martes, 17 de julio de 2007
El regulador (Duilio Luraschi)
El regulador.
Lo tenía frente a mí.
Estaba sobre el escritorio y yo lo observaba de arriba abajo.
Era de dimensiones corrientes, sin mayores peculiaridades, sobrio en su color y diseño clásico. En mi oficina tenía cientos de cajas de cartón con ejemplares iguales.
Me tomé los anteojos con dos dedos, acerqué mi cara un poco más, lo inspeccioné bien, lo olfateé, y luego me pasé, con fruición, la mano abierta por toda la frente.
El Gerente me había llamado temprano en la mañana, apenas llegó, como solía hacerlo, con el diario bajo el brazo, pero, por fatalidad o descuido, llegué cuatro minutos tarde a la oficina, por lo que el recado me lo dio su secretaria.
Me puse algo nervioso. Me sonrojé, inmediatamente –cosa que quise ocultar de alguna forma– y mis manos se humedecieron a grado tal que se me escapaban los objetos que aferraba mientras recorría el pasillo. Entonces me pasé el pañuelo, completamente limpio y planchado, primero por las palmas, el dorso, y dedo por dedo hasta el borde de las uñas, que siempre tuve cortas y prolijas. Dejé el sombrero y el saco en el perchero y me eché sobre la silla.
Por mi cabeza pasaban cientos de motivos por los cuales el jefe querría hablar conmigo.
No creía que se hubiese enterado lo del expediente de González; tampoco de la breve salida del jueves que hice para pagar una cuenta, ni tampoco lo de Elcira… en fin: tendría que presentarme ante él así, indefenso, cuando fuese a verlo; también pensé que más valía la pena que fuese pronto y rápido, para no seguir dando vueltas con más planes o razones, cosa que me podría llevar toda la jornada de trabajo. El reloj, indiferente a mí o a la situación, marcaba los segundos, golpe a golpe, en la pared de enfrente.
Tomé el saco del perchero, y fui hasta su oficina.
Golpeé la puerta, sin mayor brusquedad ni decoro. Era de madera oscura y opaca y tenía un vidrio esmerilado con un cartelito que anunciaba: "DEPARTAMENTO DE EDIFICIOS. GERENCIA".
– Adelante –se oyó su voz, profunda y seca.
Entré.
Él se encontraba consultando unos papeles, mientras mantenía su cigarro de hoja negra en la boca, apagado.
Me hizo una seña para que me sentara.
La luz entraba de lleno por una de las hojas de la ventana, y solamente unas finas líneas lechosas, que daban a la mesita auxiliar, por la que tenía la celosía cerrada.
Me pasé el pañuelo por mis manos y luego por toda la frente.
Al fin dejó sus papeles y me dijo:
– Etcheverry… tengo un trabajo para usted.
– Por supuesto –le dije, apresurándome.
– Es algo un tanto especial.
Quedé bastante intrigado, pero no dije palabra, para no interrumpirlo. Él hizo una pausa, que me resultó eterna, mientras leía mi legajo.
– Usted es soltero ¿verdad? Lo digo porque tendría que viajar al interior por unos días.
– No tendría inconveniente, señor.
– Los gastos, por supuesto, corren por cuenta de la empresa. El tiempo que le lleve realizar la tarea dependerá de la dedicación que usted le brinde… si necesita algo de dinero por cualquier eventualidad sólo tiene que llamarnos – dijo todo esto y calló, tal vez por tener ya reseca la boca y la garganta.
Se paró, de golpe, y fue hasta el armario más alejado y trajo una cajita de cartón, que dejó sobre el escritorio.
Tomó un cortapapeles y la abrió por completo. Fue la primera vez que vi el nuevo regulador.
Me comentó que tendría que ir a todas nuestras Sucursales en el interior del país e instalar el nuevo producto.
Cuando le pregunté qué función cumpliría el regulador, me dijo que ya lo sabría cuando todos estuviesen instalados y en funcionamiento. Lo único que tendría que hacer, ahora, era adherirlo al mostrador principal, cerca del cajero y el Jefe de ventas, y accionar el botón que tenía en uno de sus lados. Una vez instalado y encendido terminaría mi trabajo en dicha Sucursal.
– ¿Va conectado a la corriente eléctrica? –pregunté.
– No es necesario.
– Yo no tengo automóvil ¿cómo llevaría tanto cargamento?
– Llevará sólo lo indispensable en una maleta. Luego, a medida que lo necesite, nosotros le enviaremos encomiendas a los distintos lugares en donde usted estará alojado. Eso sí, disponga las cajas con los nuevos equipos en su oficina. En este momento están en el depósito. Recójalas hoy mismo. Debe contarlas y firmarle el comprobante al Jefe de stock, y quédese con una copia para usted y otra para Contaduría.
Dicho esto se paró, y me di cuenta que había culminado la conversación que quería mantener conmigo.
Y ahí estaba yo, en mi oficina. Lo tenía frente a mí, sobre mi escritorio, y lo observaba de arriba abajo.
Me habían dado algún dinero y la lista de Sucursales. Yo me encargaría de organizar el itinerario.
Llegué a casa temprano. En la puerta estaban Teresa y Alfredito, sentados en dos sillas de cardo, disfrutando el aire que corría.
Saludé, tomándome el ala del sombrero con tres dedos, y saqué el manojo de llaves del bolsillo derecho de mi pantalón, algo raído y arrugado.
Me había llevado a casa seis cajitas, un tarro pequeño de cola y un pincel.
Ordené la ropa que llevaría y la dejé sobre la mesa de la sala. No iba a cenar esa noche. Tenía el estómago completamente cerrado. Sólo tomé un vaso de leche tibia y me fui a la cama.
Permanecía inmóvil boca arriba, con mis brazos sobre el vientre y los ojos abiertos, mientras oía el tic–tac del reloj sobre la cómoda. Había colocado el despertador para levantarme a las seis, pero estaba seguro de que me despertaría antes de que las campanas estallaran.
Desayuné liviano, pero me hice dos generosos trozos de pan con rebanadas de queso y dulce de por lo menos un dedo de ancho.
Siete y cinco estaba en la estación Artigas.
Fui hasta la taquilla y solicité un boleto para la ciudad de Rocha.
– ¿Primera o segunda? –consultó el cajero.
– Segunda. ¿A qué hora sale el tren?
– Siete y veinticinco.
– Gracias.
Fui hasta el borde mismo de las vías y observé todo. Luego vi los trenes: el mío estaba en decentes condiciones a simple vista.
Me senté en un banco –uno cualquiera– y me puse a leer el itinerario que me había marcado, tachando, enmendando, aprobando, con una pluma a fuente, regalo de Isidro.
En medio de mis cavilaciones oí el primer llamado para el coche con destino "ciudad de Rocha". Me paré, sobresaltado, ordené todos los papeles, los coloqué en mi portafolios, como pude, y tomé mi maleta con la mano que mantenía libre.
Me acerqué al andén y busqué un vagón que no estuviese muy al fondo en el convoy, y que, desde las ventanillas, lo viese pulcro y con sus asientos en buen estado.
Elegí uno y entré.
