martes, 17 de julio de 2007
Vecinos (Duilio Luraschi)
Vecinos.
El rojo Irrazábal estaba sentado a la mesa de un bar en el Centro de Montevideo.
No había podido dormir en toda la noche. Esto, además de angustiarlo, lo ponía de mal humor.
Había pedido un café en vaso y un cenicero. Tenía el diario extendido sobre la mesa en la página de remates pero ni siquiera lo había mirado. Abrió el paquete de azúcar y lo derramó lentamente a modo de lluvia. Encendió un cigarrillo y lo dejó en el cenicero donde se consumía indiferente a la mano y los dedos.
Irrazábal pensaba en su vecino y miraba al vacío con su ojo sano, mientras mordía un palillo que había metido inconscientemente en su boca.
Estaba seguro que cuando él se ausentaba de su casa, cuando iba a la peluquería o al bar para hablar de cine y política, su vecino, que siempre tuvo intenciones con su esposa, llegaría con cualquier pretexto y pasaría así la mañana charlando o quién sabe qué.
Irrazábal golpeó la mesa y el café hizo, de pronto, una ola tibia y espesa que manchó el platillo, que tenía un color grisáceo y dos leones enfrentados como un escudo de armas. Entonces sacó tres servilletas de papel y limpió la mesa y el plato.
Afuera la gente pasaba apurada, envuelta en bufandas, con trincheras de color azul o habano. Había sido una noche muy fría y el día, aunque el sol intentaba salir detrás de los edificios, sería, sin dudas, también frío y ventoso.
Irrazábal quería olvidar el tema, pero una y otra vez aparecía en su mente primero la cara, luego la figura de su vecino de cuerpo entero. A veces, incluso, veía a su esposa sirviéndole té o bailando con él en el Club de Residentes de Rocha.
Irrazábal alzó la cabeza rizada de pequeños remolinitos color remolacha, hizo un gesto con el brazo y llamó al mozo, que estaba recostado sobre un mostrador de mármol negro. Pagó, se pasó el pañuelo insistentemente por la nariz y la barbilla, y salió a los tumbos.
Había tratado en más de una ocasión recordar la casa de la calle Pernas.
Una multitud de gatos bajaban del muro y la azotea, entraban por la banderola del baño o el vidrio del altillo y comían, a hurtadillas, de los platos servidos en la mesa, que nunca llegaban a estar llenos, no por humildad, sino porque Carmen odiaba a la gente que engulle a brazadas demostrando ansiedad o indecoro.
Los gatos no eran suyos, pero preferían su casa a la de los vecinos.
A veces el olor era tan intenso que tapaba al de los baldes con lavandina y limón que Carmen tiraba por la mañana.
Un día, el dueño de la casa vino con un escribano de bigote fino y lentes gruesos. Querían hacer un nuevo contrato. El sueldo de la fábrica de tacos no era mucho y lo que les pedían era excesivo, por lo que el domingo siguiente, con el diario doblado a la mitad, salieron a buscar casa.
Vieron una en la calle Florencia, pequeña, tal vez más chica que la anterior, pero con un fondo con ciruelos y naranjos.
Desde el jardín de al lado su nuevo vecino los saludó con una sonrisa exagerada y ojos vivaces de halcón, que se detenían en la cintura y el cuello de Carmen. Esto –Irrazábal se había dado cuenta de todo– lo hizo dudar por dos o tres días, pero la casa, y sobre todo el gran fondo inclinado hasta el galpón y el parrillero, lo decidieron y firmaron un contrato por dos años.
Para llegar a la fábrica iba hasta Camino Maldonado donde tenía dos opciones: el 4, un trolley que se desenganchaba cada mañana en la curva de Maroñas, o el 103, que iba siempre lleno pero tenía asientos un poco más cómodos. De la parada donde bajaba hasta su trabajo recorría tres cuadras bajo plátanos viejos y grandes, que en primavera llenaban de polvillo las calles y los zaguanes.
En los últimos dos meses los viajes habían sido crueles y lentos, con la imagen de su vecino en cada chofer, en cada guarda, cada vendedor de revistas o caramelos.
A veces se bajaba del ómnibus, aunque faltara mucho por llegar, y continuaba a pie lo que quedaba del camino.
