instalarse después de tantear el piso con la punta del zapato.
Un pasado sombrío es probablemente junto con El viejo, el cuento más realista. Acá no se ven fisuras con la realidad. Se desarrolla sí, en un boliche periférico, y en dos tiempos. Un hombre desempleado, la mujer que lo mantiene, el café como consuelo, los parroquianos y un niño molesto que va y viene. Hay un arma, también, una vieja pistola. ¿El niño llamado Ruben Darío? ¿La mujer? ¿Él mismo? Tiene una atmósfera onettiana, está narrado de gran forma en dos tiempos, haciendo hincapié en una escena puntual y volviendo más tarde sobre ella. Grandes imágenes y clima sórdido muy bien logrado. El final es abierto. Suspenso. Algo que queda en el aire.
Los títulos remite un poco a Onetti y otro poco a Kafka. El personaje, un hombre de mediana edad, llega a un pueblo perdido cercano a una Villa que según cuentan los parroquianos está deshabitada. Él ha comprado tierras en ese lugar. Y aunque se entera de eso en un pueblo vecino viaja en una bicicleta prestada a cumplir con su destino y vuelve a la cantina donde acaba por apostar dinero a los dados y se desprende de alguna manera de esos terrenos adquiridos previo al viaje. El engaño, la desconfianza, aparece en este cuento también: “La mujer vieja se acercó a mi mesa y me recordó que podría apostar los terrenos a los dados. Había en ella algo que me inspiraba desconfianza”
El viejo es el cuento que cierra el libro. Un hombre de mediana edad debe trabajar cuidando a un anciano moribundo al que sus hijos abandonaron a su suerte. El cuidador precisa que el viejo no muera para no perder el trabajo. El viejo le tiene simpatía porque “es el único que no me odia”. Él dice no odiarlo porque necesita el trabajo. Es duro, probablemente el más doloroso de los cuentos de este libro. Después el cuidador se entera que la familia va a darle el coctel. El viejo le regala un abrigo. Adentro encuentran en la tintorería unos billetes. Son viejos. No tienen valor. ¿Tiene valor el viejo abandonado? ¿Lo tiene el hombre que lo cuida como se cuidaría un perro o una corbata prestada?
A lo largo del libro sobresale la prosa de Luraschi intercalándose entre la descripción y la acción. Sabe cómo y cuándo trabajar cada cosa. Así construye un clima denso, que ya conoce bien y en el que se mueve desde hace muchos años. Cabe destacar los pasajes en los cuáles la prosa se vuelve poética a través de imágenes puntuales muy ricas desde lo estético: El come huevos era un hombrecito muy viejo y flaco. Tenía cierta callosidad sobre los párpados y alrededor de sus ojos, y los labios chatos y violáceos, por lo que parecía tísico o alguien muy agotado, dice en el hombre que comía huevos.
O en Monaguillo cuando escribe: Cada diez tres gritaba Soledad, cuando veía acercarse el uniforme colgado de la percha. Cada diez tres, decía, y se reía. Le daba gracia imitar al cura párroco. O más adelante: Detrás de la parroquia, frente al paredón, los fieles dejaban sus plegarias en hojitas de cigarro. Las viudas, con recelo, escondían los nombres de sus muertos. Enrollaban moñitas de satén, velas de sebo de buey y alguna comida salada.
O por ejemplo las palabras de la abuela dirigidas a los niños en Sin consuelo. Recuerden que va a haber gente que los quiera engañar con artimañas pero no nombren a sus hermanos más que él, aquél o éste. Y si les preguntan cómo se llaman digan: Primo, Segundo y Piccolino.
Para cerrar retomaré la entrevista que le hice a Dulio leyendo una pregunta y parte de su respuesta de entonces.
P 10- Considerando que mientras soñamos el tiempo no funciona como tal podrías despertarte en un rato de una siesta a la que te entregaste cuando tenías nueve años. ¿De ser así que cosas evitarías y qué cosas volverías a hacer en el terreno literario?
Y duillo respondió: Evitaría actos de soberbia y tantas publicaciones, pero reincidiría en todos mis errores que permitieron superarme. Seguramente abriría más los oídos en horas más tempranas pero no me arrepentiría de crear en el error y en el acierto.
El viejo.
El viejo estaba en la cama agonizando. Y no le importaba nada. No le importaba yo, que lo cuidaba desde la noche anterior, ni le importaba el día, que era de sol y viento suave. No le importaba lo que le habían traído de comer, que seguramente era algo asqueroso, ni le importaba que todos pensaran que era un viejo de mierda. No era mi función ni compadecerme ni odiar a los viejos que me tocaba cuidar, en ese pobre, infame y mal pagado empleo que conseguí a los cuarenta y siete años y dos de ellos desempleado.
El viejo se moría y la familia no había venido a verlo. Sabían que él no había dejado nada en el banco y con la jubilación y la renta de una casita en el barrio de Aires Puros se pagaba el coste del hospital y los medicamentos.