Calculé dónde daría el sol en la mayor parte del trayecto y me alojé en la fila de la sombra, contra una de las ventanillas más limpias que tenía.
El viaje fue largo y tedioso.
Una señora rezongaba, para sí, mientras taconeaba y leía las noticias en un diario popular de la mañana.
Llegué a Rocha y me dispuse a buscar la calle en donde se encontraba la Sucursal.
De las capitales departamentales Rocha siempre me resultó la más antigua, no por su edificación, sino por su gente.
El ritmo es siempre lento, muchas de sus calles todavía conservaban adoquines por donde pasaba, sondeando, todo el pueblo en sus bicicletas.
Pensé que en un rato culminaría con mi labor y entonces sí, tomaría otro tren, cuan rápido pudiese, hacia mi siguiente destino. Eso pensaba, mientras caminaba, lentamente, con mi maleta y mi valijita, por esas calles angostas y soleadas que parecían apretujadas por las casas de un piso, panaderías y demás comercios.
La Sucursal quedaba en el centro de la ciudad.
Entré.
– Soy Juan José Etcheverry.
– Yo soy el gerente de esta Sucursal, me avisaron que pronto usted llegaría… pase, no se quedé allí parado… ¿Quiere un café?
– Un vaso de agua estaría bien.
Dejé mi maleta en el suelo, junto a un gatito gris de porcelana, y mi valija de piel resquebrajada, donde llevaba las herramientas necesarias para la instalación y unos seis reguladores, sobre una de las sillas.
– No me comentaron la razón de su visita.
– Voy a colocar un nuevo producto… es un regulador.
– Entiendo.
Me dirigí al lugar indicado para la instalación, y solicité una franela húmeda para quitar parte del polvo que invadía todo, como un arenal inmenso.
Pronto todos los dependientes de la Sucursal formaron medio círculo y se quedaron, como tontos, observando mi trabajo.
– Seguramente es un nuevo plan de la capital para controlarnos –dijo el cajero, mientras golpeteaba con la punta de su lápiz en la ventanilla.
– Por algo será –dijo un dependiente, mientras codeaba a su par.
Ambos rieron vivamente.
– ¡Insolentes!
Pasé un par de pinceladas de cola por la parte inferior del artefacto y, con sumo cuidado, lo coloqué en el mostrador.
Se hizo un profundísimo silencio, que por un momento llegó a parecer un vacío.
– ¿Está listo? –preguntó el gerente.
Negué con la cabeza.
– Ramón ¡cuidado con esos dedos ligeros!
– ¡Insolentes! –repitió el cajero.
Observé una vez más el regulador y presioné el botón de encendido. Ya estaba listo, al menos en lo que a mi trabajo respecta.
– ¿Pueden oírnos desde ese aparato? –preguntó el gerente.
– Yo sé tanto como ustedes.
– Los dedos ligeros –dijo, nuevamente, el dependiente.
Nadie estaba muy convencido ni con mis palabras ni con el extraño aparatito. Lo observaban primero de cerca y luego con cierta perspectiva.
– ¿Por qué motivo comenzó por esta Sucursal? –dijo el cajero.
– Casualidad.
Tomé mi valija de trabajo y coloqué, uno a uno todos los elementos que había utilizado. Terminé de tomar mi vaso de agua y saludé alzando algo el sombrero.
Dejé la ciudad de Rocha a la mañana siguiente y antes de que el sol cayera ya me encontraba en mi segundo destino, pronto para la tarea, que, evidentemente, comenzaría en la mañana.
Primero consulté dónde quedaba la Sucursal de la Compañía, luego dónde pasar la noche y cenar en forma abundante pero económica.
La primera opción que me dieron era un hotel popular, en la calle el Banco, de techo de chapa que resume agua y dicen que en invierno escarcha las frazadas.
Luego me indicaron un hotel con una fonda familiar y decorosa a media cuadra.
Elegí ése, con la mano en el bolsillo donde llevaba el dinero.
La habitación era extremadamente pequeña. No creo que hubiese podido perderme en ella aunque sólo tuviese dos años.
Las paredes tenían poca humedad, lo admito, pero supuse que era porque nos encontrábamos en pleno verano. Los muebles, antiguos pero en condiciones, eran desproporcionadamente grandes para la pieza, y pertenecían a diferentes juegos.
Me di una buena ducha con agua fresca y abundante y cené opíparamente, ya que los gastos estaban pagos.
En la mañana fui hasta la Sucursal.
Al traspasar la puerta de la entrada oí un grito apagado:
– Ya viene… es el Inspector.
– ¡Shhh!
– ¿Señor..? –se dirigió a mí un dependiente.
– Quisiera hablar con el señor Gerente, por favor, vengo de la Casa Matriz.
El joven me hizo una seña para que lo acompañase por un corredor bordeado de lambrices color caoba, luego hizo otra, quizá muy marcada, para que esperara a unos dos pasos de la puerta, que tenía un gran vidrio craquelado color caramelo.
Salió, enseguida, un hombre de pronunciada calvicie, enjuto y desgarbado, anudándose el último botón de la camisa.
– Estamos a su disposición –dijo, y me extendió la mano.
– Solamente vengo a colocar este nuevo regulador que ha comprado la Compañía.
– Usted…
– Sé tanto como ustedes –me adelanté a sus palabras.
Se acercaron, entonces, dos o tres empleados y mascullaban distintas especulaciones acerca de la innovación de la empresa.
– Esto nos quitará el trabajo –dijo el más viejo de ellos.
– No sea tonto, seguramente requerirá tomar otro dependiente.
– Mi primo Raúl cumplió los dieciocho. Voy a comentárselo al Gerente.
– Sigo pensando que este aparatito nos dejará sin trabajo.
– ¿Supongo que tendrán en cuenta a quienes tenemos varios hijos en la familia? –preguntó Ferreiro.
– Todos necesitamos el trabajo –dijo una de las vendedoras.
– Usted…
Levanté la mano en señal para que no siguiera hablando.
Cuando saqué el regulador de la valijita se produjo un gran silencio.
Tomé las medidas necesarias para la instalación. Coloqué el artefacto y presioné el botón de encendido.
Se oyó, de repente, un rumor mezcla de asombro y desconcierto, esa especie de murmullo como cuando uno va pisando las hojas secas de los plátanos en otoño.
– ¿Usted podría enviar esta carta con mis datos a la capital, Señor?
Hice un marcado gesto para que ya no me fastidiara.
Saqué del maletín la agenda de visitas y taché esa Sucursal, y quedé observando el itinerario.
– ¿A qué hora parte el próximo ómnibus a Melo?
– En seis minutos –dijo el Gerente, observando su reloj de cadena.
– Lo perderé –dije.
– No se preocupe, arreglo todo con un llamado al jefe de las patrullas de caminos, es correligionario y compadre de mi señora.
Éste detuvo el ómnibus a dos kilómetros de la ciudad con pretextos vanos. El chofer también lo conocía bien, por lo que se imaginó que era por alguna razón importante.
Realmente dudé de que pudiese hacerlo, pero en media hora estaba tomando el ómnibus, con la ayuda del Gerente y de Ferreiro.
– Pelegrinetti.
– ¿Qué cosa?