Como no dormía por las noches, podía distinguir cada ruido de su cuadra: los perros, los carros tirados por caballos, los relojes despertadores, los gallos, los insectos paseando por los tirantes y los zócalos.
Fue así que comenzó a oír en la casa de su vecino, unos extraños golpes sordos y quedos, que se repetían en tandas de dos, que duraban quince o veinte minutos.
Por más que la curiosidad lo consumía, Irrazábal no salía más allá de la ventana, alguna vez llegaba a la puerta que daba al fondo y pocas veces la abría.
Una noche su vecino salió con una carretilla llena de tierra y la vació en la esquina. Quedó empantanado en una cuneta y estuvo más de veinte minutos para sacar la rueda de la zanja sin que se volcara más que la última capa que rebosaba los lados.
Irrazábal se preguntaba y volvía a preguntarse qué era lo que hacía por las noches su vecino.
La curiosidad lo iba llevando, ya de día, de la puerta al ciruelo y de ahí al galpón, donde estiraba el cuello lo más que podía para ver de dónde había salido tanta tierra.
El sábado siguiente el vecino fue al Estadio. Esto le daba un buen tiempo para registrar su casa.
Debería enviar a su mujer a lo de su hermana o a la peluquería.
A Carmen le brillaron como piedritas de pecera los ojos al ver el billete que Irrazábal le dio para que se cortara el pelo y se hiciese una tinta del color que ella quisiera.
Una vez que quedó solo, chupó la bombilla con fuerza, haciendo mucho ruido, verificando que el mate quedaba seco y al mismo tiempo apreciando el silencio que invadía toda la casa.
Saltó el alambrado que separaba los dos terrenos y caminó lentamente por el pasto largo y húmedo.
A unos diez metros de la veleta con forma de barco vio un toldo de camión tirado en el suelo. Lo sujetaban por los bordes seis piedras rojizas y enormes, cuatro en los vértices y dos a los lados.
El toldo estaba completamente extendido, junto a una higuera añeja y retorcida en innumerables nudos pequeños. Arriba, en lo más alto de las ramas, había un pájaro negro azulado.
Irrazábal quedó un instante haciéndose sombra con ambas manos observando al pájaro que permanecía inmóvil y mudo como si estuviese embalsamado.
Se acercó e intentó destapar la lona. Quiso tirar a un lado las piedras, pero al agacharse vio que el pájaro extendía lentamente las alas en tono amenazante. Entonces lo observó bien y se dio cuenta que era un enorme cuervo.
Retrocedió un par de pasos de golpe, y luego se marchó sin volver la cabeza hasta llegar al alambrado.
Llegó a su casa y se puso a jugar al solitario.
Las cartas caían en desorden, como con rabia, y formaban distintos grupos al azar donde Irrazábal comenzó a ver cosas tales como: "En la puertas de tu casa: la muerte" "Hombre castaño trae desdicha".
Cuando Carmen llegó de la peluquería Irrazábal estaba tirado en la cama, vestido pero tapado, fumando y bebiendo caña brasilera.
– ¿Qué pensás de nuestro vecino? –preguntó.
– Parece un hombre amable –dijo la mujer, y se detuvo frente al espejo.
– ¿No te parece un poco extraño?
– No. Parece un buen vecino –dijo ella, sin dejar de pasarse la mano por el pelo.
Tampoco durmió esa noche. Apenas oyó a los gallos en la madrugada, se levantó, se desperezó, fingiendo un buen sueño, y fue hasta el baño a lavarse la cara. Enjabonó gran parte de su mejilla izquierda y comenzó a pasarse, lentamente, la navaja que chistaba en cada brazada, que iba de la mitad de la cara al cuello.
– ¿Vas a salir? –preguntó Carmen.
– Voy al club a leer los diarios.
Se vistió con ropa de abrigo y salió caminando con la flojedad que da el no haber descansado.
A las dos cuadras quiso volver por su encendedor, pero la idea de encontrarse con su mujer junto al vecino lo llenó de temor y rabia, y siguió caminando, mientras balbuceaba insultos.
Pasó toda la mañana en el club de bochas y regresó con el pan para el almuerzo.