El viejo miraba el techo con su ojo sano y respiraba con gran dificultad. Pocas veces me pidió el violín para hacer sus necesidades; la mayor parte de las veces no le importaba mojarse y mojar toda la cama y que la enfermera de turno lo retara y le dijera cosas que no eran propias de alguien que cumplía con su trabajo. Ellas ganaban casi el doble que yo, que no me quejaba, porque sabía que era el único trabajo que podría conseguir a mi edad.
El viejo suspiraba, a veces con más fuerza, y parecía que se le iba a salir el alma por la boca, si es que el viejo tenía alma, aunque creo que todos la tenemos.
El alma del viejo, sin dudas, sería algo espeso y decrépito, pero eso a mí no me importaba demasiado.
Se estaba muriendo y nadie venía a visitarlo. Sólo una vez, sí, vino un sobrino lejano, del interior, y su madre le habría dicho que pasara a visitar a ese tío que podría ser la última vez que lo vería con vida.
La visita fue breve –como era de imaginar– y el muchacho trató de hablar con el anciano pero no logró obtener más que algunos tosidos.
A veces el viejo tosía con sangre. Nadie creía que pasara de esa semana pero ya era lunes y parecía que en su egoísmo no quería morirse y dejar a todos libres y despreocupados.
Un día el viejo me miró y sus ojos eran de risa. Quizá se estaba riendo del pobre tonto que lo estaba cuidando. Se reiría de todas las veces que se había orinado encima y de las maldades y bondades que había perpetrado en su vida.
Lo poco que sabía de él me lo había contado una enfermera. Una mujer regordeta a la que llamaban Margara.
Parece que el viejo había sido uno de esos hombres que se habían formado solos. Lejos de iglesias y de sociedades de beneficencia, la había pasado muy mal en su infancia. Eso se lo habría hecho pagar a sus tres hijos, más tarde, cuando formó una familia.
Los hijos no habían venido nunca a verlo. Ni siquiera para constatar de que se estaba muriendo.
La enfermera también me contó que se había casado en pleno duelo de su padre. Había fallecido hacía solo un mes y medio pero su madre le dio el consentimiento, ya que al final, sabía que no tendría ni un vintén para hacer la reunión más pequeña.
Primero vino el hijo mayor, esperado por su madre y luego dos más, que no fueron nunca queridos. Dicen que el tercero se salvó de un aborto que se provocaría la madre por tomar esos yuyos muy usados por aquellos días. A los dos hijos más chicos nunca los quiso y al grande el padre le pegaba demasiado.
El viejo a fuerza de ahorros se compró una casita pero no permitió que su hijo construyera atrás una más pequeña cuando se casó por primera vez con una muchachita, casi niña, que había quedado embarazada. El viejo sin dudar le habría dicho “el casado casa quiere” y el hijo no tuvo más remedio que alquilar una pieza de pensión hasta que pudo sacar un poco de cabeza con su trabajo en la despensa de lino.
El viejo moriría de un momento a otro. Eso me apenaba, no por él, que me resultaba un ser anodino, sino porque podría estar varios días sin cobrar mi sueldo, hasta que consiguiera cuidar a otro enfermo.
Ese lunes no quiso comer nada de lo que la enfermera le había traído. Sorpresivamente me habló; yo pensaba que no quería comunicarse con nadie.
Me pidió un cigarrillo. Le dije que ahí no se podía fumar y él me pidió que lo sacara con la cama, que tenía rueditas, al patio feo que él podía ver por la ventana.
El patio era antiguo y vetusto, con columnas que en un tiempo pudieron ser importantes. Yo me acerqué a la ventana y lo vi. Entonces pensé que si el viejo se iba a morir no le podía negar que se fumara un cigarro. Así que a media tarde, cuando el hospital se había convertido en un hormiguero de pacientes y visitas y gente que salía y entraba de las salas, lo arrastré por el corredor gris y descascarado y lo saqué al patio interior, que según supe era uno de tres que tenía el edificio.
Una vez en el patio le di un cigarrillo.
El viejo lo fumó lentamente y con ternura. Me miró con su ojo sano y me dijo:
– Usted no me odia como me odian todos.
– No –le dije.
– ¿Por qué?
– Porque de esto vivo.
– Ahh.
Luego se hizo un largo, tedioso, y tenso silencio.
– Le deben pagar una miseria.
– No me quejo.
El viejo me miró como estrujándome alma y me dijo.
– Usted es igual que yo.
Dijo esto y se rió. Se atoró con un tosido. Se quedó amoratado. Luego escupió en el suelo. Escupía con sangre.
– Quien sabe si tendrá dinero para que alguien lo cuide cuando se esté muriendo.
Yo no le contesté una palabra, pero sabía que el viejo no mentía, que seguramente mis hijos me dejarían morir en la cama de un hospicio.