–Pelegrinetti, de Treinta y Tres. Ése es mi nombre –dijo el Gerente, mientras el vehículo avanzaba, levantando una gran nube de polvo y humo.
Hice un gesto impreciso que él tomo como de asentimiento.
El paisaje, durante gran parte del trayecto, se tornó monótono y agrisado. Fue oscureciendo poco a poco. Dormité algo y luego me dispuse a leer un libro que había llevado para tales casos. En todos mis viajes era el mismo, ya que nunca alcancé a culminarlo.
Llegué a Melo cansado, demasiado cansado para ir a la Sucursal pero no tanto como para echarme en la cama del primer hotel que encontrara.
Fui al telégrafo, que aún permanecía abierto, y envié un telegrama a la capital solicitando más dinero para la compra de pegamento y un cepillo de carpintero, instrumento que me sería de gran ayuda para el trabajo.
Llevaba bien las cuentas de los gastos y no tendría mayores problemas con el viático, al menos hasta llegar a Durazno.
Pregunté por la comida.
– Mire señor –dijo uno de los hombres que jugaban a los naipes– cerca de aquí hay un bar donde se toma caña blanca. Si pide "de la buena" le dan un vaso de la Belho Barreiro, si pide "de la otra" le va a salir la mitad.
– No, muchas gracias –le dije– solamente quiero algo de comer.
Entonces me indicaron una pizzería donde comí dos exquisitas porciones de faina con azúcar.
Luego de un buen estómago feliz, me dispuse a dar un paseo.
Por delante de mí pasó un afilador de cuchillos y tijeras.
Detuvo su bicicleta y me solicitó lumbre.
Me di cuenta que eso sólo era un pretexto.
– Usted es el Inspector ¿verdad?
– ¿Perdón?
– Viene de la capital.
Le di fuego y lo dejé pensando.
Dejé todo en el hotel, me di un buen baño de inmersión y me puse el traje de los domingos.
Con pocos datos llegué al Club social, donde daban una película de Gary Cooper.
Al finalizar la función me fui hasta el arroyo Conventos, y me senté a tomar el fresco en el patio español y frente a la fuente de los sapos.
A la mañana llegué a la Sucursal temprano.
Había pocos funcionarios ordenando el local y sus pertenencias para comenzar un nuevo día.
Me recibieron el Jefe, la cajera y una mujer de complexión gruesa.
La mujer llevaba, entre sus manitos pequeñas en aquel enorme cuerpo, un vasito diminuto.
El Jefe tenía unas gafas de gran aumento, que se colocaba, insistentemente, sobre el caballete de una nariz respingada que poco servía de ayuda para tales fines.
La cajera se llamaba Sara.
Una vez colocado el regulador sobre el mostrador, todos quedaron observando primero a mí, luego a artefacto, a mi mano y a mí, nuevamente.
– ¿Está listo?
– Listo.
– ¿Y ahora?
Entonces, con gran aspaviento, como hacen los presidentes de mesa en los escrutinios, levanté el brazo y lo dejé a unos dos centímetros a la derecha del regulador, y de golpe, oprimí el botón de encendido.
– ¡Quién lo iba a decir!
Unos y otros se preguntaban esto y aquello, y pocos se atrevieron a dirigirme unas pocas palabras.
– ¿Nos puede ver el Director General, desde Montevideo? –preguntó el portero.
– No sea tonto –le dijo la mujer gruesa –es para controlar las ventas.
– Nuestro tiempo libre.
– Cómo venimos vestidos.
– ¿Entregó el último balance? –preguntó el Gerente al tenedor de libros.
Este se sonrojó y no dijo palabra.
– ¿Debo firmar algún recibo? –dijo ahora, con la voz entrecortada.
– Ninguno. Ya terminé aquí mi trabajo –dije, y tomé mis cosas del suelo.
Observé mi libretita con el itinerario: una vez más otro viaje.
Otra vez un hotel viejo.
Dejé la Sucursal y caminé hasta el bar principal y pedí una limonada. Descansé sólo unos minutos. Tomé mis pertenencias y me dirigí a la habitación donde tenía todas mis pertenencias, y me puse a revisar los artefactos que aún me quedaban, el dinero, los puestos que había instalado, los que faltaban, los días que llevaba en esta tarea. Observé una y otra vez el almanaque que acostumbraba a colgar frente a la cama, en una de las hojas del ropero.
Día y medio de viaje y estuve en otro pueblo, en medio de la nada, rodeado de tierra, rocas, y más tierra. Ya no recuerdo en cuál de todos los departamentos me encontraba.
No recuerdo el nombre de la calle de la Sucursal.
Detrás del mostrador la señora no paraba de inquietarse.
– ¡Fernandito! ¡Quédese un poco quieto, muchacho!
Levanté, solamente un poco, la vista de mi artefacto.
– ¡Fernandito! ¡Qué le digo siempre!
El niño se introdujo un dedo en la nariz y luego jugueteó un rato con sus secreciones.
Quiso estirar la mano para tomar el artefacto pero rápidamente lo impedí con un golpe seco con mi lápiz en la punta de los cuatro dedos que se asomaban al mostrador.
– ¡Qué mocoso!
– No se preocupe, señora –dijo el asistente.
– El Jefe se acercó a mí y me dijo al oído:
– Es una de nuestros mejores clientes.
– ¡Qué mocoso! –volvió a decir la mujer, y levantó por lo menos un centímetro del suelo al niño, tirándole de una oreja.
– Es la Notaria del lugar –prosiguió el Jefe.
Probé, una vez más, y el botón de encendido dio la señal de que el regulador ya estaba trabajando.
– Robertito ¿te gusta?
– Luis Fernando.
– ¿Te gusta el aparatito, niño?... ¡No lo vayas a tocar! ¿Verdad? –le dije.
– Disculpe su insolencia, señor, usted que viene de la capital dirá ¡cómo crían a estos niños en las ciudades pequeñas!…
Alcé lentamente la mano, para no ser descortés y dije:
– Robertito no lo va a tocar. Estoy seguro.
– Luis Fernando –dijo el asistente.
Una vez conforme con mi labor comencé a colocar todas las herramientas en la valijita de piel y solicité permiso para pasar al baño a fin de higienizarme.
Observaba mi rostro en el espejo: tenía enormes ojeras y necesitaba una buena afeitada.
– ¿Dónde se puede comer bien en esta ciudad?
– En lo de Pietro.
– ¿Pasta?
– Pasta.
Levanté la valijita del suelo y me pasé una y otra vez la mano por la corbata, y salí seguro de cargar con la mirada de todos los dependientes sobre mis espaladas.
Entonces fui caminando hasta la plaza, que era el único lugar que se encontraba fresco en todo el pueblo.
Estaba muy cansado. Cansado del viaje, de los malos hoteles, de todas las personas, de mis sudores.
Observé, por un buen tiempo, casi desinteresadamente la naturaleza. Unas pocas flores en canteros redondos, dos ciruelos, por lo menos seis ceibos y un jacarandá bastante frondoso.
Estiré lo más posible mis brazos, hasta tocar, con los nudillos, el banco que daba a una de las calles.
Me incorporé, lentamente, y crucé mis manos sobre el pecho.