– Voy a salir hoy de tarde –dijo su esposa– voy a casa de mi hermana.
Él contestó con una caída de ojos.
Se sentó a la mesa y esperó que Carmen trajera los platos y cubiertos. Se sirvió vino y echó un par de trozos de miga dentro del vaso. Resopló con fuerza, haciendo bailar los labios, golpeándolos entre sí y con la punta de la nariz, grande y regordeta.
Cuando Carmen salió, él se tiró de nuevo en la cama.
Pensaba que si bien no era joven, la pensión que le quedaría a su esposa no sería suficiente. Claro que si él se fuera o le reclamara el divorcio, ella quedaría sin un solo peso, porque nunca había trabajado fuera de la casa.
Estaba en medio de todas estas conjeturas cuando oyó golpear la puerta del fondo.
En un primer momento pensó fingir que estaba durmiendo o que no había nadie en la casa, pero como los golpes eran cada vez más fuertes y a intervalos más cortos, saltó de la cama y fue, rengueando, hasta la puerta.
Al acercarse oyó a su vecino silbar una y otra vez la última estrofa de la misma canción.
– Buenas tardes –dijo– ¿Estaba durmiendo? Lo molesto para pedirle una llave inglesa.
– ¿Qué tamaño? –dijo Irrazábal.
– La más grande que tenga –dijo el vecino, y sonrió.
Fueron al galpón en silencio, y entre latas de pintura y cubiertas de tractor, Irrazábal sacó una caja de madera con dos asas pesadas, de bronce.
– Quiero mostrarle algo –dijo el vecino.
– ¿Ahora? –dijo Irrazábal, con la llave en la mano.
– Sí, si usted puede.
Entonces los dos cruzaron los alambres y caminaron por el fondo del terreno hasta la higuera. En la rama más alta seguía inmóvil el cuervo.
El vecino tiró las piedras a un lado y corrió el toldo. Irrazábal vio entonces el pozo de donde había salido tanta tierra.
Tenía unos dos metros de largo por uno de ancho, los bordes cuidadosamente cavados en una línea recta y continua, rematada en ángulos perfectos.
– ¿Es profundo? –dijo el rojo.
– Bastante.
– ¿Qué tiene dentro? –preguntó, mientras levantaba la vista por detrás de un montoncito de tierra.
– Mire usted mismo –dijo el vecino.
– Después de usted –dijo, y señaló con el índice completamente extendido.
El vecino dudó, pero se acercó a la fosa.
Irrazábal observó el tejido, el cuervo, la higuera, el toldo de camión, las piedras, la nuca desprotegida.
Tomó, entonces, la llave con ambas manos, y la descargó en la cabeza del vecino, con violencia. Luego tapó el pozo como pudo, primero con ambas manos, luego a puñados, y salió corriendo entre fuertes calambres.
Fue hasta la casa y quedó un instante en la puerta. Luego entró directamente al cuarto y sacó del ropero dos maletas de viaje.
Seleccionó sólo lo imprescindible y lo guardó, sin mayor prolijidad, lo más rápido que pudo.
Caminó, lentamente, de un lado al otro. Fue al baño y metió las manos bajo el grifo, luego abrió todas las carteras de su esposa, vaciándolas sobre la cama. En una, quizás la que menos usaba, encontró la foto descolorida de un hombre alto, erguido sobre el cabo que amarraba a una barcaza. Pudo distinguir, con dificultad, al fondo, el puerto de Colonia. Quiso reconocer a su vecino en el rostro, en esa amplia sonrisa o el mechón que caía sobre la frente, pero la foto tenía mucho tiempo y las formas se esfumaban, levemente, en un color único, amarillento. La arrugó, metiéndosela toda en la mano, luego la extendió sobre la mesa de noche y la guardó, junto a las demás cosas, dentro de la cartera.
Carmen llegó un poco más tarde. Traía un gatito pequeño en los brazos. Él, que estaba en la puerta junto al muro de ladrillos, la miró con gran ternura.
– ¿Qué hacés con esas valijas? –preguntó, mientras abría el portón de hierro.
– Nos vamos –dijo Irrazábal.
– ¿Por qué? ¿Qué sucede? –preguntó ella.