– Yo lo puedo ayudar –dijo el viejo.
– ¿Por qué? –le dije yo.
– Porque usted es el único que no me odia.
Se produjo otro silencio penoso.
El viejo terminó su cigarrillo y me pidió que lo llevara a la habitación. Se había levantado un viento frío.
En la habitación permaneció en completo silencio. A media noche me pidió el violín. No tenía pensado orinarse encima.
Nadie había llegado para relevarme, pero ganaría otro día extra cuidando al viejo. Además como él no había probado bocado de su comida yo me había comido todo lo que le habían traído a él y hasta me había tomado el agua de ciruelas, que era asquerosa.
De noche me puse a pensar en mi vejez, que sería penosa. Me angustié mucho, casi lloré, pero me contuve.
A las diez y a las tres vino el médico de guardia y lo revisó al viejo. Anotó algo en su planilla y luego se fue, como vino.
– Todos están esperando que me muera.
Lo miré y no le dije palabra.
– Menos usted. Me cae en gracia.
Dijo esto y durmió lo que quedaba de la noche.
A la mañana siguiente llegó uno de sus hijos. Era el menor. Se notaba una parte de idiotez en su cara. Me pagó.
– Esta noche ya se puede ir –me dijo.
– Pero el señor aún está vivo –casi supliqué.
Me apartó unos pasos hasta la puerta y me dijo.
– Hasta mañana. Le vamos a dar el cóctel. Conseguimos la autorización.
Dijo esto y me dio la mano y se fue, medio rengueando.
El viejo permanecía en total silencio. Parecía que no se había enterado de nada o ya nada le importaba o quizá lo quería así.
Se orinó en las sábanas limpias.
La enfermera entró rezongando y le dijo algunas barbaridades.
Sentí pena por el viejo.
Él me miró y sonrió con su mirada de cíclope.
Esa noche me despedí parcamente.
– Hace frío –me dijo.
– Sí, bastante.
– Usted no trajo abrigo.
– No.
– Llévese mi abrigo de paño. Me lo devuelve mañana.
– Mañana no voy a poder venir –le dije.
– Entiendo.
El viejo se quiso incorporar en la cama pero no pudo.
– Lléveselo igual. Se lo regalo. Este invierno va a hacer mucho frío y usted no tiene un abrigo apropiado.
Lo tomé del armario que estaba casi vacío.
– Pasarla bien –me dijo el viejo, como forma de saludo.
– Buenas noches.
Llegué a casa y me tiré en la cama. Tenía sueño y estaba cansado.
Cuando me desperté, a la mañana siguiente, pensé que el viejo ya estaría muerto.
Pasé dos semanas sin conseguir otro viejo para cuidar. El dinero ya casi se estaba acabando. Me quedaban cien pesos y tuve que elegir entre comprarme cigarros y algo de comer o llevar el abrigo de paño a la tintorería.
Lo miré de arriba a abajo. Aunque fuera de moda estaba casi nuevo. Decidí limpiarlo y usarlo, al menos todo ese invierno. Lo llevé al tintorero.
Al devolvérmelo, ya limpio y planchado, me dieron una bolsita de nylon con unas pertenencias.
– En el bolsillo interior encontramos unos billetes, pero ya son muy viejos.
– ¿No tienen ningún valor?
– Ninguno
– Gracias –dije.
Se produjo, de repente, un silencio espantoso.
– El gabán es bueno. Es de buen paño –dijo el dependiente.
– Si, es abrigado.
Tomé el paquete y me fui perdiéndome en la inmensidad de otro día.
Monaguillo.
Siempre quise ser monaguillo.
En los sueños me veía transitando, en un ceremonial, detrás del vicario, el diácono y el lector de Salmos. Caminaba, victorioso, golpeándome la sotana con el canto del calzado.
Todos tendrían una mirada hacia mí. El coro, los feligreses y los peregrinos.
Los oficiantes se ubicaban frente al altar, delate de la cruz latina. La asamblea imploraba a sus espaldas.
Resultaba innegable su pasión. Yo creía que los prelados intermediaban las palabras.
Hipólito, el Menor, quería ser parte del coro y se realizaba gárgaras de sal; yo me contentaba con ser intermediario. Cada noche le pedía a mi Santa que me concediera ese deseo.
El cura nunca se había fijado en mí, y si lo hizo fue para echarme en cara algún desvío.
Él era un hombre severo y socarrón, con las cejas pobladas, piernas de cigüeña y vientre inflamado. Fue el tercer hijo varón de un vendedor de libros a plazos. Tomaba café doble con barquillos en un recinto llamado El Gran Bar, al que muchos le decían la capilla.
Tenía debilidad por el dinero y los juegos de azar, pero siempre apostaba al gallo equivocado, por lo que se vio en la necesidad de vender algunos artículos de la iglesia.