La brisa se deslizaba solamente sobre el follaje, debajo el calor era intenso.
Se sentó a mi lado una mujer joven.
Era bella pero no hermosa. Como decía mi padre: "una belleza extraña".
– Es de la ciudad ¿verdad?
– ¿De Montevideo?
– Me di cuenta apenas lo vi.
– No creo que vengan muchos extraños al pueblo.
– Pero usted lleva el mar en los ojos.
– ¿El mar?
– El de Montevideo.
Sacó, de una pequeña cartera beige una postal.
– ¿Es tan grande como parece en la foto?
Asentí con la cabeza.
La joven se incorporó y me extendió la mano. Me incorporé y la saludé con una breve reverencia.
Una belleza extraña.
Observé una vez más la libretita de visitas. Todavía me quedaban seis ciudades.
Crucé la plaza y quedé frente al gran portal de la iglesia.
Entré.
Recorrí el vía crucis, de madera tallada, y dejé una moneda de peso bajo la imagen de San José Obrero.
El silencio era total y podía olerse el humo de las velas que recién se habían apagado.
Me pasé el pañuelo por la frente y el cuello. Cerré los ojos tan solo por el placer de mantenerlos cerrados.
Al salir, me encontré con dos indigentes que discutían animadamente, pero no a voces, quién era más milagroso, si San Cayetano o San Pancracio.
Fui hasta la estación y consulté por el tren que partía al litoral.
– ¿Cuál?
– ¿Cuál parte primero?
– Paysandú, en dos horas y media, con suerte.
Compré un boleto.
Dormí sólo parte del trayecto.
– Son frescas las sandías.
Observé al hombre obeso.
– Sí…–le dije.
– Las uvas también son frescas…
Lo observé levemente y continué observando por la ventanilla.
– Creo que sí –dije, al fin, no sé bien por qué motivo.
– Lástima que sólo se venden en verano.
– Ajá.
Quise abrir el vidrio de mi ventana, ya que dentro el calor era insoportable. Estaba totalmente atascada.
El hombre gordo fue y vino. Trajo un destornillador de pala ancha y me ayudó a quitar el pasador mal colocado, con más fuerza que ingenio y menos pericia que buena voluntad.
Lo observé bien. Un centenar de pequeñísimas gotas de sudor comenzaron a brotar de su frente, su papada, y luego toda la cara.
Pronto su camisa estaba completamente empapada y el pelo, algo rizado, se pegaba, caprichosamente, en las ranuras que dejaba su incipiente calvicie.
– Realmente son frescas ¿verdad?
– Sí, por supuesto.
Al fin pudimos abrir por completo la ventanilla.
Lo observé con cierto desconsuelo.
– Gracias –le dije.
– Fue un placer. Y a usted… ¿Le gustan las frutas?
– Sí… claro, me gustan… son verdaderamente frescas, además no son nada caras.
El hombre gordo sonrió y me dio unas palmadas sobre el hombro.
Llegué a Paysandú y cumplí la misma rutina.
Di unas pocas vueltas por una de sus plazas, en donde encontré un monumento de Artigas flaco, desgarbado, con su pelo ondeando al viento, cosa que no correspondía con el paso que llevaba el caballo, y vi la campana de la iglesia del pueblo, una campana rota que por ese entonces no sonaba, ni nunca sonó en ningún momento.
Me tomé, entonces, un buen tiempo antes de comenzar el trabajo.
Vi, desde lejos, el cartel de la empresa, y pasé mis zapatos por el pantalón, bajo las pantorrillas.
Al llegar a la Sucursal no sólo los dependientes me esperaban sino también un grupo de curiosos.
– ¿Es verdad que podremos comunicarnos con las otras dependencias?
– ¿No tienen teléfono aquí?
– Por intermedio de ese aparato, digo.
– Sánchez ¡no sea tonto! Usted preocúpese de sus ventas. Han bajado bastante en los últimos días.
– Señor, es que yo...
– No venga con excusas... el regulador que trae el señor Inspector de Montevideo no va a admitir ninguna falla. ¡Y si mi Sucursal es mal evaluada este año ya saben quiénes pagaran por eso!
– Es para marcar las salidas del personal –dijo la encargada de la administración. Seguramente registre a qué hora llegamos y cuándo nos retiramos.
– El martes tuve médico, todos lo saben –dijo un dependiente.
Encendí el regulador.
– ¡Sr. Etcheverry!
– Soy yo.
– Un llamado desde Montevideo.
Me pasé el pañuelo por ambas manos y tomé el teléfono.
– Sí, señor. Veintinueve… ¿Cómo?
No podía creerlo.
– Señor Gerente, solamente me quedan cinco… bien... por supuesto.
Colgué el tubo y quedé unos minutos meditando, mientras pasaba el dedo índice sobre el vidrio de la mesita alargada, haciendo círculos concéntricos.
– ¿Vuelve a Montevideo?
Afirmé con la cabeza.
– El artefacto que acaba de instalar en el mostrador principal, ya está funcionando ¿verdad? –consultó el Jefe de ventas.
– Todavía no. Todos los reguladores los van a activar, a la vez, desde Montevideo.
Pedí un café sin azúcar y una aspirina.
– ¿Agua?
– Sí, por favor. También un vaso de agua.
Averigüé por el tren de regreso a la capital: saldría en la mañana.
Apronté todo para el viaje, colocando con sumo cuidado las camisas junto a los zoquetes y las corbatas, y la ropa de mayores dimensiones del otro lado, ajustadas por la cinta de cuero verdoso.
El viaje se hizo lento y pesado.
Llegué a casa a media noche y tiré la maleta sobre el sillón de la sala. Debería estar en la oficina del Gerente a las ocho en punto, por eso comí algo ligero y me fui a la cama, echándome sobre ella.
Al otro día estaba en la puerta de su despacho antes de la hora estipulada.
– Buenos días, Etcheverry –dijo al verme, y estiró su mano enorme.
– Buenos días, señor –dije.
– ¿Cómo le ha ido? ¿Qué tal le resultó el viaje?
– Bien. Muy bien. Solamente estoy un poco cansado, nada grave.
Entonces me hizo una seña para que pasara y entramos.
Me senté en la silla frente a su escritorio y mantuve silencio.
Él abrió las dos persianas, con cierta dificultad, y de pronto todo se iluminó en la sala. Vi apiladas, en dos filas irregulares, que no se elevaban más de unos cuarenta centímetros, algunas cajas de colores vivos.
– Hoy puede tomarse el día libre –dijo– ya que mañana parte nuevamente a nuestras Sucursales.
– ¿A todas?
– A todas.
– ¿Hubo algún problema con los reguladores?
– Ninguno. La empresa compró un nuevo modelo y tenemos que reemplazar los que ya instalamos por estos más modernos –dijo, y me mostró uno, que mantuvo sobre su mano unos segundos.
– ¿Reemplazarlos?
– Sí.
Entonces se sentó en su sillón, y comenzó a buscar algunos documentos en los canastillos de metal que se encontraban sobre el escritorio y en los cajones del archivero.
Sin levantar la vista agregó:
– Etcheverry: mañana en la mañana sale al interior.
Me quedé observándolo sólo unos instantes. Tomé mi sombrero con ambas manos y salí.