– Acabo de matar a tu amante.
El rojo Irrazábal estaba sentado a la mesa de un bar en el Centro de Montevideo.
No había podido dormir en toda la noche. Esto, además de angustiarlo, lo ponía de mal humor.
Había pedido un café en vaso y un cenicero. Tenía el diario extendido sobre la mesa en la página de remates pero ni siquiera lo había mirado. Abrió el paquete de azúcar y lo derramó lentamente a modo de lluvia. Encendió un cigarrillo y lo dejó en el cenicero donde se consumía indiferente a la mano y los dedos.
Irrazábal pensaba en su vecino y miraba al vacío con su ojo sano, mientras mordía un palillo que había metido inconscientemente en su boca.
Estaba seguro que cuando él se ausentaba de su casa, cuando iba a la peluquería o al bar para hablar de cine y política, su vecino, que siempre tuvo intenciones con su esposa, llegaría con cualquier pretexto y pasaría así la mañana charlando o quién sabe qué.
Irrazábal golpeó la mesa y el café hizo, de pronto, una ola tibia y espesa que manchó el platillo, que tenía un color grisáceo y dos leones enfrentados como un escudo de armas. Entonces sacó tres servilletas de papel y limpió la mesa y el plato.
Afuera la gente pasaba apurada, envuelta en bufandas, con trincheras de color azul o habano. Había sido una noche muy fría y el día, aunque el sol intentaba salir detrás de los edificios, sería, sin dudas, también frío y ventoso.
Irrazábal quería olvidar el tema, pero una y otra vez aparecía en su mente primero la cara, luego la figura de su vecino de cuerpo entero. A veces, incluso, veía a su esposa sirviéndole té o bailando con él en el Club de Residentes de Rocha.
Irrazábal alzó la cabeza rizada de pequeños remolinitos color remolacha, hizo un gesto con el brazo y llamó al mozo, que estaba recostado sobre un mostrador de mármol negro. Pagó, se pasó el pañuelo insistentemente por la nariz y la barbilla, y salió a los tumbos.
Había tratado en más de una ocasión recordar la casa de la calle Pernas.
Una multitud de gatos bajaban del muro y la azotea, entraban por la banderola del baño o el vidrio del altillo y comían, a hurtadillas, de los platos servidos en la mesa, que nunca llegaban a estar llenos, no por humildad, sino porque Carmen odiaba a la gente que engulle a brazadas demostrando ansiedad o indecoro.
Los gatos no eran suyos, pero preferían su casa a la de los vecinos.
A veces el olor era tan intenso que tapaba al de los baldes con lavandina y limón que Carmen tiraba por la mañana.
Un día, el dueño de la casa vino con un escribano de bigote fino y lentes gruesos. Querían hacer un nuevo contrato. El sueldo de la fábrica de tacos no era mucho y lo que les pedían era excesivo, por lo que el domingo siguiente, con el diario doblado a la mitad, salieron a buscar casa.
Vieron una en la calle Florencia, pequeña, tal vez más chica que la anterior, pero con un fondo con ciruelos y naranjos.
Desde el jardín de al lado su nuevo vecino los saludó con una sonrisa exagerada y ojos vivaces de halcón, que se detenían en la cintura y el cuello de Carmen. Esto –Irrazábal se había dado cuenta de todo– lo hizo dudar por dos o tres días, pero la casa, y sobre todo el gran fondo inclinado hasta el galpón y el parrillero, lo decidieron y firmaron un contrato por dos años.
Para llegar a la fábrica iba hasta Camino Maldonado donde tenía dos opciones: el 4, un trolley que se desenganchaba cada mañana en la curva de Maroñas, o el 103, que iba siempre lleno pero tenía asientos un poco más cómodos. De la parada donde bajaba hasta su trabajo recorría tres cuadras bajo plátanos viejos y grandes, que en primavera llenaban de polvillo las calles y los zaguanes.
En los últimos dos meses los viajes habían sido crueles y lentos, con la imagen de su vecino en cada chofer, en cada guarda, cada vendedor de revistas o caramelos.
A veces se bajaba del ómnibus, aunque faltara mucho por llegar, y continuaba a pie lo que quedaba del camino.