Yo vivía el servicio con un fervor exacerbado. Desde el viernes esperaba la misa de diez del domingo. Me encerraba en una pieza a rezar y guardaba silencio y obediencia. También tenía mis ritos.
De la liturgia del domingo aprendí mis pasos y los de los demás; sabía, con certeza, qué hacía quién a cada instante.
En un viaje que hizo mi padre al sur, le regalaron un guacamayo. Lo trajo a casa y lo colgó en el picaporte de la persiana.
Era molesto, hablador, con alas diminutas. Mi padre lo llamó Armando pero todos le decían perico. De tarde dejaba la jaula y salía a pasear. Caminaba balanceándose, como el barbero Benjamín, que tenía los dos pies con sabañones. Él era un hombre de edad, pero diestro con las tijeras.
Todos los nueve lo llamaban de la catedral para cortar el pelo a los seminaristas. Cuando me veía en el claustro, realizando algún menester, me preguntaba si quería ser monaguillo o si prefería ser cura.
Era bocón, torpe y pendenciero, y nunca midió consecuencias; como no quise mentir le contesté vaguedades.
Entraba al purgatorio –así lo llamaba él– cerraba la puerta de un envión, y nos dejaba a todos afuera. Permanecía recluido todo el tiempo necesario, y nosotros solo lográbamos percibir el tintinear de las tijeras. Luego veíamos a los pobres muchachos de sotana sacudiéndose el pelaje con la palma de la mano.
Le increpaba al sacerdote:
– Mire, padre, usted es bautista…
– No soy bautista –le decía, enojado.
La discusión muchas veces llegaba a tonos de riña, pero Benjamín le pedía perdón y el fraile accedía mordiendo las palabras.
Yo soñaba con ser monaguillo, y estaba dispuesto a todo para lograrlo.
Las tardes de la parroquia eran tristes y tediosas.
Me arrellanaba en el piso embaldosado, para hojear unos libros con grabados. Prefería el de la abadía de Santa Catalina. Tenía vitrales lujosos que alumbraban con grandeza. Los pedacitos de vidrio, amoratado, formaban imágenes inexplicables. Pude distinguir, fácilmente, el Sagrado Corazón, algunos santos y serafines.
El padre Abelardo siempre imponía autoridad.
Cuando se alteraba iba hasta el baptisterio, que quedaba en la parte de atrás de la capilla, se descubría la cabeza, para pensar honestamente, y dejaba toda su ropa retorcida en un ovillo y se zambullía en el agua bendita. Por eso muchos, en el pueblo, lo acusaban de bautista.
De cada diez tres, decía, y pisaba con gran dificultad, porque tenía las uñas encarnadas.
Detrás de la parroquia, frente al paredón, los fieles dejaban sus plegarias en hojitas de cigarro. Las viudas, con recelo, escondían los nombres de sus muertos. Enrollaban moñitas de satén, velas de sebo de buey y alguna comida salada. El centenar de cirios encendidos puso en vilo al gobernador, que instaló vigilancia nocturna porque una vez en el pueblo San Ramón la capilla ardió durante seis días seguidos.
A veces la ansiedad me llevaba al escritorio del rector, para así poder ver las cartas que el Obispo enviaba, cada mes, con órdenes del episcopado.
En las páginas pegadas del misal y del salterio, o escondidos en el rezo de cada día podría encontrar esas palabras que el vicario no revelaba nunca.
Felizmente nunca lo pude lograr. Hubiese sido un gran pecado.
Antes de llegar a la antesala –en el patio– me aplacaba el Cristo doloroso del madero.
Mi tía Berta no podía comulgar: se casó con un divorciado. Conservaba, sin embargo, en un cofre de metal, el anillo de boda de su madre. Esperó toda la vida un infortunio que convirtiese a su esposo en viudo.
Era una mujer resuelta y atractiva. Llevaba décadas en una silla.
Apoyaba sus dos manos sobre el vientre, mientras tejía rebozos de hilo. Golpeteaba cada punto, brutalmente, para marcarse un ritmo cotidiano.
En su pieza tenía una imagen consagrada. Santa Rita: da y quita.
El tío de Carlos era militar. Llevaba, siempre, el uniforme colgado de una percha. Mi hermano le tenía pavor, lo veía venir y se escondía. Soledad, que se burlaba de la situación, y sólo por maldad, me gritaba: ¡Allá viene!
Carlos era el muchacho nuevo del barrio. Siempre llegaba gente de otro sitio. Hablaba poco y chiflaba con dos dedos en los dientes.
Vivían en una casa que estaba a medio construir, con una madre consternada, que nunca salió del patio.
Tapiada de plantas y cal, olía siempre a sopa de puchero.
Cada diez tres gritaba Soledad, cuando veía acercarse el uniforme colgado de la percha. Cada diez tres, decía, y se reía. Le daba gracia imitar al cura párroco.
El gobernador se llamaba Caetano. Tenía dos hermanas, una más linda que otra. La fea se logró casar, y al marido le decían el esposo de las mellizas.