– Buen viaje.
Lo tenía frente a mí.
Estaba sobre el escritorio y yo lo observaba de arriba abajo.
Era de dimensiones corrientes, sin mayores peculiaridades, sobrio en su color y diseño clásico. En mi oficina tenía cientos de cajas de cartón con ejemplares iguales.
Me tomé los anteojos con dos dedos, acerqué mi cara un poco más, lo inspeccioné bien, lo olfateé, y luego me pasé, con fruición, la mano abierta por toda la frente.
El Gerente me había llamado temprano en la mañana, apenas llegó, como solía hacerlo, con el diario bajo el brazo, pero, por fatalidad o descuido, llegué cuatro minutos tarde a la oficina, por lo que el recado me lo dio su secretaria.
Me puse algo nervioso. Me sonrojé, inmediatamente –cosa que quise ocultar de alguna forma– y mis manos se humedecieron a grado tal que se me escapaban los objetos que aferraba mientras recorría el pasillo. Entonces me pasé el pañuelo, completamente limpio y planchado, primero por las palmas, el dorso, y dedo por dedo hasta el borde de las uñas, que siempre tuve cortas y prolijas. Dejé el sombrero y el saco en el perchero y me eché sobre la silla.
Por mi cabeza pasaban cientos de motivos por los cuales el jefe querría hablar conmigo.
No creía que se hubiese enterado lo del expediente de González; tampoco de la breve salida del jueves que hice para pagar una cuenta, ni tampoco lo de Elcira… en fin: tendría que presentarme ante él así, indefenso, cuando fuese a verlo; también pensé que más valía la pena que fuese pronto y rápido, para no seguir dando vueltas con más planes o razones, cosa que me podría llevar toda la jornada de trabajo. El reloj, indiferente a mí o a la situación, marcaba los segundos, golpe a golpe, en la pared de enfrente.
Tomé el saco del perchero, y fui hasta su oficina.
Golpeé la puerta, sin mayor brusquedad ni decoro. Era de madera oscura y opaca y tenía un vidrio esmerilado con un cartelito que anunciaba: "DEPARTAMENTO DE EDIFICIOS. GERENCIA".
– Adelante –se oyó su voz, profunda y seca.
Entré.
Él se encontraba consultando unos papeles, mientras mantenía su cigarro de hoja negra en la boca, apagado.
Me hizo una seña para que me sentara.
La luz entraba de lleno por una de las hojas de la ventana, y solamente unas finas líneas lechosas, que daban a la mesita auxiliar, por la que tenía la celosía cerrada.
Me pasé el pañuelo por mis manos y luego por toda la frente.
Al fin dejó sus papeles y me dijo:
– Etcheverry… tengo un trabajo para usted.
– Por supuesto –le dije, apresurándome.
– Es algo un tanto especial.
Quedé bastante intrigado, pero no dije palabra, para no interrumpirlo. Él hizo una pausa, que me resultó eterna, mientras leía mi legajo.
– Usted es soltero ¿verdad? Lo digo porque tendría que viajar al interior por unos días.
– No tendría inconveniente, señor.
– Los gastos, por supuesto, corren por cuenta de la empresa. El tiempo que le lleve realizar la tarea dependerá de la dedicación que usted le brinde… si necesita algo de dinero por cualquier eventualidad sólo tiene que llamarnos – dijo todo esto y calló, tal vez por tener ya reseca la boca y la garganta.
Se paró, de golpe, y fue hasta el armario más alejado y trajo una cajita de cartón, que dejó sobre el escritorio.
Tomó un cortapapeles y la abrió por completo. Fue la primera vez que vi el nuevo regulador.
Me comentó que tendría que ir a todas nuestras Sucursales en el interior del país e instalar el nuevo producto.
Cuando le pregunté qué función cumpliría el regulador, me dijo que ya lo sabría cuando todos estuviesen instalados y en funcionamiento. Lo único que tendría que hacer, ahora, era adherirlo al mostrador principal, cerca del cajero y el Jefe de ventas, y accionar el botón que tenía en uno de sus lados. Una vez instalado y encendido terminaría mi trabajo en dicha Sucursal.
– ¿Va conectado a la corriente eléctrica? –pregunté.
– No es necesario.
– Yo no tengo automóvil ¿cómo llevaría tanto cargamento?
– Llevará sólo lo indispensable en una maleta. Luego, a medida que lo necesite, nosotros le enviaremos encomiendas a los distintos lugares en donde usted estará alojado. Eso sí, disponga las cajas con los nuevos equipos en su oficina. En este momento están en el depósito. Recójalas hoy mismo. Debe contarlas y firmarle el comprobante al Jefe de stock, y quédese con una copia para usted y otra para Contaduría.
Dicho esto se paró, y me di cuenta que había culminado la conversación que quería mantener conmigo.
Y ahí estaba yo, en mi oficina. Lo tenía frente a mí, sobre mi escritorio, y lo observaba de arriba abajo.
Me habían dado algún dinero y la lista de Sucursales. Yo me encargaría de organizar el itinerario.
Llegué a casa temprano. En la puerta estaban Teresa y Alfredito, sentados en dos sillas de cardo, disfrutando el aire que corría.
Saludé, tomándome el ala del sombrero con tres dedos, y saqué el manojo de llaves del bolsillo derecho de mi pantalón, algo raído y arrugado.
Me había llevado a casa seis cajitas, un tarro pequeño de cola y un pincel.
Ordené la ropa que llevaría y la dejé sobre la mesa de la sala. No iba a cenar esa noche. Tenía el estómago completamente cerrado. Sólo tomé un vaso de leche tibia y me fui a la cama.
Permanecía inmóvil boca arriba, con mis brazos sobre el vientre y los ojos abiertos, mientras oía el tic–tac del reloj sobre la cómoda. Había colocado el despertador para levantarme a las seis, pero estaba seguro de que me despertaría antes de que las campanas estallaran.
Desayuné liviano, pero me hice dos generosos trozos de pan con rebanadas de queso y dulce de por lo menos un dedo de ancho.
Siete y cinco estaba en la estación Artigas.
Fui hasta la taquilla y solicité un boleto para la ciudad de Rocha.
– ¿Primera o segunda? –consultó el cajero.
– Segunda. ¿A qué hora sale el tren?
– Siete y veinticinco.
– Gracias.
Fui hasta el borde mismo de las vías y observé todo. Luego vi los trenes: el mío estaba en decentes condiciones a simple vista.
Me senté en un banco –uno cualquiera– y me puse a leer el itinerario que me había marcado, tachando, enmendando, aprobando, con una pluma a fuente, regalo de Isidro.
En medio de mis cavilaciones oí el primer llamado para el coche con destino "ciudad de Rocha". Me paré, sobresaltado, ordené todos los papeles, los coloqué en mi portafolios, como pude, y tomé mi maleta con la mano que mantenía libre.
Me acerqué al andén y busqué un vagón que no estuviese muy al fondo en el convoy, y que, desde las ventanillas, lo viese pulcro y con sus asientos en buen estado.
Elegí uno y entré.
Calculé dónde daría el sol en la mayor parte del trayecto y me alojé en la fila de la sombra, contra una de las ventanillas más limpias que tenía.