Como no dormía por las noches, podía distinguir cada ruido de su cuadra: los perros, los carros tirados por caballos, los relojes despertadores, los gallos, los insectos paseando por los tirantes y los zócalos.
Fue así que comenzó a oír en la casa de su vecino, unos extraños golpes sordos y quedos, que se repetían en tandas de dos, que duraban quince o veinte minutos.
Por más que la curiosidad lo consumía, Irrazábal no salía más allá de la ventana, alguna vez llegaba a la puerta que daba al fondo y pocas veces la abría.
Una noche su vecino salió con una carretilla llena de tierra y la vació en la esquina. Quedó empantanado en una cuneta y estuvo más de veinte minutos para sacar la rueda de la zanja sin que se volcara más que la última capa que rebosaba los lados.
Irrazábal se preguntaba y volvía a preguntarse qué era lo que hacía por las noches su vecino.
La curiosidad lo iba llevando, ya de día, de la puerta al ciruelo y de ahí al galpón, donde estiraba el cuello lo más que podía para ver de dónde había salido tanta tierra.
El sábado siguiente el vecino fue al Estadio. Esto le daba un buen tiempo para registrar su casa.
Debería enviar a su mujer a lo de su hermana o a la peluquería.
A Carmen le brillaron como piedritas de pecera los ojos al ver el billete que Irrazábal le dio para que se cortara el pelo y se hiciese una tinta del color que ella quisiera.
Una vez que quedó solo, chupó la bombilla con fuerza, haciendo mucho ruido, verificando que el mate quedaba seco y al mismo tiempo apreciando el silencio que invadía toda la casa.
Saltó el alambrado que separaba los dos terrenos y caminó lentamente por el pasto largo y húmedo.
A unos diez metros de la veleta con forma de barco vio un toldo de camión tirado en el suelo. Lo sujetaban por los bordes seis piedras rojizas y enormes, cuatro en los vértices y dos a los lados.
El toldo estaba completamente extendido, junto a una higuera añeja y retorcida en innumerables nudos pequeños. Arriba, en lo más alto de las ramas, había un pájaro negro azulado.
Irrazábal quedó un instante haciéndose sombra con ambas manos observando al pájaro que permanecía inmóvil y mudo como si estuviese embalsamado.
Se acercó e intentó destapar la lona. Quiso tirar a un lado las piedras, pero al agacharse vio que el pájaro extendía lentamente las alas en tono amenazante. Entonces lo observó bien y se dio cuenta que era un enorme cuervo.
Retrocedió un par de pasos de golpe, y luego se marchó sin volver la cabeza hasta llegar al alambrado.
Llegó a su casa y se puso a jugar al solitario.
Las cartas caían en desorden, como con rabia, y formaban distintos grupos al azar donde Irrazábal comenzó a ver cosas tales como: "En la puertas de tu casa: la muerte" "Hombre castaño trae desdicha".
Cuando Carmen llegó de la peluquería Irrazábal estaba tirado en la cama, vestido pero tapado, fumando y bebiendo caña brasilera.
– ¿Qué pensás de nuestro vecino? –preguntó.
– Parece un hombre amable –dijo la mujer, y se detuvo frente al espejo.
– ¿No te parece un poco extraño?
– No. Parece un buen vecino –dijo ella, sin dejar de pasarse la mano por el pelo.
Tampoco durmió esa noche. Apenas oyó a los gallos en la madrugada, se levantó, se desperezó, fingiendo un buen sueño, y fue hasta el baño a lavarse la cara. Enjabonó gran parte de su mejilla izquierda y comenzó a pasarse, lentamente, la navaja que chistaba en cada brazada, que iba de la mitad de la cara al cuello.
– ¿Vas a salir? –preguntó Carmen.
– Voy al club a leer los diarios.
Se vistió con ropa de abrigo y salió caminando con la flojedad que da el no haber descansado.
A las dos cuadras quiso volver por su encendedor, pero la idea de encontrarse con su mujer junto al vecino lo llenó de temor y rabia, y siguió caminando, mientras balbuceaba insultos.
Pasó toda la mañana en el club de bochas y regresó con el pan para el almuerzo.