Cada verano la parroquia organizaba una quermés; se invitaba, para la ocasión, a los niños de otros pueblos y ciudades.
Después del himno y las alabanzas, jugábamos ajedrez, recreábamos batallas y canjeábamos los cromos de los chocolates. Se formaban verdaderos campeonatos de balón, donde los clérigos mostraban su destreza.
El padre Abelardo quedaba a cargo del portón, y caminaba, orgulloso, haciendo tintinear las llaves. Cuando llegaba el subdiácono o algún clérigo menor, se anticipaba y decía:
– No me fastidien con que soy bautista.
A pesar de su talante traía el hábito zurcido.
El enero del año de la inundación, yo había juntado cien pesos, en monedas de dos reales. El dinero era para ayudar a la pobre gente que se había quedado sin nada. Los guardaba en un bollón de duraznos en almíbar. Cada peso que reunía me acercaba un poco más al Altar, y disfrutaba cuando me sentía bueno.
Cuando pasaba por la sala acariciaba el bollón, como si fuese un gatito. Pero una tarde mi madre tomó el dinero del frasco. Fue por un gasto que tuvo su hermano. Me paré frente al culpable y le increpé de todo.
Intentaron aplacarme antes que llegara mi padre. Ajena a todo, Soledad se puso cantar boleros.
Mis amigos me trajeron un roedor.
Entre locuras y carcajadas, me contaron que había llegado un Parque al pueblo.
Era extraordinario, con escenario principal, siete carpas medianas, carromatos y casillas para ventas de boletos. Se había levantado en un terreno baldío, atrás de las vías del tren, en el fondo de un barranco.
– Hay un número especial –gritó Jacinto, que era hábil con los dados.
No sabían más detalles ni el precio de la función, pero me dijeron que era el Acto de la mujer araña.
Viví, la noticia con entusiasmo y emoción pero me llené de dudas y me sentí culpable.
Ese sábado fuimos al Parque, que era una especie de circo; cuando llegamos era temprano.
Lo habían levantado, frente al expendio municipal, en un terreno baldío que se inundaba y se llenaba de mosquitos. Jacinto nos dijo que eligieron el lugar para alimentar a los reptiles.
El cura párroco nos había prohibido que asistiéramos a ese tipo de funciones.
Como éramos unos cuántos, nos dividimos en grupos.
Pasamos, varias veces, delante del tiro al blanco, el pulpo, el palo enjabonado y el quiosco de la flor azteca. Estuvimos dando vueltas en espiral hasta que Lito vio los afiches.
Los habían pegado a los muros con engrudo casero.
En la puerta principal, un hombre con altavoz, invitaba a presenciar ¡A maior transformassaon! ¡Terrrible metamorfosis! Tenía un fuerte acento norteño. Jugueteaba, con los dedos, sobre una tina de latón, como si ésta fuese un bombo. Llevaba galones y gorra de visera.
Los ansiosos se agolparon frente a la explanada con los boletos en la punta de sus dedos. Se empujaban, tontamente, y crearon un enredo. Por suerte conseguimos una buena ubicación en la primera fila, que estaba casi desierta.
Un cordón con borlas doradas señalaba el escenario, que quedaba a pocos pasos de donde estábamos sentados. Tuve, de nuevo, una corazonada.
El fonograma recitaba un sonsonete está prohibido fumar o encender fuego y cubrirse la cabeza.
Cuando todos estuvieron en su sitio se escuchó el rumor de cascabeles. Se hizo un silencio brutal, que se truncó con los aplausos.
Fue excesivo plantarnos en ese sitio. Quise correr, pero el acomodador no me quitaba los ojos de encima.
Emergió un engendro sin nombre, horrendo, distinto a todo lo que había visto. No tenía forma ni color; era apenas una sombra dibujada en sus contornos. Era una aberración. Concluyó la función con unos pocos aplausos.
Regresamos, envueltos en el miedo y nadie pudo dormir esa noche. Yo traía mi rosario contra el pecho, como quien lleva un silicio.
Desde esa noche noté que el altar me quedaba más pequeño y alejado.
La casa de Lito tenía dos plantas, cochera para dos autos y jardín con enanos de colores. Fue construida a paladas, por generaciones de sepultureros.
Ese verano fue de mucho calor y llegó la peor plaga de insectos. Los ancianos del pueblo se sentaban a esperar que sopase el viento. Bebían licor o fumaban una chala.
Siempre tuve algún motivo para ir a la parroquia.
De mañana se veía fresca y viva y yo me adueñaba de todos sus rincones. Recorría con los dedos los ornamentos del púlpito, con relieves de marfil o el doblez de la base de trascoro, el retablo en oro puro con el niño Jesús en brazos de su madre. Recorría los zócalos y mosaicos, los monolíticos. Iba desde las gradas a la pila bautismal, siguiendo el vía crucis por una nave menor con la imagen de San Judas. Con las yemas de los dedos podía reconocer todas sus paredes y recodos.