El viaje fue largo y tedioso.
Una señora rezongaba, para sí, mientras taconeaba y leía las noticias en un diario popular de la mañana.
Llegué a Rocha y me dispuse a buscar la calle en donde se encontraba la Sucursal.
De las capitales departamentales Rocha siempre me resultó la más antigua, no por su edificación, sino por su gente.
El ritmo es siempre lento, muchas de sus calles todavía conservaban adoquines por donde pasaba, sondeando, todo el pueblo en sus bicicletas.
Pensé que en un rato culminaría con mi labor y entonces sí, tomaría otro tren, cuan rápido pudiese, hacia mi siguiente destino. Eso pensaba, mientras caminaba, lentamente, con mi maleta y mi valijita, por esas calles angostas y soleadas que parecían apretujadas por las casas de un piso, panaderías y demás comercios.
La Sucursal quedaba en el centro de la ciudad.
Entré.
– Soy Juan José Etcheverry.
– Yo soy el gerente de esta Sucursal, me avisaron que pronto usted llegaría… pase, no se quedé allí parado… ¿Quiere un café?
– Un vaso de agua estaría bien.
Dejé mi maleta en el suelo, junto a un gatito gris de porcelana, y mi valija de piel resquebrajada, donde llevaba las herramientas necesarias para la instalación y unos seis reguladores, sobre una de las sillas.
– No me comentaron la razón de su visita.
– Voy a colocar un nuevo producto… es un regulador.
– Entiendo.
Me dirigí al lugar indicado para la instalación, y solicité una franela húmeda para quitar parte del polvo que invadía todo, como un arenal inmenso.
Pronto todos los dependientes de la Sucursal formaron medio círculo y se quedaron, como tontos, observando mi trabajo.
– Seguramente es un nuevo plan de la capital para controlarnos –dijo el cajero, mientras golpeteaba con la punta de su lápiz en la ventanilla.
– Por algo será –dijo un dependiente, mientras codeaba a su par.
Ambos rieron vivamente.
– ¡Insolentes!
Pasé un par de pinceladas de cola por la parte inferior del artefacto y, con sumo cuidado, lo coloqué en el mostrador.
Se hizo un profundísimo silencio, que por un momento llegó a parecer un vacío.
– ¿Está listo? –preguntó el gerente.
Negué con la cabeza.
– Ramón ¡cuidado con esos dedos ligeros!
– ¡Insolentes! –repitió el cajero.
Observé una vez más el regulador y presioné el botón de encendido. Ya estaba listo, al menos en lo que a mi trabajo respecta.
– ¿Pueden oírnos desde ese aparato? –preguntó el gerente.
– Yo sé tanto como ustedes.
– Los dedos ligeros –dijo, nuevamente, el dependiente.
Nadie estaba muy convencido ni con mis palabras ni con el extraño aparatito. Lo observaban primero de cerca y luego con cierta perspectiva.
– ¿Por qué motivo comenzó por esta Sucursal? –dijo el cajero.
– Casualidad.
Tomé mi valija de trabajo y coloqué, uno a uno todos los elementos que había utilizado. Terminé de tomar mi vaso de agua y saludé alzando algo el sombrero.
Dejé la ciudad de Rocha a la mañana siguiente y antes de que el sol cayera ya me encontraba en mi segundo destino, pronto para la tarea, que, evidentemente, comenzaría en la mañana.
Primero consulté dónde quedaba la Sucursal de la Compañía, luego dónde pasar la noche y cenar en forma abundante pero económica.
La primera opción que me dieron era un hotel popular, en la calle el Banco, de techo de chapa que resume agua y dicen que en invierno escarcha las frazadas.
Luego me indicaron un hotel con una fonda familiar y decorosa a media cuadra.
Elegí ése, con la mano en el bolsillo donde llevaba el dinero.
La habitación era extremadamente pequeña. No creo que hubiese podido perderme en ella aunque sólo tuviese dos años.
Las paredes tenían poca humedad, lo admito, pero supuse que era porque nos encontrábamos en pleno verano. Los muebles, antiguos pero en condiciones, eran desproporcionadamente grandes para la pieza, y pertenecían a diferentes juegos.
Me di una buena ducha con agua fresca y abundante y cené opíparamente, ya que los gastos estaban pagos.
En la mañana fui hasta la Sucursal.
Al traspasar la puerta de la entrada oí un grito apagado:
– Ya viene… es el Inspector.
– ¡Shhh!
– ¿Señor..? –se dirigió a mí un dependiente.
– Quisiera hablar con el señor Gerente, por favor, vengo de la Casa Matriz.
El joven me hizo una seña para que lo acompañase por un corredor bordeado de lambrices color caoba, luego hizo otra, quizá muy marcada, para que esperara a unos dos pasos de la puerta, que tenía un gran vidrio craquelado color caramelo.
Salió, enseguida, un hombre de pronunciada calvicie, enjuto y desgarbado, anudándose el último botón de la camisa.
– Estamos a su disposición –dijo, y me extendió la mano.
– Solamente vengo a colocar este nuevo regulador que ha comprado la Compañía.
– Usted…
– Sé tanto como ustedes –me adelanté a sus palabras.
Se acercaron, entonces, dos o tres empleados y mascullaban distintas especulaciones acerca de la innovación de la empresa.
– Esto nos quitará el trabajo –dijo el más viejo de ellos.
– No sea tonto, seguramente requerirá tomar otro dependiente.
– Mi primo Raúl cumplió los dieciocho. Voy a comentárselo al Gerente.
– Sigo pensando que este aparatito nos dejará sin trabajo.
– ¿Supongo que tendrán en cuenta a quienes tenemos varios hijos en la familia? –preguntó Ferreiro.
– Todos necesitamos el trabajo –dijo una de las vendedoras.
– Usted…
Levanté la mano en señal para que no siguiera hablando.
Cuando saqué el regulador de la valijita se produjo un gran silencio.
Tomé las medidas necesarias para la instalación. Coloqué el artefacto y presioné el botón de encendido.
Se oyó, de repente, un rumor mezcla de asombro y desconcierto, esa especie de murmullo como cuando uno va pisando las hojas secas de los plátanos en otoño.
– ¿Usted podría enviar esta carta con mis datos a la capital, Señor?
Hice un marcado gesto para que ya no me fastidiara.
Saqué del maletín la agenda de visitas y taché esa Sucursal, y quedé observando el itinerario.
– ¿A qué hora parte el próximo ómnibus a Melo?
– En seis minutos –dijo el Gerente, observando su reloj de cadena.
– Lo perderé –dije.
– No se preocupe, arreglo todo con un llamado al jefe de las patrullas de caminos, es correligionario y compadre de mi señora.
Éste detuvo el ómnibus a dos kilómetros de la ciudad con pretextos vanos. El chofer también lo conocía bien, por lo que se imaginó que era por alguna razón importante.
Realmente dudé de que pudiese hacerlo, pero en media hora estaba tomando el ómnibus, con la ayuda del Gerente y de Ferreiro.
– Pelegrinetti.
– ¿Qué cosa?
–Pelegrinetti, de Treinta y Tres. Ése es mi nombre –dijo el Gerente, mientras el vehículo avanzaba, levantando una gran nube de polvo y humo.