– Voy a salir hoy de tarde –dijo su esposa– voy a casa de mi hermana.
Él contestó con una caída de ojos.
Se sentó a la mesa y esperó que Carmen trajera los platos y cubiertos. Se sirvió vino y echó un par de trozos de miga dentro del vaso. Resopló con fuerza, haciendo bailar los labios, golpeándolos entre sí y con la punta de la nariz, grande y regordeta.
Cuando Carmen salió, él se tiró de nuevo en la cama.
Pensaba que si bien no era joven, la pensión que le quedaría a su esposa no sería suficiente. Claro que si él se fuera o le reclamara el divorcio, ella quedaría sin un solo peso, porque nunca había trabajado fuera de la casa.
Estaba en medio de todas estas conjeturas cuando oyó golpear la puerta del fondo.
En un primer momento pensó fingir que estaba durmiendo o que no había nadie en la casa, pero como los golpes eran cada vez más fuertes y a intervalos más cortos, saltó de la cama y fue, rengueando, hasta la puerta.
Al acercarse oyó a su vecino silbar una y otra vez la última estrofa de la misma canción.
– Buenas tardes –dijo– ¿Estaba durmiendo? Lo molesto para pedirle una llave inglesa.
– ¿Qué tamaño? –dijo Irrazábal.
– La más grande que tenga –dijo el vecino, y sonrió.
Fueron al galpón en silencio, y entre latas de pintura y cubiertas de tractor, Irrazábal sacó una caja de madera con dos asas pesadas, de bronce.
– Quiero mostrarle algo –dijo el vecino.
– ¿Ahora? –dijo Irrazábal, con la llave en la mano.
– Sí, si usted puede.
Entonces los dos cruzaron los alambres y caminaron por el fondo del terreno hasta la higuera. En la rama más alta seguía inmóvil el cuervo.
El vecino tiró las piedras a un lado y corrió el toldo. Irrazábal vio entonces el pozo de donde había salido tanta tierra.
Tenía unos dos metros de largo por uno de ancho, los bordes cuidadosamente cavados en una línea recta y continua, rematada en ángulos perfectos.
– ¿Es profundo? –dijo el rojo.
– Bastante.
– ¿Qué tiene dentro? –preguntó, mientras levantaba la vista por detrás de un montoncito de tierra.
– Mire usted mismo –dijo el vecino.
– Después de usted –dijo, y señaló con el índice completamente extendido.
El vecino dudó, pero se acercó a la fosa.
Irrazábal observó el tejido, el cuervo, la higuera, el toldo de camión, las piedras, la nuca desprotegida.
Tomó, entonces, la llave con ambas manos, y la descargó en la cabeza del vecino, con violencia. Luego tapó el pozo como pudo, primero con ambas manos, luego a puñados, y salió corriendo entre fuertes calambres.
Fue hasta la casa y quedó un instante en la puerta. Luego entró directamente al cuarto y sacó del ropero dos maletas de viaje.
Seleccionó sólo lo imprescindible y lo guardó, sin mayor prolijidad, lo más rápido que pudo.
Caminó, lentamente, de un lado al otro. Fue al baño y metió las manos bajo el grifo, luego abrió todas las carteras de su esposa, vaciándolas sobre la cama. En una, quizás la que menos usaba, encontró la foto descolorida de un hombre alto, erguido sobre el cabo que amarraba a una barcaza. Pudo distinguir, con dificultad, al fondo, el puerto de Colonia. Quiso reconocer a su vecino en el rostro, en esa amplia sonrisa o el mechón que caía sobre la frente, pero la foto tenía mucho tiempo y las formas se esfumaban, levemente, en un color único, amarillento. La arrugó, metiéndosela toda en la mano, luego la extendió sobre la mesa de noche y la guardó, junto a las demás cosas, dentro de la cartera.
Carmen llegó un poco más tarde. Traía un gatito pequeño en los brazos. Él, que estaba en la puerta junto al muro de ladrillos, la miró con gran ternura.
– ¿Qué hacés con esas valijas? –preguntó, mientras abría el portón de hierro.
– Nos vamos –dijo Irrazábal.
– ¿Por qué? ¿Qué sucede? –preguntó ella.
– Acabo de matar a tu amante.