Buscaba, sin estrella, el tesoro que escondía la iglesia. Todos habían escuchado, alguna vez algo sobre ese tesoro que habían escondido en algún lado.
Yo siempre caminaba por la sombra, bajo los árboles frondosos. Me cubría con sombreros de papel y evitaba los gentíos.
Me percaté de que pasó y me miró, el esposo de las mellizas; lo vi otra vez: caminaba, fisgoneando, por la vereda de enfrente.
Todos mis sueños tenían algo en común: los seres con los que soñaba no tenían rasgos en la cara. Nunca. Ni ceño, ni boca, ni enojo o desesperación. No tenían ojos ni quijada. Ni ira. Era muy difícil saber lo que estaban tramando.
Carlos no iba nunca a misa. Su tío, ascendido a capitán, mantenía una mujer con siete hijos. Era anémica y deslucida. Si bien vivió en la costa, no conocía el mar. No podía imaginarse sumergida en el océano.
Una tarde, aprovechando que mi madre había ido al centro a comprar unas lanas para su tejido, me escapé de la casa con dos pesos en el bolsillo crucé el campo municipal hasta acercarme a la carpa de La mujer araña.
Allí me paró un hombre muy grande y muy fuerte. Me dijo que las funciones eran solamente de noche y que no se podía molestar a la mujer bajo ningún concepto.
Entonces regresé, restregando los zapatos contra el piso, por el mismo camino con las lonas de las carpas desprendidas.
A la salida del circo me vio Hipólito el Menor, que regresaba de una de sus clases de canto. Enseguida se lo contó a mi mamá y ésta me llevó de una oreja en penitencia al patio feo del fondo.
El patio –húmedo por su ubicación– estaba atestado de gusanos.
Detrás de unas baldosas, contra la pared, se veía un hueco de medio brazo de largo.
Mi padre, cuando llegó del trabajo, me miró y no dijo nada; pero comprendí que estaba fastidiado. Me fue arrastrando, a empujones, como quien patea un perro con sarna. Cuando se cansó paró, y me echó en la puerta de la iglesia.
Era muy tarde y había llovido. El cielo conservaba su color arrebatado. Se olía a tierra mojada. La brisa se convirtió en viento, me dio miedo y entré. Presentí un pasadizo; era una especie de túnel.
Caminé buscando un sitio donde me pudiese quedar, pero solo encontré un banco de tablones. Me aferré a él como a un crucifijo.
Por la galería, a la izquierda, se sucedían las habitaciones. Por el claustro se acercaban unos pasos golpeteando. Eran trancos dolidos y agotados. Resonaron –sobre el monolítico gris– y se perdieron por un pasaje que moría en una puerta.
La puerta daba al patio: era de dimensión regular y en el medio convivían una higuera y un arbusto pequeño.
Por la mañana apareció el sacristán: me dio lápiz y papel, y me dijo que escribiera. Cuando le pregunté no respondió, y empecé a anotar mis pensamientos.
Por una hendija de mis rezos intentaba abalanzarse
Vi al esposo de las mellizas con la mujer equivocada.
No puedo recordar quién me llevó hasta mi casa.
Entré y me quedé sentado.
Yo quería enmendar mi situación pero me sentía cansado.
– ¡Además estás penado! –gritó Soledad, desde la cocina.
Los chiquilines fueron hasta el parque, a mitad de la mañana.
Por todas las ventanas del pueblo se podía sentir el olor a tuco del almuerzo.
Una vez en el baldío se pusieron a buscar a
Se acercaron, en silencio, por un camino menor que era apenas un paso de tropilla.
Detrás de un carromato de labranza la vieron adormecida; vestía sólo una bata. Estaba echada en el pasto y tomaba sol en las piernas.
Cuando notó la presencia de los niños se dio vuelta y les gritó. Les exigió que se acercaran. Entonces Lito se adelantó y le reclamó –en un solo pestañar– que revelase su misterio.
– ¿Misterio? –preguntó.
Todos confirmaron con la cabeza.
– Misterio –dijo, nuevamente.
Caminó, con pies desnudos, serpenteando hasta el lugar donde formaban una rueda.
– Misterio –dijo, otra vez.
Frunció los ojos, que le brillaron como quien tiza un carbón, y empezó recitar –en portuñol– palabras cargadas de desastres. Se tapó la cabeza con un tul y les prometió A maior metamorfosis.
Los chiquilines no pararon de correr hasta que se vieron muy lejos.
El domingo siguiente fui a la iglesia, pero el párroco había nombrado otro monaguillo.
Desde un rincón me observaba el subdiácono.
Lloré de rabia y blasfemé, me arrebaté; quise morirme o incendiar el edificio. Quise que la iglesia se partiera en mil pedazos.