Hice un gesto impreciso que él tomo como de asentimiento.
El paisaje, durante gran parte del trayecto, se tornó monótono y agrisado. Fue oscureciendo poco a poco. Dormité algo y luego me dispuse a leer un libro que había llevado para tales casos. En todos mis viajes era el mismo, ya que nunca alcancé a culminarlo.
Llegué a Melo cansado, demasiado cansado para ir a la Sucursal pero no tanto como para echarme en la cama del primer hotel que encontrara.
Fui al telégrafo, que aún permanecía abierto, y envié un telegrama a la capital solicitando más dinero para la compra de pegamento y un cepillo de carpintero, instrumento que me sería de gran ayuda para el trabajo.
Llevaba bien las cuentas de los gastos y no tendría mayores problemas con el viático, al menos hasta llegar a Durazno.
Pregunté por la comida.
– Mire señor –dijo uno de los hombres que jugaban a los naipes– cerca de aquí hay un bar donde se toma caña blanca. Si pide "de la buena" le dan un vaso de la Belho Barreiro, si pide "de la otra" le va a salir la mitad.
– No, muchas gracias –le dije– solamente quiero algo de comer.
Entonces me indicaron una pizzería donde comí dos exquisitas porciones de faina con azúcar.
Luego de un buen estómago feliz, me dispuse a dar un paseo.
Por delante de mí pasó un afilador de cuchillos y tijeras.
Detuvo su bicicleta y me solicitó lumbre.
Me di cuenta que eso sólo era un pretexto.
– Usted es el Inspector ¿verdad?
– ¿Perdón?
– Viene de la capital.
Le di fuego y lo dejé pensando.
Dejé todo en el hotel, me di un buen baño de inmersión y me puse el traje de los domingos.
Con pocos datos llegué al Club social, donde daban una película de Gary Cooper.
Al finalizar la función me fui hasta el arroyo Conventos, y me senté a tomar el fresco en el patio español y frente a la fuente de los sapos.
A la mañana llegué a la Sucursal temprano.
Había pocos funcionarios ordenando el local y sus pertenencias para comenzar un nuevo día.
Me recibieron el Jefe, la cajera y una mujer de complexión gruesa.
La mujer llevaba, entre sus manitos pequeñas en aquel enorme cuerpo, un vasito diminuto.
El Jefe tenía unas gafas de gran aumento, que se colocaba, insistentemente, sobre el caballete de una nariz respingada que poco servía de ayuda para tales fines.
La cajera se llamaba Sara.
Una vez colocado el regulador sobre el mostrador, todos quedaron observando primero a mí, luego a artefacto, a mi mano y a mí, nuevamente.
– ¿Está listo?
– Listo.
– ¿Y ahora?
Entonces, con gran aspaviento, como hacen los presidentes de mesa en los escrutinios, levanté el brazo y lo dejé a unos dos centímetros a la derecha del regulador, y de golpe, oprimí el botón de encendido.
– ¡Quién lo iba a decir!
Unos y otros se preguntaban esto y aquello, y pocos se atrevieron a dirigirme unas pocas palabras.
– ¿Nos puede ver el Director General, desde Montevideo? –preguntó el portero.
– No sea tonto –le dijo la mujer gruesa –es para controlar las ventas.
– Nuestro tiempo libre.
– Cómo venimos vestidos.
– ¿Entregó el último balance? –preguntó el Gerente al tenedor de libros.
Este se sonrojó y no dijo palabra.
– ¿Debo firmar algún recibo? –dijo ahora, con la voz entrecortada.
– Ninguno. Ya terminé aquí mi trabajo –dije, y tomé mis cosas del suelo.
Observé mi libretita con el itinerario: una vez más otro viaje.
Otra vez un hotel viejo.
Dejé la Sucursal y caminé hasta el bar principal y pedí una limonada. Descansé sólo unos minutos. Tomé mis pertenencias y me dirigí a la habitación donde tenía todas mis pertenencias, y me puse a revisar los artefactos que aún me quedaban, el dinero, los puestos que había instalado, los que faltaban, los días que llevaba en esta tarea. Observé una y otra vez el almanaque que acostumbraba a colgar frente a la cama, en una de las hojas del ropero.
Día y medio de viaje y estuve en otro pueblo, en medio de la nada, rodeado de tierra, rocas, y más tierra. Ya no recuerdo en cuál de todos los departamentos me encontraba.
No recuerdo el nombre de la calle de la Sucursal.
Detrás del mostrador la señora no paraba de inquietarse.
– ¡Fernandito! ¡Quédese un poco quieto, muchacho!
Levanté, solamente un poco, la vista de mi artefacto.
– ¡Fernandito! ¡Qué le digo siempre!
El niño se introdujo un dedo en la nariz y luego jugueteó un rato con sus secreciones.
Quiso estirar la mano para tomar el artefacto pero rápidamente lo impedí con un golpe seco con mi lápiz en la punta de los cuatro dedos que se asomaban al mostrador.
– ¡Qué mocoso!
– No se preocupe, señora –dijo el asistente.
– El Jefe se acercó a mí y me dijo al oído:
– Es una de nuestros mejores clientes.
– ¡Qué mocoso! –volvió a decir la mujer, y levantó por lo menos un centímetro del suelo al niño, tirándole de una oreja.
– Es la Notaria del lugar –prosiguió el Jefe.
Probé, una vez más, y el botón de encendido dio la señal de que el regulador ya estaba trabajando.
– Robertito ¿te gusta?
– Luis Fernando.
– ¿Te gusta el aparatito, niño?... ¡No lo vayas a tocar! ¿Verdad? –le dije.
– Disculpe su insolencia, señor, usted que viene de la capital dirá ¡cómo crían a estos niños en las ciudades pequeñas!…
Alcé lentamente la mano, para no ser descortés y dije:
– Robertito no lo va a tocar. Estoy seguro.
– Luis Fernando –dijo el asistente.
Una vez conforme con mi labor comencé a colocar todas las herramientas en la valijita de piel y solicité permiso para pasar al baño a fin de higienizarme.
Observaba mi rostro en el espejo: tenía enormes ojeras y necesitaba una buena afeitada.
– ¿Dónde se puede comer bien en esta ciudad?
– En lo de Pietro.
– ¿Pasta?
– Pasta.
Levanté la valijita del suelo y me pasé una y otra vez la mano por la corbata, y salí seguro de cargar con la mirada de todos los dependientes sobre mis espaladas.
Entonces fui caminando hasta la plaza, que era el único lugar que se encontraba fresco en todo el pueblo.
Estaba muy cansado. Cansado del viaje, de los malos hoteles, de todas las personas, de mis sudores.
Observé, por un buen tiempo, casi desinteresadamente la naturaleza. Unas pocas flores en canteros redondos, dos ciruelos, por lo menos seis ceibos y un jacarandá bastante frondoso.
Estiré lo más posible mis brazos, hasta tocar, con los nudillos, el banco que daba a una de las calles.
Me incorporé, lentamente, y crucé mis manos sobre el pecho.
La brisa se deslizaba solamente sobre el follaje, debajo el calor era intenso.