Fui, entonces, hasta la sacristía, –el reloj de la pared siempre dio las cinco– mientras en el huerto alguien cavaba un foso.
El Cristo doloroso observaba compungido, siempre desde su cruz en medio del patio.
Me paré y volví: me llené los bolsillos con hostias y llené frascos con agua bendita. Bajo un brazo, como a un jamón, cargaba una pequeña imagen. No faltaba ya nada para mi excomunión.
Cerré la puerta con cerrojo y pasador, y no me volví para ver la capilla.
Nunca pude ser monaguillo.
El hombre que comía huevos.
Llegaban al pueblo, frecuentemente, encantadores de serpientes, prestidigitadores, hombres que calculaban cifras de nueve dígitos en segundos, pero nada hacía que el pueblo se detuviera en ellos. A lo sumo pagaban diez pesos la función y se olvidaban del tema al día siguiente.
Pero un día llegó un hombre que asombró a la multitud. Aseguraba que podía comerse 215 huevos duros en una noche.
Una porción de un huevo mediano tiene unas 78 calorías, por lo que todo el mundo pensó que llegaría al lugar un hombre obeso y de malos modales. Pero todos se asombraron cuando vieron al viejito flacuchento, más bien bajo, que llevaba él mismo, a cuestas, sus carteles anunciando su función para esa noche en el Cine y Teatro Arizona.
Para llamar la atención del público tocaba unas panderetas.
Los niños se burlaban de él y le arrojaban piedritas y quinotos que arrancaban de los árboles.
Las señoras del salón juraban que no habían visto un hombre tan flaco y desvalido y hasta el cura párroco –que se lo tenía por santón– desconfiaba de que realmente ese viejecito fuese a comer sus 215 huevos duros en una noche.
Con el dinero que se juntó para su presentación el artista mandó comprar 219 huevos. Muchos creyeron que quería romper su marca ahí, en ese pueblo perdido en las montañas. Para conseguir tanta cantidad de huevos frescos hubo que recurrir a las granjas del llano y a las ciudades de las cercanías. Todos, entonces, estuvieron enterados de la situación y el que pudo ya había sacado su boleto para el espectáculo.
Antes de la actuación el hombrecito pidió un favor al cura párroco. Deberá subir y bajar cuatro veces la escalera empinada que llevaba al campanario. El monje pensó que era una aberración pero el intendente supuso que el ejercicio era lo que le daría hambre para comer tanta cantidad de huevos juntos.
El come-huevos era un hombrecito muy viejo y muy flaco. Tenía cierta callosidad sobre los párpados y alrededor de sus ojos y los labios chatos y violáceos, por lo que parecía tísico o alguien muy agotado. Los dientecitos eran finos y largos, separados por algunas emanaciones de baba como los dientes que tienen algunos perros falderos. El pelo, completamente canoso, era abundante y crespo y las uñas de las manos y de los pies desprolijas y largas.
Sobre la puerta del Cine Teatro habían colocado un gran cartel con letras doradas donde decía:”ESTA NOCHE SE COMEN HUEVOS”.
Por el aire de la ciudad se veía volar esa suciedad que los niños le llaman la baba del diablo.
El cura párroco había prohibido las apuestas en la ciudad pero el viejo Aarón, que además de vendedor a plazos era joyero, levantaba apuestas de cualquier valor y pagaba, justamente, buenos dividendos si alguien acertaba el juego. Esto le valió la reprobación de
Se recogieron y se juntaron todos los huevos en el despacho del Ayuntamiento. Bajo vigilancia de un notario se los contó y se verificó que estuviesen en buenas condiciones. Luego se separaron por docenas y se envolvieron con papel de diario viejo. Se dio a las futuras cocineras, que se anotaron por 20 centésimos la cocción de cada huevo, los paquetes que se comprometían a cocinar para la noche –todo antes de las 19 horas– y se las anotaba en un cuadernito con las páginas firmadas por el propio notario. Deberían, asimismo, firmar una declaración junto a la cantidad de paquetes que se llevaban, de que lo hacían de buena fe y que no pondrían excusas por la entrega fuera de hora del trabajo. Además deberían responder personalmente por cada huevo que se cáscara o se rompiera.
Como ya no había lugar en donde cocinar tantos huevos se llegó a usar todo lo que había a mano, incluso latas de espárragos y de arvejas, latitas de sardinas, cucharones de hierro, latones de lavar ropa, latas de aceite o de pintura –a las que se colaba las larvas de mosquitos y otras suciedades– ceniceros de cobre, campanillas; todo servía para poner sobre el fogón o algún brasero.
Para que todas las cocineras se pusieran de acuerdo en la cocción, la jefa de la cocina hizo imprimir un folleto para colocar en cada lugar en donde se cocinarían los huevos. La nota era escueta:
“En 10 minutos se obtiene un huevo cocido y totalmente duro listo para ser picado”.
Esta anotación era inútil y solamente un grupo de jovencitas recién egresadas de
Los hombres de las cocineras que se sentían terriblemente aburridos y sin considerar, iban hasta la cocina a tomar una grappa o un anís y a jugar al mus o al tute.
Por fin estuvo todo listo y a las nueve en punto se abrieron las puertas del Teatro y Cine Arizona.
La gente ingresaba a borbotones como la espuma de la leche cuando hierve por minutos en la cacerola. Eran grumos de gente que se apilaba con su boleto en la mano en la puerta del teatro. Todos olvidaban su rango y decoro y pechaban lo mismo a una mujer desvalida y anciana.
Si bien la platea baja era el lugar en donde se vería el espectáculo mejor, las autoridades de la ciudad y del estado prefirieron los palcos altos para que todos viesen el modo en el que habían ido vestidos. Parecía que todo estaba ya pronto para una boda.
La gente, por fin, se terminó de acomodar en sus lugares y luego entró un frenético silencio.
Al ruido de un gong entró el famoso comedor de huevos.
Unos niños muy chicos llevaban grandes canastas con decorados de guirnaldas hasta el centro del escenario. Allí solo se había dispuesto un sillón con respaldo de peteribí y posa brazos con finos trabajos.
Se hizo otro silencio zodiacal y por fin se sentó allí el comedor de huevos.
Los huevos que le acercaban estaban lavados y pelados pero alguno tenía todavía una fina membrana casi incolora que recubre la clara de ese alimento.
El come huevos se puso, precisamente, sobre el pecho, un gran paño violeta parecido a esos con los que se cubren a las imágenes en las iglesias en Semana Santa antes del domingo pascual. Este trapo le servía de servilleta y demostraba que no escupía ni la más mínima parte de la yema o de la clara de ningún huevo.
Dos escribanos fiscalizaban, igualmente, el evento.
Las esposas de los delegados, que habían ido solamente por protocolo, debían poner cara de felicidad o al menos de interés en el asunto.
Un grupo de estudiantes cuidaba, a las afueras del teatro, que no se acercaran por sorpresa esas culebras que se comen los huevos enteros y las ahuyentaban con palos de escoba y con horquetas. Para no dormirse ni perder atención en su trabajo, trataban de recordar, de memoria, el nombre de todos los gobernadores que había tenido el pueblo y de la mayor parte de los ediles curules.
Desde los palcos altos –donde se encontraban los dignatarios– y también desde las glorietas – vendidas a $100 la butaca– sólo se veía la cabeza blanca, encrespada, de aquel hombre engullendo los huevos duros. Parecía una especie de máquina animada por una forma indefinida de viento o hilo invisible que lo movía y lo sujetaba.
Desde la platea –en cambio– se veían los trozos más pequeños de clara y los de yema dura, no tan oscura ni blanduzca como para producir horror en algunos de los espectadores.
El viejito comía los huevos con un gran entusiasmo, tanto el número veintidós comos el ciento cuarenta y cuatro.
Como el teatro estaba lleno de bote a bote, se habían colocado relatores en los ventanales altos de las galerías, los que, con altavoces proporcionados por la comuna, relataban los sucesos que dentro del teatro pasaban. Los sucesos no eran otros que el come-huevo engullendo un huevo y luego otro y otro y otro, así, casi indefinidamente. Esto producía una cara de gran satisfacción al intendente y estupefacción y hastío al cura párroco.
Cuando alguien hablaba en voz alta o hacía algún ruido, el come huevos se detenía y se alteraba de gran forma.
Igualmente se había pactado con él que alguna persona de la organización y de buena dicción cantaría, cuando el hombre hubiese llegado a un número redondo de huevos comidos, en voz alta, el número; algo así como cincuenta, cien, ciento cincuenta. Allí la gente aplaudía, suavemente, o alguien, solo una o dos personas, gritaban ¡Bien! o ¡Adelante!
Irene, la secretaria del gobernador, era la encargada de anotar en un libro previamente sellado y foliado y lacrado en su primera hoja por el Intendente, uno a uno, los huevos que el hombre engullía.
El comedor comía a razón de veinticuatro huevos por minuto y realizó tres intermezzos en donde tomó cerveza negra y agua helada. A las seis y treinta de la madrugada comió el huevo número 219: ya no quedaba ninguno en ninguna cesta.
Todos los presentes se pararon y vivaron y saltaron de felicidad y júbilo. Se abrazaban y algunos besaban a sus compañeros de asiento.
El cura párroco se hacía cruces sobre el pecho y el Intendente imaginaba los titulares de los principales diarios estatales anunciando que en su ciudad se había batido un nuevo récord mundial en la ingesta de huevos duros.
Pero una vieja granjera que había bajado de la montaña para vender sus cerdos en la ciudad, fue quien descubrió cuál era el fraude.
Gritó: ¡No le vayan a creer! ¡Él no es una persona normal como cualquiera de nosotros! ¡Es un lagarto!