Se sentó a mi lado una mujer joven.
Era bella pero no hermosa. Como decía mi padre: "una belleza extraña".
– Es de la ciudad ¿verdad?
– ¿De Montevideo?
– Me di cuenta apenas lo vi.
– No creo que vengan muchos extraños al pueblo.
– Pero usted lleva el mar en los ojos.
– ¿El mar?
– El de Montevideo.
Sacó, de una pequeña cartera beige una postal.
– ¿Es tan grande como parece en la foto?
Asentí con la cabeza.
La joven se incorporó y me extendió la mano. Me incorporé y la saludé con una breve reverencia.
Una belleza extraña.
Observé una vez más la libretita de visitas. Todavía me quedaban seis ciudades.
Crucé la plaza y quedé frente al gran portal de la iglesia.
Entré.
Recorrí el vía crucis, de madera tallada, y dejé una moneda de peso bajo la imagen de San José Obrero.
El silencio era total y podía olerse el humo de las velas que recién se habían apagado.
Me pasé el pañuelo por la frente y el cuello. Cerré los ojos tan solo por el placer de mantenerlos cerrados.
Al salir, me encontré con dos indigentes que discutían animadamente, pero no a voces, quién era más milagroso, si San Cayetano o San Pancracio.
Fui hasta la estación y consulté por el tren que partía al litoral.
– ¿Cuál?
– ¿Cuál parte primero?
– Paysandú, en dos horas y media, con suerte.
Compré un boleto.
Dormí sólo parte del trayecto.
– Son frescas las sandías.
Observé al hombre obeso.
– Sí…–le dije.
– Las uvas también son frescas…
Lo observé levemente y continué observando por la ventanilla.
– Creo que sí –dije, al fin, no sé bien por qué motivo.
– Lástima que sólo se venden en verano.
– Ajá.
Quise abrir el vidrio de mi ventana, ya que dentro el calor era insoportable. Estaba totalmente atascada.
El hombre gordo fue y vino. Trajo un destornillador de pala ancha y me ayudó a quitar el pasador mal colocado, con más fuerza que ingenio y menos pericia que buena voluntad.
Lo observé bien. Un centenar de pequeñísimas gotas de sudor comenzaron a brotar de su frente, su papada, y luego toda la cara.
Pronto su camisa estaba completamente empapada y el pelo, algo rizado, se pegaba, caprichosamente, en las ranuras que dejaba su incipiente calvicie.
– Realmente son frescas ¿verdad?
– Sí, por supuesto.
Al fin pudimos abrir por completo la ventanilla.
Lo observé con cierto desconsuelo.
– Gracias –le dije.
– Fue un placer. Y a usted… ¿Le gustan las frutas?
– Sí… claro, me gustan… son verdaderamente frescas, además no son nada caras.
El hombre gordo sonrió y me dio unas palmadas sobre el hombro.
Llegué a Paysandú y cumplí la misma rutina.
Di unas pocas vueltas por una de sus plazas, en donde encontré un monumento de Artigas flaco, desgarbado, con su pelo ondeando al viento, cosa que no correspondía con el paso que llevaba el caballo, y vi la campana de la iglesia del pueblo, una campana rota que por ese entonces no sonaba, ni nunca sonó en ningún momento.
Me tomé, entonces, un buen tiempo antes de comenzar el trabajo.
Vi, desde lejos, el cartel de la empresa, y pasé mis zapatos por el pantalón, bajo las pantorrillas.
Al llegar a la Sucursal no sólo los dependientes me esperaban sino también un grupo de curiosos.
– ¿Es verdad que podremos comunicarnos con las otras dependencias?
– ¿No tienen teléfono aquí?
– Por intermedio de ese aparato, digo.
– Sánchez ¡no sea tonto! Usted preocúpese de sus ventas. Han bajado bastante en los últimos días.
– Señor, es que yo...
– No venga con excusas... el regulador que trae el señor Inspector de Montevideo no va a admitir ninguna falla. ¡Y si mi Sucursal es mal evaluada este año ya saben quiénes pagaran por eso!
– Es para marcar las salidas del personal –dijo la encargada de la administración. Seguramente registre a qué hora llegamos y cuándo nos retiramos.
– El martes tuve médico, todos lo saben –dijo un dependiente.
Encendí el regulador.
– ¡Sr. Etcheverry!
– Soy yo.
– Un llamado desde Montevideo.
Me pasé el pañuelo por ambas manos y tomé el teléfono.
– Sí, señor. Veintinueve… ¿Cómo?
No podía creerlo.
– Señor Gerente, solamente me quedan cinco… bien... por supuesto.
Colgué el tubo y quedé unos minutos meditando, mientras pasaba el dedo índice sobre el vidrio de la mesita alargada, haciendo círculos concéntricos.
– ¿Vuelve a Montevideo?
Afirmé con la cabeza.
– El artefacto que acaba de instalar en el mostrador principal, ya está funcionando ¿verdad? –consultó el Jefe de ventas.
– Todavía no. Todos los reguladores los van a activar, a la vez, desde Montevideo.
Pedí un café sin azúcar y una aspirina.
– ¿Agua?
– Sí, por favor. También un vaso de agua.
Averigüé por el tren de regreso a la capital: saldría en la mañana.
Apronté todo para el viaje, colocando con sumo cuidado las camisas junto a los zoquetes y las corbatas, y la ropa de mayores dimensiones del otro lado, ajustadas por la cinta de cuero verdoso.
El viaje se hizo lento y pesado.
Llegué a casa a media noche y tiré la maleta sobre el sillón de la sala. Debería estar en la oficina del Gerente a las ocho en punto, por eso comí algo ligero y me fui a la cama, echándome sobre ella.
Al otro día estaba en la puerta de su despacho antes de la hora estipulada.
– Buenos días, Etcheverry –dijo al verme, y estiró su mano enorme.
– Buenos días, señor –dije.
– ¿Cómo le ha ido? ¿Qué tal le resultó el viaje?
– Bien. Muy bien. Solamente estoy un poco cansado, nada grave.
Entonces me hizo una seña para que pasara y entramos.
Me senté en la silla frente a su escritorio y mantuve silencio.
Él abrió las dos persianas, con cierta dificultad, y de pronto todo se iluminó en la sala. Vi apiladas, en dos filas irregulares, que no se elevaban más de unos cuarenta centímetros, algunas cajas de colores vivos.
– Hoy puede tomarse el día libre –dijo– ya que mañana parte nuevamente a nuestras Sucursales.
– ¿A todas?
– A todas.
– ¿Hubo algún problema con los reguladores?
– Ninguno. La empresa compró un nuevo modelo y tenemos que reemplazar los que ya instalamos por estos más modernos –dijo, y me mostró uno, que mantuvo sobre su mano unos segundos.
– ¿Reemplazarlos?
– Sí.
Entonces se sentó en su sillón, y comenzó a buscar algunos documentos en los canastillos de metal que se encontraban sobre el escritorio y en los cajones del archivero.
Sin levantar la vista agregó:
– Etcheverry: mañana en la mañana sale al interior.
Me quedé observándolo sólo unos instantes. Tomé mi sombrero con ambas manos y salí.
– Buen viaje.